El rey conquistador. La crónica oculta de Jaime I

En el octavo centeario del nacimiento de Jaime I es el momento de dar a conocer este personaje de la mano de de los escritores aragoneses Ángel Delgado y José Damián Dieste, autores de la exitosa novela El Rey Monje: Crónica de Ramiro II de Aragón.

Los autores nos dan a conocer esta vez a uno de los hombres más enigmáticos y controvertidos que ha reinado en la Península, y el resultado es una espléndida novela que nos ofrece otra cara de un personaje al que creíamos conocer mediante una robusta trama de gran tensión, en un lenguaje brillante que nos traslada a los duros tiempos de la expansión de Cataluña y Aragón y que va construyendo, pieza a pieza, un soberbio retrato del personaje.

En la Edad Media, la literatura, y en particular las crónicas, se pusieron al servicio de los poderosos, que hallaron en ellas una herramienta de propaganda de primer orden que ha trasladado hasta nuestros días la imagen que las grandes monarquías deseaban transmitir de sí misas. La excusa de una crónica oculta permite a los autores descubrirnos un personaje más humano y un acercamiento a la realidad histórica de la época.

ANTICIPO:
Al anochecer llegaron al castillo de Monzón —.piedra sombría!— don Fernando y don Sancho, escoltados por Pedro de Anones. Femando era alto como una torre y hablaba acometedor. El conde, de cabello blanco, tenía aire parco y meditabundo. El abad hacía alarde de facundia y el conde era observador. Trataron con el maestre templario sobre la instrucción del infante. Lo introducirían en los siete saberes propios de principales. Otras materias se las transmitirían los propios deudos.

—Yo —se arrogó el abad de Montearagón— lo cultivaré en fueros y jurisprudencia y en materia de historia.

—Yo —precisó el conde Sancho— lo instruiré en geografía y haré que aprecie hasta el más ignoto de los rincones.

—Los templarios —secundó el maestre— lo convertiremos en caballero de armas y le enseñaremos finanzas, para que el remo no sea un campo yermo como ahora. Llegara a ser amo cabal y administrador sensato. En épica y leyendas le instruirán literatos y gramáticos.

A la mañana siguiente fray Guillermo convocó a Jaime y a su primo Ramón y les presentó a los tres caballeros:

—Don Sancho y don Femando son vuestros tíos. Don Sancho es el más venerable de la Casa de Aragón. Ha fomentado en tu país —dijo a Ramón Berenguer— la actividad de los cónsules marítimos para que heredes un país próspero. El infante don Fernando Alfónsez vivió de niño en el monasterio de Santa María de Poblet, y goza cabalgando por nuestras geografías. Don Pedro de Ahones es caballero de la Casa del rey.

Don Pedro de Ahones, embargado, habló con unción al pequeño Jaime:

—Soy de la Casa de tu padre, el rey Pedro. Te hablaré de ella como un ayo. Has de saber cuál es tu estirpe y quién fue tu padre. Yo estuve siempre con él— Por los páramos inmensos de Teruel, por las vastas serranías de los maestrazgos, por la placidez del Ebro, por las tierras de señorío de allende los puertos y por las tierras que hogaño dan en llamar Cataluña. También en las Navas, cerca de Jaén, donde los cristianos…

Don Sancho truncó la locuacidad del de Ahones:

—Habrá tiempo, Pedro. Ahora has de ir a Lérida, que el reino está en siega. Femando y yo permaneceremos en Monzón por disposición del legado.

Con sabiduría y dedicación regía el legado en los reinos del niño Jaime. Las finanzas de la Casa de Aragón estaban exhaustas y hubo que pasar del derroche al ahorro. Don Pedro de Benavento juzgaba:

—El rey Pedro no aprendió de los amos y dueñas de las masías y pardinas. Habría ahorrado más. Verdad es que le ayudaron en el derroche las perturbaciones sociales y las controversias entre burgueses y ricoshombres.

El legado Benavento temía que la nobleza se violentara. Captó un ambiente de odio a Simón de Monfort por lo acaecido en Muret. Las gentes no olvidaban la muerte del rey Pedro ni la lastimosa orfandad del rey niño. Tenía que atenuar ese rencor colectivo para sujetar a la nobleza catalana y aragonesa.

El obispo de Aquiro era tenaz pero, tras medio año largo de prolijas gestiones, manifestaba signos de abatimiento. Los viajes eran tormentosos y el cambio de comidas alteró su organismo. Se irritaba a pesar de su adiestramiento en la paciencia del diplomático. Asfixiado por su corpulencia, llegó a Lérida antes de la dorada festividad de Nuestra Señora de Agosto, entre cánticos de recolección. En concordancia con las potestades, llamó a aragoneses y catalanes a cortes conjuntas:

—¡Os convoco a la ciudad de Lérida a todos, juntos por primera vez, en nombre del Papa! Él tendrá la última palabra.

Y se emitieron nuevos sellos. Los llamamientos a cortes eran acontecimientos singulares, llenos de esplendor. Estas cortes eran trascendentes porque se iba a jurar al niño Jaime como rey de Aragón. De las aldeas de los alrededores bajaron las más renombradas cocineras. En las tahonas se hizo el pan prescindiendo, por premura, de los ritos propiciatorios. Los lugareños bajaban en sus acémilas hornijas de leña de los riscos para hornos y obradores. Los campesinos hacían cal en los hornos de extramuros y encalaban los nimbos de las ventanas y las dovelas para preservar sus mansiones del mal de ojo. Acarreaban pienso hacia los establos.

Además de los principales, acudieron diez comisionados por cada villa principal. Por mandato expreso del legado, no asistieron ni don Sancho ni don Femando, para evitar el recelo de sus partidarios. Las asambleas se celebraron en el palacio de la zuda árabe, aneja a la catedral. Declararon en solemnidad y en derecho al niño de seis años como rey y juraron fidelidad al primer Jaime de la Casa de Aragón. El arzobispo de Tarragona elevó a Jaime en los aires. El legado papal habló con pausa y grandilocuencia:

—El santo pontífice conoce la situación precaria de vuestro reino. El rey Pedro, de fe elevada, dejó las arcas hueras de maravedíes y los vasallos estáis hastiados de pechar.

Ratificaba lo que el vulgo pensaba del rey Pedro. Corría este epigrama por la tierra: «El rey Pedro, el poderoso cierzo y las pechas son la ruina de los vasallos de Aragón y Cataluña». Habló al pueblo hastiado de gravámenes:

—Hace falta disciplina en la economía y, hasta que el infanzón no alcance bozo, los templarios serán meticulosos administradores de sus rentas. Hasta que don Jaime llegue a mayoría de edad las ciudades estarán exentas de tasas, a no ser que la ofrezcan por espontaneidad.

Lenguas cebadas de guasa exclamaron:

—¡Ojala que el niño sea siempre infante!

—Conoce el apóstol Inocencio —prosiguió el legado— vuestras diferencias: las relaciones entre señores y burgueses, entre ricoshombres y colonos, entre menestrales y nobles, tan complejas. Las ciudades, cada vez más populosas, ostentan privilegios que entran en conflicto con la autoridad de eclesiásticos y barones. El reino necesita nuevas instituciones de convivencia. Con la paz se robustecerá el reino.

Se dio una constitución de Paz y Treguas que fue promulgada por el legado. Se pusieron bajo paz y tregua las iglesias, monasterios, cementerios, casas del Temple y del Hospital con sus bienes y personas. Viudas y huérfanos con sus posesiones y animales. Ciudadanos, burgueses y demás habitantes de las ciudades de realengo, lugares de religiosos y todas sus cosas. No tendría excusa quien prendiera a un hombre, quienquiera que fuera. Se declaraba estar en paz y tregua las vías y caminos, caminantes y mercaderes, payeses con sus animales y aperos. También todos los que llevaran firmas del cardenal legado y del procurador futuro. Se prohibía quemar cosa alguna por causa de guerra. Quedaban excluidos de la paz los herejes manifiestos y sus adeptos, los estafadores, los ladrones públicos y sus encubridores.

Los reunidos en Lérida votaron la observación de la paz y tregua por tres años. Transcurridos, se respetaría también hasta que el legado o el Papa la revocasen.

Todos esperaban el nombramiento del procurador pero el cardenal legado no lo propuso. El papa Inocencio no quena que surgieran perturbaciones mientras se parlamentaba la paz. En el ínterin, el legado haría de procurador. Esta morosidad ofendió las expectativas y especulaciones de los barones.

Después de esas cortes Pedro de Benavento continuó presidiendo los asuntos del reino. En primer lugar estableció tregua con los musulmanes de Valencia. Medió la familia de Alazrac, el muí, de origen judío, con señorío en Alcalá de la Jovada. También dictó normas para el sosiego y seguridad de los judíos y sarracenos que poblaban los países del reino. Se aposentaba en una lujosa mansión de la barriada judía, que en Lérida sobrenombraban el call, compuesta de callejas laberínticas y sobrecogidas. Allí permanecería hasta la llegada de la bula papal. Meditaba las disposiciones de su andadura legataria.

Nunca emprendía un viaje sin el summum de sus joyeles: una vidriera con una imagen del profeta Daniel con toga anacarada. Oraba mientras acariciaba deleitosamente ese vitral menudo. Cuando resolvía asuntos de trascendencia su tacto le daba serenidad.

Tres meses habían transcurrido desde las cortes de Lérida cuando, una noche, las lumbres de los castillos enriscados anunciaron que un mensajero del pontífice venía raudo y que hacía posta en la villa montuosa de Berga, pródiga en manantiales. Despertaron al legado a la hora de laudes. Lloviznaba cadenciosamente y se arrebujó, perezoso, en los cobertores. En la pared, un lienzo mostraba a un artista que con un pincel tenue hacía figuras en un arco fajón. La cara le relucía con un halo luminoso, como los de los santos bienaventurados. El cabello, por contraste, era negro. La luz sobrenatural del cuadro le obligó a levantarse. Reconoció que en Lérida lo trataban a cuerpo de rey: dormía en alcobas fragantes, en sábanas de lino sanador aromatizadas con hojas de nogal, y bajo la yacija ponían braseros de cobre que entibiaban el ambiente pétreo. Comía huevos frescos de la tina y vino cordial. Pensó que merecía esas regalías por sus desvelos espirituales y sus santos propósitos.

Cuando llegó la esperada bula del papa Inocencio era por la octava de Todos los Santos, la campiña estaba dura y había niebla fantasmagórica. Como el mismo Benavento había sugerido al pontífice, Inocencio había escogido para procurador real de Aragón y Cataluña al conde don Sancho de Aragón.

Vino presto don Sancho desde Provenza a tomar posesión de la Procuradoría de manos del cardenal legado. Pedro de Benavento tenía que partir a presidir un concilio en Montpellier.

—El Santo Padre te confía las riendas del reino, conde Sancho. Estima que, con tu experiencia cabal y tu diplomacia avezada, sabrás discernir lo primordial de lo secundario. El Pontífice anuncia que designara consejeros con brevedad.

Don Sancho había sido estoico, siempre sirviendo, nada esperando, y sin embargo el azar lo encaramaba a los sitiales que otros ansiaban. Es falso que Jaime designara, a sus siete años, los cargos del reino, como escriben con falsedad algunos. El legado y el Papa lo hicieron, actuando como verdaderos reyes.

El Papa nombró también otro procurador real para el señorío de Montpellier: don Guillen de Cervera, respetado unánimemente por su cordura y religiosidad.

Aún prestó el cardenal otro servicio al reino antes de irse de nuestras tierras.

—He escrito —informó al procurador— a las ciudades de Aragón y Cataluña exhortándolas a cancelar las deudas reales. En los mismos términos escribiré a los de Montpellier para que pongan las rentas reales en manos del maestre del Temple, Montredón, para que eduque al rey sin carencias. Confío en que sabréis sanear la hacienda.

—Seguiré vuestros criterios, monseñor —aceptó dócil don Sancho.

Pero cuando quedó sólo, Sancho de Aragón libertó su conciencia, pronunciando sus prioridades;

—Hay que trasladar el cuerpo del rey Pedro al osario de Sigena, recuperar el patrimonio real, devolver la dignidad a Aragón y Cataluña, libertar al Languedoc y vengar…

Su voz sonaba terminante, como nuestros recios vientos.

En Monzón comenzó la educación del niño templario. El vetusto torreón musulmán, sin resquicios ni para la luz, pues las ventanas eran poco más que aspilleras, era su aposento y su protección. En la planta baja se ubicaba el cuerpo de guardia. En una reproducción geográfica de los reinos, hecha por los monjes iluminadores de Poblet, que medía tres varas de costado, Jaime leía palabras enduendadas: Urgell, Cerdaña, Besalú, Jacetania, Ampurias, Ribagorza, Rosellón, Pallars, Sobrarbe, Tortosa, Lérida, Teruel, Huesca… Con sus montañas, ríos, monasterios y engaviados castillos. Eran nombres que sonaban a tesoro ignoto.

—Otrora —le peroraba un fray instructor— tus tierras orientales eran siete condados fragmentados, con vínculos de parentesco o vasallaje. Después, Barcelona, Gerona y Ausona aglutinaron a todos. Hace más de un siglo la supremacía de Barcelona y el lenguaje común los unió y esa ciudad fue el fruto vigoroso de esa fratría. El primer Ramón Berenguer vinculó a los otros condes a su persona. Hace lustros se extinguieron Besalú y Cerdaña y ha poco Rosellón y Pallars Justa. Ahora toda esta tierra se llama Cataluña.

—¿Cataluña? —preguntó el infante.

—Esa palabra dulce viene del latín castrum, castillo, herencia de las fortalezas que poseían aquellos condados.

Jaime escudriñaba con el índice el mapa y el monje le repetía los nombres. El infante señaló, turbado, el azul inmenso de aquella carta.

—¿Y esto qué es?

—El anchuroso mar.

—¿También es tierra del rey?

El magíster guardó silencio buen rato.

—Si tú quieres, cuando seas mayor lo será.

Otra vez le habló del antiguo Aragón, aquel pequeño reino que, bajando de las montanas a los llanos, se hizo mayor.

—¿Cómo bajaron? —dijo el niño.

—Como los ríos —y señalaba la afluencia de aguas desde el cordón pirenaico al caudaloso Iber— Y este enorme, que acoge a todos, es el Ebro, fecundo, sedimentario.

—Nuestra prestancia —le instruía Montredón— proviene de una boda gloriosa: la de tu bisabuelo, el conde de Barcelona, y tu bisabuela, la reina de Aragón. Ungieron en fraternidad los dos países como lo están las montañas de los Pirineos. Un día vendrá un juglar para que os recite las fábulas de estas tierras.

—¿Mañana? —sugirió impaciente el pequeño rey.

El primer día en que acudió el juglar, Ramón Berenguer y Jaime atravesaron el umbral de la magia.

—Voy a contaros de los Pirineos.

Los niños se acomodaron silentes, expectantes.

—Tiene nieve perpetua en las cumbres y pastos rozagantes, bosques legendarios poblados de silvanos, lamias y encantarías, flores visionarias y animales remotos. ¿Sabéis el origen de su nombre?

Los niños negaron visiblemente.

—La cita más arcaica es de Avieno, que fue, como yo, pero más aventajado, un juglar de la tierra. Después los nombraron muchas personalidades: Aristóteles, Estrabón, Ptolomeo, Antonino o Plinio. Pero los que bautizaron a estas montañas nuestras les precedieron. Fueron los colonizadores griegos de las costas. Al descubrirlos los llamaron montes de Pirene, una colonia del golfo de Rosas. Pyren griego significa fuego. Floreció una leyenda fabulosa que narraba que, tras un gran incendio, de esas sierras inmensas afloraron vetas de plata que griegos y fenicios codiciaban.

El juglar precisó que Diodoro parafraseaba a Posidonio.

—Los griegos eran imaginativos y forjaron otra leyenda. Es triste, pero vosotros habéis de conocer las bellezas y las penas de vuestros vasallos. Pirene, una hermosa ninfa de los manantiales, custodiaba por designio de Zeus un hermoso valle. Aledaño vivía Gerión, un monstruo de tres cabezas obsesionado por poseerla. Cada vez que lo intentaba era rechazado por la maraña de la vegetación que crecía pujante y arañaba sus tres faces. Harto y frustrado, Gerión incendió el valle usando cúmulos tormentosos y rayos incendiarios. Zeus, encolerizado, envió a Hércules para castigar a Gerión. Hércules lo mató y propuso a Pirene que fuese a morar al Olimpo. Ella rehusó porque prefería vivir en el valle, pero al verlo calcinado murió de congoja. Hércules, que la amaba, alzó la enorme cordillera para recordar siempre a la ninfa y la bautizó con su nombre: Pirineos. Los griegos poblaban toda la naturaleza de duendes, seres fantásticos y genios.

No sabían el nombre del juglar. Se lo preguntaron y respondió:

—Soy de Besalú, en el alma de las pinadas, donde los arroyos se hacen ríos y comienzan a andar con serenidad. Llamadme Juglar, Juglar de Tierras.

¡Con qué sentimientos hablaba de las tierras, que más que juglar parecía un literato en ciernes! ¡Cómo conocía las leyendas y fábulas de los héroes míticos! Cada día decía ser uno de ellos.

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