Fuego en oriente. Guerrero de Roma I

En otoño del año 255 d.C., los sasánidas persas, una disnastía en la que se amalgama el fundamentalismo religioso y el poder político, continúna su avance sobre territorios del Imperio Romano y se disponen a arrebatar al dominio del emperador Domiciano la ciudad de Arete. Marco Clodio Ballista, un impetuoso oficial romano de origen germano, viaja hasta este enclave a orillas del Eúfrates para defender la ciudad, pero mientas se dispone a preparar contra reloj las defensas necesarias para hacer frente a los más temibles guerreros orientas, llega la convencimiento de que hay espías entre sus hombres de mayor confianza. Todo resulta violento y apasionado en los confines del Imperio, incluso los tumultuosos sentimientos que la exótica bellleza de Bathshiva despiesta en Ballista, un hombre casado. En esta primera entrega de esta nueva serie sobre el Imperio Romano, Sidebottom nos muestra una historia con un escrupuloso rigor histórico, una perspicacia psicológica y un espíritu aventurero que pocos escritores consiguen plasmar en sus novelas.

ANTICIPO:

La travesía del Concordia había transcurrido con tanta suavidad como el agua en la clepsidra de un tribunal. Los dos días de principios de octubre que les llevó navegar desde Délos hasta Cnido habían sido todo calor, sol radiante y brisas suaves. Primero rumbo este hasta la isla de Icaro, después al sureste por el archipiélago de las Espóradas, entre los puritanos de la isla de Cos y los decadentes de Asia Menor, y, por último, hasta la ciudad peninsular de Cnido. Allí se detuvieron una jornada para abastecerse de agua y contemplar los muslos manchados de semen pertenecientes a la estatua de Afrodita de Cnido.
Durante la mañana que zarparon de Cnido hubo bruma. El capitán dijo que no era raro en aquellas aguas del Egeo meridional; por lo general no se presentaba tan cerrada como aquélla, pero en la segunda mitad del año solían darse ciertas dificultades. Pusieron rumbo sur costeando desde Cnido hasta el cabo Onougnathos y después viraron hacia el sureste en busca de la costa septentrional de la isla de Simi. Un mercante anclado indicaba la proximidad de esa isla. El Concordia se deslizó a su lado y enfiló rumbo a Rodas.
—Dos velas a proa. Son piratas. ¡Godos!
La cubierta del Concordia fue un pandemónium hasta que el capitán bramó ordenando silencio y, como proseguía el barullo, dispuso que se sentara todo el mundo. Ballista caminó acompañando al capitán a proa. Allí estaban, saliendo de entre la bruma a unas dos millas al frente. No había posibilidad de confusión con la forma de los navíos, con su distintiva línea de doble extremo, pues ambos, proa y popa, parecían dibujar un tajamar. Un mástil central, un remo de timón en la aleta de estribor y muchos escudos alineados a lo largo de las bandas. Cada uno de los dos barcos medía dos terceras partes del Concordia pero, con una sola orden de boga, su obra muerta era considerablemente más baja.
—A juzgar por su manga puede haber unos cincuenta cabrones a bordo de cada uno —dijo el capitán—. Por supuesto, tú ya lo sabrás todo acerca de ellos.
Ballista obvió la pulla implícita en el comentario acerca de sus orígenes bárbaros. En efecto, sabía muchas cosas acerca de ellos. Eran boranos, un pueblo germánico incluido en esa amplia confederación conocida como godos. Durante los últimos años un creciente número de ellos se había deslizado por los innumerables puertos y calas del Ponto Euxino, entrando por el Bósforo y dedicándose al saqueo de las costas e islas del Egeo. Aquellos dos barcos habían tomado una buena posición al situarse en una conocida ruta marítima entre los islotes Diabetai y la isla de Simi.
—Pido permiso para entrar en acción, dominus.
—Adelante. No hay necesidad de consultar conmigo cada orden. Tú eres el capitán de este barco. Mi guardaespaldas y yo mismo nos sumaremos a tus efectivos de infantería de marina y nos pondremos a las órdenes de tu optio, tu lugarteniente.
—Gracias, dominus. —El capitán dio media vuelta y después volvió a dirigirse a él—. ¿Podrías ordenar que todos aquellos miembros de tu plana que puedan se metan bajo cubierta, en tu camarote, y que el resto busque refugio en la toldilla?

Demetrio apareció como por arte de magia. Ballista, mientras impartía las órdenes, advirtió que el joven estaba aterrado.
—Demetrio, ¿podrías asegurarte que la plana se mantiene tranquila?
El muchacho pareció recobrarse con la confianza explícita depositada en él.
—¡Tripulación de cubierta, arriad la verga mayor y después desaparejad el mástil y amarradlo! ¡Tripulación del castillo de proa, haced lo mismo con el bauprés! —bramó el capitán. En un navío de guerra estos aparejos se depositarían en tierra durante el combate, pero el capitán no estaba en posición de deshacerse de buenas maderas ante cualquier posible avistamiento de piratas.
Cuando Ballista llegó a popa Máximo apareció portando sus pertrechos de guerra, abriéndose camino a codazos entre la oleada de miembros de la plana que se apresuraban a descender bajo cubierta. Ballista se pasó el tahalí por encima de la cabeza, desabrochó su cíngulo y después depositó ambos encima de su silla curul. Se arrodilló y alzó los brazos para facilitarle a Máximo su ayuda con la cota de malla. Sintió el incremento del peso sobre sus hombros al volver a erguirse. Abrochó la hebilla de su bálteo ajustándolo, pasó parte de la camisa de malla por dentro para descargar algo del peso de los hombros y después volvió a colocarse el tahalí. Apretó el grueso pañuelo alrededor del cuello de la malla y, tras colocarse el casco de guerra en la cabeza, sus dedos tantearon torpemente las correas del barboquejo bajo su barbilla. Ballista siempre se sentía un patoso antes de entrar en combate, pero sabía que su miedo desaparecería apenas comenzase la refriega. Llegado el momento de abrazar su escudo, un círculo de tres pies compuesto de placas de madera pegadas, cubierto de cuero y con un fuerte tachón de metal allí donde se encontraba el agarre central, advirtió que Máximo casi había terminado de retorcerse colocándose su cota de malla. «Como un salmón remontando la corriente», según habría dicho el propio hibernio.
—¡Sección de infantes de marina, empuñad hachas y picas de abordaje! —y aún hubo más órdenes impartidas por el capitán—: ¡Cuerpo de zapadores, quitad las protecciones, comprobad los resortes, las juntas y efectuad un disparo de prueba!
Para entonces tanto Ballista como Máximo estaban armados de pies a cabeza.
—Otro episodio en el largo camino de Muirtagh —dijo Ballista.
—Que los dioses nos cubran con sus manos.
Ante las palabras de Máximo todos los hombres sonrieron abiertamente y se dieron puñetazos en los hombros entre ellos. Como siempre, Máximo ocupó su puesto a la derecha de Ballista. Y éste, sin necesidad de ningún pensamiento consciente, efectuó su particular y silencioso ritual prebélico. La mano diestra sobre la daga enfundada en el lado derecho de su cadera, la izquierda alrededor de la vaina de la espada, después la mano diestra desenfundaría cuatro dedos del filo y luego lo enfundaría con un golpe. Después, esa misma mano acariciaría la piedra curativa colocada en la vaina.
—Ay, mierda, ahí vamos de nuevo. Al menos en esta ocasión no es bajo mi responsabilidad.
Sus palabras fueron interrumpidas por el sonido cimbreante, el deslizamiento y el golpe seco del primer disparo de prueba efectuado con la ballista. El dardo se desvió muy a la izquierda. De inmediato éste fue seguido por otros tres más, dos a la derecha y uno a la izquierda. La tripulación de la máquina situada en la aleta estribor de popa trabajaba febril ajustando la tensión de los resortes, las retorcidas hebras de crin que le proporcionaban una asombrosa fuerza de torsión.
Todavía surgieron más órdenes por boca del capitán.
—Emplead los remos de todas las órdenes. Esparcid arena sobre cubierta. Silencio absoluto. Atentos a las órdenes y recordad que sólo los oficiales tienen permiso para hablar.
Como una gran ave extendiendo sus alas, las tres órdenes de boga del Concordia la impulsaron hacia su presa. Para entonces la distancia era inferior a media milla.
—¿Por qué se quedan ahí quietos? ¿Por qué no huyen esos cabrones? —susurró Máximo.
—Quizá piensen que, si logran esquivar el espolón, cerca de un centenar de ellos podrían hacerse con nuestros, más o menos, setenta infantes de marina mediante una maniobra de abordaje; y eso a pesar de que el Concordia los aventaja en altura.
—¡Entonces es que son idiotas y merecen lo que van a recibir!
—¡Máquinas de proa, abrid fuego a ciento cincuenta pasos!
El agua siseaba bajo el casco y la distancia se acortaba rápidamente. Una vibración, un deslizamiento y un golpe seco surgieron del lanzador de estribor. El dardo partió del Concordia con pasmosa velocidad. Por un instante pareció como si fuese a golpear la frente del barco enemigo pero, en vez de eso, pasó casi rozando las cabezas de los guerreros godos. La tripulación ya estaba tensando el torno para lanzar el siguiente proyectil. El roce del disparo anterior tuvo un efecto parecido a sacudir un avispero. Desde el otro lado de las aguas se desplegó el barritus, el grito de guerra germano, como un creciente rugido. Un bárbaro agitaba frenético un brillante escudo de color rojo por encima de su cabeza.
—¡Mierda! ¡Ay, maldita sea! —chilló alguien destacado aproa.
Desde detrás de las bajas y rocosas gibas de los islotes Diabetai aparecieron otros dos barcos godos impulsados a remo.
—Supongo que ahora ya sabemos por qué no huían —susurró Máximo.
—¡Preparaos para virar de inmediato a babor! —había poco más que cien pasos entre el Concordia y el primero de los barcos godos—. ¡A mi señal, que las órdenes de estribor remen a todo trapo, que las del lado de babor hundan sus remos y el timonel doble en ángulo cerrado! —Sólo se oía el sonido del casco de la nave hendiendo las aguas—. ¡Ahora!
El Concordia se escoró a estribor. En el lado de babor, las portas del orden de boga inferior se encontraban a ras de agua, e incluso bajo ella. Una miríada de juntas de madera gritaron su queja y el mástil principal se removió contra las cuerdas que lo sujetaba, pero la nave viró como una anguila. La nave avanzaba de lado contra las proas de los godos, que se encontraban a unos veinte metros de distancia. Después se niveló alejándose. Había realizado un viraje de ciento ochenta grados en un espacio inferior a un tercio de su eslora.
Un zumbido y algo se estrelló contra la cubierta a un paso de Ballista.
—¡Flechas! ¡Escudos arriba!
Ballista, maldiciendo su propia irreflexión, se acurrucó bajo sus fuertes placas de madera de tilo. Hubo más golpes y chasquidos según las flechas encontraban madera o metal. En alguna parte un hombre chilló cuando una de ellas alcanzó su carne expuesta. Entonces, dos veces en rápida sucesión hubo vibraciones, deslizamientos y golpes sordos cuando las balistas de popa respondieron a los arqueros godos. Ballista lanzó un vistazo por encima de su escudo y se acuclilló de inmediato. Llegaba una nueva rociada de flechas. En esta ocasión chillaron más hombres. El capitán se encontraba en pie al lado de Ballista, y el norteño sintió vergüenza ante la frialdad de aquel hombre.
—Podríamos superarlos en velocidad, no habría problema. Pero también podría pe…
La punta de flecha apareció de una manera espantosa sobresaliendo por su garganta. Hubo, sorprendentemente, poca sangre. El capitán pareció bajar la mirada hacia ella con horror y después perdió el equilibrio y se desplomó hacia delante. Cuando la punta de la flecha golpeó contra la cubierta, el astil se rompió en el interior del cuello, abriendo la herida, y la sangre fresca los salpicó a todos.
Manteniendo el escudo alzado hacia popa por encima de su cabeza, y con Máximo también intentando protegerlo, Ballista se dirigió hacia el piloto. Se movía encorvado, como si anduviese bajo un fuerte chaparrón. El piloto, aunque protegido por la elevada curvatura de la popa y los escudos de dos infantes de marina, parecía estar frenético. Sus ojos se encontraban fijos sobre el cuerpo sin vida de su capitán. Si no se hacía algo, la moral del Concordia podría desinflarse como un odre agujereado. Docenas de arqueros disparaban contra la nave y la única respuesta de ésta eran sus dos balistas.
—Asumo el mando —le anunció Ballista al piloto—. ¿Estás ileso?
—Sí, dominus —el hombre parecía indeciso. Ballista sabía que dudaba si aquel norteño había gobernado alguna vez un trirreme. Tenía razón al dudarlo.
Ballista, alzando su voz por encima del fragor de la nave y la desigual lucha de proyectiles, bramó
—¡Estoy al mando! ¡Optio, a mí! Cómitre, ¿estás herido? ¿Y tú, jefe de proa?
Ambos oficiales del barco alzaron sus manos en un rígido saludo y contestaron con la habitual respuesta militar:
—Cumpliremos con cuanto se nos ordene y estaremos preparados para cualquier orden.
—¿Dónde cojones está el optio?
—Entre los heridos, dominus —respondió alguien.
—De acuerdo. Infantes de marina, vosotros recibiréis las órdenes directamente de mí. Piloto, hazte cargo de la boga de la nave. Limítate a sacarla de esta tormenta de flechas, ¡ahora! Pero no te alejes demasiado. Sé que podemos superar su velocidad. Pero probablemente ellos no lo sepan. Los bárbaros del norte no saben lo que puede hacer un trirreme imperial en combate hasta que lo ven. ¡Si lo sabré yo! —emitió una triste carcajada—. Inténtalo y mantenlo a unos cien o ciento cincuenta pasos de ellos. Justo al límite del alcance eficaz de una flecha. Mantenlos ocupados. Si no se agrupan podremos cazarlos uno a uno. —En ese instante Ballista recordó al mercante anclado en las cercanías de Simi y, con una mueca de determinación, dijo—: Tengo un plan.
En el momento en que el mercante volvió a estar a la vista, el espejo de popa del Concordia parecía un acerico, aunque sólo habían sido heridos unos pocos hombres más y las esperanzas de Ballista se estaban haciendo realidad. El mayor de los dos drakkar se estaba adelantando siete u ocho esloras respecto al primero de sus compañeros. Ballista calculaba que su tripulación estaría compuesta por, al menos, un centenar de guerreros que remaban con brío, como impulsados por la presencia de Escudo Rojo, quien era, obviamente, su jefe. Los dos primeros llevaban una ventaja considerable respecto a los otros dos barcos enemigos, los ocultos tras los islotes Diabetai. Para entonces el impulso de estos últimos decaía, retrasándose una buena media milla de distancia respecto al segundo navío. Ballista le indicó al piloto que abarloase el Concordia a estribor del mercante, aproximándose a su borda tanto como fuera posible. Casi había llegado el momento de poner su plan en marcha.
En cuanto el espolón se acercó a la proa del mercante inmóvil Ballista vociferó una serie de órdenes:
—¡Preparaos para un viraje cerrado a babor! A mi orden que los remos de las órdenes de babor se hundan con fuerza y los de estribor remen a todo trapo. ¡Piloto, sujeta con fuerza los remos de gobierno! —la elevada borda de la redondeada nave pasó volando junto al Concordia.
«Woden, permíteme hacerlo bien», pensó Ballista. Podía imaginarse a sí mismo impartiendo la orden demasiado pronto y que los remos del orden de babor del Concordia se partiesen contra la popa del mercante, o demasiado tarde, haciendo que todo el plan fracasase.
—¡Virad ahora!
De nuevo la enorme embarcación se escoró, y las portas de la orden inferior de la boga de babor se hundieron bajo la superficie de las aguas. De nuevo se quejó una miríada de juntas de madera y el gran palo mayor chirrió contra sus chicotes de sujeción. Dos rostros barbudos los miraron asombrados desde la borda del mercante mientras el Concordia los rebasaba a toda velocidad. En cuestión de segundos, Ballista le gritó al piloto que enderezase la nave y que los remos de estribor reanudasen su cadencia de boga. En esos momentos el Concordia estaba regresando siguiendo la dirección por la que había llegado, pero del otro lado del mercante.
Tal como Ballista había previsto, al salir de la sombra del citado mercante el primer barco godo aún perseguía la estela del trirreme, siguiendo ciego su rumbo original. El costado de los godos se ofrecía de pleno al espolón del Concordia.
—¡Piloto, evita los remos del enemigo! ¡Remeros, boga de ariete! —con un hábil movimiento los remos de gobierno llevaron al barco de guerra contra el drakkar—. ¡Bogadores de babor, preparaos para recoger los remos! —Pasaron los segundos. «¿Cómo de pronto? ¿Cómo cojones de pronto?», pensó Ballista—. ¡Ahora! ¡Remos adentro!
Ni un instante antes de tiempo se recogieron las palas de los remos sacándolas fuera de peligro. El piloto llevó los remos de gobierno a estribor y el espolón de hierro golpeó el casco de la nave goda de refilón. Hubo un tremendo ruido de metal contra madera en cuanto el espolón arañó el costado del drakkar enemigo. Los godos, tomados completamente por sorpresa, no tuvieron tiempo para recoger sus remos. Se rompieron como astillas. Al pasar el Concordia algunos de sus infantes de marina, sin que se les ordenase, lanzaron dardos contra la nave norteña desde su elevada cubierta. Resonaron gritos de angustia y dolor.
«¡Imbécil! Tendría que haber pensado en decirles a los infantes de marina que hiciesen precisamente eso», pensó Ballista mientras la popa del trirreme se alejaba del enemigo. No obstante, su estratagema había funcionado. A los godos no se les había concedido tiempo para reaccionar y, entonces, con la mitad de sus remos perdidos, flotaban sobre las aguas a la deriva.
—¡Rumbo al segundo drakkar, su proa contra nuestro espolón! —gritó Ballista dirigiéndose al piloto.
La segunda tripulación de godos fue tomada tan por sorpresa como la primera. Entonces intentaron huir. Resultaba fácil ver el pánico en los disparos fallidos y la lenta respuesta del drakkar.
—¡Velocidad de ariete! —bramó el piloto. El Concordia se lanzó hacia delante—. ¡Preparaos para el choque!
El espolón se clavó en los baos del enemigo con un todopoderoso crujido de madera astillada. El impacto tiró a Ballista sobre la cubierta. Máximo lo levantó, pero Ballista estaba sin resuello y doblado por la mitad, tratando de aspirar para devolverle el aire a sus pulmones. Oyó al piloto vociferar:
—¡Ciar! ¡Ciar a todo trapo!
El Concordia parecía estar clavado con firmeza, con su espolón profundamente incrustado entre los restos del otro barco. Aquella tripulación goda tenía un ingenio más vivo que la otra. Ya volaban garfios de abordaje trazando curvas en el aire hacia la proa del trirreme.
—¡Ciar! ¡Bogad, cabrones! ¡Bogad! —los gritos del piloto sonaban desesperados—. ¡Infantes de marina, emplead las picas de abordaje para rechazarlos!
Ballista, enderezándose, emprendió una dolorosa carrera hasta la proa. Si no se alejaban serían una presa fácil cuando las otras dos naves godas se aproximasen. Empuñó una de las picas de abordaje y se desplazó hasta el pasamanos. En cuanto llegó, un rostro barbudo se asomó por la borda. Desde su derecha, el escudo de Máximo golpeó el rostro del godo, arrojando al hombre despatarrado y sangrando sobre la cubierta de su propio barco. Ballista clavó la pica contra la nave que tan rápido se había sujetado y empujó con toda su fuerza. Un infante de marina se unió a él. Máximo sostuvo su escudo sobre ellos. Nada se movió durante un tiempo que se antojaba una eternidad. Ballista vio por el rabillo del ojo a un infante de marina encaramarse sobre el propio pasamanos. De alguna manera el hombre mantuvo el equilibrio descargando golpes de hacha sobre uno de los cabos que entonces sujetaban al Concordia con el barco godo. Después de tres tajos una flecha acertó al infante de marina en una pierna. Cayó por la borda lanzando un chillido. Después, cuando Ballista apenas hubo tomado dos o tres trabajosas respiraciones un segundo infante de marina se subió al pasamanos. Mediante un poderoso arco del hacha, el cabo se rompió y el soldado retrocedió de un salto regresando a cubierta.
—Uno, dos y tres, ¡empujad! —Ballista reparó en que era él quien gritaba intentando pronunciar las palabras a pesar del dolor en su pecho, intentando hacerlas audibles por encima del fragor de la batalla—. ¡Empujad!
Al final, con un ruido desgarrador, el Concordia comenzó a moverse. Al principio despacio y luego, al abrirse camino, se alejó ciando del barco de los godos. Una vibración, un deslizamiento y un golpe sordo, los servidores de las dos balistas anteriores tuvieron la lucidez de aumentar las penurias de la tripulación goda. Uno de los proyectiles, un dardo de tres pies de longitud, atravesó la cota de malla de un godo y lo clavó en el mástil.
Era improbable que la embarcación bárbara se fuese a pique. Los navíos de guerra hechos de madera tendían a anegarse de agua, detenerse y, con el tiempo, partirse. Podía dejarse que los godos caídos al agua o tratando de encaramarse a los restos se ahogasen por sí mismos o, si había tiempo, más tarde se emplearían como diana en prácticas de tiro. Sea como fuere, ya no contaban para nada en aquella batalla.
Ballista necesitaba saber cuál de los otros dos navíos godos se estaba acercando. Miró, bien parapetado tras su escudo, y vio que los dos barcos que no habían entablado combate ya estaban virando, alejándose. Aún estaban a más de media milla de distancia y el Concordia tenía a su tripulación exhausta. No había motivo para pensar en darles caza. Ballista corrió a otear desde la popa y observó que el barco godo que arañaron había logrado redistribuir sus remos y renqueaba intentando alejarse del escenario de la batalla.
—Piloto, colócanos a unos ciento cincuenta pasos de ese barco. Les invitaremos a rendirse, aunque estaremos preparados para combatirlos,
Mientras se cumplía su orden, Ballista, con Máximo pegado a su hombro derecho, como siempre, recorrió la cubierta hablando con infantes y marineros. Unas palabras de elogio por aquí y unas de simpatía hacia los heridos por allá.
El optio, herido al comienzo, presentó las novedades. Sólo había tres muertos, incluyendo al capitán, pero diez heridos, incluyéndose el propio optio. Todas las bajas pertenecían a la infantería de marina, excepto una. Al terminar se irguió con torpeza, jugueteando con el vendaje de su brazo. Entonces Ballista pronunció las palabras por las que el optio había estado rogando:
—Con el capitán muerto, tú asumirás el mando de la nave como trierarca en funciones hasta tu regreso a Rávena.
Mientras el Concordia maniobraba para colocarse en posición, Ballista reflexionó acerca de lo mucho que dice el modo romano de interpretar la equivalencia jerárquica entre la marina y la infantería, pues el capitán de un trirreme era similar a un centurión de las legiones, pero un trierarca tenía a sus órdenes a casi trescientos hombres alistados y un centurión, normalmente, no mandaba a más de ochenta.
—¡Rendíos! —gritó Ballista en lengua germana.
—¡Que te den! —el acento borano de las palabras era muy fuerte, pero no cabía error en el significado de las mismas.
—Soy Dernhelm, hijo de Isangrim, caudillo de los anglos. Te doy mi palabra como uno de los nacidos de Woden de que respetaremos vuestras vidas y que no iréis a la arena.
—¡Vete a la mierda! Mercenario. Siervo. ¡Esclavo!
—Piensa en tus hombres.
—Me han dado su juramento. Es mejor que muramos ahora, y de pie, que vivir mucho tiempo, y de rodillas. ¡Como tú!
Durante dos horas las balistas del Concordia dispararon contra el barco godo. Y los godos, fuera del alcance efectivo de sus arcos, no podían hacer nada sino esperar. Durante dos horas, la asombrosa fuerza de los dardos perforó los costados del barco y las saetas atravesaron el cuero y el metal que no lograban proteger a la blanda carne que tenían en su interior. Algunos dardos atravesaron a dos hombres a la vez, clavándolos juntos de un modo grotesco.
Cuando ya no hubo peligro de resistencia, Ballista ordenó que el Concordia embistiese al barco godo por su punto medio.
—Tantos hombres… Eran realmente valientes. Es una lástima que todos tuviesen que morir —dijo Ballista mientras el trirreme se alejaba de los restos.
—Sí —convino Máximo—, podrían haber llegado a alcanzar un buen precio.
Ballista le sonrió a su guardaespaldas.
—Es cierto que eres un hijoputa sin corazón, ¿verdad?

compra en casa del libro Compra en Amazon Fuego en oriente. Guerrero de Roma I
Interplanetaria

1 Opinión

Escribe un comentario

  • Avatar
    Alberto
    on

    Otra novela histórico-bélica de las que proliferan últimamente (Estilo Gemmell, Scarrow o Cornwell) Esta tiene buenas ideas, como la época en la que está situada o el concepto del protagonista (un general germano nombrado por el emperador) y algunas de las batallas no están mal narradas (para muestra, la que viene como anticipo) pero el desarrollo de los personajes es nulo (incluso para lo que es habitual en este tipo de libros de «Espada y Sandalia») y la habitual trama de intrigas y traiciones está muy mal llevada y tiene agujeros más grandes que los socavones del AVE (Hay elementos a los que se les da mucha importancia y que al final ni se mencionan) Encima el final es muy flojo, recurriendo a un ex-machina colosal para poder dejarlo en continuará.

    Es una novela entretenida por momentos, pero mal desarrollada.

Leave a Comment

 

↑ RETOUR EN HAUT ↑