La alianza de los tres soles: Libro 1: Siempre amanece por Oriente

«La escena transcurrió a cámara lenta ante los atónitos ojos de los presentes, lúgubremente lenta, violentamente hostil, a la velocidad con la que cae una pluma de ave o la vida de un muchacho, de un buen muchacho» Año de nuestro Señor de 1621. Reino de Sartar, Glorantha. Los pueblos bárbaros se estremecen ante el avance imparable del Imperio de la Luna Roja. El repentino ataque sufrido por los embajadores del Emperador Dragón del Oriente, en los dominios occidentales de la orden templaria de los Hijos de la Luz, provocará la partida de una expedición hacia los confines más remotos y desconocidos del mundo, hacia un lugar inhóspito, en una época en la que dioses y demonios rivalizaban por el dominio del cielo y del infierno, una época donde la magia no respondía a las necesidades de los hombres sino a los caprichos de sus deidades. Una epopeya al alcance de héroes muy escogidos, un viaje que no sólo cambiará las vidas de sus protagonistas, sino que lo hará y para siempre con el destino del mundo conocido. 
Roberto Alhambra Sánchez nació en Madrid en un caluroso mes de agosto. Estudió magisterio en la Universidad de Alcalá de Henares y actualmente desempeña su labor docente en Rivas Vaciamadrid, la cual ha compaginado muchos años con su faceta de músico en diferentes bandas. La Alianza de los Tres Soles supone el debut de Roberto como novelista. Una historia que se empezó a gestar en 2006, pero que no fue hasta 2007 cuando comenzó a desarrollarla. Tres años después (uno por cada Sol) la terminó el mes de octubre del aciago 2010. Varios meses de correcciones más tarde el primer volumen de La Alianza de los Tres Soles, llamado Siempre amanece por Oriente se dio por concluido y ahora llega a tus manos… úsalo correctamente, mucho depende de ti.

ANTICIPO:

-Ya está todo preparado, señor -aseguró Antígonos con impaciencia en cuanto hubo cargado los bártulos a lomos del asno.
El joven había estado en los establos de la aldea donde se hizo con un pollino de carga, tal y como le había ordenado Cráteras. La milicia aldeana se había llevado al trollkin para que fuese ajusticiado según las leyes orlanthis, no sin antes confesar la ubicación de la guarida de su amo al que llamó «Xvarnak». Confesó que su amo era un troll negro. La guarida se encontraba en una caverna no lejos de la villa, a unas tres leguas de camino. Llevarían el borrico para portear un buen surtido de antorchas. Como el mismo trollkin había asegurado «eza cueva ozcura ez una bendición para loz ojoz de un uz», nombre por el que los trolls gustaban denominarse a sí mismos.
Imaginando como sería la guarida escogida por tales criaturas, oscura y formada por una laberíntica red de corredores, cargaron un buen número de teas, y se repartieron yesca y pedernal en previsión de la interminable maraña de túneles y recovecos por los que la caverna podría extenderse.
Al entregar al trollkin a las autoridades locales Jan Paolo protestó encarecidamente asegurando que «ese hatajo de viejos bárbaros borrachos no representa ningún tipo de autoridad. Esperaremos a la llegada de las embajadores del Imperio»… Pero esperar a las legiones lunares no entraba aquella mañana en los planes de nadie.
Descansaron en la única posada de la aldea. Se habían Merecido dormir bajo techo tras lo acontecido en los dos días interiores… y por lo que pudiera esperarles en la guarida de ese troll llamado Xvarnak.
Por la mañana, Cráteros envió a Antígonos por el asno y las antorchas. Man-Yury había desaparecido temprano. Más tarde lo encontraron en la linde del bosque de manzanos sentado en una incómoda postura con la espalda recta y las piernas cruzadas, apoyando cada pie sobre el muslo de la pierna contraria. Descansaba las muñecas sobre las rodillas y, con las palmas hacia arriba, formaba un círculo con cada mano uniendo la yema de los pulgares con la del dedo corazón. Tenía los ojos cerrados y emitía un sonido monótono y constante.
Del «otro» oriental, el silencioso acompañante de rostro oculto y negros ropajes, nada se sabía desde el amanecer. Apareció poco después, sin más, caminando por entre la espesura del bosque cuando ya todos estaban preparados para marchar. Man-Yury lo ignoró completamente como si no fuera nadie, resentido por considerarle culpable de su deshonor el día que fueron emboscados. Esto se añadía al rechazo que el oriental sentía hacia la casta y las «materialistas creencias» del encapuchado. Los orientales no cruzaron palabra en toda la mañana.
Nadie más intentó comunicarse con él, debido tanto al impedimento de las deferencias lingüísticas como al halo místico de su extravagante indumentaria.
Resultaba curiosa tanta disparidad entre ambos. Man-Yury talló esa mañana dos alargados palillos que utilizo para catar delicadamente el desayuno ofrecido por las sanadoras en el altar, a base de queso de oveja y pan de bazo mojado en sidra. Su oscuro compañero comió apartado, usando como único instrumento sus manos. Introducía la comida bajo el oscuro velo sin desprenderse de él en ningún momento. Cráteros ofreció su cuchara de madera a ambos, ninguno aceptó. En campaña militar, los yelmalitas compartían todas sus pertenencias. En el frente de batalla, a la hora de comer, un soldado era un soldado sin importar rango ni jerarquía.
Tras el desayuno, y con el rucio ya cargado de enseres, se dirigieron a los límites de la aldea en dirección a las colinas donde gracias a las indicaciones de los aldeanos esperaban encontrar las cuevas.
Yo os guiaré -oyeron a sus espaldas una voz en el límite de la aldea-. Sé dónde está esa caverna y además, necesitaréis quien os cure de vuestras heridas.
La delicada voz fue reconocida por todos. Antígonos notó como le embriagaban unos «calores» desconocidos para el muchacho hasta entonces. Allí estaba la joven y bella Ailena. La presencia de la joven aldeana ruborizaba al novel lancero quien no fue capaz de abrir la boca en el tiempo que llevó la caminata hasta la cueva. Cráteros no puso buena cara ante la perspectiva de llevar una niña en la expedición, pero no objetó nada al comprobar cómo en el seno del grupo se tomaba como positiva la presencia de una «curandera». La chica podría curar sus heridas y guiarles a través de los campos de manzanos sin demorar más tiempo.
-Dana, vas a quedarte en la entrada cuidando del asno – ordenó el Mariscal a su obediente ave mientras descargaban el material del jumento y se repartían las antorchas- Cada uno llevará tres, sólo una encendida por turno. Si nos separamos habrá que encender más, si no, habrá luz suficiente. No olvidéis que los trolls luchan mucho mejor en la oscuridad, ¡buscad siempre la luz! ¡Llevaremos los rayos del Sol hasta abrasarles las pupilas!
Se ajustaron las armaduras. Comprobaron sus armas y se acercaron a la entrada de la gruta. Ailena portaría la primera antorcha. La entrada de la caverna era descomunal. Una enorme roca a modo de dintel sobre la entrada parecía enmarcar el camino y guiar los pasos hacia sus adentros. Del interior parecían surgir un sinfín de inquietantes sonidos: agua goteando, el viento que ululaba entre las rocas, «algo indeterminado» que arrastraba arena por el suelo…
-Iré en primer lugar -dijo Cráteros-, Antígonos, tu guardarás la espalda de la columna. No habrá criatura que traspase la barrera de nuestras lanzas.
-No me gusta nada la oscuridad -musitó el joven yelmalita rogando imperceptiblemente para sus adentros-, ni las criaturas que en ella se ocultan.
Ataron el burro al tronco de un árbol cercano. Terminaron de ajustarse grebas y brazales. Encendieron la antorcha y silenciosamente fueron entrando por la enorme boca de la caverna, expectantes, cautos, en fila de a dos. Rápidamente la cavidad disminuía, menguaba de tamaño, a cada paso se hacía más pequeña. Junto al Mariscal se situó sin mediar palabra el misterioso oriental de oscuros ropajes. Detrás Man-Yury con su espada reluciente y preparada, escoltaba a la bella portadora de la luz. Tras ellos y cerrando la comitiva, junto a Antígonos entró el cónsul Jan Paolo. En realidad lo hizo un paso por delante, no quería que ninguna bola de pelos le saltara por sorpresa a la espalda desde las sombras de aquel lúgubre lugar.
A pesar de la temprana hora del día, a pocos metros de la entrada, la oscuridad era casi total, lo que agudizaba el resto de sentidos. Se oía claramente el agua que corría por el interior de la caverna, algún cuerpo que se deslizaba por el suelo arenoso de manera intermitente, un zumbido de origen desconocido. La luz de la antorcha reflejaba el color amarillento de la roca.
-No os separéis, seguimos en línea recta, en formación de falange… -ordenó el Mariscal. Rápidamente se percató que excepto Antígonos, nadie más dominaba la jerga militar yelmalita-.. .quiero decir que seguimos en fila de a dos.
Muchos eran los ojillos ambarinos que les observaban desde la oscuridad de los corredores que se abrían por doquier. Decenas de pequeños puntos iluminados seguían fijamente el avance de los intrusos. La comitiva siguió en silencio, «si yo me escondiese en una cueva lo haría en lo más profundo» pensaba Cráteros, «y la protegería con multitud de trampas», apuntaba el cónsul lunar Jan Paolo entre sus pensamientos. Avanzaban lentamente. Cráteros y Antígonos sustituyeron sus lanzas por los gladius de menor tamaño, mucho más manejables en los estrechos recodos de los corredores. El Mariscal quedó extrañado por el misterioso oriental enmascarado quien marchaba a su lado, sin portar ningún tipo de arma. Caminaba completamente desarmado, con su sable envainado, lo que inquietó al yelmalita y le aceleró el pulso.
Por uno de los túneles laterales surgieron dos enormes ojos amarillos, mucho mayores que los anteriores. Se quedaron fijos sobre la llama de la antorcha…
Entre la oscuridad distinguieron un enorme lagarto que recostado en la arena les observaba. Éste reposaba sus (almenos) tres metros de largo plácidamente tumbado. No hizo más movimientos que el de la serpenteante vibración de su bífída lengua buscando humedad en el ambiente de la cueva.
Cautelosamente pasaron junto al lagarto sin perderlo de vista y sin hacer ningún aspaviento brusco que pudiese sobresaltarlo. Siguieron por el mismo túnel hacia las entrañas de la caverna, cada vez a más profundidad, con el aire más denso, más cargado. Durante un centenar de metros continuaron el descenso a la vez que el reflejo de la antorcha sobre las paredes se tornaba anaranjado. En silencio, alerta, cautelosos, sin la menor noticia de ningún trollkin, llegaron a una cámara donde el túnel se bifurcaba en dos grandes ramales. La humedad era mayor a esta profundidad y la arena del suelo se había transformado en una resbaladiza superficie de barro. Sobre semejante superficie no resultaría difícil encontrar huellas, la dificultad estribaba en distinguirlas. Una maraña de garras, pies descalzos, botas, y otras huellas sin identificar se cruzaban, tropezaban, iban y venían a través de ambos túneles. Cráteros guardó sus armas y se arrodilló buscando pistas que le guiasen hasta la madriguera de los trollkins. Ordenó a la muchacha que acercase la antorcha. A sus compañeros les pareció que husmeaba (nada más lejos de la realidad) cuando acto seguido empezó a estornudar convulsivamente, sin poder parar. Los estruendosos estornudos alertarían a cualquier criatura varios túneles a la redonda. El hermético enmascarado de labios sellados se agachó, cogió al Mariscal por él brazo y le ayudó a levantarse. Al momento éste dejó de estornudar… pero no pasó ni un segundo y quien continuó estornudando fue el oriental misterioso, con un sonido mucho más agudo.
-¡Estupendo! -expresó Jan Paolo con sorna-. Ahora toda la caverna sabe que estamos aquí. ¿Prendemos el resto de antorchas para que nos localicen mejor?
-El suelo está lleno de musgo picante -quiso disculparse el Mariscal con dificultad para contener otro estornudo-, no os agachéis. No puedo localizar así ningún rastro -dijo volviendo a estornudar una vez más-. Sólo puedo decir que a este lado el barro está más seco mientras que por esa parte la humedad es mayor.
«Musgo cuyas esporas te hacen estornudar, interesante» pensó Jan Paolo abriendo tanto esos ojos suyos tan saltones que parecían a punto de saltar. Mientras los otros hablaban del camino a seguir, desechando el corredor que parecía estar más seco y eligiendo descender por el túnel donde crecía la humedad pues: «los trolls necesitarán agua para vivir», el diplomático lunar sacó uno de los pequeños tarros de vidrio vacíos que guardaba en su zurrón y con extrema precaución recogió un poquito de musgo del suelo y lo introdujo en él. Cerró el bote herméticamente, lo guardó… ¡y comenzó a estornudar sonoramente!
-Chssssss -le chistó Man-Yury con el dedo índice sobre los labios.
-Continuemos -ordenó el Mariscal embrazándose de nuevo su bruñido escudo y desenvainando a Colmillo Dorado, su gladius de herencia familiar-, ¡Antígonos! Abre bien los ojos en la retaguardia… no quiero sorpresas.
La roca del túnel, que a esa altura era completamente roja, se tornaba magenta según descendían. El sonido del agua corriendo creció. Continuaron por el corredor que, a medida que se estrechaba, se iba haciendo más resbaladizo.
No tardaron en alcanzar una gran cámara, enorme, cuyas paredes quedaban fuera del alcance de la antorcha. La roca se había tornado aquí de un color violáceo. Cráteros abría la marcha y fue el primero en detenerse cuando el camino desapareció abruptamente; en su lugar apareció un gran precipicio. Varios metros por debajo corría agua salpicando las paredes. No era un lago subterráneo sino un río caudaloso lo que circulaba veloz por aquel foso.
Alrededor todo era oscuridad, la luz de la antorcha resultaba insuficiente para iluminar tan enorme estancia. En el borde del saliente había apoyado el tronco de un árbol completamente podrido por la humedad. El tronco tendía un «puente» improvisado hasta otro saliente en una pared lateral donde se abría otra cavidad inundada en tinieblas. La luz de la antorcha apenas llegaba a iluminar aquel extremo.
El fuerte estrépito del agua corriendo silenciaba cualquier otro sonido (si exceptuamos que los más nerviosos podían escuchar los latidos de sus propios corazones). El Mariscal sintió que una mano se apoyaba en su hombro. Los rasgados os del oriental oculto tras la máscara negra se cruzaron con los suyos. El kralori tomó la iniciativa y con los brazos extendidos comenzó a cruzar el resbaladizo tronco. Todos contuvieron la respiración. Un paso, luego otro, y otro más… y así continuó como un experto funambulista sobre el alambre, hasta alcanzar con asombroso equilibrio el extremo opuesto. Al llegar al otro lado se detuvo a escudriñar en la oscuridad buscando algún peligro (lo que el resto no sabía es que sus pupilas se habían transformado en unas cuñas alargadas semejantes a los ojos de los gatos). Cuando comprobó que nada parecía ocultarse en la entrada del nuevo túnel hizo un gesto con el brazo a los demás, el camino estaba despejado, podían cruzar el tronco.
De pronto se oyó un fuerte ruido procedente del túnel que dejaban a sus espaldas. Alarmados agarraron sus armas. Algo se aproximaba por el túnel. Jan Paolo se coló entre Man-Yury y la joven sanadora poniendo un pie sobre el improvisado puente:
-Ahora iré yo como representante de la Luna Roja, debo ir en vanguardia.
Avanzó con cuidado. Un pie, luego otro, extendía los brazos buscando equilibrio, «con cuidado», pensaba para sí mismo. El tronco resbalaba como si alguien lo hubiese untado con mantequilla, ¿alguien lo habría hecho en realidad? Finalmente tras un pequeño saltito, el cónsul llegó a la repisa de piedra, junto al kralori enmascarado, salvando tan resbaladiza dificultad.
-Antígonos, protege la retaguardia y manda a la niña con la antorcha detrás de mí -instó Cráteros haciendo que el joven retrocediese por el túnel para comprobar los ruidos-. Voy a cruzar al otro lado. No quiero que nada nos sorprenda al frente.
Entonces el templario yelmalita, imitando a sus dos compañeros que ya habían ganado la otra repisa, puso un pie sobre la resbaladiza madera. Con las armas guardadas extendió los brazos buscando equilibrio y avanzó confiadamente sobre el puente». No mirar abajo era la premisa. Lo único que no había tenido en cuenta era que, además de los cien kilos que pesaba sin ropa, su armadura y armas metálicas le hacían triplicar el peso total con respecto a sus predecesores cruzando el tronco. Se oyó un crujido, miró alarmado la madera. De momento ‘ parecía que aguantaba el peso, «ufff, ha estado cerca» pensó el veterano militar. El estruendoso ruido del río que circulaba bajo sus pies se mezclaba con los latidos de su corazón. Cráteros miró atrás y vio que se encontraba a medio camino, no podía retroceder. Respiró profundamente antes de continuar. Primero movió un tobillo, levantó el talón del tronco… y oyó un fuerte chasquido. Ahora sí notó como la madera se resquebrajaba bajo sus pies. Comprobó alarmado cómo el tronco podrido se quebraba. Intentó un último salto a la desesperada pero la distancia que le separaba de la repisa era demasiado grande… incluso para él.
El resto escrutó expectante la superficie del agua. Tras unos tensos instantes de incertidumbre apareció la figura del Mariscal. Se puso en pie. El agua le llegaba por la pechera de la armadura. Trataba de mantener el equilibrio ante la fuerte corriente que tiraba de él.
-Estoy bien -dijo recolocándose su dorado yelmo.
El nerviosismo de los que esperaban su turno para cruzar el tronco creció a la vez que lo hacían los ruidos provenientes del túnel a sus espaldas. Además, empezaron a oírse pisadas del otro túnel, donde esperaban el cónsul imperial y el oriental del antifaz negro. Algo se aproximaba por ambos lados.
-¡Estamos rodeados! -avisó Antígonos con un grito. Jan Paolo miró al desarmado kralori, y pensó que no era muy prudente permanecer en aquella repisa sin el brazo armado de los yelmalitas. No lo pensó dos veces. Se tapó la nariz con los dedos y saltó sin avisar. Chocó con estrépito contra la superficie helada del agua. Los ojos de Cráteros se clavaron atónitos en el diplomático lunar, que con un perruno chapoteo salió de nuevo a la superficie del río subterráneo.
-¡¿Qué hace?! -preguntó incrédulo el Mariscal. -¡Tenemos que salir del agua!
-Quería asegurarme que os encontrabais bien -contestó Jan Paolo luchando contra la fuerza de la corriente por mantenerse a flote, una vez que había logrado ponerse en pie… ¡Y de no resbalar con el escurridizo fondo!
El silencioso oriental de negro extrajo su cadena metálica de entre los ropajes. Silbó atrayendo las miradas de quienes se encontraban en el río. Lanzó con maestría un extremo a manos de Cráteros. Man-Yury observaba la escena con atención sin dejar de escrutar la oscuridad a sus espaldas. Cerrando la comitiva, Antígonos sintió un pequeño golpe en una pierna y como un canto rodado lanzado desde la oscuridad rebotaba contra el suelo. Agarró con fuerza su pica entre las dos manos. Ya estaban allí.
En sus años de adiestramiento (en muchas ocasiones a manos del propio Cráteros) había aprendido algunos conjuros útiles para el combate, sobre todo si estás luchando en la oscuridad de una cueva repleta de criaturas de las sombras. Se concentró en la punta de la lanza:
-¡¡Akóndio Fakós!! -pronunció mientras frotaba un amuleto grabado con la runa de la luz que colgaba del mástil de su lanza. De la punta surgió un haz luminoso, como el proyectado por una linterna, que seguía y se movía donde apuntara la lanza. Enfocó al corredor por donde habían venido… y allí los vio. Algunos llevaban cuchillos, los otros palos, todos miraban inyectados en odio. Varios trollkins se acercaban silenciosamente.
En el río, Cráteros se quejó, soltando la cadena del silencioso oriental y chapoteando en el agua.
-¡Augh! ¿Qué ha sido eso? ¿Lo ha sentido usted también, señor procónsul?
-¡Estoy helado! ¡Empapado! ¿El que tengo que sentiirrrrrrrr? -el cónsul lunar no terminó la pregunta pues también notó que algo se colaba entre sus ropajes y le quemaba la piel.
Con rapidez se percataron que entre la espuma producida por la corriente de las aguas flotaba algo pútrido y maloliente, ¡qué abrasaba la dermis como brea ardiente! El Mariscal intentó zafarse. ¡Esa apestosa masa se colaba entre las juntas de su armadura! Jan Paolo notó en sus carnes el corrosivo contacto. La corriente era fuerte, el fondo demasiado resbaladizo, ‘»tentando escabullirse del abrasador tacto ambos resbalaron, se Tundieron como plomos… ambos desaparecieron bajo las oscuras aguas.
El resto de la compañía miró con horror las siluetas de los dos hombres desapareciendo, y lo que era peor, los desgarradores gritos de ambos al desvanecerse absorbidos entre la oscuridad de las aguas. La joven Ailena chilló, apenas veía sombras desde tan arriba. El kralori del velo negro había recogido su cadena en cuanto el Mariscal la soltó buscando equilibrio para no hundirse. Man-Yury, sabiendo que Antígonos estaba protegiéndoles las espaldas, guardó su espada y se descolgó por la roca hasta el río en pos de los desaparecidos Apoyó un pie en el fondo de piedra, con tacto, con cuidado… ¡y resbaló! En un instante él también había desaparecido como sus dos compañeros entre la oscuridad de las turbias aguas.
Antígonos no sabía lo que estaba ocurriendo a sus compañeros, nada bueno a juzgar por los gritos. ¡Escuchó chillar al propio Cráteros! Se volvió para avisar de la llegada de los trollkins cuando se dio cuenta que junto a él… ¡no había nadie más que la bellísima Ailena! La tensión se apoderó de sus músculos. Tratando de tranquilizarse dijo para sí «voy a sacarla de aquí y vendré por los demás cuando ella esté a salvo». El resto eran hombres de armas y hubiese lo que fuera en el río, harían frente mientras él ponía a la joven sanadora a salvo… ¡sería un héroe! Cogió la mano de la muchacha:
-No te separes -se dirigió a ella por primera vez en el día- voy a sacarte de aquí.
Avanzó con la pequeña aldeana a su lado y la lanza preparada. Ella empezó a gritar cuando de la oscuridad surgieron las criaturas peludas. Antígonos mostró de lo que había servido su entrenamiento en la Orden. El primer trollkin cayó ensartado en la punta luminosa de su sarisa. El siguiente no tuvo tiempo de colocar una piedra en su honda como pretendía, la pica se le clavó en el gaznate. Luego vino otro, y otro más. Así llegaron al desvío de paredes rojizas donde el barro del suelo empezaba a secarse. Por la otra caverna una multitud de aberrados seres oscuros se acercaba amenazante.
-Escúchame -dijo a la chica con gesto serio-, corre tan rápido como puedas, sigue de frente por esta galería. No pares ni te desvíes hasta llegar a la luz del exterior. Yelmalio no permitirá que te hagan nada… Mantén siempre encendida tu antorcha.
En ese preciso instante empezaron a llover piedras contra los jóvenes. Antígonos, hijo de Aléxandros, templario de La Cúpula Solar, detendría a las bestias con la única intención de que la bella Ailena pudiese escapar. Cualquier templario de La Cúpula Solar así lo haría. Cualquier héroe así lo haría. Cráteros así lo haría.
Primero fue una piedra, luego otra, a continuación una tercera. Los trollkins iban acorralándolo, lanzando proyectiles con sus hondas… entonces lo vio. Era mucho más grande que los pequeñajos y deformes trollkins, incluso mucho más grande que él. Lucía una musculatura poderosa y caminaba completamente erguido. Dos prominentes colmillos asomaban de su enorme boca. Era un auténtico troll negro, un auténtico uz.

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