Alma de cazador

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Antes de cumplir veinticinco años, yo era de esos que viven una vida convencional en su tiempo libre, visitaba los parques temáticos y los zoológicos, disfrutaba del cine y de la televisión comercial, tenía una vida cómoda y trufada de convenciones y lugares comunes, veraneos en la costa, visitas de fin de semana a centros comerciales, en fin, las cosas que hace todo el mundo.

Pero yo también era de esos, -esto que cuento resulta un poco más raro- que compran las revistas de ovnis; era de los que creían en los misterios del Area 51 y esgrimían como argumento, el contacto cierto y continuado con civilizaciones alienígenas en las instalaciones de Roswell. De hecho, era también de los que juraban que el propio gobierno norteamericano -panda de manipuladores- había filmado aquel fraude de documental con alienígenas de goma, para confundir a la opinión pública (el procedimiento se llama intoxicación informativa, lo conozco bien de tanto haberlo constatado en las versiones oficiales que nos hacen creer). También era de esos que viajaba por el país tratando de lograr algún avistamiento, ¿vió usted algo?¿podría decirme la forma que tenía? y entrevistaba gente y publicaba alguna cosilla de vez en cuando en revistillas y columnas locales sin mucha repercusión pública. Platillos volantes, hombres verdes del espacio exterior, abducciones, secuestros, campos de trigo quemados y mi cámara no funciona, llegamos tarde, nos han mentido, ¿Qué saca usted de todo esto?

Si sería fanático en ésto de los extraterrestres, que tenía la casa llena de pósters, coleccionaba películas y bebía leche en una taza con la forma de la cabeza de un marciano típico, de esos sin pelo que aparecen en las camisetas, cabeza de bombilla y ojos negros achinados, ya saben, los delgaditos cabezones.

De algún modo, cuando regresé de Vietnam lo olvidé todo. La guerra consiguió ponerme en el recto camino y me hizo un hombre responsable y con los pies en la tierra. Mi vocación de servicio me permitió ingresar en la policía local del pueblo y en los 80, tras cuatro años como Ayudante de sheriff, superé las pruebas físicas, los exámenes escritos e ingresé en el FBI.

La Agencia de seguridad más prestigiosa del Gobierno Norteamericano sabe perfectamente a quién contrata y a quién admite entre sus filas. Hay pocas cosas que se les escapen.

De un modo casi providencial, los de arriba no tardaron en destinarme a la división de Expedientes sin Resolver, porque ya sabían de qué pié cojeo y me tenían de sobras controlado. Recuerdo que hicieron una serie de televisión bastante divertida sobre el tema éste de los Expedientes, una serie que no tiene demasiado que ver con la realidad del asunto.

Trabajar en el FBI es otra cosa. Allí, en las oficinas de Proyecto Cero, su nombre real, se agolpan los casos sin resolver, las rarezas, los montones de pruebas archivadas en bolsas y carpetas de casos e historias que nunca existieron o no tienen explicación: leyendas urbanas y populares, animales y criaturas para los que no se encuentra nombre, incidentes con fantasmas, demonios, poderes paranormales… y por supuesto OVNIS, mis favoritos. El FBI tenía que manejar todo aquello con cierta discreción. No es fácil decirle a la gente que ese mundo seguro y estructurado en el que creen vivir en realidad es mucho menos explicable de lo que imaginan.

Mientras estaba en la Agencia manifesté abiertamente mi interés por los asuntos vinculados con inteligencias extraterrestres, aunque ellos ya lo sabían. Dada mi vocación, y teniendo en cuenta que son pocos los que desean investigar para la división Proyecto Cero, obtuve un destino en la oficina de Expedientes sin resolver.

En uno de mis primeros casos fuimos informados de reiterados avistamientos en el sur del país.

Viajé en coche al desierto de Sonora con mi compañero Stan, un hombre experimentado que parecía conocer bastante bien la dinámica interna del departamento.

Stan, perro viejo, veterano en la división, tenía alma de investigador y siempre comentaba lo mucho que disfrutaba con la emoción de la caza. Para él, nuestro trabajo en el departamento era algo así como perseguir a una presa a través del bosque y atraparla tras una larga persecución.

-¿Te gusta cazar?- me decía- A mi me encanta. Tengo una cabaña cerca de la frontera con Canadá. Te encantaría. Cazar es uno de los grandes placeres de esta vida. Perseguir a tu presa, ponerle un cebo, dejarla acercarse hasta que está tan cerca que casi puede olerte… y entonces….

-Me gusta cazar ovnis- le contesté- No imaginas lo que daría por tener a un alienígena delante de mí.

-Quizá lo consigas, chaval, quizá lo consigas. Llevas muchos años detrás de algo grande y en éste trabajo nada puede darse por sentado. Yo ya he visto algunas cosas interesantes.

-¿En serio?

-Puedes ver los archivos del departamento. Soy un cazador… y eso es lo que hago aquí… cazar para el Gobierno.

Confié en él desde el primer instante, parecía un buen tipo, serio, sensato, amistoso… pero olvidaba que Ellos saben hacer bien su trabajo, no me refiero a los de la Agencia, sino a Ellos, con mayúscula.

Igual que mis jefes, igual que el departamento al que pertenecía, igual que todo el FBI, Ellos, los que vienen de lejos, me conocían bien, sabían de mis aficiones, estaban al tanto de mis puntos débiles. Por eso me atrajeron al desierto, me pusieron las pistas y las pruebas en bandeja, procurando que no fueran demasiado evidentes, procurando que yo tuviera que esforzarme por obtenerlas.

Stan corroboró mis averiguaciones con un gesto entusiasta.

-Tenemos el lugar, tenemos las coordenadas y su hora de llegada, chaval, esto es pan comido.

Sonreí.

Y fue allí, aquella noche, en el lugar indicado por nuestras pesquisas, bajo el manto de estrellas, rodeado de altos cactus y plantas de peyote, de daturas resecas y rocas calizas, cuando los vi llegar en su huevo maravilloso azul brillante y pensé que el momento que tanto tiempo había esperado durante toda mi vida acababa de llegar.

Iba a contactar con los alienígenas.

Se situaron encima de nuestro coche, flotando a unos diez metros de altura. Se me empañaron los ojos, se me encogió el corazón al verlos. Iba a conocerlos al fin. ¿Eran tan altos como parecían? ¿Eran tan avanzados como creíamos?¿Porqué nos visitaban?¿Porqué evitaban contactar con nosotros?

Entonces proyectaron un cono de luz y sentí que me izaban por los aires.

Stan me dijo adios con la mano como si nada estuviera pasando. Debí sospechar cuando le ví tan calmado, tan sonriente y solícito. Acto seguido encendió un Partagás, entró en el coche y se largó.

Mi compañero, el cabrón, estaba con Ellos.

Desde el interior de la Agencia, he deducido que vigila a los que creen vigilar y probablemente pierde expedientes, escamotea pruebas y obstaculiza las investigaciones para ocultar la verdad.

Desde entonces, cada mañana, despierto en ésta habitación de mierda, dentro de una casa de mierda, con paredes de mierda, un jardín de mierda, una televisión de mierda y un baño de mierda; junto a una mujer vulgar, otra loca de los ovnis como yo, otra palurda, engañada para atraerla hasta la trampa y poblar, junto con otro centenar de hombres y mujeres atolondrados, este zoo para especies alienígenas donde los hijos de puta de los cabezones nos han metido y nos contemplan cada día.

Estamos a cientos de años luz de casa, las estrellas que hay en el cielo no son las mismas que se ven desde la Tierra. Nunca regresaremos a nuestro hogar.

Y lo peor, lo peor de todo, surge cuando los cabezones compran hamburguesas –o una mierda verde que se le parece bastante, aunque el sabor no está muy conseguido- y nos las echan por encima de la valla para ver cómo nos las comemos. Debe resultarles muy divertido vernos tragar comida basura o lo que ellos supongan que comemos habitualmente en nuestro hábitat natural.

Le digo a mi compañera que no recoja las hamburguesas del suelo y que las guarde en casa, que tenga algo de dignidad.

Pero le echan algo a la comida, algo que nos vuelve compulsivos y nos da tanta hambre que incluso yo termino cediendo muchas veces y me abalanzo sobre la comida en cuanto me la arrojan.

Los cabrones con cabeza de bombilla se ríen como hienas cuando lo hago desde el otro lado de la pantalla de cristal. También se ríen cuando riego el jardín o enciendo la tele para matar el aburrimiento. Solo tenemos un canal de televisión, un canal lleno de películas violentas, series idiotas y concursos para imbéciles que se repiten una y otra vez, un día tras otro. Deben de tomarnos por unos completos estúpidos. Suponen que es lo que nos gusta… y la verdad es que no puedo culparles por pensar así.

Aquí comemos, dormimos, nos aburrimos, fingimos llevar una vida normal.

Mi compañera y yo a menudo nos miramos con cierto temor: corren rumores de que quieren aparearnos pero ella y yo no nos gustamos y aunque nos atrajéramos ¿qué sería de nuestros hijos encerrados en un puñetero zoo extraterrestre?

Hace unos días uno de los cabezones se me quedó mirando desde el otro lado de la valla. El hijo de puta caminaba despacio e inclinaba la cabeza con la vista muy fija en mí, de repente se puso rígido, me guiñó un ojo y encendió un puro con sus manos raquíticas de dedos alargados. Era un puro de la marca Partagás.

Creo que me lancé contra el cristal y me puse a gritar como un loco. Creo también que me golpearon con algo desde el techo, me lanzaron una descarga y luego me sedaron.

Stan, el mentiroso Stan, o como quiera que en realidad se llame, me había dicho la verdad en algunas cosas: tenía alma de cazador.

Por eso vino aquella tarde al zoo y se había acercado hasta mi jaula.

Había venido a contemplar a su presa.

Interplanetaria

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