Tutankamon y el pecado

Nunca había visto una pierna como aquélla. Tan larga, tan torneada, sin vello. Realmente nunca había tenido la posibilidad de contemplar las piernas de ninguna mujer. Tenía diecisiete años y en el seminario, como puede imaginarse uno, no se daban las circunstancias propicias. En esta ocasión fue la casualidad. La enfermera se había colocado detrás de uno de los biombos que separaban las camas de los convalecientes para descansar un momento. La muchacha, de unos veinte años, se había cuidado muy mucho de no estar a la vista, por eso se había ido a situar junto a un herido que llevaba la cabeza completamente vendada como una momia, en la que ni siquiera habían dejado un hueco para los ojos. La muchacha había descuidado uno de los ángulos, precisamente por el que el chico podía verla bien. Desde su cama, en la hilera opuesta, un poco a la derecha, tenía una visión perfecta de la enfermera, ya que había quedado un resquicio entre los biombos, no tan grande como para llamar la atención pero suficiente para ejercitar sin trabas el voyeurismo.

En su descargo, la enfermera, antes de iniciar su maniobra, no había dejado de comprobar que estaba a salvo de miradas indiscretas. Una vez hecho, se sentó al borde de la cama del momificado; el pobre debía estar bastante mal porque ni siquiera hizo el más ligero movimiento. Venía de Garabitas y allí se había quedado, en el hospital de Griñón.

Era de madrugada y todo el personal descansaba, excepto el de guardia. Unas pequeñas bombillas que colgaban del techo, bastante separadas unas de otras, eran las únicas luminarias de la sala, por lo que la discreción podía decirse que estaba asegurada.

La enfermera se descalzó y se masajeó los pies. El chico calculó que el turno de la muchacha había sido bastante largo. Estaría cansada con razón. Atender a aquella caterva de despojos humanos debía agotar al más pintado.

De los pies pasó a los gemelos. Clavaba los dedos en la blandura del músculo y hacía un movimiento de arriba abajo, como si tratase de alejar sus males hacia los pies y así poder expulsarlos. El masaje subió un poco más. Fue en ese momento cuando se subió la falda, que le llegaba más abajo de las rodillas, y dejó a la vista los muslos. El muchacho tragó saliva. Supuso que la piel de la enfermera –no recordaba su nombre– sería tan suave como la de un bebé. Nunca había tocado a un bebé para saber cómo era su piel, pero fue lo que le pasó por la cabeza.

Las manos se enfrascaron en la parte externa de los muslos; el masaje lo daba a conciencia. Después enfilaron la cara interna. El ritmo descendió, la intensidad también. Ahora los movimientos eran más suaves, más comedidos.

El muchacho se ruborizó; trató de no verla y apartó la mirada, pero algo le incitaba a hacerlo de nuevo. Los cristos de los crucifijos que presidían cada catre clavados a la pared parecieron mirarle todos a una a modo de recriminación. Pasada su crisis de moralidad, clavó de nuevo los ojos en ella, en lo que estaba haciendo. Ya no veía sus manos pues estaban escondidas entre sus muslos. Éstas subieron más para ocultarse bajo la falda, que estaba tan subida y rebujada que dejaba vislumbrar la redondez de los glúteos aplastada sobre el catre. Echó un nuevo vistazo a la caza de curiosos; pero fue efímero, ya que sabía que estaba sola.

La visión hizo que el muchacho sintiera un calor bullente bajo las sábanas, allí abajo, que parecía querer remontar por todo su cuerpo. ¿Pero realmente no había subido ya, por eso lo del escalofrío en la espalda? ¿Qué le pasaba, maldita sea, que no podía controlar su físico, la hinchazón de sus calzones? ¿Era ése el pecado de la carne del que le habían sermoneado desde siempre?

La enfermera parecía aceptar con complacencia la acción reparadora de sus manos. Las facciones de su cara se habían relajado, hasta había entornado los ojos en un gesto de concentración que fue demudándolo casi hasta el paroxismo.

En ese momento de éxtasis, la momia movió la cabeza levemente y la enfermera se puso en pie de un respingo bajándose la falda de forma atropellada. La escena se quebró de súbito y el muchacho se quedó con las ganas de ser testigo del final. Los cristos sonrieron satisfechos. La enfermera, aún con el gesto perturbado, comprobó el estado del herido, que había vuelto a recobrar su postura inanimada. Después de verificar que no le ocurría nada extraño, reanudó su ronda.

El chico se hizo el dormido; pero cuando la enfermera pasó junto a su catre, ésta le guiñó un ojo al percatarse de que el abultamiento de las sábanas aún persistía.

Fitzgeraldmente

¿Saben? Con mucha gente —gente que se piensa con cierta idea de lo que es y debe ser literatura y lo que no, por supuesto— sucede que le mientas el nombre de Scott Fitzgerald y enseguida te lo sueltan: “El Gran Gatsby”, tío, qué obra maestra, sí, aquélla de tipos podridos de pasta, podridos de lujo, podridos de suerte, no dieron en su vida un palo al agua. Y por eso acabaron como acabaron, peor que mal, ambos, los dos, porque mucha de esta gente de que os hablo tiende a identificarlos, Fitzgerald y Gatsby, los dos uno y el mismo, todo y que, bueno, al menos al entierro del primero asistieron algunos amigos y tal, porque al del pobre Gatsby quién: el narrador, Carraway, el padre del difunto y cuatro gatos más. ‹‹La buena vida, ya se sabe, te lleva al vicio››, te lo recuerdan, y es que la gente es envidiosa por naturaleza, sobre todo los que nunca han tenido un puto duro. El dinero, las fiestas, el alcohol, ‹‹no puede ser, hombre, tanto exceso››, al final el hígado pasa factura y no importa cuán rico seas, llega el momento en que no puedes pagar la última copa, ni siquiera el último zumo de naranja, que se le pregunten si no al tío Hem… Pero yo tengo mi propia teoría, sobre Fitzgerald, sobre su muerte, quiero decir. ¿Acaso le han leído ustedes con atención? No, no señores, no fue un ataque cardíaco, a mí con ésas que no me vengan, que fueron los ‹‹-mente›› (los ‹‹-ly››): tantos repentinamente (suddenly), rápidamente (quickly), ansiosamente (eagerly), probablemente (probably), frecuentemente (frecuently)… Vamos, que no te los acabas… No es que Fitzgerald bebiese demasiado, señores míos, es que no hacía otra cosa que jalar adverbios, el muy cabrón. Adverbios para comer, adverbios para cenar, adverbios en el desayuno, adverbios en el almuerzo, y eso sí que no hay cuerpo —ni intelecto— que lo aguante. Por fuerza tienes que reventar… Y hablando de reventar, ya que estamos, voy a soltarlo y ya me quedo tranquilo y me tomo la pastilla: lo que más le revienta del asunto a este servidor que les habla, ávido lector donde los hubiere, es que siendo como fue el suyo un estilo tan afectado —tan por las nubes su adverbiotis crónica—, tanto connaisseur de tres al cuarto, tanto flâneur de barra de bar, tanto miembro de esa intelligentsia trasnochada que ni no sabe de qué carajo habla, continúe subiéndolo al altar, siga hoy teniendo, con la excusa de la leyenda negra, el malditismo, la generación perdida y toda la demás gaita, por clásico contemporáneo a un tipo, Scott Fitzgerald, que jamás supo apuntillar un diálogo sin arruinarlo adverbial y definitivamente.

Y ya.

Cruzando el velo

El viejo profesor era filósofo, antropólogo, arqueólogo e historiador. Desde su cátedra en la facultad había conseguido un asentado prestigio fundamentado en trabajos de campo y obras de consulta que se habían convertido en clásicos. Las malas lenguas comentaban que, en realidad, su verdadera vocación era la Alquimia, a la que dedicaba todo su tiempo libre y buena parte de su fortuna personal.

No se equivocaban.

Lo encontraron en el pazo, desplomado en su sillón de orejas favorito, con la pistola aún humeando entre las manos.

Había una nota escrita de su puño y letra sobre la mesa del despacho.

Decía:

Del mismo modo que los seres humanos podemos morir, los fantasmas, que en realidad no están muertos sino que habitan en otra realidad alternativa, también pueden ser asesinados y enviados a otro plano de existencia todavía más lejano que el nuestro o el suyo. Tan solo hace falta descubrir lo que les mata y traslada de un universo a otro.

Culminadas mis investigaciones, sin más aliciente ya que la pura y simple experimentación de lo descubierto en éstos años, me propongo atravesar cada uno de los planos de existencia que conviven en el universo, de la única manera posible: matándome o haciéndome matar.

Para ello, ahora mismo me dispararé en la cabeza con el revólver. Una vez atravesado el velo que separa ambas realidades, la nuestra y la de esos a los que llamamos fantasmas, volveré a matarme y pasaré a otra nueva realidad, si cabe, más alejada.

De acuerdo con el plan original, cuyos detalles he apuntado en mi cuaderno de notas para quien pueda interesarse,  iré conociendo cada uno de los planos que componen el continuo universal de realidades, matándome una y otra vez, una y otra, hasta alcanzar el límite, si es que tal cosa existe.Según algunos sofistas, teóricos e iniciados del ocultismo y la espiritualidad, hay un Guardián que vigila cada una de las puertas de acceso de  un mundo a otro, un Guardián implacable al que no es posible engañar ni sobornar. Este guardián es el que franquea y facilita el paso de una existencia a otra cuando llega nuestro momento.

En nuestro plano de realidad, ese Guardían recibe el nombre de Muerte. ¿Cómo conseguiré que me deje atravesar el umbral sin su permiso, si aún no es mi hora? Todavía no lo se, pero he ideado una manera.

En mi laboratorio del sótano he desarrollado una munición etérea consistente en energía sutil que guardaré almacenada dentro de mi cuerpo. Munición que puedo disparar desde mi esencia espiritual a mi antojo. Tengo la certeza de que esta munición es capaz de matar a un fantasma, si es que esto es posible, pues comprobé éste particular hace cuatro meses en mi casona del Bierzo. Como mínimo se que es capaz de enviarle a otro plano de existencia, como así sucedió durante la prueba de campo con un espectro familiar al que conseguí soprender.

La naturaleza de la Muerte es fantasmal, más semejante a la de los espíritus que a la de los hombres mortales. Deduzco, por tanto, que la munición etérea también sirve para él y que podré usarla para intimidarle y obligarle a que me deje pasar.

De hecho, planeo desarrollar munición adecuada en cada existencia para deshacerme o poder intimidar a los respectivos guardianes que franquean el paso de un mundo superior a otro.

Sin más, procedo a ejecutar el plan.

Supongo que no volveréis a tener noticias mías.

Me despido. 

La policía, sus familiares y conocidos no dábamos crédito a ésta nota, que releímos una y otra vez con estupor, junto con el cuaderno de notas. El profesor había planificado todos los detalles de su descabellado viaje. En el fondo no nos lo podíamos creer, aquel plan era una locura.

Y no le hubiéramos dado mayor importancia a no ser por lo que sucedió después.

Al día siguiente del fallecimiento del profesor, los noticiarios informaron al mundo de una soprendente noticia: la gente había dejado de morirse.

Todos los amigos del profesor entendimos lo que estaba sucediendo.

La Muerte, el Guardián de la puerta entre nuestro mundo y el de los espíritus, había sido asesinado.

Desde entonces los muertos caminan sobre la Tierra y los vivos sobre el nublado camposanto del país de los muertos. La frontera ya no existe, uno puede cruzar de un mundo a otro a su antojo y las calles se llenan de fantasmas, de resucitados, y de muertos.

Y lo peor -dado que el profesor sigue atravesando realidades y va armado- lo peor, creemos que aún está por llegar.

Ella

La vi y me pareció una diosa. Abrió la boca y escuché el cantar de una diva. Se movía, y bailaba una delicada danzarina. Opinaba, y los misterios de vida y existencia se diluían ante su elocuencia.

Ella me dijo que en tres años quería casarse y tener un hijo.

Yo la pregunté a que hora le venía bien que la dejase en casa.

La mujer alta

I

  

-¡Qué sabemos! Amigos míos…. ¡qué sabemos! -exclamó Gabriel, distinguido ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero cuyo nombre se me ha olvidado.

 -Sentémonos, como es de rigor y está escrito… en nuestro programa -continuó Gabriel-, a descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han comido nuestros ilustres maestros don Miguel Bosch, don Máximo Laguna, don Agustín Pascual y otros grandes naturistas; os contaré una rara y peregrina historia en comprobación de mi tesis…, reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se entienden) semejantes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet…

Enderezaba Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador, que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos enfermos y comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote.

Sucedía esto en 1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o el de San Luis… Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese, gozábase en aquellas alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria…

Sentado que se hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera:

-Creo que no me tacharéis de visionario… Por fortuna o desgracia mía soy, digámoslo así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que más, bien que incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las misteriosas facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento…Pues bien: a propósito de fenómenos sobrenaturales o extranaturales, oíd lo que yo he oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero héroe de la singularísima historia que voy a contar; y decidme en seguida qué explicación terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a tan maravilloso acontecimiento.

-El caso fue como sigue… ¡A ver! ¡Echad una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo dentro de esa bullidora y cristiana fuente, colocada por Dios en esta pinífera cumbre para enfriar el vino de los botánicos!

  

II

  

-Pues, señor, no sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado Telesforo X…. que murió en 1860…

-Yo no…

-¡Yo sí!

-Yo también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con la hija del marqués de Moreda…. y que murió de ictericia…

-¡Ése mismo! –continuó Gabriel-. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, animoso, con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la Escuela de Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables trabajos, disputábanselo varias empresas particulares en aquellos años de oro de las obras públicas, y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto, las viudas impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que… Pero la tal viuda no viene ahora a cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario…

-¡Señor don Gabriel, al orden!

-Sí…, sí, voy al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan a chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso… ¡Bueno está de verdad este vino! Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso.

Sucedió, como sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en los baños de Santa Águeda al fin del verano de 1859… Hallábame yo en Pau cuando me dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me unía a Telesforo… A ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la generala López, y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego indicio de mala salud… Pero, en fin, la muchacha valía cualquier cosa por su distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de título que llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría inconsolable… Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, a los quince o veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su elegante habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo… No recuerdo el número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo.

Contristadísimo, bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven ingeniero trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento lúgubre y sin mirarme:

-Mucho me alegro de que hayas venido… Varias veces te he echado de menos en el estado en que me hallo… Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo como tú podría oír sin considerarme imbécil o loco, y acerca de la cual necesito oír alguna opinión serena y fría como la ciencia… Siéntate… -prosiguió diciendo, cuando hubimos llegado a su despacho-, y no temas en manera alguna que vaya a angustiarte describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi vida… ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente a poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención que requiere el caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda y misteriosa que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto

-¡Habla! -respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento de haber entrado en aquella casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro de mi amigo.

-Oye… -repuso él, enjugándose la sudorosa frente.

  

III

  

No sé si por fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta a los niños en la cuna, el caso es que desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola, en la calle, a las altas horas de la noche.

Te consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré a palos y a tiros en Despeñaperros con mis sublevados peones, hasta que los reduje a la obediencia. Toda mi vida, en Jaén en Madrid y en otros varios puntos, he andado a deshora por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado amoroso que me hacía velar, y si por acaso he topado con bultos de mala catadura, fueran ladrones o simples perdonavidas, a ellos les ha tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor camino… Pero si el bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba también solo, y no se veía mas alma viviente por ningún lado… entonces (ríete si se te antoja, pero créeme) poníaseme carne de gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones supersticiosas que me hacían reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me quitara el susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que me veía dentro de mi casa.

Una vez en ella, echábame también a reír y avergonzábame de mi locura, sirviéndome de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer de aquella flaca hembra, a quien la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían a tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer auxilio por si lo necesitaba, o dar limosna si me la pedía… Repetíase, con todo, la deplorable escena cuantas veces se me presentaba otro caso igual, y cuenta que ya tenía yo veinticinco años, muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno penoso con las tales mujeres solitarias y trasnochadoras … ! Pero, en fin, nada de lo dicho llegó nunca a adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me disipaba siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras personas en la calle, y ni tan siquiera lo recordaba a los pocos minutos, como no se recuerdan las equivocaciones o necedades sin fundamento ni consecuencia.

Así las cosas, hace muy cerca de tres años… (desgraciadamente, tengo varios motivos para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de noviembre de 1857!) volvía yo, a las tres de la madrugada, a aquella casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la Montera, en que recordarás viví por entonces .. Acababa de salir, a hora tan avanzada, y con un tiempo feroz de viento y frío, no de ningún nido amoroso, sino de… (te lo diré, aunque te sorprenda), de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la Policía, pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la cual me habían llevado a mí aquella noche por primera… y última vez. Sabes que nunca he sido jugador, entré allí engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (demi-monde puro), so pretexto de jugar algunos maravedíes al Enano, en mesa redonda, con faldas de bayeta; y el caso fue que a eso de las doce comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro Real o de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir monedas de oro, después billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco a poco en la selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo que llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un dineral… con el pagaré correspondiente. Es decir, que me arruiné por completo, y que, sin la herencia y los grandes negocios que tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y apurada.

Volvía yo, digo, a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento, con la vergüenza y el disgusto que puedes suponer, pensando, más que en mi mismo, en mi anciano y enfermo padre, a quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y desahogada posición…. cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa…

El propio terror o delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente diome no sé qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos segundos que tardaría en pasar rozando con aquella repugnante visión, los pormenores más ligeros de su figura y de su traje… Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la mortecina luz del farol que alumbró con infernal relámpago tan fatídica escena…

Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante! Descuida, sin embargo, por el estado de mi razón … ¡Todavía no estoy loco!

Lo primero que me chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla y la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus marchitos ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura, que convertía su boca en una especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de mozuela del Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza, atado debajo de la barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en la mano, y con el cual se cubría, afectando pudor, el centro del talle.

¡Nada más ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de debilidad a giganta tan fea, vieja y huesuda! Igual efecto producía el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara, comparado con aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado… Pero su cínica mirada y asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca…, ¡no sé de qué! ¡De algo que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las mujeres que andaban solas, de noche, por la calle … ! ¡Dijérase que, desde la cuna, había presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser animado teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista natural antes de haber recibido de él ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas!

No eché a correr en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o por varonil decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era yo, o le diese alas para seguirme, para acometerme, para… ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no tienen forma ni nombre traducibles!

Mi casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me hallaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de aniquilarme con una palabra… ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay agentes de la autoridad!

Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de salud, y de esta manera, poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no caerme antes redondo al suelo.

Así caminaba … ; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió un idea horrible, espantosa, y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me seguía mi enemiga!

«Una de dos… -pensé con la rapidez del rayo-: o mi terror tiene fundamento o es una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará alcanzándome y no hay salvación para mí en el mundo… Y si es una locura, una aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de aquella puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré seguir marchando hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una manía que tanto me abochorna.»

Formulado este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.

¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre mi hombro!

¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias humanas?

¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco, y que no dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera…

Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un reverbero de la calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer alta si por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni andando, ni en manera alguna! Con todo, guardéme muy bien de penetrar de nuevo en mi calle.

«¡Esa bribona -me dije- se habrá metido en el hueco de otra puerta…! Pero mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí …»

En eso vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de Jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a la cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra salida y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un asesino.

Obedeció el sereno, tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente.

Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.

-Se habrá metido en alguna casa -dijo el sereno.

-¡Eso será! –respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de mudarme a otra calle al día siguiente.

Pocos momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José.

¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de noviembre no habían concluido!

-¿Qué ocurre? -le pregunté con extrañeza.

-Aquí ha estado -me respondió visiblemente conmovido-, esperando a usted desde las once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer…

Semejantes palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia muerte… Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad, había escrito a mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más conveniente… ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!

Sentéme en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan grande infortunio, ¡y Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer y la muerte de mi honrado padre!

A las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en silencio…

Arrojéme en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:

-¡Llora, sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!

  

IV

  

¡Mi amigo Telesforo -continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de vino- descansó también un momento al llegar a este punto, y luego prosiguió en los términos siguientes:

-Si mi historia terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente imaginación tiene su terror pánico: que el mío eran las trasnochadoras solitarias, y que la vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba a pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o bien una repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores…

También quise creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no volver a encontrarme a la mujer . ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de nuevo!

-¿Para qué?

-¡Para matarla en el acto!

-No te comprendo…

-Me comprenderás si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina…

-Cuéntame…. cuéntame…

-Poco más tengo que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y desgarradora contienda, con mi antigua querida la viuda de T…. ¡de quien érame ya preciso separarme por haberse publicado mi casamiento con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a aquella misma hora!

Todavía no era día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia el este. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando, al ir a cortar la calle del Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de Santa Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines.

No me miró, y creí que no me había visto… Llevaba la misma vestimenta y el mismo abanico que hace tres años… ¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que nunca! Corté rapidísimamente la calle del Prado, luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la otra sección de la calle del Lobo, respiré como si acabara de pasar a nado una impetuosa corriente, y apresuré de nuevo mi marcha hacia acá con más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y anulada a la odiosa bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella sin que me viese…

De pronto, y cerca ya de esta mi casa, acometióme como un vértigo de terror pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría hecho la desentendida para dejarme penetrar en la todavía oscura calle del Lobo y asaltarme allí impunemente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima…

Vuélvome en esto…. y ¡allí estaba? ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas, mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su dentadura, abanicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto…

Pasé del terror a la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y arrojéme sobre el corpulento vejestorio; tirélo contra la pared, echándole una mano a la garganta, y con la otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer.

Ella había lanzado entre tanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y de un miedo que no sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome con ojos de hiena:

-¿Por qué la ha tomado usted conmigo?

Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera.

-¡Luego usted recuerda -grité- haberme visto en otra parte!

-¡Ya lo creo, alma mía! -respondió sardónicamente-. ¡La noche de San Eugenio, en la calle de Jardines, hace tres años…

Sentí frío dentro de los tuétanos.

-Pero ¿quién es usted? -le dije sin soltarla-. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene usted que ver conmigo?

-Yo soy una débil mujer… -contestó diabólicamente-. ¡Usted me odia y me teme sin motivo … ! Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la primera vez que me vio?

-¡Porque la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi vida!

-¿De modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también a ti!

-¡Usted me conocía! ¿Desde cuándo?

-¡Desde antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a mí misma: «¡Éste es!»

-Pero ¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí?

-¡El demonio! -respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose de mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas levantadas hasta más arriba de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra…

¡Locura intentar alcanzarla…! Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La mujer siguió corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse allí a mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo cerrado, y desapareció detrás de una esquina…

¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y mi vida! ¡óyeme dos minutos más!

Cuando entré en mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había telegrafiado a Falcón para que me lo dijese… ¡a mí, que debí haberlo adivinado una hora antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora que necesito matar a la enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda vieja, que es como el sarcasmo viviente de mi destino?

Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta sino cuando me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es …?

   

V

  

-Os hago gracia, mis queridos amigos -continuó Gabriel-, de las reflexiones y argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo; pues son los mismos, mismísimos, que estáis vosotros preparando ahora para demostrarme que en mi historia no pasa nada sobrenatural o sobrehumano… vosotros diréis más: vosotros diréis que mi amigo estaba medio loco; que lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la enfermedad moral llamada por unos terror pánico y por otros delirio emotivo; que, aun siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta, habría que atribuirlo a coincidencias casuales de fechas y accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía también estar loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades, como se dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido…

-¡Admirable suposición! -exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de formas-. ¡Eso mismo íbamos a contestarte nosotros!

-Pues escuchad todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces, como vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se equivocó nunca fue Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a ciertas cosas que pasan en la Tierra!

-¡Habla! ¡Habla!

-Voy allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin beberme antes un vaso de vino.

   

VI

  

A los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían transcurrido muchas semanas cuando supe, por un contratista de obras públicas, que mi infeliz amigo había sido atacado de una horrorosa ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en un sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con inconsolable amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza alguna de salvarlo. Comprendí entonces por qué no contestaba a mis cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al coronel Falcón, que cada vez me las daba más desfavorables y tristes…

Después de cinco meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el parte telegráfico de la batalla de Tetuán… Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro para la mañana siguiente.

Comprenderéis que no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis, adonde fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el féretro, y que luego se colocó en ademán de triunfo delante de los enterradores, señalándoles con un abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la abierta y ansiosa tumba.

A la primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales ojos, con su asquerosa mella con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa…

Instantáneamente reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo particular como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como enterada de que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del Lobo, como desafiándome, como declarándome heredero del odio que había profesado a mi infortunado amigo…

Confieso que entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban aquellas nuevas coincidencias o casualidades. Veía patente que alguna relación sobrenatural anterior a la vida terrena había existido entre la misteriosa vieja y Telesforo; pero en tal momento sólo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia ventura, que correrían peligro si llegaba a heredar semejante infortunio…

La mujer se echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si hubiese leído en mi pensamiento y denunciase al público mi cobardía…Yo tuve que apoyarme en el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y contoneándose entre los muertos con no sé qué infernal coquetería, hasta que, por último, desapareció para siempre en aquel laberinto de patios y columnatas llenos de tumbas…

Y digo para siempre, porque han pasado quince años y no he vuelto a verla…Si era criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha desdeñado…

¡Conque vamos a cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos! ¿Los consideráis todavía naturales?

 

***

  

Ocioso fuera que yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto que, al fin y a la postre, cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias…

Prefiero, por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios que pasaron juntos aquel inolvidable día en las frondosas cumbres del Guadarrama.

Cuando escribíamos como Larra

El mundo apestaba a CO2 y la vida transcurría deprisa como en una película americana.

En consonancia con las medidas del gobierno, el Servicio de Correos Nacional decidió reemplazar los viejos buzones amarillos por buzones humanos en movimiento, que recorrían la ciudad a pié, sin ruta fija, en función de los encargos que recibían. De éste modo, llegabas a echar una carta y se la dabas a un tío con barba y gorra, con sus filtros nasales correspondientes, vestido de amarillo corporativo, que pasaba por tu lado silbando coplas ahogadas tras la mascarilla, con un saco a la espalda y que iba de la Calle Melchor Almagro a la Calle Relatores para entregar una misiva reciente o de la Calle Palas de Reis a los fangales de ácido de la calle Campomanes para llevar un paquete postal blindado.        

Los buzones había que pillarlos al vuelo cuando se te cruzaban por la calle. Las cartas podían tardar muchos días en llegar a su destino, dependiendo de las rutas previas que el buzón humano tuviera que recorrer y los sitios que tuviera que visitar para hacer las entregas. Después de todo, escribir cartas era un lujo decadente, una reminiscencia de los tiempos antiguos propia de espíritus excéntricos o demasiado nostálgicos. Costaba una fortuna enviar cada carta. Era un lujo al alcance de sibaritas, estetas y amantes de la antigüedad que aún pagaban por hacer las cosas a la vieja usanza. La gente añoraba los tiempos del cielo azul y las nubes atravesando el cielo. Los tiempos en que Larra escribía a pluma sus artículos para La Revista Española y sus cartas de amor no correspondido.

Si había suerte y al cartero-buzón le pillaba de paso, tu carta se entregaba pronto, si todos los encargos eran por el sur de la ciudad y tu, pongamos por caso, escribías una carta dirigida a un barrio del cantón norte, lo llevabas claro. Ya no se hacían intercambios en la central, sino en plena vía pública, de mano a mano, entre colegas, al viejo estilo de los carteros de los primeros tiempos… y con riesgos parecidos, porque los asaltos estaban a la orden del día.

Era todo muy problemático.        

Por no decir los envíos de una ciudad a otra, cuyos trayectos se realizaban andando, pues el gobierno había establecido que los ciudadanos camináramos varios kilómetros al día y que se gastaba demasiado dinero en transporte público y privado, incluso en fabricar goma para neumáticos o suelas para zapatos.          

Habría apenas dos centenares de buzones-cartero en todo el país y se repartían el trabajo como podían. En Madrid no pasaban de veinte.Uno de esos veinte era el que yo me encontré.                 

Por aquel entonces, yo intentaba recuperar a Rosamari, mi novia de hacía seis años, que no contestaba a mis llamadas de videofón ni a mis mensajes de móvil por un quítame allá esas pajas relacionado con el olvido de su cumpleaños y unas flores naturales de arrepentimiento que no llegaron a tiempo a su casa.        

Recurriendo al viejo recurso de las cartas de enamorado, escribí una disculpa arrebatada de amor y lamento, que era lo mejor que yo había escrito en toda mi vida de escritor de tercera regional sin derecho a lápiz. Escribí la carta en papel de verdad, con tinta de verdad y caligrafía de verdad, como los poetas románticos. Puse en el papel unas gotas de loción para después del afeitado, compré un sello holograma que me costó un dineral y mandé la carta.        

Convencido de que así al menos ella transigiría en verme y me daría otra oportunidad, entregué la misiva al primer buzón humano que ví por la calle y le dije: mira amigo, es para la calle Espalter, el número 4, tercero centro. Es para la chica que quiero, no me falles. El barbudo que hacía los envíos se encogió de hombros y me dijo que iba para Aluche y que Espalter no le pillaba de paso ni de lejos, así que le dije que no me importaba esperar porque sabía que la entregaría de todos modos. Asintió con la cabeza apretando la carta contra su pecho, levantando la palma y sujetando su pistola. La profesión de buzón humano se desempeñaba bajo juramento e implicaba la responsabilidad de entregar los envíos a cualquier precio. Con suerte, el tipo se encontraría por la calle con otro cartero-buzón que fuera para esa zona y le entregaría la carta. Sin suerte, tardaría unas cuantas semanas en cumplir mi encargo.        

Pero pasaron dos, tres meses y Rosamari no contestaba. La misiva era tan sincera, tan de corazón, el detalle de escribir una carta a la antigua tan del gusto antañón y romántico de ella, que me extrañaba que mi ex novia, amante de los viejos libros, las viejas películas y las viejas historias de amor que nunca fenece, no se dignara a contestar cuando la hubiera leído. Sabía valorar esta clase de regalos.        

Pero pasaron otros tres meses sin noticias de ella.Convencido de haber malgastado mi tiempo y mi dinero, decidí acercarme por el domicilio de Rosamari con la esperanza de que al verme ella aceptara hablar conmigo.Armado con una tranca eléctrica atravesé media ciudad caminando entre nubes tóxicas, reemplazando mis filtros nasales en algún bar y volviendo a las aceras atestadas de humo y productos químicos corrosivos. Un traje de calle podía durarte una semana antes de ceder a la corrosión de los gases. La tranca eléctrica espantó a los pocos buscavidas que quisieron acercarse a pedirme o robarme algo.Finalmente, rodeando la cúpula de El Retiro, llegué hasta su barrio y me aproximé hasta la esquina de su casa.         

Con gran estupor comprendí que mi carta nunca había sido entregada, pues el propio cartero, un rijoso miserable, la andaba cortejando y requebrando de amores en aquellos mismos momentos en el portal. ¿Cuánto tiempo llevaban juntos? Con un retorcijón de angustia en el estómago, los vi salir al descansillo, cogidos de la mano, con el mono de calle puesto, a él se le iban los ojos hacia su trasero respingón y ella, distraída, le reía las gracias tras la máscara, sin ser consciente de que estaba a punto de caer en las fauces de un depredador postal, malversador de recados y fariseo de envíos, que había traicionado lo más sagrado de su profesión por echar un polvo con mi antigua novia.        

Sentí que el estómago me ardía. Reclamar al Servicio Postal no era de recibo y partirle la cara a un tipo armado con una pistola tampoco. Pasarían meses antes de que un tribunal electrónico resolviera el caso y las armas cortas de proyectiles estaban reguladas por la normativa municipal, a mi solo me permitían tener una tranca eléctrica o un repelente sarnoso en spray. Para cuando surgiera una solución, Rosamari podía estar ya muy lejos.        

Decidí urdir un plan. Por medio de una amiga del trabajo, que accedió a confabularse conmigo cuando supo las circunstancias del incidente y consintió en escribir lo que la dicté de su propio puño y letra, redacté otra carta manuscrita dirigida a Rosamari en la que la supuesta novia del cartero tramposo, una tal JuliaVanesa, llorosa y con el corazón roto, le informaba en confidencia de que el depravado de su novio, de profesión buzón humano del Servicio Postal, solía frecuentar a jovencitas incautas de las que terminaba abusando como había abusado de ella durante la friolera de ocho años de relación sadomasoquista.        

Mi amiga entregó la carta a un cartero amigo suyo que, bendita casualidad, vivía en el mismo barrio que mi ex y no tardaría mucho en hacer la entrega. Nos pusimos de acuerdo con él y vestidos con el mono de andar por la calle le seguimos en su jornada hasta que entregó la carta en el portal de Rosamari. Esperamos enfrente escondidos varias horas, acudiendo por turnos a las cabinas públicas para rociar nuestros trajes con bactericidas. El cartero tramposo no tardó en presentarse para salir con ella a primera hora de la tarde y vimos como Rosamari, aleccionada por la epístola de la tal JuliaVanesa que acababa de recibir hacía unas horas, lo echaba de allí con cajas destempladas, poco menos que a empujones.        

El plan funcionó.        

Cuando se marchaba humillado, el tramposo nos vió, semiocultos tras una farola, muertos de risa y comprendió que era yo quien lo había urdido todo. Me fulminó con la mirada. Sus ojos tras las gafas ahumadas antipolución se volvieron carbones al rojo. Tuve miedo de que desenfundara el arma, pero eso le hubiera delatado ante sus superiores y decidió aguardar.         

Aquella misma semana me echaron del trabajo. Mi jefe recibió una carta manuscrita con sello holográfico en la que se le informaba de buena tinta que yo mantenía relaciones sexuales con JimenaJamona, su mujer. No había pruebas, pero ante la sospecha, como tenían que recortar personal en mi departamento, el elegido para salir volando del negociado y sin derecho a subsidio, fui yo. Era la venganza del cartero por lo de Rosamari, del que a su vez me vengué informando a su comunidad de vecinos de que era un pederasta que convencía a los niños para subir a su piso de soltero con la oferta de chucherías, juegos de videoconsola e inocentes obsequios. A resultas de mi anónimo, el buzón humano tuvo que cambiarse de barrio y casi de empleo.

Luego vino la carta en la que, en represalia, él me denunciaba a la Inquisición de la Hacienda Pública por evasor fiscal en mi declaración del 2074 y a la Policía de Asfalto por camello y chulo de putas. Pasé unos meses de lo más entretenido tratando de aclararlo todo en la Central Electrónica de Juicios, torturado por Inquisidores Dominicos del Ministerio de Hacienda y policías de la Dopa con implantes nasales detectores de droga empeñados en hacerme inspecciones rectales día si y día también.

Nos estábamos gastando una fortuna en aquella guerra postal.Después vino la carta en la que yo informaba al Servicio de Correos de la existencia sin declarar de un enfermo de peste naranja de Ganímedes entre sus empleados de reparto, y que el enfermo, no solo no había confesado padecer la enfermedad desde sus vacaciones como turista sexual en los lupanares de Mare Serenitatis en Lunaburgo, donde había yacido con genoputas durante seis días sin interrupción, sino que solía mearse en los paquetes de envío y toser encima de las cartas y los escritorios de los compañeros, con la esperanza de contagiar su mortífera enfermedad a cuantos pudiera antes de morirse, cosa que sucedería en el plazo de un año a lo más tardar.

Le expedientaron y trasladaron de centro mientras esclarecían el tema.         

Y desde entonces, dos años ya de lucha, cada vez que entro al portal de mi casa temo mirar en el cajetín de correos, esa antigualla de los tiempos en que escribíamos cartas, por lo que pueda encontrarme. Porque todas las cartas, las pocas cartas que recibo, no me hablan de cosas buenas sino al contrario, traen citaciones, alegatos, acusaciones, anónimos, disgustos y solo problemas que cada vez me cuesta más resolver.        

Me he enterado de que Rosamari se ha casado con otro, un gilipuertas con pulmones antihumo y cerebro portátil que la dice que sí a todo, que se acuerda siempre de su cumpleaños (ella, paradójicamente, es de las que lo olvidan aunque no te perdona si lo haces tu) y que la trata como a una reina y la hace la pelota para no perder su amor… supongo que tiene mucho miedo de que ella le abandone.        

La verdad es que da un poco de asco verlos por la calle, con sus monos de geoplax tan blancos y tan impolutos, cogidos de la mano mientras la ciudad languidece gris, llena de roña y de suciedad. No les escribo una carta a su casa porque se que mi rival el cartero, que también la pretende y no renuncia a su amor, lo hará tarde o temprano y me ahorrará el pastón de tener que enviarla yo. Entre abogados y Servicio de Correos llevo años sin ahorrar un céntimo.        

Pero la verdad es que me gustaba más cuando los buzones no eran tan hijos de puta, las novias te amaban de verdad y las cartas y el amor circulaban por el mundo como dios manda; los tiempos en que uno podía suicidarse y pasar a la posteridad con un pañuelo enamorado de tuberculósis y el aroma de las malvas y los crisantemos por almohada.        

Ahora mismo estoy escribiendo una epístola a tinta azul en la que denuncio al cartero tramposo a la Policía del Humo, por fumar tabaco rubio en cigarrillos, droga dura que es ilegal desde la ley Ozono del 2052. Con suerte le meten treinta años por contaminador y toxicómano y me libro de él para siempre. De ésta si que le va a costar escaparse. Que se folle niños, a ojos del sistema tiene un pase, pero que fume, ah, que fume… eso no se lo van a perdonar jamás.