El quinto siervo

La víspera del día de Pascua del año 1592, en una tienda del barrio judío de Praga, es hallado el cuerpo sin vida de una niña cristiana. Acusados de haber cometido un asesinato ritual, el dueño de la tienda y su familia son arrestados. Atendiendo a la presunción de inocencia, el alguacil concede a los judíos tres días para encontrar a los verdaderos culpables. De no conseguirlo, se enfrentan a la aniquilación total de la comunidad hebrea. El peso de la investigación recae sobre Benyamin Ben-Akiva, un estudioso del Talmud recién llegado de Polonia, un hombre astuto y perspicaz pero con muy pocos contactos para ser capaz de salvar a todos los judíos de Praga. ¿Logrará encontrar a los verdaderos asesinos? ¿Podrá evitar una catástrofe de proporciones gigantescas?

ANTICIPO:

Quienquiera que fuese, seguía llamando a gritos, rasgando el aire con sus chillidos agudos, perturbando los breves instantes de paz de aquella mañana gris. Mis pies se pusieron en marcha al momento para llevarme en la dirección que marcaban.
—No vayas, compañero —quiso disuadirme Zinger, aga­rrándome de la manga—. No será nada bueno.
Pero tenía que acudir. El tumulto provenía de una tienda ju­día, y como único representante religioso presente, mi deber era responder, sobre todo antes de que se congregaran demasiados cristianos.
Me habrían venido bien, eso sí, unos tapones de cera de abe­ja, pues la mujer gritaba como una de las sirenas de Homero. Retrocedí por la calle, esquivando a las putas y a los mercenarios que se volvían para mirar en dirección a la puerta, abierta de par en par. Siguió gritando cuando unas ratas saltaron el peldaño de la entrada y huyeron, al verse descubiertas. Siguió gritando, atrayendo por igual la atención de quienes habían trasnochado y de las amas de casa más madrugadoras, unidos en un raro con­tubernio de personas que por lo general no se relacionan entre sí pero que, por una vez, se habían congregado ante el enemigo común, encarnado en un judío alto que correteaba libremente por su territorio.
La mujer hizo una pausa, para respirar, supongo, pero reanu­dó sus chillidos, que en esta ocasión transformó en sonidos in coherentes, en palabras de odio pronunciadas contra los judíos por su maldad eterna. Los rostros —fatigados, asombrados, cu­riosos— llenaban las ventanas a ambos lados de la calle.
Las ratas, que se desperdigaban a mis pies, dejaban a su paso delgados rastros de sangre, que dibujaban con la cola. Aparté a varias de un puntapié, pisé las huellas que otros transeúntes ha­bían dejado en la escarcha medio derretida, y aparté a un par de curiosos que habían quedado inmóviles frente al umbral del co­mercio.
Reconocí a la mujer histérica: era la misma con la que me había tropezado poco antes, tocada con un pañuelo azul. Debía de estar ocupándose de sus recados matutinos, porque unas za­nahorias y varios manojos de hierbas aromáticas se le cayeron del cesto mientras agitaba los brazos como un molino de aspas rotas y amenazaba con hierros candentes y cosas peores a los culpables de cometer aquel crimen contra la cristiandad, al tiem­po que los aterrorizados propietarios de las tiendas le implora­ban que dejara de gritar.
En el suelo, entre ellos, yacía el cuerpo de una niña rubia, de unos siete años, el camisón hecho jirones, ensangrentado, el ros­tro cubierto por la palidez de la muerte. Reprimí el impulso de arrodillarme junto a ella y tocarla, para asegurarme, para cons­tatar si en aquella pobre criatura quedaba algo de calor. No po­día exponerme delante de aquella histérica cristiana que había sido testigo de lo ocurrido. Era absurdo.
A lo largo de mi vida había tenido ocasión de hallarme en presencia de numerosos heridos, y advertí que casi toda la san­gre visible en la camisola de dormir de la pequeña había empeza­do a secarse y a adoptar un tono marrón oxidado; aunque algu­nas manchas de un rojo vivo parecían más recientes. Se diría que había perdido mucha sangre, pero en el suelo, a su alrededor, apenas la había, como si se hubiera desangrado en algún otro
lugar, antes de que la dejaran ahí.
Unos malhumorados soldados me apartaron sin contempla­ciones para ver mejor.
—¿Qué es todo este escánd…?
—Dios mío…
—Jesús…
Me fijé en la tienda, que vendía productos de lo más varia­dos: los estantes inferiores estaban llenos de rollos de un lino basto, mientras que las telas más finas ocupaban los anaqueles más altos, y tras el mostrador central se alineaban tarros de bo­ticario, llenos de hierbas y polvos. Las cajas de plumas exóticas dispuestas por todas partes dejaban poco espacio para moverse.
Las mujeres de la noche se sumaron al tumulto.
—Dejadnos mirar, pesados.
—Eso, apartaos.
—Por el amor de Dios…
Los muros empezaron a retumbar en ese instante, y por un momento casi temí que fueran a partirse por la mitad. Pero eran sólo los pasos de dos personas que descendían a paso ligero por la escalera exterior.
Dos mercenarios zarandearon a un judío de expresión preo­cupada que se abría paso entre ellos para meterse en el comercio, y después sobaron y maldijeron a una muchacha que debía de ser la hija, que pasó entre sus fornidos hombros.
El hombre tenía las uñas bien cuidadas, y el pelo y la barba entrecanos.
—¿Qué está pasando, Freyde? —preguntó, pero le bastó volver la cabeza y ver qué había en el suelo para palidecer.
Su hija se llevó la mano a la boca, como si no fuera capaz de reprimir el vómito, pero se contuvo.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo su esposa.
—Estaba en la Sh’ma. Y Julie estaba…
—¿Es usted el propietario? —pregunté yo. —Sí.
—Jacob, haz algo —intervino su mujer.
Para salir bien parado de lo que se avecinaba iba a hacerle
falta algo más que una oración matutina. Jacob dio un paso al frente.
—¡Apártate de la niña! —bramó la cristiana.
El comerciante extendió las manos y le imploró que se tran quilizara. Uno de los mercenarios, de marcadas ojeras, le ordenó que apartara sus sucias manos de aquella buena cristiana.
Pensé que debía alertar a las autoridades rabínicas, pero no podía dejar sola a la familia de Jacob en manos de asesinos expe­rimentados. Tal vez estuvieran cansados y resacosos, pero por lo que se veía se despejaban por momentos, y a mí me harían falta más milagros que los de los Macabeos para enfrentarme solo con ellos. Entre otras cosas, no había sitio para hacerlo.
Jacob me miró, en busca de apoyo.
—¿Alguna oración para una situación como ésta?
Ahora todo el mundo me miraba a mí.
Todos los ojos se posaron en mi insignia de judío.
El soldado ojeroso desenvainó su espada. Dos luchadores más fornidos lo imitaron. El calvo se sacó del cinto un puñal corto, y el de la cicatriz sobre el ojo izquierdo, una maza de púas. Hablaban como si representaran una escena que hubieran ensayado e interpretado muchas veces en los años anteriores.
—Pagarás por esto, judío.
—Te cortaré los cuernos y me los llevaré como trofeo.
—Acabemos ya con este viejo asqueroso.
Sólo les faltaban las máscaras de carnaval, y leer el texto de la obrita de teatro más antijudía que pudiera concebirse, como los Judenspiels de Endigen u Oberammergau. Aunque yo estaba se­guro de que ninguno de ellos sabía leer.
De hecho, si lograba convencerlos, aquélla podía ser una sa­lida.
Los mercenarios se acercaban cada vez más a Jacob, le apun­taban con sus espadas. El tercero levantó la maza y la clavó en el mostrador, para que no cupiera la menor duda sobre sus inten­ciones.
Había llegado el momento de intervenir, así que me interpu­se entre las puntas de las espadas y su blanco.
—Será mejor que no pierdan la calma, caballeros, a menos que deseen enfrentarse a las consecuencias derivadas del que­brantamiento de las leyes del emperador.
Aquellos hombres se detuvieron, desconcertados.
—¡No me digan que no han leído las leyes del emperador! —exclamé, fingiendo asombro ante su falta de preparación—. En ese caso me alegro de haber llegado a tiempo de impedir que se metan en líos legales, porque los estatutos estipulan claramen­te que los judíos están autorizados a vivir en estas tierras como vasallos del emperador. Lo cual implica que son sus siervos. No­sotros le pertenecemos. Y el código imperial dicta unas penas muy severas contra quien de manera deliberada dañe cualquier propiedad imperial.
Los hombres no sabían qué hacer. Los de las mazas se mira­ron extrañados, pues parecía evidente que no estaban acostum­brados a que nadie cuestionara sus actuaciones.
Julie, la hija de Jacob, dijo algo al fin.
—Sí, sí, es cierto. Nosotros pertenecemos al kaiser Rodolfo II.
Los susurros se propagaron entre la multitud. ¿Era así? ¿Era posible? No pensaban hacer caso de unos judíos sabihondos, ¿verdad? ¡Claro que no! ¡Había que matarlos a todos! Dios sa­bría qué hacer con ellos.
Una mujer apostada en un extremo soltó un grito cuando un rudo desconocido le propinó un codazo para apartarla. Tras ha­cer lo mismo con varios curiosos más, el recién llegado plantó las botas en el umbral de la tienda. Yo no había visto hasta en­tonces la insignia que lucía en el pectoral izquierdo, pero no me costó reconocer la actitud inconfundible de un miembro de la guardia municipal.
—Vaya, vaya, ahí está Kromy —comentó una de las putas.
—¿Has venido a buscar tu regalito de Viernes Santo, Josef? —le soltó otra.
Josef Kromy la miró.
—Mejor me lo guardas caliente hasta el lunes.
Las mujeres se echaron a reír.
El guardia contempló el cuerpo sin vida de la niña. Las ra­tas le habían dejado marcas de dientes en los brazos, y huellas de sus patas diminutas sobre las manchas de sangre que salpicaban
el suelo. No manifestó el menor indicio de asombro ni de desa­grado.
mujeres mientras estés entre rejas, Federn. Las vigilaré muy de cerca.
Las repasó de arriba abajo con la mirada. Soaso compete a la guardia imperial, no a la municipal
—Este caso compete a la guardia imperial, no a la municipal—insistí yo
—Eso habrá de decidirlo el alguacil, judio.
—En ese caso, vaya a buscarlo.

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