El sucesor

Le miré a la madre de los ojos y sorprendí en ellos una centella de odio tan insólita como inapropiada. Tenía la sonrisa resquebrajada y amarilla de mascar tabaco y reírse de la vida. El Stetson de ala ancha, color hueso, le sombreaba la cara picada de viruela, los rasgos caballunos, la mandíbula alargada, el ámbar de lobo de sus pupilas. Su mano derecha se tensaba como una garra, muy próxima a la cartuchera del revólver, flaca y huesuda, pálida, como todo en él.

Hueso sobre negro, traje azabache y abrigo talar entallado. El dolor hecho carne.

Yo conocía bien el procedimiento. Me había enfrentado a otros hombres de morder balas y polvareda en duelos similares durante toda una década. Los había tiroteado en bares y callejones, en bulevares y callejas centrales, en almacenes, graneros, cantinas, tiendas de víveres y colmados, en burdeles, lupanares de olvidable salubridad, bancos de endomingados directores, consultas de matasanos, barberías, casas de baños, lavanderías orientales, establos, esquinas de perder la vida, balcones de mala muerte y abrevaderos… había disparado mi revólver en quebradas y torrenteras, en minas abandonadas, en llanuras y cañones agostados por la sequía, al galope sobre un apaloosa u oculto como un apache entre rocas, me había emboscado o había ofrecido una pelea franca y directa cara a cara. Unas veces el duelo era justo y otras, yo tan solo sacaba mi schofield de seis tiros y los asesinaba por la espalda o sin darles tiempo a respirar. Había matado a tantos desde el 72 que ya había perdido la cuenta, pero carteles y pasquines con el dibujo a carbón de mi odiado rostro empapelaban las poblaciones de todos los estados de la Unión, para que no olvidara que mi alma es negra y que no tengo redención posible.

Por la mañana llegué a la villa de Penitencia, una rácana población de colonos en medio de esa nada que es el desierto de Mojave. Allí solo vivían las serpientes y los escorpiones, y apenas un centenar de tarugos empeñados en arrancar algo de prosperidad a un suelo yermo y poco generoso con la siembra.

Nada más llegar, me enfrenté al sheriff y a sus tres ayudantes y los cosí a balazos en la entrada de la oficina de telégrafos, antes siquiera de que pudieran apuntarme. También tuve que despachar al del bar y a un par de vaqueros que quisieron socorrerlo. Siempre era igual, llegar a un sitio, hacerse el dueño y dejar un rastro de sangre para que nunca te olviden.

Entonces, al atardecer, acompañado de una tormenta de arena lo vi llegar a él, montado en su flaco caballo, por la entrada norte del pueblo.

Dejó a un lado los carteles con el nombre de población y el árbol donde cuelgan a los ahorcados (había solo uno) y me habló con voz cavernosa llamándome por mi nombre. Sus palabras sonaron como una sentencia… sentí en la boca un cierto regusto a tumba, a polvo y a crisantemo, un regusto a cosas que se mueren, que se esfuman y nunca regresan.

Nunca rehúso un duelo. Así que nos preparamos a conciencia, hicimos girar el tambor de nuestras armas y comprobamos la velocidad del viento, la posición del sol, el estado de la munición; nos ajustamos los cinturones, abrimos espacio en la calle entre los dos y nos alejamos hasta una distancia prudencial de más de cincuenta pasos. Suele ser lo estipulado.

Pasaron los minutos, pesados como lápidas. Quedábamos los dos frente a frente, apenas sin parpadear, porque un parpadeo podía ser la muerte, observados por los ojos temerosos de los lugareños, ocultos tras los visillos y las cristaleras de las casas. Retrocedíamos con parsimonia sin perdernos de vista, sin concedernos respiro.

No le di tiempo a desenfundar y él no me dio tiempo a comprender que ya podía yo dispararle todo el tambor de mi schofield largo y encajárselo en el pecho y en la frente, como de hecho hice, porque las balas no podían matarle, el plomo no podía herirle, nada sobre la tierra podía causarle el menor daño.

Justo después de acribillarle me sonrió. Atónito miré el cañón de mi pistola sin comprender la magia mediante la cual ninguno de mis disparos le había causado herida. Entonces sonrió resquebrajando su boca en una mueca espantosa y me disparó un solo proyectil de su colt. Sentí cómo la bala, puro fuego en rotación, me impactaba entre los ojos y me lanzaba hacia atrás con un dolor tan espantoso que creí que la cabeza me explotaba… quizá porque de verdad me explotó.

Creo que fallecí en el acto.

Fue extraño despertar en el suelo con el agujero en el entrecejo, sentir que nada me dolía y ver que el tipo, ahora con sonrisa afectuosa, me tendía la mano enteca, larga como un domingo sin novia, y me ayudaba a incorporarme para invitarme a que le siguiera.

Monté en mi caballo y fui tras él por el camino de poniente que atraviesa el desierto… no podía hacer otra cosa, no podía desobedecer sus palabras, solo seguirle como un perro dócil, escuchar su voz y seguirle.

-Has matado a demasiada gente- me dijo con voz más cálida pero extrañamente retumbadora- gente que no merecía morir o cuya hora aún no había llegado. Los quitaste de en medio, sin más. Si te hubiera dejado continuar hubieras provocado serios problemas con este ritmo de asesinatos. Hay normas que uno debe seguir… normas estrictas, hazte cargo.

-Entiendo – le contesté, advirtiendo los celos en su voz.

-Eres bueno – se excusó- el mejor que he conocido. Cuando cumplas tu condena y pagues por todos tus pecados, serás el que me sustituya – me dijo – pero no antes, tenlo claro, ni un minuto antes. Y nunca olvides que solo podrás llevarte a aquellos que te digan que te lleves. A ninguno más. Nunca.- Su voz pareció quebrarse por el peso de una vieja pena.

Tardé un rato en comprender que hay cosas mucho más terribles que una estancia transitoria en Infierno y sentí pena por él y pena por mí, una pena vieja y desoladora.

-Una vez que te reemplace…- le pregunté- ¿Hasta cuando tendré que hacer tu trabajo?

-Hasta que encuentres un sucesor digno. Alguien tan bueno o mejor que tu matando gente.

-¿Me costará encontrarlo?

-Ni te imaginas cuanto. Pueden pasar muchas eras antes de que halles a alguno realmente bueno… y luego tendrás que ponerle a prueba, y después sentir la rabia, los celos de comprender que es mejor que tu haciendo lo único que sabes hacer, lo único que has sabido hacer en toda tu vida, lo único para lo que sirves… y después esperar a que cumpla su penitencia en el Averno por los crímenes cometidos.

-Entiendo.

-No, todavía no entiendes nada. Este es un trabajo solitario, muy solitario, amigo, no te imaginas cuanto.

-Yo siempre he estado solo, me he sentido solo.

-Nada que ver con la Soledad que sentirás mientras recorres el mundo reclamando vidas. Porque llegará un momento en que esas vidas comenzarán a dolerte, y sentirás cada gramo del dolor que les causas.

Cabalgamos toda la noche. Me dejó frente a las Puertas de la Desesperación y se alejó con la promesa de regresar cuando me soltaran.

Excuso decir que él tenía razón, porque aunque mi condena en el tártaro fue larga, no fue nada comparado con la carga que me vino después.

Ya no uso guadaña ni revólver.

Ahora me sirvo de los políticos, las entidades bancarias, las instituciones, los satélites, las empresas, corporaciones y medios de comunicación para realizar mi cometido.

A veces no necesito moverme del sitio para llevarme a muchos de una sola vez.

Y sigo rezando, rezando cada maldito día, para encontrar a uno realmente bueno, uno mejor que yo, para que me remplace y que al fin me permitan descansar.

Pero no pierdo la esperanza, acaba de comenzar el siglo XXI, hay en el mundo algunos tipos realmente prometedores.

Interplanetaria

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