El origen de las especies

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“Si Dios no existe está todo permitido.”
Fiódor Mijáilovich Dostoyevski

Así que ahí estás de nuevo, frente al espejo, sin reconocer quién tienes delante. Sus rasgos se te antojan familiares, aunque apostarías a que no has visto a aquella persona en mucho tiempo. Terminas de asearte mientras piensas que tienes que volver a aquella estúpida oficina, a repetir mecánicamente (un, dos, tres… un, dos, tres) lo mismo que ya hiciste ayer, y lo mismo que tendrás que hacer mañana, lo mismo que haces todos los días de tu vida, encuadrados de 9 a 5.

Sales casi corriendo para no llegar tarde, y como siempre, llegas con tiempo suficiente para tomar un vomitivo café de máquina. Escuchas a tus compañeros de trabajo hablar sobre las últimas noticias del mundo: hambre, guerra… Uno de ellos requiere tu opinión, pero cuando tardas más de tres segundos en responder pasan al siguiente tema. Después te sientas frente a al ordenador y rellenas cientos de formularios carentes de sentido, algunos con un membrete que reza “urgente.” Paras de vez en cuando para mear y echar algún trago a la botella de whisky barato que guardas en uno de tus cajones.

Finalmente dan las 5. Apagas la pantalla y vuelves a casa. Durante el trayecto en el transporte público observas a la gente. Como tú, sólo atisbas a ver lo que un día fueron, ahora no son más que masas purulentas de enfermedad, física y moral. Ya en el hogar (si es que se puede considerar así a aquel mugriento espacio, con poco más que una cama y cuatro paredes sucias), sigues bebiendo hasta que vomitas sangre o acabas la bebida, lo que suceda antes, y entonces te vas a dormir entre ahogados sollozos.

Y ahí estás de nuevo, frente al espejo, mirando extrañado. Pero algo ha cambiado. Sales sin peinarte y a medio vestir. En el bus, escupes a un par de pasajeros, que viendo un cierto fulgor en tus ojos, no se atreven ni si quiera a murmurar. Te plantas en el despacho del jefe, te subes a su mesa y le meas encima. El pobre tipo no es capaz de reaccionar. Antes de marcharte de la oficina, le das un puñetazo a aquel compañero que aprovechaba cualquier ocasión para joderte. Sales de allí pletórico y entras en el primer bar que ves. Te quedas allí bebiendo hasta que no puedes más y le das al camarero toda la pasta que llevas encima. Este, sorprendido, casi te hace una reverencia y te besa el culo mientras te diriges tambaleante hacia la puerta. Paras un taxi y cuando llegas a casa, te bajas sin pagar. El taxista sale tras de ti, pero aún borracho, le consigues derribar, y en el suelo, le pateas hasta que deja de moverse.

Subes pesadamente por las escaleras hacia tu apartamento. Frente a la puerta, piensas “¡Qué coño!” y sigues subiendo, hasta llegar a la azotea. Te acercas lentamente hacia el borde y miras abajo; todo te parece tan pequeño que te sientes casi un dios. Antes de reventar la cabeza contra el suelo no paras de repetir: “Por fin un buen día.”

Y entonces te encuentras de nuevo frente al espejo, mirando a los ojos a aquella persona que no reconoces.

Interplanetaria

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