La Flor de Jade II: El Círculo se abre

Llegamos buscando respuestas y sólo encontramos nuevas preguntas.
Esperan demasiado de nosotros.
En un mundo herido, dominado por la mano del terror, la travesía es ciega. Nuestras alianzas, impuestas. No hay punto de retorno. ¿Cuánto tiempo podremos permanecer en silencio? El final es sólo un nuevo comienzo. Un horizonte incierto se desnuda ante nosotros. La lucha se dibuja cruelmente desequilibrada. Parece perdida de antemano. No hay atajos. La huida es hacia delante. El tiempo apremia.
La derrota no es una opción. Es el punto de partida.
Una narración a contrarreloj. Más ritmo, más acción, más impulso. Vilches, Autor Revelación en Fantasía 2009 (Salón del Cómic de Málaga), nos invita a sumergirnos de lleno en unos personajes de una fuerza increíble. Nos hace descubrir sus heridas y sus secretos. Nos ofrece nuevos rostros, tensión, sangre, duelo, amor y furia en la segunda entrega de esta saga tan épica como lírica, considerada «de lectura imprescindible» por la mayoría de sus lectores.

ANTICIPO:

La Cacería Evento 16º

El buen guerrero no es aquel
que desenvaina a la menor provocación,
>sino quien templa, pule y afila el acero
para cuando sea inevitable combatir.

Ishmant Arck Muhd -Señor del Templado Espíritu-

Aquella noche era la Víspera del Haardháa, el día de la Sangre…
Una celebración milenaria para los Adeptos del Culto que ahondaba en los pilares mismos de sus creencias. Era un día sagrado, el día de la autoinmolación, del festín de la carne y sangre en recuerdo del primer sacrificado. La carne y la sangre que según los textos sirvieron de primer alimento a la alumbrada diosa…
Todos los monjes se acomodaban en el refectorio para degustar con insano deleite aquel crudo manjar. Su sabor resultaba difícil de explicar al detalle. Resultaba intenso, fresco… palpitante aún. La sangre manaba cálida, casi humeante; guardaba la vida robada a su dueño. Holgaba mansa, contenida en aquellas macabras copas que un día fueron las cabezas de sus enemigos. Aún conservaban los rasgos momificados de sus dueños, reducidos en una mueca horrible y acartonada que no parecía retraer en absoluto a los fanáticos comensales.
La atmósfera terrible, despiadada, contenida en aquel lugar resultaba pesada, incluso visible. Consumir aquel alimento virgen, entre las interminables y monocordes oraciones de los Argures, lectores del Käaldrim, el libro de los Sacrificados, y los vapores de las pesadas hierbas quemadas para la ocasión, resultaba una experiencia indescriptible. Era como ascender hasta los mismos hábitos de la Señora y ser partícipe de su simiente.
‘Rha prefería ignorar el nombre, raza o sexo del infortunado del que daban buena cuenta. Resultaba mejor así. En su estricto pensamiento había quienes no merecían el privilegio de servir de alimento a los constructores del Nuevo Orden. Debía estar restringido únicamente a probados acólitos capaces del sacrificio, como antaño; elegidos para su inmolación sólo después de la superación de árduas pruebas de fe. Hoy poco quedaba de aquella prueba de entrega absoluta a la doctrina. Según su férrea interpretación de las escrituras, el Culto se había abandonado en muchos aspectos, y ésta era una evidencia de aquello.
De pronto, alguien irrumpió en el sangriento recinto. Un colosal hombre león seguido —o mejor sería decir perseguido— por un grupo de monjes acólitos penetraba en los salones sin ningún tipo de pudor, con andar apresurado y gesto arrogante. El alboroto pronto distrajo a los ilustres comensales que interrumpieron su banquete sin dar crédito a lo que veían. Semejante blasfemia hubiese significado una muerte cruenta tras un interminable tormento; pero para su suerte, aquel personaje gozaba de los más altos favores y tocarle o incluso reprenderle podía suponer para el atrevido aquella misma suerte sanguinaria.
—¡¡’Rha, aprisa!! Debemos partir esta misma noche —anunció el félido sin más preámbulos apartando de un empujón aquellos individuos togados que aún trataban de frenarle el paso—. Tenemos importantes nuevas de… ¡Por los Dioses! —exclamó en un irreprimible gesto de repugnancia al descubrir la naturaleza de la escena que se abría paso ante sus ojos. Su aliento se detuvo en su pecho y sólo su temperamento de acero evitó que girase la mirada apartando la vista de tan repugnante ceremonia.
—El sadismo de este Culto es insuperable, caballeros —se permitió el lujo de reprender con una voz cargada de una cuestionable autoridad.
—Clemencia, Su Magnanimidad —suplicaba uno de los acólitos perseguidores sin atreverse a alzar su mirada hacia la curia allí congregada—. No hemos podido detenerle.
No se hizo esperar el escándalo. Aquel sicario entraba con total impunidad en los refectorios y se permitía la osadía de amonestarles en pleno ritual milenario… incluso los Argures abandonaron las lecturas, muy mal presagio, aquél, muy malo. No obstante, las pupilas rasgadas de Sorom no podían evitar asimilar la dantesca escena con un festín de buitres entre la carroña.
—Si otras fueran las circunstancias Sorom, os haría desollar vivo encima de esta mesa y echaría vuestros despojos a los perros —se alzó la voz decana del cardenal con visible ira, enrojeciendo su mirada y engordando las venas de su cuello.
—Si otras fueran las circunstancias, Cardenal, sería yo quien os devoraría a vos y a vuestra curia de rapaces sobre esa mesa —respondió sin esconder su desprecio el félido, ante semejantes criaturas y su desnutrida conciencia. Aquellas prácticas salvajes le sacaban de sus casillas y le alteraban como nada en este mundo podía hacerlo—. Vos y vuestro voraz apetito, Cardenal, habrán de esperar momentos más generosos. Tenemos trabajo.
Se levantó un murmullo intenso entre los comensales. La escena discurrida ante sus ojos levantaba ampollas y dejaba en entredicho la autoridad del Cardenal.
—No existe noticia que pueda justificar semejante injuria un día como hoy.
—Mis «mensajeros» en Aldor, Cardenal. Les han cogido. ¡Esa es la noticia!
Los ojos de Allwënn estudiaban la manada con detenimiento. Eran caballos jóvenes pero para todos encontraba algún defecto si los comparaba con su extraordinaria montura. De todas formas no hacía mal en objetar un poco y tratar de apropiarse de las mejores piezas. No tenía idea de cuando podrían volver a tener la oportunidad de adquirir caballos, así que resultaba lo mejor seleccionar bien y procurarse buena compra.
Ariom había discutido con él acerca de las características de las monturas a elegir y al fin habían llegado a un acuerdo. Se encontraban en un redil donde los corceles corrían libremente. Un viejo cartel de madera anunciaba la venta de los animales y su precio.
—Por ahí viene alguien. Quizá sea el dueño.
Un hombre torvo, de caminar oscilante merced a una grave cojera, y de espalda encorvada se aproximaba hacia ellos mientras se frotaba las manos con un viejo y sucio paño que ataba al cinto. Parecía un humano… probablemente infectado con el «Rasgo».
—¿Desean algo? —preguntó con una voz cascada y hueca. Su gesto se torció en una mueca indiferente que mostró una boca sucia de dientes afilados como los de un depredador… El «Rasgo»; no había duda, allí estaba su marca indeleble: habitualmente desagradable. El doblez en su espalda le hacía parecer mucho más corto de estatura de lo que en realidad era. Tenía la tez arrugada, envejecida prematuramente por efectos impredecibles, quizá la enfermedad que le consumía por dentro; los cabellos grises, pegados al cuero cabelludo saturados de aceites y sudor acumulado. De sus ropas se escapaba un intenso olor a grasa animal.
—Los caballos. ¿Los tiene en venta? —acordaron que Ariom haría la transacción, así que fue él quien tomó la iniciativa.
—¿Sabe leer, amigo? ¿Ha leído el letrero? —respondió con hosquedad, señalando el bamboleante tablón de madera sobre sus cabezas—. Entonces, ¿por qué demonios pregunta tonterías? Sí, claro que están en venta: son cincuenta Ares la cabeza.
—¡¿Cincuenta Ares?! —estalló el mestizo—. ¡Tendrías suerte si vendieras toda la manada por ese precio!
—Encuentra un establo en todo Aldor donde consigas un solo caballo por menos de ese precio y te regalo toda la manada. ¿De dónde ha salido tu amigo? —le espetó a Ariom—. Cincuenta Ares es lo que valen, ni uno menos—. El viejo miró a Allwënn sin arredrase ante sus pupilas brillantes. Ariom también le dirigió al mestizo una mirada de reprobación con su única pupila y se apresuró a contentar al vendedor.
—Pagaremos el precio. No se preocupe—. Allwënn bufó una protesta para sí mismo. Aquello le parecía un robo. Tendría menos descaro si directamente sacaba su cuchillo y les pedía las bolsas de oro.
—Tú hablas mi idioma, marcado… ¿Cuántos queréis?
—Con media docena habrá suficiente—. El viejo le miró con desconfianza.
—¿Seis? ¿Vais a montar sobre ellos o los vais a cocinar? —Allwënn no pudo contenerse.
—Eso es cosa nuestra. ¿No te parece? Ahora procura tener seis de esas viejas mulas capaces de aguantar una silla.
—Lo que tú digas, hijo—. El viejo se detuvo a observar al trío de elfos. Bien armados y de aspecto curtidos. No eran tipos comunes, desde luego. Arrogantes, como suelen ser todas las espadas a sueldo. Luego desvió la mirada hacia las actuales monturas. Dos de ellos eran viejos rocines cansados; de buena pasta aunque quizá algo desgastados, muy comunes por otra parte. Se parecían a los que usaba el ejército. El caballo tordo era una montura excepcional. ¿Quién querría deshacerse de una pieza como aquella y cambiarla por uno de sus potrancos?
—El viaje ha sido duro. Algunos de nosotros están acampados a unas millas de aquí. Tuvimos un encuentro desafortunado cerca de Calahda. Algunos de nuestros caballos están heridos. Probablemente hayan de ser sacrificados —se apresuró Ariom a inventar una excusa convincente, al ver que el viejo había quedado absorto mirando sus monturas. No obstante, aquel hosco tratante tenía comprobado que los mercenarios que rondaban los caminos solían ser bastante puntillosos con sus caballos y siempre prefieren venir personalmente a elegir sus nuevas cabezas. Sin embargo, no hizo ninguna mención.
—¿Las pagarán ahora? —quiso saber—. Puede que os haga un precio especial después de todo.
—Claro —añadió Ariom desanudando la bolsa del dinero.
—Me conformaré con doscientos treinta Ares de plata, y es una oferta que no admite regateo, señores—. Y extendió la mano aún sin apartar la vista de los caballos y el equipo que portaban sobre sus sillas. Las monedas cayeron en las palmas manchadas y algo deformadas de aquel viejo gruñón. Damas de oro, todas acuñadas antes de la Guerra; pero valdrían. No se dejó impresionar por la excepcional presencia de aquellas gruesas ruedas de dorado metal y tuvo la paciencia de contar y examinar la autenticidad de algunas de ellas.
—Es difícil encontrar a alguien que pague con «ruedas[1]» en estos tiempos —apostilló refiriéndose sin duda a la escasez de las piezas de oro en el mercado. Vayan eligiendo, tengo que hacer algunas anotaciones. Tardaré un poco.
Y con el mismo paso oscilante arrastró su maltrecho cuerpo hacia el interior de los establos, volviendo la cabeza de cuando en cuando para mirar a sus clientes.
Allwënn no tardó en levantar el grito hacia el cielo, lo justo para escapar de los oídos del ganadero.
—¿De dónde has sacado semejante botín? Entre todos apenas pudimos reunir cien Ares para los caballos—. Ariom arrancó de sus deformidades una sonrisa cargada de maledicencia.
—Son falsas, en realidad son un puñado de piedras que recogí en el camino —confesó ante el estupor de su compañero—. Un hábil conjuro que una vez me enseñó cierta persona aún más hábil. Idóneo para los estafadores. Con algo de suerte cuando descubra la treta estaremos a varias leguas de esta ciudad.

[1] De manera informal se denomina Ruedas a las Damas de Oro, la moneda de mayor valor en el Imperio. Por su escasez y la dificultad de su cambio casi todos los precios se cifran en sus monedas divisorias: el Ars de Plata, considerado la «moneda oficial» que a su vez se divide en Talones de Cobre (10 Talones son un Ars) y Curios de Bronce (5 Curios son un Talón). Curios y Talones son en realidad las monedas de mayor circulación del Viejo Imperio, aunque el precio se fije habitualmente en Ares. El amplio grosor y diámetro de la Dama explica su sobrenombre.

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