El puente de Alcantara

Los destinos cruzados de tres personajes -cada uno de ellos pertenecientes a una de las tres grandes religiones que convivían por entonces en España- se perfilan sobre un fondo histórico que constituye un vivo retrato de la Andalucía del siglo XI. Una de las mejores novelas históricas de todos los tiempos, y uno de los éxitos más imperecederos de esta colección.
El puente de Alcántara marcó un hito en la consolidación de la narrativa histórica como género literario, y es todavía la mejor y más completa novela sobre la España de las tres culturas escrita hasta el momento. A través de las peripecias de un poeta árabe andaluz, un médico judío y un joven escudero escudero cristiano, Baer pinta un colorido fresco de la España del siglo XI, al tiempo que reconstruye la evolución de las relaciones entre las culturas y religiones que representan cada uno de ellos.

ANTICIPO:

El joven yacía tumbado sobre su espalda. Había anochecido y Lope contemplaba con ojos muy abiertos la oscuridad. Se había quedado dormido, había despertado, se había vuelto a quedar dormido y había vuelto a despertar. No tenía idea de qué hora podía ser, no se oía nada que pudiera darle una pista, tan sólo el latir regular de su corazón y un sordo palpitar bajo sus sienes, allí donde el castellán le había dado el primer golpe con el pomo del látigo.
Los acontecimientos del día pasaron por su mente en imágenes confusas que se sucedían rápidamente, desordenadas, espantosas e inconexas.
Recordó que, tras su caída del caballo, se había quedado tendido en el suelo con un sordo dolor en la espalda y un agudo chillido en los oídos, semejante al canto de una alondra en lo alto del cielo. Luego el chillido había dado paso a un suave golpeteo, primero muy lejano, luego más intenso, más amenazante, un creciente tronar, cada vez más fuerte. Había abierto los ojos y había visto el caballo de Regín, la enorme bestia con la que había salido al galope. Estaba paciendo tranquilamente a orillas del río, y tras el animal habían aparecido de repente unos jinetes, toda una tropa de jinetes, que avanzaban directamente hacia Lope. Este, al verlos, se había arrastrado a cuatro patas sobre el montón de leña y se había ocultado entre las ramas, como un escarabajo temeroso de la luz.
Vio ante él al fuerte Pere, con una terrible herida en el rostro, y a los muertos balanceándose en los palos donde los traían colgados. Vio al castellán, que cayó sobre él y lo molió a golpes con sus pesados guantes guarnecidos de hierro. Recordó claramente su rostro cubierto de polvo y desfigurado por la ira, sus ojos, que le habían parecido tan despiadados como los ojos de un pajarero; recordó los rugidos que el castellán había lanzado con cada golpe. Nunca en su vida olvidaría esa cruel paliza.
Sabía por qué lo habían golpeado así. Había perdido de vista al hijo del conde, había desobedecido las órdenes del conde. Pero no comprendía por qué lo habían encadenado. Había muchas cosas que no comprendía. Cómo había sido posible que toda la dotación del castillo saliera en pos de esos pardos, todos, desde el último mozo de las caballerizas hasta los infanzones de Guarda, hasta la dueña. Aún los viejos y los más experimentados se habían dejado embaucar; el viejo Aznar, que llevaba treinta años de servicio, y el fuerte Pere, que había matado a tres hombres en la lucha. Nadie se había detenido a pensar ni un momento que algo sospechoso había en que tres hombres con dos caballos desafiaran a la tropa de todo un castillo. Nadie había reflexionado. Nadie había gritado alto. Todos habían salido atropelladamente tras los forasteros.
¿Por qué ninguno de los hombres del castillo se había detenido? ¿Por qué nadie les había advertido? El capitán los hubiera detenido. El capitán hubiera sabido lo que pasaba. Pero no estaba presente. ¿Por qué no estaba el capitán? ¿Dónde se había metido?
Pensó en todo ello. Desde que estaba encerrado en esa barraca, no había cesado de rumiar esas preguntas. No se había atrevido a preguntar al capitán.
Se pasó la lengua por el labio superior, que estaba muy hinchado y sabía a sangre. Toda su boca parecía estar llena de sangre, y tenía la sensación de que sus dientes delanteros fuesen a ceder al empujarlos con la punta de la lengua. Movió cuidadosamente la mandíbula. Tensó los labios inflamados y se los tocó suavemente, pero el dolor era insoportable. Se incorporó, se sentó inclinado hacia adelante, con la cabeza entre las rodillas y las manos en los postes de los que salía la cadena que mantenía juntas sus piernas. Miró hacia la pared de enfrente, donde debía de estar el capitán. No distinguía nada.
—Capitán —llamó en voz muy baja. Su voz sonaba extrañamente ronca—. ¡Capitán!
Ninguna respuesta.
—¡Capitán! —volvió a llamar—. ¿Dónde estabais, capitán? ¿Dónde estabais esta mañana?
Tampoco hubo respuesta. Ni siquiera un sonido, ni ruido de respiración. Nada.
—Capitán, ¿me escucháis? ¿Por qué no estabais allí? ¿Por qué, capitán? ¿Por qué?
Contuvo la respiración y esperó. Esperó largamente una respuesta. No obtuvo ninguna.

El hombre a quien el joven llamaba capitán yacía boca abajo. Le habían atado las manos a la espalda, apretando tanto las tiras de cuero, que ni siquiera podía mover los dedos. En todo caso, no sentía si se movían o no. El herrero había ajustado unos grilletes a sus tobillos, remachándolos bajo la vigilancia del castellán. La cadena que unía ambos grilletes colgaba de un garfio de la pared, tan alto que las rodillas del capitán quedaban un palmo sobre el suelo. Él se había arrastrado hacia atrás, hacia la pared, hasta que pudo apoyar las rodillas, de modo que, por lo menos, los grilletes ya no le cortaban los tobillos. Estaba quieto, respirando por la boca, intentando moverse lo menos posible. Estaba despierto. Había escuchado claramente la pregunta del joven. Estaba despierto y lúcido. Era una buena pregunta, buena y maldita. Pero ¿qué podía contestar? ¿Qué podía saber el joven? Era un niño, catorce años apenas. No comprendería. Además, ¿qué sentido tenía dar largas explicaciones?
Había salido del castillo por la noche. Nada más comenzar la primera guardia nocturna, el viejo Aznar, que hacía la ronda con perros en la palizada exterior, le había abierto la portezuela de escape de la parte trasera de los establos, y, a cambio de medio penique de plata, el capitán lo había convencido de que lo dejara entrar por el mismo lugar a la mañana siguiente, justo antes del amanecer. No era la primera vez que se escabullía del castillo. No había motivos para temer nada. Era época de cosechar el trigo, no época de ataques. ¿Quién podía osar atacar el castillo, con su dotación de quince hombres, sin contar a los dos infanzones y sus mozos?
Aunque estaba el asunto del afilador de espadas, Mafumate de Coimbra. Cada año, hacia el final de la época de cosechas, aparecía en el castillo: un mozárabe pequeño y simpático, conocido por todas partes en las montañas, a lo largo de todo el Mondego, hasta más allá de Guarda.
«Ningún hombre en Andalucía tiene una meada tan buena para pulir aceros como Mafumate de Coimbra», éste había sido siempre su lema.
Siempre se quedaba dos días en el castillo. Se instalaba en el patio, afilaba todas las espadas, cuchillos y tijeras, contaba chismes de los pueblos vecinos y vendía baratijas a las criadas. Hasta la dueña lo recibía regularmente en el salón.
Esta vez no había venido. En su lugar había aparecido, dos días atrás, un nuevo afilador, con el asno y la mesa de afilar del viejo Mafumate. El afilador había callejeado por el pueblo, presentándose a los campesinos como hermano de Mafumate. El viejo estaba enfermo; él, su hermano, tenía otra ruta, y pasaría por el castillo en el camino de regreso. Nadie había albergado sospechas.
Y también estaba el aviso de los pastores del norte, que podían divisar toda la gran llanura que se extendía hacia el Oeste. Pero los pastores habían enviado como mensajero al ordeñador más imbécil, y, además, aquél era ya el quinto aviso de ese verano. Esos imaginaban una tropa de jinetes forasteros tras cada nube de polvo. En el castillo ya nadie los tomaba en serio. Tampoco esta vez.
Así pues, el capitán se había marchado a la finca, dispuesto a desplumar a aquella pajarita. Era una de las jóvenes sirvientas, algo de una divina belleza. El capitán había visto cómo había crecido, y, esa tarde, mientras llevaban los caballos a la recua, de pronto se había dado cuenta de que la chica ya había pasado por los primeros escarceos y, además, parecía saber bien qué tesoro llevaba entre las piernas. Él, naturalmente, se había puesto a jugar al gallo en celo, y ella se había mostrado muy dispuesta a entrar en el juego. Primero se había hecho la jovencita tímida y remilgada, soltando risitas vergonzosas, y, finalmente, había insinuado dónde podría encontrársela esa noche. La cama estaba hecha, o, en todo caso, eso era lo que había imaginado el capitán.
Pero luego él se había acercado al establecimiento cerrado, había rascado y carraspeado, y había entonado su canción, y ella, desde el interior, le había dado esperanzas y lo había detenido, se había mostrado caliente y fría, hasta que finalmente el capitán se había dado cuenta de que todas las muchachas de la habitación tenían la oreja pegada a las grietas de la pared.
Después el capitán había pasado una hora junto al foso del Castillo, arrojando piedrecitas para que el viejo Aznar lo dejara entrar, y, al no obtener respuesta, se había emborrachado en el granero. Había bebido a más no poder, hasta vaciar el odre.
Le habían hecho ver que se había vuelto un saco viejo. La pequeña bestezuela se lo había dado a entender muy claramente, y tenía razón: se había hecho viejo. Demasiados días sobre la silla de montar, demasiadas noches sobre el suelo desnudo, demasiados dientes caldos, demasiado pelo dejado en el yelmo. Y luego se había desmayado en el henil. Había pasado todo el ataque simplemente durmiendo. Eso era todo. Esa era toda la verdad.
Volvió la cabeza y tosió para aclararse la garganta.
—Escucha, muchacho —dijo en voz baja a la oscuridad—, te diré dónde estaba. Pero guárdatelo para ti, ¿está claro?
Del lugar donde se encontraba el joven se oyeron salir susurros de paja y rechinar de cadenas.
El capitán bajó la voz, haciendo de ella un murmullo apenas audible.
—Estaba en el pueblo; con una mujer, ya sabes.
Hizo una pausa, dando tiempo para que el joven digiriera la noticia.
—Entiendo —dijo el muchacho seriamente—. Entonces no habéis oído gritar al viejo Aznar.
—Exacto. No me enteré hasta que empezaron a sonar las campanas. Y para entonces ya era demasiado tarde.
El capitán esperó durante unos molestos instantes a que el joven le hiciera más preguntas. Pero no llegó ninguna más.
Claro que había oído gritar al viejo Aznar. Cómo no iba a haberlo oído, si el viejo había gritado como un cerdo ante su verdugo. En algún momento, esos alaridos bestiales se habían abierto paso en su profundo sueño; el capitán había despertado y había creído realmente que estaban degollando al cerdo para la noche, para la gran comilona que habría en el salón. Había oído gritar y gritar, y se había preguntado por qué no lo remataban, por qué no terminaban de una vez de cortarle el pescuezo al pobre animal. Después había oído campanas, pero no había imaginado que se trataba de una alarma, sino que estaban llamando a misa, y se había preguntado por qué habrían degollado a un cerdo justo en el momento en que empezaba la misa. Tardó un buen rato en comprender que todo aquello no encajaba. Y sólo entonces estuvo completamente despierto.
Se había arrastrado hasta la trampilla del granero; se había dejado caer sobre el montón de paja que había abajo; se había levantado trabajosamente, cogiéndose de un poste; había conseguido ponerse de pie; había conseguido por fin entreabrir los ojos; había abierto de un golpe la puerta del establo… y no había visto nada más. Nada más que una brillante claridad, que le cayó en los ojos como un rayo.
Ése había sido el peor momento. Estaba tan consciente, que se había enterado de todo; había escuchado los gritos de los hombres, las órdenes, el traqueteo de cascos de caballos, los furiosos ladridos de los perros, la poderosa voz de la dueña gritando: « ¡Dónde está el maestro armero! ¡Dónde está ese cerdo borracho que tenemos por capitán! ¡Lo haré colgar de los pies hasta que la sangre le salga por los ojos!». El capitán lo había oído todo claramente. Su instinto le había dicho que el castillo estaba en peligro, y se había quedado allí, indefenso como un ciego, con la mano en las puertas del establo, y había esperado hasta poder levantar un poco los párpados y volver a ver algo. Las puertas del castillo abiertas de par en par, los hombres a caballo, el capellán girando cómo un buitre en torno a Aznar, que se retorcía en el suelo. Al instante estuvo sobrio, con la cabeza despejada. No más velos, no más espesa niebla en el cerebro. Entonces había echado a correr, primero hacia el viejo Aznar. Con una ligera torsión había arrancado la flecha que Aznar tenía clavada en la columna, a tan sólo un grano de cebada de profundidad. El viejo había dejado de gritar en ese mismo momento, haciendo que de pronto reinara un inquietante silencio. Luego, Regín el Largo había montado, como siempre el último, y se había golpeado contra la viga de la puerta. El capitán todavía tenía el ruido del golpe en el oído, y se le revolvía el estómago con sólo recordarlo. A continuación, el joven había salido al galope con el enorme jamelgo de Regín y su larguísima lanza. El capitán había corrido tras él, dándole voces, y había visto cómo la lanza lo sacaba de la silla y lo levantaba por los aires como a una pluma.
En ese momento supo que todo estaba perdido. Todavía había intentado, con los dos o tres hombres que quedaban, traer caballos de la recua. Había intentado convencer a los infanzones, les había suplicado; pero ese par de testarudos eran inconmovibles. Se habían ceñido la armadura con toda calma y habían repasado todas las hebillas ajustadas por los mozos, como si se prepararan para un combate de exhibición. Habían mandado cerrar las puertas y subir el puente, habían movilizado a todos los sirvientes y criadas para que distribuyeran armas y levantaran la palizada interior, como si un ejército de asedio marchara sobre el castillo. El capitán casi había llorado de rabia ante tanta estupidez.
Y luego había aparecido la cuadrilla. Por el este, sobre las colinas, en apretada formación, apenas veinte hombres, no más, todos pardos, sólo dos con armadura. Habían bajado por la ladera muy cuidadosamente, como perros vagabundos acercándose a una hoguera abandonada. Bandidos, gentuza, un abigarrado montón de cuatreros. Si los dos infanzones y sus mozos se hubieran puesto en marcha, en esos momentos también el capitán habría salido ya a todo galope. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Los bandidos habían descubierto que el puente estaba levantado, y de ahí en adelante no habían mostrado la menor vacilación.
Habían arremetido contra el pueblo dando fuertes gritos. Habrían podido prenderle fuego al pasar, si los campesinos no hubieran apagado las hogueras. Pero cayeron sólo sobre los caballos de la recua. No eran tontos. No habían tardado más de lo que se tarda en rezar cinco padrenuestros, y en seguida habían escapado río abajo, por la vega, llevándose consigo toda la recua.
Sólo hacia el mediodía los infanzones se habían atrevido a enviar un mensajero al encuentro del castellán, que estaba en camino de regreso de Guarda.
Ahora podían oírse fuera los suaves jadeos de los perros y los crujientes pasos de los centinelas en el adarve. Acababa de empezar el segundo turno de guardia de la noche. El capitán levantó la cabeza y se volvió hacia donde suponía que estaba el joven.
—¿Estás despierto? —preguntó.
—Sí —dijo el joven. Parecía débil y desesperanzado.
—¿Tienes miedo?
—No lo sé —contestó el joven. Un rato después añadió—: ¿Qué harán con nosotros?
El capitán dudó antes de contestar. Podía haberle quitado el miedo, pero no sabía si más tarde podría necesitarlo. Si lo necesitaba, era mejor que el joven no se sintiera demasiado seguro.
—No tengo ni idea —dijo en un tono indeterminado que dejaba abiertas todas las posibilidades.
El joven no tenía nada que temer, eso era seguro. Estaba bajo la protección del conde, porque el conde creía que la mano de Dios se había posado sobre él.
El conde hubiera tenido que ser sacerdote, y sólo porque sus dos hermanos mayores habían muerto prematuramente lo habían sacado del seminario de Lugo. Era piadoso como un viejo monje. Muchos años había peregrinado a Compostela, dejando siempre sobre la tumba del apóstol Santiago diez mancusos de oro para que le enviara un hijo, y cuando, ya mayor, su deseo se había cumplido, había visto en el pequeño a un hijo de Santiago, invulnerable y sacrosanto. Además, el apóstol le había enviado una señal para confirmar que el niño estaba bajo su gracia. Cuando el pequeño había caído por la ventana del mirador, el joven que estaba abajo había podido cogerlo. El conde había traído al joven al castillo desde un pueblo perdido de la frontera meridional. Así lo había dispuesto Santiago. El joven había sido elegido para cuidar al hijo del conde. No, al muchacho no le ocurriría nada.
Pero en el caso del capitán las cosas eran distintas. El capitán no se hacía esperanzas. Lo colgarían de una viga y allí lo dejarían hasta que le faltase el aire. Era pura casualidad que siguiera aún con vida. El castellán ya había azuzado a sus perros contra él, pero la dueña lo había visto y había detenido a los animales con un silbido. No porque quisiera hacer una buena acción, sino para demostrar una vez más que era ella quien mandaba en el castillo, y no ese pequeño caballero de tres al cuarto, de quien no se sabía si la espada colgaba de él, o si él de la espada. Ese infanzón carcomido por la ambición, que cuando tenía treinta años se había colgado de una vieja pendenciera sólo para ser nombrado castellán de Sabugal. Ahora esperarían al conde para que éste emitiera su veredicto. No sería otro que el del maldito castellán.
Entre tanto, el capitán no se sentía culpable. Cierto, se había quedado dormido, no había estado en su puesto. Pero cómo hubiera podido prever que la guarnición fracasaría tan estrepitosamente. Los había tenido a sus órdenes durante ocho años, los había instruido, les había enseñado cómo se sostiene una lanza, cómo se blande una espada y cómo se lleva un ataque a caballo. Y, sobre todo, les había metido en la cabeza una y otra vez aquella importantísima regla fundamental, que valía para cualquier combate, lo mismo a pie que a caballo: nada de ataques individuales, nada de persecuciones desenfrenadas, permanecer siempre juntos, no dejarse dividir, atacar sólo en grupo. Ocho años había comandado a esos hombres, y en los dos combates en los que habían intervenido, se habían batido bien. El capitán realmente había creído que podía confiar en ellos.
Pero ahora, en el momento decisivo, los hombres se habían equivocado, habían olvidado todo lo que él les había enseñado. Habían salido tras esos tres pardos como perros jóvenes tras una liebre. Habían corrido ciegamente hacia una emboscada, que él mismo no podría haber tendido mejor.
A una buena media milla del castillo, sobre la colina, al final de la larga subida del camino a Guarda, lo bastante lejos para que los caballos empezaran a mostrar los primeros síntomas de cansancio tras el duro galope, en un lugar donde el camino atravesaba un paso, a la izquierda un escarpado talud, a la derecha una ligera pendiente poblada de encinas y arbustos, que ofrecían un buen escondite a los atacantes. Allí los habían esperado los pardos, que dejaron pasar a los primeros tres perseguidores para luego caer con sus lanzas sobre el siguiente grupo. Los hombres ni siquiera habían tenido tiempo de hacer que sus caballos se volvieran en la dirección de donde provenía el ataque, tan rápido habían caído sobre ellos los pardos, cogiéndolos desprevenidos y derribándolos de sus monturas a la primera arremetida. No habían tenido ni la sombra de una oportunidad, los cinco sin armadura, tres incluso sin escudo.
El resto no había sido más que una huida precipitada. El joven Tomás había exigido tanto a su caballo que el animal se había desplomado muerto debajo de él. Sólo el fuerte Pere había ofrecido batalla, arremetiendo contra los pardos como un jabalí herido, ciego como siempre, sin reflexionar, completamente solo. Uno de los pardos le había acertado en la cara y Pere había caído del caballo con el acero en el rostro, dos dedos por debajo de la base de la nariz, atravesado hasta la oreja. Toda la cara se le había abierto como una enorme boca roja. Pere había conseguido volver al castillo por sus propios pies, flanqueado por dos campesinos que le servían de apoyo, y entonces la mirada de sus ojos de niño parecía tan sorprendida como si todavía no hubiera llegado a comprender que alguien había osado atacarlo a él, al fuerte Pere. En el combate cuerpo a cuerpo en la plaza de armas o en las ordalías en que había actuado como hombre del conde, con su armadura completa, espada y escudo, nadie había podido contra él. Cuando peleaba a pie, no tardaba en abatir a cualquiera. Pero era un mal jinete, y nunca había sido el más rápido de entendimiento. Ahora un pardo se lo había demostrado, abriéndole la cabeza hueca como un huevo.
Todos los hombres del castillo lo habían pagado caro. Y ahora también el capitán tendría que pagar por su estupidez. Tres hombres muertos, cuatro heridos de gravedad, veintiséis caballos perdidos. Ésas eran las cuentas que haría el conde. Sin duda, el capitán sería colgado. La única duda estaba en qué otras cosas le harían antes, para avinagrarle la despedida.
Fuera volvía a oírse a la guardia con los perros. El capitán no podía reconocer de quién eran esos pasos. No parecía nadie de la guarnición. Probablemente era uno de los nuevos, que el castellán había traído de Guarda para que escoltaran la caravana de caballos y reses. El capitán tendría que esperar el siguiente relevo.
Hasta ahora sólo había pensado muy someramente en qué podría hacer para escapar de sus circunstancias. Aún no había pensado seriamente en ello, llevado por el temor inconsciente de que una reflexión con detenimiento pudiera arrebatarle sus últimas esperanzas. Tampoco tenía un plan, ni nada similar, sino sólo una vaga idea, que apoyaba en los dos únicos medios de los que suponía que podría servirse: una pequeña navaja de afeitar que una vez le regalara el herrero de un convento y que llevaba oculta en el cinturón, y una bolsa de cuero con doce dinares de oro, que ocho años atrás, cuando llegó a Sabugal, había enterrado bajo un cacharro de cocina. Contaba con que podría liberarse de las amarras de las manos con la navaja, y esperaba que el oro lo ayudara a hacer que un hombre de la guarnición se acercara a la barraca. En ese caso quizá sería posible estimular aún más la codicia del hombre.
Pero sus pensamientos no llegaban tan lejos. Pensaba sólo en el primer paso. Cuando el primer paso estuviera dado, podría pensar en lo demás, antes no merecía la pena.
Empezó a mover las manos, las cerró en puños, intentando dilatar las amarras de cuero, al tiempo que dirigía toda su atención a los ruidos que llegaban de fuera. Tenía que esperar a la tercera guardia, al siguiente vigilante que hiciera la ronda. Si todavía se cumplían los antiguos turnos, el siguiente sería Diego, la Corneja, como lo llamaban por las manchas blancas de su barba. Diego había llegado del norte, de Galicia, hacía dos años; era un hombre solitario y poco comunicativo que sabía manejar bien el cuchillo. Era el único de toda la guarnición que no había participado en la persecución de los pardos, y el capitán estaba convencido de que también era el único que se atrevería a acercarse a la barraca.
—Santa Fides de Conques —rezo—. Permite que sea Diego el que haga la tercera guardia.

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4 Opiniones

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    lun
    on

    Buenísimo este libro de Frank Baer que nos recrea, con todo su realismo y crudeza, la vida en la España medieval, donde convergen tres culturas tan ricas como dispares. El relato narra las historias paralelas de tres personas ideológicamente distintas, cuyas vidas se entrecruzan. Es un libro muy bien documentado, que, a pesar de ser bastante denso, no se hace pesado. He echado en falta, sin embargo, un glosario de las palabras en hebreo o árabe, traducidas al español.

    Aparte de este libro y de un cuento para niños, no he encontrado nada más de Frank Baer en español. ¿Alguien sabe si realmente no se ha traducido ningún libro más?.

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    pepe
    on

    me gustó también este libro, pero en su faceta de fresco de una época, pues las historias de los tres protagonistas no me engancharon tanto, sí es densa, en algún momento un poco de más, pero como novela medieval muy interesante

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    gandalin
    on

    Yo lo leí de un tirón en unas vacaciones de Semana Santa y me pareció una novela sólida históricamente y con personajes bien trazados. Quizá lo único reprochable, y eso va en gustos, es la sobriedad del tono de la narración, que muy pocas veces es vibrante o emocionante.

    Se aprende mucho con él de lo que era la España de la Reconquista y lo que se "cocía" políticamente tanto desde el lado castellano como de los califatos.

    Por comparar, que siempre es odioso, con Los Pilares de La Tierra, la obra de Follet me parece menos sólida hostóricamente pero más vibrante, mientras que la de Baer es una enciclopedia con menos acción.

    Chao.

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    Alberto
    on

    A mi la parte de la descripción de época no me interesó demasiado, especialmente porque la mayor parte la fusila del cuarto tomo de Historia de los musulmanes de España de Dozy que ya había leído y ya entonces Ibn Ammar me caía gordo. No es que me pareciese malo, sino que era de esos libros que no me cansaban lo bastante para dejarlos, pero tampoco me acababan de gustar. No llegó a interesarme realmente hasta el episodio del puente de Alcántara (y eso son dos tercios del libro) El resto de la novela (la parte del Cid) ya me gustó bastánte más.

    Al final me quedé con la sensación de que tenía elementos muy interesantes, pero no llegaba a aprovecharlos. Por ejemplo, el tema de la vida de frontera que daría mucho de si, pero no recuerod muchas obras que lo desarrollen.

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