El Rey del Invierno

Los romanos finalmente han abandonado Britania, y enseguida se ha desencadenado una lucha a muerte para cubrir el vacío de poder y, al mismo tiempo, los sajones aguardan en la frontera la ocasión para invadir el país. La muerte del rey supremo, Uther Pendragon, dejando como heredero al trono a Mordred, aún un bebé, no hace sino complicar la situación y acabar con el último atisbo de unidad. Sólo un hombre es capaz de hacerse cargo de la tutela del niño y avitar así que el reino caiga en manos de sajones o cabe arrasado por la luchas intestinas, y ese hombre es un hijo ilegítimo de Pendragon que vive en el exilio, un guerrero mítico protegido por el mago Merlín y que responde al nombre de Arturo…

Esta es la primera entrega de la trilogía Crónicas del señor de la guerra.

ANTICIPO:
Una hora después nos encontrábamos en el lindero del bosque que había frente a Caer Cadarn. Ya era tarde, pero estábamos en pleno verano y el sol todavía estaba alto en el cielo, y su luz, adorable y suave, bañaba las fortificaciones occidentales de Caer Cadarn con una luz verdosa. Estábamos todavía a una milla de la fortaleza, pero ya lo suficientemente cerca como para distinguir las empalizadas amarillas sobre las almenas y comprobar que allí no había soldados ni salía humo del pequeño poblado que vivía en el interior.

Tampoco se veían enemigos, y Morgana decidió salir a terreno despejado y subir por el camino de poniente hacia la fortaleza del rey. Gwlyddyn opinaba que debíamos quedarnos en el bosque hasta la caída de la noche, o bien ir a la cercana aldea de Lindinis, pero Gwlyddyn era carpintero y Morgana una dama de alcurnia, de modo que tuvo que avenirse a sus deseos.

Salimos pues a los prados y nuestra sombra se alargaba delante de nosotros. La hierba estaba corta, había servido de pasto a corzos o a vacas, pero se notaba suave y abundante bajo los pies. Nimue, que parecía todavía presa de un trance doloroso, se quitó el calzado prestado y continuó descalza. Un halcón surcó el cielo y luego una liebre, asustada por nuestra repentina aparición, salió de un brinco de un agujero entre las hierbas y desapareció corriendo ágilmente.

Seguimos un sendero bordeado de aciano, margaritas, ambrosía y cornejo. A nuestra espalda, sumido en la oscuridad porque el sol caía ya muy oblicuo desde el oeste, el bosque parecía sombrío. Estábamos cansados y andrajosos, pero veíamos cerca el final del viaje y algunos parecían incluso alegres. Llevábamos a Mordred al lugar en que había nacido, a la montaña real de Dumnonia, pero cuando no habíamos recorrido ni la mitad del camino hacia el glorioso refugio verde, avistamos al enemigo tras nuestros pasos.

La banda guerrera de Gundleus hizo su aparición. No sólo los hombres a caballo que habían llegado a Ynys Wydryn esa misma mañana, sino también los lanceros. Seguro que Gundleus supo desde el primer momento adónde nos dirigíamos, y condujo a la caballería superviviente y a sus más de cien lanceros al lugar sagrado de los reyes de Dumnonia. Aunque no hubiera tenido que perseguir al pequeño rey, Gundleus habría acudido a Caer Cadarn, pues no ambicionaba otra cosa que la corona de Dumnonia, y esa corona se ceñía a las sienes de los reyes en Caer Cadarn. Quien tuviera Caer Cadarn, tendría Dumnonia, decía el antiguo dicho, y quien tuviera Dumnonía, tendría Britania.

La caballería de Siluria adelantó a los lanceros. Nos daría alcance en unos minutos y yo sabia que ninguno de nosotros, ni siquiera el más veloz, alcanzaría el final de la larga cuesta hasta la fortaleza antes de que los caballos nos rodearan y nos acribillaran con afilados aceros y puntiagudas lanzas. Me acerqué a Nimue y vi su rostro demacrado y cansado, y su único ojo amoratado y lloroso.

—Nimue —le dije.

—No te preocupes, Derfel.

Parecía molestarle mi inquietud por ella.

Pensé que había enloquecido. De todos los que habíamos sobrevivido a aquel aciago día, era ella la que había sufrido peor experiencia; ahora se hallaba en un lugar que escapaba a mi comprensión, allí no podía acompañarla.

—Te quiero, Nimue —dije, intentado llegarle al alma por la ternura.

—¿A mi? ¿No a Lunete? —replicó furiosa.

No me miraba a mi, sino a la fortaleza; me volví hacia la caballería que se acercaba formando en una ancha línea como cazadores aprestados para levantar corzos. Sus capas se posaban sobre la grupa de los caballos, las vainas de las espadas colgaban a lo largo de las botas y el sol se reflejaba en las puntas de las lanzas y encendía la enseña del zorro. Gundleus cabalgaba bajo la enseña, con la cabeza cubierta por su casco de hierro empenachado con una cola de zorro. A su lado cabalgaba Ladwys, con una espada en la mano, y Tanaburs, con su larga túnica golpeándole las piernas, montaba un caballo gris y avanzaba cerca del rey. Pensé que moriría el mismo día en que me había convertido en hombre. Semejante reflexión me resultó cruel.

—¡Corred! —gritó Morgana de repente—. íCorred!

Creí que aquella orden era producto del pánico y no quise obedecer, pues me parecía más noble quedarme allí y morir como un hombre que ser cortado en dos por la espalda como un fugitivo. Después vi que me había equivocado y que Caer Cadarn no estaba desierto en absoluto; las puertas se abrieron y una riada de hombres, a pie y a caballo, se precipitó camino abajo. Los jinetes iban ataviados como los hombres de Gundleus, pero llevaban en sus escudos y armas el dragón de Mordred.

Echamos a correr. Arrastré a Nimue por el brazo al tiempo que un puñado de jinetes de Dumnonia se acercaba a nosotros. Serian una docena, no muchos, pero suficientes para detener el avance de los hombres de Gundleus mientras llegaba el grueso de lanceros dumnonios.

—Cincuenta lanzas —dijo Gwlyddyn, que había contado el cuerpo de rescate—. No podemos ganarles con cincuenta, pero si llegar a refugio seguro.

Gundleus había hecho los mismos cálculos y describió con sus hombres una amplia curva, que los situaría detrás de los lanceros dumnonios que ya se acercaban. Quería cortarnos la retirada porque, una vez reuniera a todos los enemigos en un mismo punto, podría matarnos a un tiempo, fuéramos setenta o siete. Gundleus contaba con la ventaja del número, y al descender de la fortaleza los de Dumnonia habían sacrificado la suya, que radicaba en la altura.

La caballería de Dumnonia pasó a nuestro lado como una tormenta; los caballos levantaban gruesos terrones con los cascos. No se trataba de los fabulosos caballeros de Arturo, hombres de armas que golpeaban como el rayo, sino de escoltas ligeramente armados que por lo general desmontaban para ir a la batalla; sin embargo en ese momento formaron un parapeto protector entre nosotros y los lanceros silurios. Momentos después llegaron nuestros lanceros y formaron una línea de defensa que renovó nuestra confianza, una confianza que se trocó en temeridad tan pronto como distinguimos quién iba al mando del grupo de rescate. Era Owain, el poderoso Owain, el paladín del rey y el mejor luchador de toda Britania. Creíamos que se hallaba lejos, en el norte, luchando junto a los hombres de Gwent en las montañas de Powys, y sin embargo estaba presente en Caer Cadarn.

No obstante, y en honor a la verdad, la ventaja seguía siendo de Gundleus. Teníamos doce hombres a caballo, cincuenta lanceros y treinta fugitivos cansados y reunidos en un espacio abierto donde Gundleus había reunido casi el doble de hombres a caballo y el doble de lanceros.

El sol aún brillaba. Faltaban dos horas para el crepúsculo y cuatro para la noche cerrada, tiempo más que suficiente para que Gundleus completara la matanza, aunque primero trató de persuadirnos con palabras. Se adelantó en su caballo, espléndido sobre el noble bruto sudoroso y con el escudo invertido en señal de tregua.

—Hombres de Dumnonía —nos dijo—. Entregadme al niño y daré media vuelta. —Nadie respondió. Owain se había escondido en el centro de la pared de escudos de forma que Gundleus, al no identificar caudillo alguno entre la hueste, se dirigía a todos nosotros—. ¡Es un niño malformado! —insistió el rey de Siluna—. ¡Maldecido por los dioses! ¿Creéis que la buena fortuna

puede sonreír a un país gobernado por un rey deforme? ¿Queréis que se agosten vuestras cosechas? ¿Y que vuestros hijos nazcan enfermos? ¿Y que vuestros ganados mueran de fiebres?

¿Y que los sajones se adueñen de vuestras tierras? ¿Qué creéis que os traerá un rey contrahecho, sino mala fortuna?

Nadie contestó, aunque bien sabe Dios que muchos de entre nuestras filas, tan apresuradamente formadas, debieron de temer que las palabras de Gundleus fueran ciertas.

El rey de Siluria se quitó el casco y sonrió ante nuestras aflicciones.

—Todos conservareis la vida —prometió— siempre y cuando me entreguéis ese niño. —Quedó en espera de una respuesta que nunca llegaría—. ¿Quién es vuestro jefe? —preguntó al fin.

—¡Yo soy! —Owain se decidió a avanzar entre las filas para ocupar su lugar al frente de la línea de escudos.

—Owain. —Gundleus lo reconoció; me pareció detectar en sus ojos un destello de miedo. El rey de Siluria ignoraba, como todos nosotros, que Owain hubiera regresado del centro de Dumnonía. Aun así, no mermó la seguridad de Gundleus en la victoria, aunque debió de calcular que con Owain le costaría mas cara—. Lord Owain —interpeló Gundleus al paladín de Dumnonia, dándole el tratamiento a que tenía derecho—, hijo de Eilyon y nieto de Culwas: ¡os saludo! —Gundleus elevó la punta de la lanza hacia el sol—. Lord Owain, vos tenéis un hijo.

—Como muchos otros hombres —replicó Owain sin darle importancia—. ¿Qué os importa a vos?

—¿Deseáis que vuestro hijo quede sin padre? —preguntó Gundleus—. ¿Deseáis que vuestras tierras sean arrasadas? ¿Y vuestro hogar reducido a cenizas? ¿Y vuestra esposa convertida en juguete de mis soldados?

—Mi esposa —replicó Owain— seria capaz de vencer a todos vuestros hombres, y también a vos. ¿Queréis juguetes, Gundleus? íVolved con vuestra ramera! —exclamó, señalando con la barbilla hacia Ladwys—. Y si no queréis compartir vuestra ramera con vuestros hombres, creo que Dumnonia podría regalar a Siluria unas cuantas ovejas viudas.

El tono desafiante de Owain nos levantó los ánimos. Parecía indomable, con su colosal lanza, la larga espada y el escudo con placa de hierro. Siempre acudía al combate con la cabeza descubierta, despreciaba los cascos, y en sus fortísimos brazos llevaba tatuados el dragón de Dumnonia y su propio emblema, el oso de largos colmillos.

—Entregadme el niño. —Gundleus hizo caso omiso de los insultos sabiendo que no eran sino mera jactancia propia del hombre que se apresta a la batalla—. íEntregadme el rey cojo!

—Entregadme vuestra ramera, Gundleus —replicó Owain—. No sois lo bastante hombre para ella. Entregádmela de buen grado y marchaos en paz.

—Los bardos cantarán vuestra muerte, Owain —dijo Gundleus después de escupir—. Será la canción de la matanza del cerdo.

Owain arrojó su enorme lanza al suelo, donde se clavó por la punta.

—Aquí tenéis al cerdo, Gundleus ap Meilyr, rey de Siluria —gritó Owain—, y aquí mismo morira u orinará sobre vuestro cadáver. ¡Idos ahora!

Gundleus sonrió, se encogió de hombros y volvió la grupa. Asió el escudo en su posición normal, señal de que estaba dispuesto a presentar batalla.

Seria mi primera batalla.

La caballería de Dumnonia formó detrás de la línea de lanzas para proteger a los niños y a las mujeres mientras pudiera. Los demás nos alineamos en orden de batalla sin dejar de mirar al enemigo, que hizo lo propio. Ligessac, el traidor, estaba entre las filas silurias. Tanaburs llevó a cabo sus ritos, saltó a la pata coja con una mano levantada y un ojo cerrado frente al muro de escudos de Gundleus; mientras, los lanceros avanzaban despacio por la hierba. Sólo cuando Tanaburs terminó de pronunciar su conjuro de protección comenzaron los silurios a lanzarnos insultos. Nos avisaron de que nos masacrarían y se jactaron de que acabarían con la vida de muchos de nosotros, pero a pesar de todo me di cuenta de que avanzaban sumamente despacio, y cuando se encontraban a unos cincuenta pies de nosotros se detuvieron por completo. Algunos de los nuestros hicieron burla de tanta timidez, pero Owain ordenó silencio con un gruñido.

Ambas filas de enemigos nos miramos pero nadie se movio. Se necesita un valor extraordinario para lanzarse a la carga contra una pared de escudos y lanzas. Por eso muchos hombres beben antes de la batalla. He visto ejércitos detenidos durante horas, reuniendo el coraje necesario para cargar, y cuanto más veterano es el guerrero, más valor necesita. Las tropas jóvenes se lanzan a la carga y mueren, pero los expertos saben lo terrible que llega a ser un muro de escudos enemigos. Yo no tenía escudo, pero me cubrían los de los hombres que formaban junto a mi, pues se tocaban con los siguientes y así todos hasta completar nuestra corta línea de defensa, de modo que cualquier ataque tendría que superar primero la barrera de madera cubierta de cuero y erizada de lanzas afiladas como cuchillas.

Los de Siluria empezaron a golpear sus escudos con las lanzas. Hacían ruido con la intención de que cundiera la alarma entre nosotros, y lo conseguían, aunque ninguno de los nuestros mostró temor. Nos manteníamos apretados unos junto a otros, aguardando la carga.

—Primero harán un par de cargas falsas, muchacho —me dijo el que tenía al lado.

Y al poco tiempo un grupo de silurios salió de sus filas gritando, corriendo y apuntando con las lanzas al centro de nuestra defensa. Nuestros hombres se agacharon, las largas lanzas chocaron contra los escudos y entonces todo el frente silurio empezó a moverse hacia nosotros, pero Owain ordenó inmediatamente a nuestras lineas que se pusieran en pie y avanzaran también, y con ese movimiento pausado detuvimos la amenaza enemiga. De entre los nuestros, los soldados que soportaban el peso de las lanzas enemigas arrancaron de los escudos las puntas clavadas y volvieron a cerrar filas enseguida.

—¡Atrás! —ordenó Owain.

Quería que recorriéramos poco a poco, caminando hacia atrás, la media milla de hierba que nos separaba de Caer Cadarn, con la esperanza de que los silurios no reunieran el coraje necesario para lanzarse al combate antes de que cubriéramos la breve pero casi insalvable distancia. Para darnos más tiempo, Owain se situó a la cabeza de nuestras líneas y dijo a Gundleus a voces que se enfrentaran ambos cuerpo a cuerpo.

—¿Sois acaso una mujer, Gundleus? —le interpeló el campeón de nuestro rey—. ¿Habéis perdido el valor? ¿No habéis bebido bastante? ¿Por qué no volvéis a los telares, mujer? ¡Volved al bastidor! ¡Volved a la rueca!

Nosotros seguíamos retrocediendo paso a paso, pero una repentina carga del enemigo nos obligó a tomar posiciones y a agachamos tras los escudos para zafamos de las lanzas que nos arrojaban. Una me pasó por encima de la cabeza con un silbido semejante a una súbita ráfaga de viento, pero ese ataque no fue sino otro intento de engañarnos para que huyéramos despavoridos. Ligessac no paraba de disparar flechas, pero debía de estar borracho porque todas sus saetas pasaban demasiado altas. Owain era la diana de docenas de lanzas, pero la mayoría no alcanzaban su objetivo y, en cuanto al resto, él las desviaba despectivamente con la lanza o el escudo y luego se burlaba de los lanceros.

—¿Quién os enseñó el oficio de lanceros? ¿Vuestras madres? —Escupió sobre el enemigo—. ¡Acercaos, Gundleus! ¡Luchad conmigo! ¡Demostrad a vuestros friegaplatos que sois un rey, no un ratón!

Los de Siluria golpeaban los escudos con las lanzas para tapar las palabras de Owain y éste les dio la espalda en son de burla, y volvió despacio a nuestra fila de escudos.

—¡Atrás! —nos dijo en voz baja—. ¡Atrás!

Entonces dos silurios arrojaron sus escudos y armas y se rasgaron las vestiduras para luchar desnudos. El que estaba a mi lado escupió.

—Ahora se van a complicar las cosas —me advirtió sombríamente.

A fe mía que los que se habían desnudado estaban borrachos, o tan intoxicados por los dioses que se creían a salvo de hojas enemigas. Ya había oído hablar de casos así y sabia que ese proceder suicida solía ser la señal para el ataque verdadero. Así la espada con fuerza y traté de jurar que moriría con honra, pero en realidad habría podido llorar de lástima por mi mismo. Me

había hecho hombre ese día y ese mismo día moriría. Me reuniría con Uter y Hywel en el más allá y esperaría durante años y años de oscuridad a que mi alma encontrara otro cuerpo humano con que volver a este verde mundo.

Los dos hombres se soltaron el cabello, tomaron las lanzas y las espadas y bailaron ante las filas de silurios. Iban aullando y calentándose, entrando paulatinamente en el frenesí de la batalla, ese estado de éxtasis ciego que permite a un hombre intentar lo imposible. Gundleus, a caballo bajo su enseña, sonreía a los dos hombres de cuerpos cubiertos de intrincados tatuajes azules. Los niños empezaron a llorar a nuestras espaldas y las mujeres convocaron a los dioses al ver que los enemigos bailaban cada vez más cerca, haciendo girar las lanzas y espadas al sol de la tarde. Esos hombres no necesitaban escudo, ropa ni armadura. Los dioses los protegían y su recompensa era la gloria; si conseguían acabar con Owain, los bardos cantarían su victoria durante años y años. Avanzaron flanqueando a nuestro campeón, cada uno por un lado; Owain sopesó la lanza preparándose para detener el ataque de los iluminados, que serviría además de señal de carga contra el enemigo.

Y entonces sonó un cuerno.

El cuerno dio una nota clara y fría como nunca antes oyera. Aquel cuerno poseía una pureza heladora y penetrante sin par en la tierra. Sonó una vez, luego otra, y la segunda hizo detenerse incluso a los danzarines desnudos, que se volvieron hacia levante, de donde provenía el sonido.

Yo también miré hacia allí.

¡Qué aturdimiento! Fue como sí un nuevo sol hubiera salido en ese día que ya terminaba. La luz rasgó el aire por encima de los prados y nos cegó, nos confundió, pero luego siguió extendiéndose y vi que no era sino el reflejo del verdadero sol en un escudo bruñido y abrillantado como un espejo. Y ese escudo lo sujetaba un hombre como no había visto otro en mi vida; un hombre magnifico, un hombre erguido sobre un gran corcel y acompañado por otros hombres semejantes; una horda de hombres de maravilla, empenachados, armados, salidos de los sueños divinos para acudir a ese campo de muerte, y sobre las cabezas empenachadas de esos hombres ondeaba una enseña a la que llegaría a amar más que a cualquier otra sobre la tierra de Dios. Era la enseña del oso.

El cuerno sonó por tercera vez, y de repente supe que viviría; mis ojos estallaron en lágrimas de júbilo, nuestros lanceros no sabían si llorar o gritar y la tierra temblaba bajo los cascos de aquellos hombres semejantes a los dioses que acudían en nuestra ayuda.

Pues Arturo había regresado al fin.

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