← Caín El diablo que ya conoces → El jardín de las rosas Silvestres febrero 29, 2008 Sin opiniones Patricia Cabot Género : Romántica Edward Rawlings no quiere ejercer de conde y asumir todas las obligaciones que el título comporta. La única manera de evitarlo es encontrando a su sobrino Jeremy, que vive en Escocia con su tía materna Pegeen desde que quedó huérfano. Ella no quiere que Jeremy crezca rodeado de riqueza y sin amor, pero es consciente de que Edward le ofrecerá muchas más cosas de las que ella podrá permitirse jamás, por lo que deciden ir a vivir con él. Lord Rawlings está acostumbrado a conseguir a cualquier mujer, y enloquece con los profundos ojos verdes y la sensualidad de Pegeen. Pero ella lo aborrece, a él y a su clase. No obstante, cuando llegan a la mansión el riesgo se hace evidente. Pegeen puede resistirse al dinero, al poder y a la posición social de Edward, pero un beso suyo y estará perdida… ANTICIPO: Si se atajaba por el cementerio, el camino desde el extremo del pueblo, donde vivían las familias más pobres, hasta la rectoría no era largo. Como Pegeen no era supersticiosa, lo recorrió a paso rápido para entrar en calor. Con las prisas para llegar a la choza de los MacFearley antes del parto, Pegeen había olvidado el sombrero, por lo que ahora sólo el pelo castaño oscuro, que llevaba suelto, le protegía las orejas del frío. Con los brazos pegados al cuerpo por debajo de la capa, Pegeen oía el crujido de la nieve bajo sus pies. Leía despreocupadamente los epitafios que conocía casi de memoria después de haber vivido en el pueblo toda su vida. Aquí yace Enid, decía uno que siempre la había inquietado, mi esposa, mi amor, mi vida. ¿Cómo debía de ser amar así a alguien?, se preguntaba Pegeen a menudo; no podía ni tan siquiera imaginar que un hombre pudiera llegar a importarle tanto. Ella quería a Jeremy, por supuesto, y estaba segura de que daría su vida por él si fuera necesario. Pero querer a un hombre, a alguien que no era de la familia hasta el punto de considerarlo como su vida. La asustaba pensar que se podía amar a alguien tan profundamente. Sentía pena por el pobre marido de Enid, sumido en la tristeza tras la muerte de su esposa. Realmente, hubiera sido mucho más sensato por su parte haberla amado un poco menos. ¡Señorita MacDougal! Pegeen se quedó paralizada. No, no era posible. ¡Señorita MacDougal! Pegeen lo vio salir de detrás de una lápida especialmente grande sacudiéndose la nieve de las rodillas. ¿Qué hacía allí detrás? ¿La habría visto pasar por la rectoría hacía un rato y habría estado esperando a que regresara? Qué hombre tan detestable. La muchacha pensó que tal vez pudiese seguir andando apresuradamente y fingir que no lo había visto, pero ya estaba muy cerca, y tuvo que forzar una sonrisa. Buenos días, señorita MacDougal. El padre Richlands se quitó el alto sombrero y la saludó con una cómica presunción, ante la que Pegeen tuvo que contenerse para no echarse a reír. Al fin y al cabo, era el sustituto de su padre y la autoridad religiosa de la comunidad. Él no tenía la culpa de que a veces le recordara a una marioneta, con sus movimientos desgarbados y poco elegantes. Qué buen aspecto tiene en esta fría mañana de inviernodijo el párroco artificiosamente. Grandes bocanadas de vaho blanco le salían de la boca. Buenos días, padre Richlandsrespondió Pegeen con la falsa sonrisa pegada en el rostro. Me gustaría tener tiempo para charlar con usted, pero tengo que volver a casa para prepararle la comida a Jeremy. Entonces me permitirá que la acompañedijo el párroco ofreciéndole el brazo. El suelo está resbaladizo y no me gustaría que se cayera y se torciera un tobillo. A Pegeen no le gustó que el párroco hiciera referencia a su tobillo. Él era un hombre joven, y tan alto que Pegeen apenas le llegaba a la altura de los hombros. Aunque un tanto desgarbado, estaba bien proporcionado, era pelirrojo y tenía los ojos azules. Sin embargo, y a diferencia del resto de las mujeres solteras del pueblo, a Pegeen no le gustaba, y le resultaba incomprensible que todas estuvieran locas por él. Al ver que no podía rechazar su ofrecimiento sin resultar grosera, Pegeen metió la mano enguantada por el interior del codo del párroco y dejó que la escoltara a través del cementerio. Mientras caminaban, el padre Richlands habló largo rato acerca de los cambios que había hecho en la casa donde ella creció, la casa que, después de la muerte de su padre, había pasado a manos del nuevo párroco. Aunque Pegeen se encontraba a gusto en su pequeña casa en los lindes de la propiedad parroquial, no podía evitar sentirse propietaria de la rectoría, y le molestaba oír al padre Richlands decir que había empapelado de nuevo las paredes del comedor. Menudo estúpido. ¿Acaso no se daba cuenta de que la chimenea humeaba y el papel se ensuciaría en menos de un año? Las sandeces del padre Richlands se prolongaron hasta la verja del cementerio. Pegeen, que había estado pensando en el asunto durante largo rato, le dijo de pronto: Padre Richlands, justo vuelvo de casa de los MacFearley. Myra MacFerley ha dado a luz al último de sus dieciséis hijos. ¿Cómo?exclamó consternado. ¿Está bromeando, señorita MacDougal? Aunque si es así, debo decirle que es una broma de muy mal gusto. No, no bromeo, padre Richlandsrespondió Pegeen mirándole con el entrecejo fruncido. He estado ayudando a la señora Pierce, la comadrona, y creo que es su deber como párroco hablar con los hombres de Applesby. Tienen que dejar a la señora MacFearley en paz durante al menos un año. De lo contrario, a este ritmo nunca recuperará fuerzas. Tendremos que mantenerla como podamos con la colecta parroquial. ¡Señorita MacDougal!El rostro lívido del padre Richlands se había vuelto más pálido aún y ahora tenía casi el mismo color que la nieve que les rodeaba. Pegeen se dio cuenta con tristeza de que la señora Pierce tenía razón, había escandalizado al párroco y ahora tendría que pagar las consecuencias. Me deja usted de piedra. Una mujer joven y soltera, ¡asistir a un parto! ¡Nunca había oído nada semejante! ¡Y al parto de un hijo bastardo de la prostituta del pueblo! ¿En qué estaría pensando la comadrona al dejarle hacer tal cosa? Voy a tener que hablar con esa mujer. Una cosa así es tan vergonzosa que… bien, la verdad es que no sé qué pensar. Pegeen todavía recordaba con nitidez el pálido rostro de Myra MacFearley, así como el irrespirable olor de la cabaña después del parto. Dio una patada en el suelo, furiosa de que el párroco se preocupara sobre si era decente que ella asistiera a un parto cuando había tantos asuntos importantes que debería solucionar. Vamos, padre Richlands. Puede ser que sea joven y soltera, pero no soy una niña, ni tampoco soy tonta. Sé cómo se hacen los niños y cómo vienen al mundo, así que sólo le pido, como párroco del pueblo, que ayude a la señora MacFearley. Jamás haré algo asíexclamó Richlands. No voy a rebajarme a ayudar a una mujer tan licenciosa que ni siquiera es capaz de mantener las piernas cerradas durante el tiempo suficiente como para recuperarse de un parto. Pero ¡es su deber hacerlo! Mi padre… ¡Su padre! ¡Su padre! Estoy harto de oír hablar de su padre, ¿sabe? Su padre no era tan sabio como usted parece creer. Si era tan clarividente ¿cómo pudo permitir que usted y su sobrino tuvieran que vivir de la caridad de la parroquia, ¡mi caridad!, para no acabar en el asilo? Pegeen pestañeó y los ojos se le inundaron de lágrimas de resentimiento. Si así es como ve las cosas, padre Richlandsdijo con una voz que apenas reconoció como suya, será mejor que me vaya por otro camino. Pegeen se dio la vuelta y empezó a andar. ¡Menuda desfachatez! ¡Así que no iban a parar al asilo gracias a su caridad! Así que harto de oír hablar de su padre, ¿no? De acuerdo pues, no tendría que oír ni una palabra más sobre él. Pegeen jamás volvería a dirigirle la palabra a ese hombre detestable. ¡Ya lo vería! El párroco la llamó con la voz extremadamente alterada, y al ver que Pegeen no se detenía, fue tras ella, le puso las manos enguantadas encima de los hombros y le hizo darse la vuelta para mirarla a la cara. Pegeen se quedó perpleja; el párroco siempre evitaba tocarla, incluso durante los bailes a los que alguna vez asistía, organizados por vecinos bienintencionados que sólo querían que la hermosa hija del párroco y el guapo sustituto de su padre llegaran a un buen entendimiento. Señorita MacDougaldijo el padre Richlands jadeando y con los dedos apretados sobre el abrigo de ella, siento haberla ofendido. Escúcheme, por favor. Durante mucho tiempo he creído que su padre, aunque muy buen hombre, había sido demasiado liberal con los asuntos de la parroquia, y especialmente con lo que se refiere a su educación. Sin embargo, estos conocimientos impropios de una mujer solterael hombre se apresuró a continuar antes de dar a Pegeen tiempo a responderson imprescindibles en la mujer de un párroco, por lo que estoy deseoso de pasar por alto esta demostración de mal gusto que acaba de demostrar. Padre Richlandsempezó Pegeen mirándole atónita tras recapacitar un momento, ¿está usted…? Sí, lo estoy. Supongo que no le sorprenderá, señorita MacDougal, que le diga que desde hace algún tiempo es usted algo más que una amiga para mí, y espero que me haga el honor de convertirse en mi esposa. Pegeen estaba tan desconcertada que casi se echa a reír, pero se contuvo justo a tiempo. ¡Dios santo! Acababan de proponerle el matrimonio por primera vez en su vida y lo único que se le había ocurrido había sido echarse a reír, ¡qué poco apropiado! El padre Richlands estaba completamente serio, más preocupado, pensaba ella, por el asunto sobre el que le había hablado antes que por si ella aceptaría o no. Algo que, por supuesto, no tenía la menor intención de hacer. Padre Richlandsle dijo intentando que le quitara las manos de encima, se equivoca si cree que alguna vez he sospechado la verdadera naturaleza de sus sentimientos. Lamento que mi comportamiento le haya llevado a creer que yo sentía hacia usted algo más que amistad, pero como así es, me temo que no puedo aceptar su generosa propuesta. Y ahora, por favor, suélteme. ¿Me oye, padre Richlands?dijo, retorciéndose para liberarse al ver que el párroco parecía decidido a no dejarla. Llámame Jonathandijo él acercándose para besarla, Pegeen. Pegeen estaba tan sorprendida, que cuando sintió la sequedad de los labios y la húmeda lengua intentando entrar a través de sus labios firmemente cerrados, se quedó paralizada. Sin embargo, su siguiente reacción no fue tan pasiva; dio un paso atrás y le propinó una patada en la espinilla. Él la soltó con un grito, y Pegeen, levantándose un poco la falda, se marchó por el camino del cementerio tan aprisa como pudo. Aunque oyó cómo la llamaba, la muchacha no dejó de correr por la helada superficie de la nieve. No se atrevió a aminorar la marcha por miedo a que la alcanzara y le pidiera disculpas, algo que no creía que su estómago pudiera soportar, sobre todo después de haber vomitado el desayuno hacía un rato. Siguió corriendo. El aire gélido le atravesaba la capa y hacía que le lloraran los ojos. En el camino al pueblo estuvo a punto de chocar con la señora MacTurley, la esposa del panadero, pero sólo le gritó un «¡Lo siento!» por encima del hombro. No le importaba que el pueblo entero le viera los tobillos y las pantorrillas; sólo pensaba en escapar. Llegó a la vicaría, atravesó la valla, y hubiera llegado sin problemas a la puerta de su casa si no le hubiera detenido un obstáculo grande y oscuro. Al chocar inesperadamente con él oyó una exclamación de sorpresa. Aturdida, estuvo a punto de caer por la fuerza del impacto, pero unas manos fuertes la agarraron a tiempo. Vamos, bonita, ¿adonde vas con tanta prisa?dijo la misma voz grave que había exclamado hacía un momento. Intentando recuperar el aliento, Pegeen se apartó el pelo revuelto por el viento de delante de los ojos y miró hacia arriba… Y vio al hombre más apuesto que había visto jamás. Unos ojos de un gris claro le sonreían, rodeados por unas finas arrugas ligeramente más oscuras que le hicieron pensar en los días de verano, en el olor de las flores de los brezos a la suave brisa del atardecer. En contraste con los ojos claros, el desconocido tenía el pelo negro azabache, rizado sobre un rostro taciturno de espesas cejas oscuras y unos labios extremadamente sensuales. Pegeen se quedó mirando la aparición del dios Vulcano sin apenas aliento y por un momento creyó que era un pirata salido de uno de los libros que Jeremy le pedía incesantemente que le leyera. Entonces sintió los fuertes brazos que la sujetaban, vio los hombros con capa negra, tan anchos que tapaban la vista de todo lo que tenía alrededor, y percibió el olor masculino que parecía emanar de los límites del chaleco: a cuero, a tabaco, y un poco a caballerizas. En ese momento, Pegeen se dio cuenta de que la mirada de los ojos grises se fijaba descaradamente donde la capa se había abierto para dejar al descubierto la estrecha cintura y el estilizado torso, que todavía subía y bajaba con rapidez mientras ella trataba de recuperar el aliento. Con un repentino movimiento de cabeza, Pegeen volvió en sí. ¿Cómo podía dejar que un extraño la cogiera así justo cuando acababa de propinarle una patada al párroco por intentar hacer lo mismo? Ahogando un grito, Pegeen se agitó para liberarse, y el desconocido la soltó riendo entre dientes. ¿Hay un incendio, bonita?preguntó el hombre arqueando una de las oscuras cejas. ¿O tal vez te persigue algún tendero del pueblo perdidamente enamorado? Pegeen levantó la mirada todavía sin el aliento suficiente como para poder responder. Sentía que un intenso color carmesí le cubría las mejillas, y dio gracias a Dios de que, con el frío, el desconocido no podría pensar que se había ruborizado, aunque fuera del todo cierto. Era el hombre más guapo que había visto jamás. ¿Cómo no iba a sonrojarse? ¿Qué ocurre, muchacha? ¿Se te ha comido la lengua el gato? El desconocido le sonrió, y el corazón de Pegeen dio un vuelco al ver la graciosa curva de los voluptuosos labios. Llevo aquí de pie un buen rato, intentando despertar a la señora de la casaprosiguió. Si no está, ¿podrías al menos dejarme pasar para entrar en calor hasta que llegue? Creo que me he resfriado aquí fuera, hace mucho rato que espero. Pegeen oyó que alguien la llamaba desde el camino. Se puso de puntillas, miró por encima del hombro del desconocido y vio al padre Richlands que avanzaba hacia ellos con dificultad, agitando el sombrero en una mano. ¡Oh, no!exclamó Pegeen. El visitante giró la cabeza con indiferencia y miró hacia atrás. Creo que ese hombre quiere vertedijo con una profunda voz. Lo ségimió Pegeen, ése es el problema. Y diciendo eso se precipitó hacia la puerta, que nunca cerraba con llave, entró apresuradamente en el comedor y se desabrochó la capa con una mano mientras dejaba la bolsa con la otra. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »