El beso

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Es asombroso lo que puede cambiar el paisaje en un abrir y cerrar de ojos.

Cruzábamos el norte de León a última hora de la tarde, por llanuras de sembrados y arboledas, con ríos de aguas lentas y pueblos entrevistos a lejos. Y de repente –o así me lo pareció a mí, que echaba ojeadas por la ventanilla del tren- entramos en las montañas que separan Asturias de León. Nos hundimos de golpe en gargantas llenas de niebla. Y cuando ésta se levantaba era para dejar paso a la lluvia. Todo se había vuelto gris, húmedo y frío, y no pocos dentro del vagón se pusieron el jersey o la chaqueta. Comenzaba a oscurecer y, cuando llegamos a Gijón, era casi de noche y lloviznaba bajo un cielo de plomo hirviente.

Gijón, fin de trayecto. Los pasajeros de los vagones de cola tuvimos que caminar bajo una lluvia mansa, unos cargados de maletas y otros, como yo, con una bolsa de viaje, buscando las marquesinas del andén. Recuerdo muy bien el frío y la humedad, y esa luz tan triste que da la lluvia en el Cantábrico.

Conseguimos llegar a resguardo casi calados y, ya a cubierto, me fui hacia el vestíbulo con paso más lento. Había pasajeros que se abrazaban a parientes y amigos, mientras los demás seguíamos andando, sorteando a los parados. Fue así, mirando a unos y otros, como me fijé en la chica que venía en sentido contrario, desde el vestíbulo, a paso rápido y buscando con los ojos a alguien.

Era muy guapa, guapa de verdad. Rubia y muy joven, al menos a ojos de alguien con un pie en los cuarenta. Lo más parecido a un ángel que hubiera visto en mucho tiempo, y no uno perfecto e insulso, sino lleno de vida. Escudriñaba la marea humana, en busca de alguien, hasta que de golpe cambió de gesto.

Fue como si se le iluminase la cara. Apretó el paso y se fue derecha hacia un chico de su edad, que caminaba a mi altura, maleta en mano, tan absorto que no la vio hasta que la tuvo casi encima.

Yo, que estaba mirando, vi cómo le cambiaba la expresión. No debía imaginar que ella fuese a esperarle a la estación. Fue a hablar, sorprendido, pero no llegó a decir nada, porque ella, riendo, le saltó al cuelo, o mejor dicho a la boca. Le echó los brazos al cuello, le cerró los labios con los suyos y, llevados del impulso, giraron media vuelta, hasta que ella quedó colgada de él, como en un beso de película.

Yo, que estaba a su altura, pude ver los ojos de la chica mientras giraban. No sabría decir de qué color eran, no lo recuerdo, pero sí que fueron cambiando de tonalidad con ese beso. Si alguna vez he visto una mirada de felicidad en mi vida, fue en esa ocasión. Luego, cuando el giro estaba a punto de sacar su rostro de mi campo de visión, esos ojos se cerraron.

Se quedaron así un instante. Él con la maleta en la zurda, sujetando a la chica con el brazo derecho e inclinado sobre ella. Ella colgando, con los brazos alrededor de su cuello. Prácticamente igual que en esa fotografía de Robert Doisneau, El beso. Lástima que no hubiera nadie allí para sacar una foto y guardar ese momento para siempre. Si un fotógrafo hubiese estado presente, luego, años después, otros podrían haber captado al menos una fracción de la felicidad de aquellos dos, gracias al momento congelado en la imagen.

En esa foto supuesta, habrían visto a una pareja muy joven que se besaba en el andén de una estación, entre vagones de tren, columnas de hormigón, gente de paso y maletas. Como en la foto de Doisneau, esos dos serían el motivo central, pero también habría toda una colección de comparsas en segundo plano, añadiendo con sus expresiones intensidad al beso.

El decorado sería la arquitectura rectilínea de finales del XX, los carteles, el hormigón. Los comparsas seríamos los que pasábamos en ese preciso momento, cargados de equipajes, unos sin prestar atención y otros observando con gestos distintos, fijados para siempre por la foto.

Aquel hombre de mediana edad, con una maleta en cada mano, un poco rezagado, que levantaba la cabeza para mirar. Una mujer de unos treinta años, apenas un paso delante, vuelta a medias para mirarles con expresión pensativa. Dos muchachos que les observaban sin dejar de andar. Un hombre que caminaba en sentido contrario al flujo de viajeros saliente y que da la espalda a la cámara, de forma que nunca conoceremos su rostro ni su expresión. Y ese otro, ya mayor, parado junto a uno de los pilares, que observa el beso con ojos distantes y una media sonrisa.

Si hubiesen tirado la foto desde el ángulo justo, se verían, al fondo, los vagones grisáceos del TALGO, a manera de telón. Y, entre la pareja que se besa y el tren, habría algún otro personaje del gentío. Uno de ellos yo mismo, un hombre alto y moreno, de bigote y perilla, con una argolla de oro en la oreja. Lleva una bolsa de viaje y contempla sonriendo ese beso, como si no hubiera visto en su vida algo igual.

Y lo cierto es que pocas veces en mi vida he visto algo igual.

Luego los dos chicos deshicieron el abrazo y esa foto fija se desintegró. Ellos se fueron por el andén, del brazo y los que nos habíamos vuelto a mirar proseguimos cada cual nuestro camino. Supongo que a casi todos, por no decir todos, los que presenciaron ese beso se les fue de la cabeza en el acto. Incluso los dos protagonistas debieron olvidarlo con rapidez. Nadie fue muy consciente de lo que había presenciado, y en cierto modo sido partícipe. En ese sentido, la escena completa fue casi como cualquier beso.

Incluso yo lo olvidé de momento, mientras salía a la oscuridad y la lluvia de Gijón y sólo más tarde, por algún motivo, he vuelto a recordarlo en la habitación del hotel.

Por eso aquí lo pongo por escrito, ahora, no sea que se me vuelva a olvidar.

Interplanetaria

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