El sueño de Hipatia

Un trepidante thriller histórico sobre uno de los personajes más enigmáticos y deslumbrantes de todos los tiempos:
Hipatia.
Egipto, siglo IV. Los cristianos comienzan a dominar el panorama religioso, cultural y político, ensombreciendo a los sabios y flósofos que hicieron de Alejandría una tierra de sabiduría y tolerancia. Figura fundamental de esa lucha será Hipatia, matemática y astrónoma pagana y acérrima defensora de la cultura clásica. La vinculación de Hipatia al pensamiento neoplatónico, sus descubrimientos científcos y su abierto enfrentamiento a los máximos representantes del poder y de la religión cristiana harán de ella una víctima que la Historia no quiso olvidar. Por ello, cuando la Iglesia, en pleno siglo XX, se entera de la existencia de unos códices que documentan el pasado de los primeros cristianos, hará lo que sea por recuperarlos y tratar de relegar a Hipatia, de nuevo, al olvido. Pero un investigador británico no se lo va a poner nada fácil…

ANTICIPO:

Alejandría, año 384
Tenía grandes ojos negros. El espejo le devolvía una mirada melancólica, mientras la esclava cepillaba una y otra vez su negra y sedosa melena, antes de trenzarle el pelo y recogerlo alrededor de su cabeza con una cinta de seda dorada.
Hacía algunos meses que Hipada había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer cuyos atractivos no dejaban de aumentar. Su cuerpo había ganado en esbeltez, su estrecha cintura acentuaba la curva, cada vez más pronunciada, de sus caderas. Su cuello era largo y sus hombros se habían redondeado, al igual que sus pechos. Tenía una piel delicada y suave. A sus trece años era una de las jóvenes más hermosas de Alejandría y, desde hacía mucho tiempo, el orgullo de la casa de Teón.
Hipada, que perdió a su madre cuando apenas había cumplido los tres años, en un parto frustrado que le hubiese proporcionado un hermano que jamás tuvo, se había convertido en la niña de los ojos de su padre, a quien colmaba de felicidad no solo su belleza, sino la despierta inteligencia que, desde fecha muy temprana, se había revelado en ella.
Su capacidad para las matemáticas había causado asombro al segundo de sus maestros, un liberto llamado Apolonio, quesu padre había contratado cuando Hipada cumplió los siete años para enseñarle rudimentos de geometría, música, retórica y gramática. Seis meses después de haberse hecho cargo de su educación, Apolonio dijo a un asombrado Teón, por entonces enfrascado en la redacción definitiva de sus comentarios al Almagesto de Ptolomeo, que nada más podía enseñarle a la pequeña.
—¡No puedo creerlo! —exclamó asombrado.
—Es la pura verdad, Hipatia es como una esponja que lo absorbe todo. Nada más hay que yo pueda enseñarle.
—¿Ha resuelto ecuaciones?
—Hasta las de segundo grado, y en geometría conoce todos los postulados de Euclides. Resuelve los problemas con tanta facilidad que hace unos días acudí a Sinesio, el matemático que trajeron de Rodas para enseñar en el Serapeo por indica…
—Sé quién es Sinesio de Rodas —lo cortó impaciente.
—Le pedí que me facilitase algunos problemas, acompañados de las correspondientes soluciones para ver cómo se desenvolvía.
—¿Los ha resuelto?
—Sin la menor dificultad.
Teón se acarició el mentón. Jamás hubiese pensado que aquella niña, cuyo nacimiento tantos sinsabores le trajo, fuese a llegar tan lejos.
—Hipatia es una niña muy especial.
Teón quiso experimentar entonces por sí mismo hasta qué punto estaba Apolonio en lo cierto. Ordenó que en el patio principal de la casa, junto al impluvium, se colocase una bañera llena de agua hasta la mitad.
Entre la servidumbre circulaba el rumor de que el amo quería poner a prueba la inteligencia de su hija. Teón mantenía en secreto lo que había pensado hacer, dando lugar a toda clase de conjeturas. Nadie estaba dispuesto a perderse el acontecimiento. Apolonio había alabado tanto la inteligencia de la pequeña que todos estaban interesados en saber qué se proponía su padre. En la cocina y en los lavaderos no se hablaba de otra cosa; algunos pensaban que Hipada no superaría la prueba, incluso se habían cruzado apuestas.
La tarde era luminosa. Teón estaba sentado en un sillón de mimbre cuando Hipatia fue conducida por Apolonio a presencia de su progenitor. La servidumbre se agolpaba expectante. La niña besó a su padre en la frente y se quedó de pie ante él. Teón no se anduvo con preámbulos.
—Tú sabes que la experiencia nos dice que los cuerpos se comportan en el agua de modo diferente. Si colocamos un trozo de lienzo comprobamos que permanece en la superficie, los tejidos flotan.
Se levantó de su asiento, tomó un trozo de lienzo que había junto a otros objetos sobre una mesa y lo dejó caer en el agua de una bañera. Se empapó rápidamente, pero permaneció en la superficie.
—¿Lo has observado? —preguntó a su hija. Hipatia asintió.
—Si tomamos un trozo de madera, comprobamos que ocurre algo parecido, la madera también flota.
Teón depositó en la bañera un dado de madera que también permaneció en la superficie del agua. Repitió a su hija la misma pregunta:
—¿Lo has observado?
—Sí, padre.
Después cogió un denario de plata y lo colocó en una pequeña balanza que había sobre la mesa. Pidió a su hija que comprobase su peso.
—No olvides esa cantidad —le recomendó antes de dejar la moneda con mucho cuidado sobre la superficie del agua y comprobar que se hundía hasta el fondo.
Hipada no pestañeaba, pendiente de cada detalle.
—¿Lo has observado?
—Sí, padre.
Teón tomó entonces otro dado de madera idéntico al que flotaba sobre el agua y se lo entregó a la niña.
—¿Quieres pesarlo?
Hipada obedeció y su padre le preguntó:
—¿Cuánto pesa?
—Lo mismo que el denario.
—¿Lo mismo? —le preguntó, aparentando sorpresa.
—Sí, padre.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—Muy bien, Hipatia. Entonces, quiero que me respondas a una pregunta: si pesan lo mismo ¿por qué el dado flota y la moneda se hunde?
La niña se quedó mirando fijamente la bañera donde el trozo de lienzo y el dado de madera se mantenían en la superficie, mientras la moneda de plata reposaba en el fondo. Miró a su padre y le dedicó una deliciosa sonrisa, que lo estremeció de placer. Teón se arrepintió de haber prestado hasta entonces tan poca atención a su hija. Había bastado un gesto para que quedase rendido ante la hermosura de la niña. Pensó que había ido demasiado lejos con aquella prueba: solo un talento como el de Arquímedes había sido capaz de resolver dicha situación, e interpretó la sonrisa de Hipatia como la forma de darse por vencida. En el patio, donde se agolpaba casi medio centenar de personas, el silencio era absoluto; algunos de los presentes contenían la respiración.
Hipatia metió la mano en la bañera, cogió la moneda y también el dado que flotaba; los sopesó cuidadosamente.
—Pesan lo mismo, pero no tienen el mismo volumen. El dado ocupa más volumen de agua que la moneda, por eso no se hunde. Eso explica que un barco, aunque pese mucho, flote, pues desplaza un volumen de agua muy grande.
El silencio de los presentes se mantuvo expectante durante unos segundos, la mayoría no comprendían la totalidad de lo que Hipatia había dicho, aunque sabían que un barco pesaba más que un denario y no se hundía. Todos los ojos estaban pendientes de Teón.
El astrólogo, impresionado porque aquella niña de siete años había deducido, sin saber física, uno de los principios fundamentales de las leyes que regían la naturaleza, se levantó y abrazó a su hija en medio de un coro de aplausos y exclamaciones.
Al día siguiente Teón contrató al viejo Anaxágoras corno maestro de Hipatia para que la iniciase en los principios de la filosofía neoplatónica, y a Pármeno, reputado como uno de los mejores matemáticos de Alejandría, para que le enseñase hasta el último de los secretos de aquella disciplina.
A los diez años la jovencita había emocionado a Pármeno cuando le mostró que era capaz de resolver ecuaciones diofán-ticas; por su parte, Anaxágoras comunicaba a su padre que podía debatir con cualquiera de los sofistas que disertaban en el Agora. Estaba dispuesto a apostar su propia libertad, afirmaba el viejo filósofo lleno de orgullo, de que vencería dialécticamente a cualquiera de ellos, a pesar de los trucos con que asombraban a la concurrencia que a diario acudía a verlos disputar por el placer de escuchar los rebuscados argumentos que ingeniaban sus retorcidas mentes.
—Estás bellísima, mi ama —le susurró la esclava al oído cuando terminó de peinarla—. Vas a causar sensación.
Hipatia había ido muchas veces al teatro, pero hasta entonces había acudido con otras jovencitas de su edad, a ver representaciones de comedias. Llevaban una merienda e iban al cuidado de esclavos. Las representaciones a las que asistían eran infantiles, pero aquella noche era diferente, pronto cumpliría catorce años y sería la acompañante de su padre. Eso significaba que Teón la consideraba una dama y su asistencia a un acontecimiento público daba a entender que a partir de aquel momento sería socialmente tenida como tal.
Cintia, la esclava, dejó que su joven ama se recrease ante el espejo, pero el tiempo que dedicó a mirarse en la pulida superficie de bronce fue mucho menor del que ella esperaba.
—Creo que ahora tienes que maquillarme —comentó Hipatia.
A la perspicacia de la esclava no escapó el tono de aburrimiento que desprendían las palabras de la joven.
—Lo dices como si fuese una penosa obligación.
—No me gusta el teatro.
—¿Como a los cristianos? Hipatia la miró ofendida.
—¡Mis razones son muy diferentes! Ellos lo rechazan, si pudiesen cerrarían los teatros y prohibirían las representaciones. A mí, simplemente, me aburre.
—¿Por qué dices eso si nunca has asistido a la representación de una tragedia?
—He leído muchas y todas me parecen iguales. Sus autores cambian el decorado, los personajes y el asunto, pero siempre responden a los mismos esquemas: plantean un asunto, lo embrollan y en los tramos finales buscan un desenlace.
—Las tragedias no están hechas para ser leídas, sino para llevarlas a la escena. En el teatro cobran su verdadera dimensión. Allí, la interpretación acompañada de los cantos y la música, la convierten en algo mágico. El actor crea su propio personaje, se lo arrebata al autor. Es el actor quien lo llena de vida, al prestarle su cuerpo y dotarlo de voz propia. —Cintia apenas podía contener la emoción.
—¿Has asistido al teatro?
Hipatia tuvo que repetir la pregunta.
—Sí, mi ama, hace años fui actriz.
—¡Cuéntame eso!
—No tenemos tiempo, mi ama. Tu padre aguarda. Hipatia insistió.
—Mi padre era el empresario de un pequeño teatro de Atenas donde hacíamos mimo y, de vez en cuando, representábamos alguna tragedia de los grandes. Jamás olvidaré cuando interpreté el papel de Yocasta en Edipo Rey de Sófocles.
Hipatia la miró sorprendida y comprobó que una lágrima corría por la mejilla de Cintia. Aquella esclava llevaba poco tiempo en la casa y en apenas un año se había hecho un lugar entre la servidumbre. Era muy significativo que la estuviera ayudando a vestirse; ejercer dicha función suponía el acceso a la intimidad de los amos, en lugar de estar atizando los fogones en las cocinas, lavando en la alberca o trabajando en los jardines. Cintia era una mujer hermosa, estaba en el esplendor de la madurez y su belleza era serena. Hipatia sabía que su padre le tenía aprecio, pero había pensado que era debido a que algunas noches le calentaba la cama. Teón, después de la muerte de Pulquería, no había contraído nuevas nupcias. A pesar de ello, Hipatia apenas sabía nada de Cintia: vivía inmersa en su mundo, donde no había lugar para lo que no fuese aprender, experimentar o elucubrar. Estaba tan abstraída con sus estudios que no prestaba atención a las cuestiones domésticas.
—Por lo que acabas de decirme, tú eras libre. Cintia asintió al tiempo que se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.
—Cuéntame cómo llegaste a mi casa.
—Es una larga historia y no disponemos de tiempo. Tu padre no me perdonaría que no estuvieses arreglada a la hora de partir.
Hipatia le tomó la mano, la miró a los ojos y con su dedo limpió otra lágrima que asomaba en el párpado.
—Quiero saber quién eres —lo dijo de una forma que no admitía réplica—. Habíame de ti, mientras me vistes.
Cintia le contó su historia. Nació en Atenas y allí creció en los escenarios, que entonces vivían una prolongada decadencia. Su padre, un apasionado de la tragedia griega, pugnó por mantener viva la llama del teatro hasta que se arruinó. Las deudas eran tan grandes que él y toda su familia pagaron con lo único que les quedaba.
—¿Te vendieron como esclava?
—Sí. Mi padre me dijo que huyera, pero decidí ligar mi suerte a la de mi familia. Una estupidez, porque a los pocos días nos habían separado.
—¿Cuándo ocurrió eso? —preguntó Hipatia, ajustándose el ceñidor sobre la túnica.
—Hace ahora tres años.
—¿Quién te compró?
—Un mercader de vinos, era de Siracusa. Le gusté, se convirtió en mi amo y durante un año me vi obligada a hacer todo lo que le apeteció. En la cama era un cerdo. Cuando se cansó de usarme y de satisfacer sus fantasías, me vendió. Estábamos en Alejandría y tu padre me compró.
Cintia ajustaba los pliegues de la estola y daba los últimos retoques a la indumentaria de su ama. Hipada estaba resplandeciente.
—¿Te gustaría ir al teatro? —le preguntó de repente. La esclava se quedó inmóvil.
—Es lo que más anhelo, aparte de mi libertad.
—¡Entonces, coge un manto y sigúeme!
—Pero, ama…
Hipada abandonaba ya la alcoba.
—¡El maquillaje, ama! —exclamó Cintia desconcertada.
La hija de Teón bajaba por las escaleras. Su belleza no necesitaba de retoques ni añadidos. Era como una diosa que descendía del Olimpo.
Cuatro esclavos nubios portaban la litera, escoltada por dos criados armados con espadas cortas; al lado caminaban Cintia y Cayo, que ejercía nuevas funciones como ayudante del mayordomo. El paso de los porteadores era tan vivo que a la esclava le costaba seguirlo.
—Quiero que le des la libertad —insistió Hipada por tercera vez.
—¿Pero se puede saber qué mosca te ha picado? —Teón no podía comprender aquel empeño de su hija. Hipada jamás se había interesado por esas cosas.
—Quiero que Cintia pueda decidir por sí misma.
—¿Decidir qué?
—Si desea permanecer en nuestra casa o marcharse.
Teón miró por la cortinilla: estaban llegando a la zona ajardinada que rodeaba el palacio del prefecto imperial. Conforme se acercaban al teatro iba creciendo el número de los que caminaban por la calle. Allí eran ya una masa que entorpecía el paso de las literas. Su hija lo tenía desconcertado. Desde que habían subido a la litera, no había parado de insistir en aquella extraña petición. Cintia era una mujer discreta, hermosa, y en la cama se mostraba dispuesta a satisfacer todos sus caprichos que, por otra parte, no eran excesivos. ¡Cómo se le podía ocurrir una cosa así!
—¿Sabes cuánto pagué por Cintia?
—Puedes decírmelo, pero te anticipo que no me importa. Quiero que le des la libertad y, si tanto te importa el dinero, yo te pagaré su precio.
—¿Tú? ¿Cómo ibas a hacerlo?
—Daría clases.
—¡Has perdido el juicio, Hipada!
—¿ Por dar clases ?
—¡Aún no tienes catorce años! —Teón no comprendía qué había podido ocurrirle a su hija para que se comportase de aquel modo.
—¿Desde cuándo el conocimiento es proporcional a la edad? ¡Cuántos murieron ignorantes, después de haber vivido ochenta y más años! ¡Eso no es un argumento, padre, eso es una excusa!
—La experiencia se mide con la edad. No tienes experiencia.
—Nadie la tiene cuando comienza. Pero no quiero seguir en esa dirección, no deseo que me alejes de lo que me interesa. ¿Le concederías a Cintia la libertad si te pago su precio?
—Hipada, por favor… Hemos venido al teatro, no a discutir. He condescendido a que Cintia nos acompañe, ¿qué más quieres?
—Su libertad.
Se escucharon unos gritos descompuestos y los porteadores se detuvieron. Los gritos aumentaron y Teón descorrió la cortinilla de la litera.
—¿Qué ocurre, Cayo?
—No lo sé, mi amo. Parece que en las puertas del teatro hay algún problema. La gente está agolpada, no podemos avanzar. Voy a ver qué sucede.
Los gritos arreciaban cada vez más.
—¡Fuera! ¡Fuera!
Teón bajó de la litera; los fornidos porteadores nubios habían tomado posiciones, protegiendo sus ángulos. Nunca se sabía cómo podían acabar aquellos altercados que la plebe alejandrina protagonizaba con frecuencia.
Hipada llamó a Cintia; la esclava conversaba con un grupo de personas que no paraban de señalar en dirección al teatro. Estaban a menos de un estadio de las puertas que daban acceso a las tres cáveas, donde podían acomodarse hasta doce mil espectadores. La gente se arremolinaba agitada, como las hojas de los árboles cuando una tormenta es inminente.
—Parece que son los cristianos —comentó la esclava.
Los gritos aumentaban al tiempo que crecía la confusión.
Cayo regresó corriendo, hizo una señal al otro criado y éste sacó de los bajos de la litera varias espadas que repartió entre los porteadores.
—Son los cristianos, mi amo —ratificó Cayo.
—Pero ¿qué pasa?
—Cierran el paso a la gente y les impiden entrar en el teatro. Han empezado a pelearse. Esto no me gusta.
—¿Y la guardia? ¿Dónde está la guardia para poner orden? —preguntó el astrólogo, mirando a ambos lados. Cayo se encogió de hombros.
—No se les ve por ninguna parte. Al menos yo no…
En aquel momento una marea humana se desplazó como una ola, provocando numerosas caídas. Unos segundos después las piedras volaban en todas direcciones. Los nubios, con las espadas desenvainadas, estaban pendientes de cualquier accidente.
—¡Allí, allí! —gritó un joven señalando hacia un lateral de la plaza, donde habían aparecido, como por ensalmo, un nutrido grupo de monjes de los que habían acompañado, años atrás, al patriarca Atanasio cuando regresó a Alejandría después de uno de sus numerosos exilios.
—¡Los monjes! ¡Los monjes negros!
Eran por lo menos un centenar y empuñaban gruesos garrotes. Mucha gente comenzó a correr despavorida, pero otros cerraron filas y en sus manos aparecieron dagas y estiletes, incluso algunas espadas. Si alguien no lo remediaba, aquello iba a convertirse en un baño de sangre.
—Si mi amo no dispone otra cosa, me parece que lo mejor es marcharnos, mientras estemos a tiempo. ¡Esto va a ser una batalla campal!
Otra nube de piedras voló sobre sus cabezas.
—¡Una espada, Cayo! ¡Quiero una espada!
—¡Pero, mi amo…!
—¡Una espada he dicho! ¡No podemos arredrarnos ante esta chusma! Hace años que tratan de acabar con el teatro, pero nunca su desfachatez había llegado tan lejos. ¡Hoy es el teatro, mañana será el Gimnasio, luego quemarán las bibliotecas y más tarde serán los templos! ¡A esto hay que ponerle freno!
—Pero, Hipada, mi amo…
—¡Hipatia quiere otra espada! —exclamó la joven—. ¡Mi padre tiene toda la razón!
Entonces fue cuando un grito brotó de cientos de gargantas, alzándose por encima de la algarabía.
—¡Fuego!¡Fuego! ¡Fuego!
Al fondo se alzaban densas columnas de humo.
—¡Es el teatro! ¡Han pegado fuego al teatro!
Era cierto, el teatro estaba ardiendo y el patriarca Atana-sio, pese a su avanzada edad, estaba a la cabeza de los incendiarios.
Arreciaron los gritos y las carreras. La gente corría enloquecida en medio de la confusión. Aunque hubiesen querido marcharse, ya no sería posible. El lugar era una inmensa ratonera, donde la muchedumbre estaba atrapada.
El enfrentamiento entre los monjes y los ciudadanos más arrojados fue como un choque entre dos ejércitos. La tragedia que iba a representarse en la escena cobró vida en la plaza y las calles adyacentes.
Hipatia lloraba desconsoladamente. Quienes pensaban que lo hacía por el incendio del teatro se equivocaban. El único que conocía el dolor que la embargaba era su padre. Teón sabía que sus lágrimas eran por Cintia.
La pedrada le había dado de pleno en la frente y cuando se desplomó sobre el suelo la vida la había abandonado. Hipatia se sentía culpable por haber conducido a Cintia hasta aquel matadero en que se habían convertido los aledaños del teatro. Reiteradas veces se había manifestado en contra de que era el fatum, el destino establecido de antemano, el que marcaba la vida de las personas. A diferencia de su progenitor, no defendía que fueran los astros los que señalaban el destino de las personas. Ahora la atormentaba la duda. Su mente, en medio del dolor, especulaba con el hecho de que había sido una decisión suya la que había conducido a la esclava al lugar de su muerte. Ella había elegido en ejercicio de su libertad y jamás podría saber si esa decisión no estaba determinada de antemano por el destino de Cintia.
Pero había algo más en la angustia que la embargaba. Por primera vez en su vida había visto la muerte cara a cara y también el rostro del fanatismo. El mundo no eran las espaciosas estancias de su mansión, lujosamente amuebladas. Tampoco la placentera lectura o el estudio en busca del conocimiento. Ni siquiera las reposadas conversaciones en el triclinio de su casa, a las que su padre ya le permitía asistir en ocasiones y donde sus intervenciones causaban la admiración de la aristocracia alejandrina del saber. El mundo no eran las bibliotecas donde se atesoraba el saber de la humanidad y el placer que producía descubrirlo, ni la educada cortesía y las formas amables de que hacían gala los amigos de su padre en las animadas tertulias donde se valoraba la sabiduría y el ingenio.
La realidad que Hipada había visto aquella tarde era algo muy diferente: miradas cargadas de odio y resentimiento, ojos donde brillaba lo peor de los corazones. Vio gentes que no eran capaces de mostrarse respetuosas con las opiniones de los demás porque ni siquiera respetaban la vida. Sus armas no eran la dialéctica y el razonamiento, eran los garrotes y las espadas. Utilizaban el fuego como argumento supremo de sus acciones.
La torre de marfil en que había vivido, rodeada de los lujos, los caprichos y el bienestar que su padre le había proporcionado, se había desmoronado y dejaba al descubierto la miseria de la condición humana.
Aquella larga noche en que Alejandría se quedó sin teatro Hipatia se prometió a sí misma que lucharía con todas sus fuerzas para evitar que el fanatismo de quienes se consideraban en posesión de una verdad única y excluyente se adueñase de su amada Alejandría.

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