El sitio de Calais

Cuando los ingleses deciden sitiar y tomar al asalto la ciudad de Calais la guerra contra Francia parece tocar ya a su fin. Sin embargo, el joven arquero Thomas de Hookton tiene todavía una misión que cumplir: hallar la reliquia más sagrada de la cristiandad, el Santo Grial.

En su avance por tierras galas al frente de sus hombres, Thomas encuentra por azar a una joven que está a punto de ser quemada en la hoguera por hereje, y eso abre una nueva pista en su investigación, que le llevará a enfrentarse con algunos de sus más enconados enemigos.

ANTICIPO:
El fraile dominico llegó a Castillon d´Arbizon un atardecer de otoño, justo cuando el vigía cerraba la puerta oeste. Habían encendido un enorme brasero debajo del arco de la puerta para calentar a los guardias de la ciudad durante lo que prometía ser la primera noche fría del declive del año. Los murciélagos aleteaban por encima de las murallas a medio reparar y de la torre del alto castillo, que coronaba la inclinada colina de Castillon d´Arbizon.

-Que el Señor le acompañe, padre -dijo el vigía al detenerse para dejar pasar al alto padre por la puerta; pero el guardia hablaba lemosín, su lengua nativa, y el fraile no conocía dicha lengua, así que se limitó a sonreír un poco y a sugerir con un gesto vago la señal de la cruz, antes de levantar ligeramente los faldones de su sotana y emprender el camino hasta el castillo por la empinada calle. Las muchachas, terminada la jornada diaria, paseaban por las calles, y algunas dejaban escapar risitas, pues el fraile era un hombre bastante guapo a pesar de la leve cojera. Tenía el pelo negro y desgreñado, el rostro duro y los ojos oscuros. Una puta lo llamó desde el portal de una taberna e hizo estallar en carcajadas a los hombres que bebían en la mesa de la calle. Un carnicero echó un cubo de agua ante la fachada de su tienda y la sangre diluida se coló por la alcantarilla cuando pasaba el fraile; desde el piso de arriba, mientras, una vecina insultaba a la otra junto a la vara en la que había tendido la colada. La puerta oeste se cerró a los pies de la calle, y la barra cayó en su sitio con un golpe sonoro.

El fraile no prestó atención a nadie ni a nada. Sólo siguió subiendo hasta la iglesia de san Sardos, acurrucada bajo un claro bastión del castillo, y, una vez dentro, se arrodilló en los escalones del altar, se persignó y se postró. Una mujer vestida de negro que rezaba en la nave del altar de santa Agnés, molestada por la siniestra presencia del fraile, se santiguó también y abandonó la iglesia a toda prisa. El fraile, postrado en el suelo del primer escalón, se limitó a esperar.

Un alguacil de la ciudad, vestido con la librea gris y roja de Castillon d´Arbizon, había observado al fraile mientras subía la colina. Había reparado en su hábito ajado y en que el hombre parecía joven y fuerte, así que fue en busca de uno

de los cónsules de la ciudad y, dicho oficial, tras colocarse el gorro cubierto de piel sobre el pelo cano, ordenó al alguacil que mandara llamar a más hombres armados mientras él iba a buscar al padre Medous y uno de los dos libros del cura. El grupo se reunió fuera de la iglesia, y el cónsul ordenó a los curiosos que se habían reunido allí que se apartaran.

-Aquí no hay nada que ver -aclaró oficiosamente.

Pero sí que lo había. Había venido un extraño a Castillon d´Arbizon, y todos los extraños eran motivo de sospecha, así que la gente se quedó a mirar mientras el cónsul adecentaba su uniforme oficial gris y rojo ribeteado de pelo de liebre y ordenaba a los tres alguaciles que abrieran la puerta de la iglesia.

¿Qué esperaba la gente? ¿Que saliera un demonio de san Sardos? ¿Pensaban que aparecería una bestia calcinada con alas negras y un rastro de humo tras la cola bífida? El padre Medous, el cónsul y dos de los alguaciles se metieron en la iglesia, mientras el tercero se quedó a guardar la puerta con su vara de oficial, en la que se apreciaba la insignia de Castillon d´Arbizon, un halcón que cargaba un haz de cebada. La multitud esperó. La mujer que había abandonado la iglesia dijo que el fraile estaba rezando.

-Pero parece malvado -añadió-, parece el diablo -y se apresuró a santiguarse de nuevo.

Cuando el padre Medous, el cónsul y los dos guardias entraron en la iglesia, la figura alargada del fraile aún yacía junto al altar, con los brazos extendidos formando la señal de la cruz. Debía de haber oído las botas claveteadas sobre las losas desiguales de la nave, pero no se movió, ni habló tampoco.

Paire? -preguntó nervioso el cura de Castillon d´Arbizon. Hablaba en lemosín y el fraile no respondió-. ¿Padre? -preguntó esta vez en francés.

-¿Sois dominico? -El cónsul estaba demasiado impaciente para esperar respuesta a la vacilante pregunta del padre Medous-. ¡Responded! -También hablaba en francés y su tono era severo, como correspondía al primer ciudadano de Castillon d´Arbizon-. ¿Sois dominico?

El fraile terminó su oración, puso las manos junto a la cabeza, se detuvo un momento, y después se puso en pie y miró a los cuatro hombres.

-He recorrido un largo camino -repuso en tono insolente-, y necesito lecho, comida y vino.

El cónsul repitió la pregunta.

-¿Sois dominico?

-Sigo el camino del bendito santo Domingo -confirmó el fraile-. No hace falta que el vino sea bueno, comeré lo que vuestras gentes más menesterosas coman, y me basta con un lecho de paja.

El cónsul vaciló, pues el fraile era alto, evidentemente fuerte y algo en él infundía respeto, pero el cónsul, un hombre acaudalado y respetado en Castillon d´Arbizon, no se arredró.

-Sois joven para ser fraile -añadió acusador.

-La gloria de Dios sólo es más grande cuando los hombres jóvenes siguen la cruz en lugar de la espada. Puedo dormir en un establo -respondió con desdén.

-¿Vuestro nombre? -exigió el cónsul.

– Thomas.

-¡Un nombre inglés! -había alarma en la voz del cónsul y los dos alguaciles reaccionaron levantando sus largas varas.

Tomás, si preferís -aclaró, al parecer en absoluto preocupado por el acercamiento amenazador de los dos alguaciles-. Es mi nombre de bautismo y el nombre de aquel pobre discípulo que dudó de la divinidad de Nuestro Señor. Si vos no tenéis dichas dudas, os envidio, y ruego al señor que me conceda esa certeza.

-¿Sois francés? -preguntó el cónsul.

-Soy normando -repuso el fraile, y asintió-. Sí, soy francés. -Miró al cura-. ¿Habláis francés?

-Sí. -El cura parecía nervioso-. Algo. Un poco. -¿Puedo entonces compartir mesa con vos esta noche, padre?

El cónsul no permitió que el padre Medous respondiera, lo que hizo fue ordenarle al cura que le entregara al fraile el libro. Era un libro muy viejo con las páginas carcomidas y una funda de cuero que el dominico desenvolvió.

-¿Qué queréis de mí? -inquirió el fraile.

-Leed el libro. -El cónsul había reparado en que las manos del dominico estaban llenas de cicatrices y que tenía los dedos ligeramente retorcidos. Heridas, pensó, más propias de un soldado que de un cura-. ¡He dicho que me leáis el libro!

-¿No podéis hacerlo vos mismo? -preguntó el fraile con sorna.

-Que yo sepa o no leer -prosiguió el cónsul-, no es asunto vuestro. Pero que vos sepáis hacerlo, joven, a nosotros sí que nos importa, pues si no sois sacerdote, no sabréis leer. Así que leed.

El fraile se encogió de hombros, abrió una página al azar y se detuvo. Las sospechas del cónsul con esa pausa sólo hicieron que aumentar, y levantó una mano para indicar a los alguaciles que se acercaran, pero entonces el dominico alzó la voz repentinamente y comenzó a leer. Tenía una buena voz, segura y fuerte, y las palabras latinas sonaban como una melodía al reverberar en los frescos de la iglesia. Al poco, el cónsul levantó la mano para hacer callar al fraile y mirar con rostro inquisidor al padre Medous.

-¿Y bien?

-Lee bien -dijo con voz débil el padre Medous. El latín del cura no era demasiado bueno y no le gustaba admitir que no había entendido todo lo que decían las palabras, aunque estaba seguro de que el dominico sabía leer.

-¿Sabéis qué libro es? -preguntó el cónsul. -Supongo -respondió el fraile- que se trata de la vida

de san Gregario. El pasaje, que sin duda habréis reconocido -y había sarcasmo en su voz-, describe las pestes que afligirán a aquellos que desobedezcan al Señor, su Dios. –Volvió a envolver el libro en su funda negra y se lo entregó al sacerdote-. Probablemente lo conocéis como Flores Sanctorum.

-Exacto. -El cura tomó el libro y asintió al cónsul.

El oficial aún no estaba del todo convencido.

-¿Cómo os hicisteis esas heridas en las manos? ¿Y qué le pasó a vuestra nariz? ¿Os la habéis roto?

-De niño -respondió el fraile-, dormía con el ganado. Me pisó un buey. Y la nariz me la rompió mi madre con una sartén.

El cónsul se identificó con aquellos accidentes cotidianos de la infancia y se relajó visiblemente.

-Entenderéis, padre -dijo dirigiéndose al dominico-, que tenemos que ser cautelosos con los visitantes.

-¿Cautelosos de los hombres de Dios? -inquirió el dominico en tono cáustico.

-Debemos asegurarnos -aclaró el cónsul-. La semana pasada llegó un mensaje de Auch con noticias de una partida de ingleses a caballo, pero nadie sabe hacia dónde se dirigían.

-Hay una tregua -señaló el fraile.

-¿Desde cuándo mantienen los ingleses las treguas? -replicó el cónsul.

-Eso si realmente son ingleses -contestó con desprecio-. Hoy en día se les llama ingleses a cualquier cuadrilla de bandidos. Disponéis de hombres -señaló a los alguaciles que no entendían una sola palabra de la conversación en francés-, y tenéis iglesias y sacerdotes. ¿Qué podéis temer de los bandidos?

-Los bandidos son ingleses -insistió el cónsul-. Llevaban arcos de guerra.

-Cosa que no altera en nada el hecho de que acabo de realizar un largo viaje y estoy hambriento, sediento y cansado.

-El padre Medous os atenderá -concluyó el cónsul. Hizo un gesto a los alguaciles y salieron los tres por el pasillo de la nave hasta la pequeña placeta-. ¡No hay nada que temer! -anunció a la concurrencia-. Nuestro visitante es un fraile. Un hombre de Dios.

La pequeña congregación se dispersó. El ocaso orlaba la torre de la iglesia y las almenas del castillo se recortaban a contraluz. Un hombre de Dios había llegado a Castillon d´Arbizon, y la pequeña ciudad estaba en paz.

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