Una nueva conciencia

Una joven de Las Orillas abandona el trance en el que la sumió una sacerdotisa para encomendarle una misión oscura. Al despertar, comprueba que ha abandonado la aldea y La Rutina, da por perdido a su amado y, compulsivamente, se interna en la región donde la civilización más avanzada del mundo consiguió perderlo todo. No obstante, a instancias de las memorias ajenas y los recuerdos invasores que se irán haciendo suyos, el mundo resurgirá de las tinieblas bajo una nueva conciencia y, con incertidumbres y promesas, comenzará a redibujarse el porvenir.

Carlos Suchowolski nació en 1948 en Mendoza, Argentina, y vive desde 1976 en España. Fue informático y actualmente dirige una empresa de equipamiento digital para artes gráficas y audiovisuales. Publicó sus primeros relatos en periódicos de Mendoza y, ya en España, escribió dos obras de teatro infantil de las que se hicieron unas trescientas cincuenta representaciones en varias provincias, entre 1978-79.

Tiene relatos fantásticos en distintas publicaciones, profesionales y aficionadas, y uno de ellos, finalista del concurso convocado por Editorial Ultramar, fue publicado en la antología La fragua y otros inventos. Una nueva conciencia es su primera novela.

ANTICIPO:
Aguardo un poco más a que las últimas ondas de lush del elimash se diluyan en el Mar y la rojuridad cubra la aldea para circundarla sin ser vista. Sobre los lomos de los famuros, orientados hacia los fuegos eternos para que nos protejan de las lluvias, los destellos entrecortados de las gigantescas erupciones lejanas se replican sin descanso. Por momentos, recortado contra el rastro efímero que deja Boroosh, el Rector, al sumergirse, consigo vislumbrar la singular silueta del templo que la Encomendada ocupa. Hasta allí tengo que llegar sin contratiempos, aunque ciertamente no es sencillo ya que la torre se halla en el extremo opuesto de la aldea, casi al borde del agua.

Por fin, con resignación y una buena dosis de coraje, abandono el parapeto de las dunas y me arrastro hasta los famuros periféricos, rogando que mis hermanos se hallen ya en sus lechos, adormeciéndose o mejor soñando. No obstante, prefiero reducir al máximo los riesgos: no sería la primera vez que algunos jóvenes, aprovechando el sopor de los pareénsy, hayan vuelto a la playa para acabar alguna charla o para ganar la adolescencia movidos por la inquietud o el deseo. Por eso no me fío y a pesar de la relativa protección que me proporcionan el osimash y los guantes con los que cubro mis manos, me muevo con cuidado, avanzando a tramos cortos mientras me lo permiten los famuros a los que me pego y apresurándome cuando me toca salvar las travesías. Nada sería más desastroso que ser descubierta, especialmente por Güian-dor, mi enamorado. En cuanto a la Encomendada Doies, a quien acudo para pedirle ayuda, espero no tener que despertarla; conozco su mal genio y sé lo adverso que podría resultarme su enfado. Pero no puedo continuar con titubeos, ella es mi única opción. Kaueg-dor, como cualquier otro de los pareénsy de la aldea, y él en particular como pareéns de mi famuro, no asegura más condescendencia ni más eficacia que las que espero de ella sino todo lo contrario. Una inexplicable convicción, que comenzó a hacerse mayor en la medida en que desandaba el camino de la Búsqueda, me dice que la Miístre Doies sabe cosas que los demás ignoramos, y, aunque esto me sugiera la existencia de unos objetivos que ella vendría persiguiendo en secreto, también me empuja a colocarme en sus palmas. ¡La Miístre, a la que Boroosh acogió allá en el Osimash Profundo para darle la Encomienda, debió recibir de Él las facultades necesarias para liberarme de las malditas fibras que tuve la desgracia de Hallar en Las Laderas y que han anclado en mis palmas; ella tiene que devolverme a la cordura! ¡Ay, Boroosh, Boroosh, tengo que volver a ser la simple orillera que era antes de que la Encomendada me enviara de Búsqueda!

Pero las sospechas vuelven a ponerse en primer plano en cuanto la tengo en frente, cubierta por esa vestimenta de la que jamás prescinde y que sólo deja a la vista la máscara con la que cubre el rostro, todo, según confesó ella misma, para ocultar los signos de una ancianidad extrema. Y el recelo se acentúa cuando me invita a pasar, sin más preámbulos, como si no necesitase explicación alguna, como si fuese cierto que lo sabe todo y me hubiese estado esperando. Enseguida vuelvo a sentir en mi mente voces que cuentan ficciones contrapuestas e inverosímiles en donde reconozco aquellas siniestras señales de alerta. Pero sé que provienen de las fibras y logro reponerme de nuevo; pobres, sé que perciben que estoy ante la Miístre para acabar con ellas y hacen lo que sea para no perder la vida que consiguieron recuperar a mi costa. Pero no lograrán inducirme desconfianza ni que vuelva a arrepentirme. Por fin, aunque confusa, cruzo el umbral dispuesta a ser redimida mediante la penitencia y el castigo. ¡Ya está, ya no hay retorno! Una vez dentro, bajo la mirada de la Miístre, cuyo frío siento a través de la ranura de su máscara, me quito, de una vez por todas, los guantes de recolección que me había calzado para evitar el rechazo de los míos, y dejo al descubierto las fibras.

Fui una incauta, de acuerdo, sin duda una codiciosa, confieso avergonzada viendo que sigue sin decirme nada, pero cuando las encontré no presentaban este aspecto ofensivo; estaban al acecho, entreveradas con la carne maloliente y los quebradizos huesesillos de un par de manos muertas.

¡Malditas tramposas, no brillaban ni palpitaban como ahora y no las pude ver camufladas como estaban en la rojura de esos restos, créame, Miístre, si no, no se me habría ocurrido tocarlas! Lo que ya no tengo tan claro es cuándo ganaron lush y se extendieron así sobre mis palmas; si fue cuando tomaron contacto conmigo o durante la pesadilla que me atrapó en ese mismo instante, cuando las asía. En todo caso, me encontré de repente de rodillas, los brazos extendidos sobre una chablada, viéndolas brillar en mis manos, pero convertida en un -dor enfermizo y repugnante. Con la sensación incluso de que ya las había visto antes brillar en mis palmas. Pero esto no era lo único que «recordaba»; ese sitio en el que no había estado nunca, también me resultaba familiar. Y los dos Guardianes de Las Laderas (su aspecto me sugirió el de aquellos innovadores legendarios) que estaban justo detrás de mí, me resultaron extrañamente familiares. Enseguida, uno de ellos, a quien inconscientemente asignaba el nombre de «Vecceo», alzó sobre mí el filo de una espada y diciendo «Medceine», o algo parecido, la descargó sobre mis muñecas, es decir, las de ese -dor en cuyo cuerpo me veía. ¡Le sucedía a él, pero fui yo quien sintió aquel dolor desgarrador que me arrojó a la inconsciencia! ¡Fui yo quien se sintió morir o, más bien, la que sintió que el -dor aquel moría! Y sin embargo, debió tratarse de una alucinación inexplicable. Yo seguí en el sitio donde había hallado los restos, y no había muerto; yo, al cabo de un lapso sin registro, fui de nuevo Mouil-agra, aunque al despertar del desmayo y ver el aspecto de mis palmas no me alegré precisamente por ello. Sí, Miístre, las fibras, como puede comprobar, estaban exactamente donde ahora, entre mis ventosas palmares, ancladas en mi propia carne, brillando con esa lush blasfema, tal y como había presagiado aquella alucinación absurda, o como si desde allí, desde la mismísima muerte, las hubiera traído conmigo de vuelta. Y sin que hubiera modo alguno de podérmelas quitar.

Pero eso no fue todo. Los «recuerdos imposibles», como los restos de un fatídico naufragio, comenzaron a salir a flote, a cual más absurdo y perturbador, para transportarme a tiempos y lugares en los que yo jamás pude haberme encontrado. Como ése que me situó, de nuevo transformada en -dor, en una ciudad innovadora donde habría jugado durante la infancia; o como aquel en donde contemplaba una máquina enorme a la que llamaba Taladro con total familiaridad y a la que atribuía la sacrílega función de perforar La Roca. O…

—¡Ay, Miístre!, ¿cómo puede ser posible? —exclamo sin conseguir que reaccione— ¿Cómo he podido yo tener esos «recuerdos» y cómo he podido yo, aunque sólo fuese en sueños, sentirme y reconocerme -dor e incluso recordarlo? ¿Cómo puede sucederme algo así a mí, con los profundos deseos de ser -agra que han marcado el despertar de mi sexo, con las irreprimibles ansias de revertir la regresión que se abatió sobre mí luego? ¡A mí, a quien usted misma, desde el mismo viajesh en que mis órganos prematuros se retrajeron y muchas veces desde entonces cada vez que la consultaba, aseguró que acabaría pasando, que no fuera impaciente, que a veces esas cosas acontecen pero que suelen remitir! ¿Qué hice yo para que todas mis pretensiones de recuperación se hicieran trizas, todos mis deseos de ser digna de Boroosh y de mi buena aldea de Bgashlgon, de contribuir a mantener el Constante, de merecer el amor de Güian-dor? ¡Por lo que más quiera, Miístre, tiene que hacer algo para remediarlo! —le suplico mientras hago un esfuerzo para no estornudar sobre mis propias palmas (maldita sea, ya estoy de nuevo con mis inoportunos estornudos), palmas que sigo exponiendo a su curiosa mirada con expectativa y ansiedad.

Debió escucharme atentamente, no puedo tener dudas, pero allí sigue ella, en cuclillas junto a mí, observando mis fibras como a la vista de un tesoro, presa de una especie de sopor inanimado, magullando una suerte de rezo que no consigo captar con precisión y no interpreto en absoluto. Permanecemos así un tiempo que se me hace eterno. ¿Qué espera, me pregunto; qué hace? ¿Acaso no le basta con lo que le he contado, no tiene suficiente con observar la evidencia? ¡Vamos, Miístre, tiene que ayudarme, insisto, tiene que extirpar estas fibras de mis palmas y borrar de mi cabeza todas esas pesadillas!

¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué es eso que dijo de repente? Pero la Miístre Doies interrumpe sus murmullos y me observa desde el fondo de la máscara. Sin enojarse, sin manifestación alguna de perturbación. Estudia, un poco más todavía, las fibras que brillan en mis palmas. Suplico, una vez más; le exijo de nuevo que me ayude, que debería… Ella hace un gesto imperativo y me obliga a acuclillarme mientras ella se yergue. Luego se retira hacia la habitación contigua donde, al cabo de unos pulsares, alcanzo a ver unos extraños reflejos de lush que comienzan a bailotear en la pared visible. Como si proviniesen de una superficie acuosa, de pronto ilushminada, que hubiese sido perturbada al mismo tiempo; lush y movimiento, creo. Nunca antes había entrado en ese viejo templo reservado (hasta antes de que ella regresara del Osimash Profundo) a la meditación de los Grondpareénsy que se aprestaban a Partir, pero había oído hablar de sus rituales y de las inmersiones preparatorias para la Última Travesía, y supongo que en esa estancia está la alberca en la que solían entrenarse, lo que me lleva a pensar que esos reflejos que tanto se parecen a los que reverberan entre mis ventosas, provienen exactamente de allí. Recuerdo, creo recordar, que me asomé para ver. ¿Lo hice? ¿Cuándo?

Entonces, en ese mismo y verdadero instante, todo a mi alrededor enrojece de manera uniforme y el frío y la humedad muerden mi piel allí donde está menos protegida. Lejos, a la distancia, cambiando de posición en la medida en que me muevo, observo las trémulas formas de algunos halos, apenas más calientes que el entorno, impropios en todo caso de famuros y de templos y ni siquiera propios de las barcas alineadas en la playa o de los andamios donde se deja ahumar el iglush. Hum, parecen rocas aisladas a uno y otro lado del sendero por el que marcho sin pausa desde… Oh, sí, sí, ya lo recuerdo todo, aquellos eran recuerdos propios, reales, hechos sucedidos que no me alegro en absoluto de recuperar. Claro, hace bastante, quizá no demasiado, me estuve deslizando con sigilo por entre los famuros de la aldea para llegar hasta la morada presuntamente protectora de la Miístre Doies, luego, efectivamente, le narré los hechos tal y como habían pasado y por fin acepté beber de esa botella que había llenado con agua de la alberca, incapaz de resistirme y de manifestar mi desconfianza y mi asco. Ahora, en realidad, estoy saliendo del trance, del dulce y engañoso trance hipnótico al que me sometió inmediatamente después, maldita sea.

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