Intercambio

El aire le azota el rostro con pequeñas partículas de hielo pese a la bufanda que lo cubre en parte, la melena ondea al viento como los pendones rasgados de un castillo, Yago agacha la cabeza e inclina el cuerpo con dificultad para poder progresar calle arriba. Este paseo obstinado bajo las inclemencias del tiempo es como su vida, avanzar contracorriente para vencer a la tormenta. El día en que cumplió dieciocho años su padre le puso un par de maletas en la puerta de casa mientras su madre lloraba en la cocina sin atreverse siquiera a decirle adiós. Aquel día, tras recoger las maletas del suelo, se dio la vuelta, y en ese mismo instante comprendió que caminase por donde caminase la calle estaría siempre cuesta arriba para él.

Pese al frío tiene que ir andando hacia su casa, no puede gastar dinero ni para tomar el transporte público; su hijo padece cierto tipo de autismo y necesita una educación especial que se lleva casi todo el sueldo, bueno, en realidad se lleva el sueldo y a su mujer, Ruth, porque desde el día en que nació Tomás su mujer le vio tan desvalido que puso dos camas en la habitación, una para ella y otra para Tomás, mientras que Yago se tuvo que ir al otro dormitorio. Esto hizo que jamás le tomase verdadero cariño, se convirtió en un extraño en su propia casa. Y ahora, solo y ajeno a todos en la calle, el frío hace que le duelan los huesos de las manos mientras intenta sujetar una bufanda raída. Las manos apenas están cubiertas por unos guantes viejos y desgastados hace tiempo; toda la ropa que lleva huele a remiendos y soledad, rara vez consigue algo de dinero de su mujer para irse a comprar algo: “No ves que el niño lo necesita más que tú” le dice siempre Ruth para negarle la más mínima cantidad, y él se da la vuelta sin responder mirando al suelo con tristeza.

La ventisca le impide vislumbrar lo que tiene unos pocos metros más allá y le dificulta cada vez más el avance. Intenta guarecerse la cara con la mano a modo de visera mientras levanta la vista del suelo para tratar de adivinar donde se encuentra, pero las gafas están manchadas por minúsculas gotas de hielo y nieve. “Solo en mitad de la nada”, piensa, al igual que en la fábrica de conservas de atún: cada uno en su puesto, ocho horas sin mirar al de al lado, sin hablar con nadie, sin desviar la vista de la máquina de enfrente, realizando el mismo gesto monótono una y otra vez, durante ocho interminables horas, una y otra vez, hasta que suena la sirena y vuelves a casa. Trata sin éxito de limpiar las gafas con los guantes. Le parece ver unas luces al fondo y piensa que cualquier sitio donde guarecerse y descansar un rato le vendrá bien. Con dificultad, paso a paso, consigue alcanzar el local del que emana la luz: es una tienda con un escaparate en su lado izquierdo lleno de objetos extraños, y unas letras de neón en la fachada que forman la palabra “Intercambio” como única seña de identidad. Abre la puerta y una campanilla anuncia su entrada.

–Buenas tardes –dice una voz herida por el tiempo que surge desde algún lugar más allá de la penumbra.

Desde lo alto de una escalera de caracol que sucede a la entrada Yago intenta echar un vistazo a la tienda. Parece más grande por dentro de lo que aparenta por fuera, la intuye entre luces y sombras atestada de todo tipo de cachivaches, cientos de objetos se adivinan agolpados en los anaqueles de las estanterías dispuestas en derredor de una mesa central.

–Buenas tardes. –contesta Yago a la voz sin saber muy bien a donde dirigir su mirada, al tiempo se sacude la nieve de encima. Los doce escalones que le conducen hasta la planta inferior giran en torno a una estrecha columna de metal repleta de símbolos en relieve. De entre la oscuridad surge una silueta que se perfila poco a poco en forma de una enorme barba blanca a la que sigue su dueño, un anciano enjuto que porta un libro bajo el brazo–. Disculpe –continua Yago–, fuera hace un tiempo horrible, y como aún me queda mucho trecho hasta mi casa, había pensado en refugiarme aquí unos minutos si no le importa.

El anciano, que viste una túnica de color azul eléctrico plagada de símbolos, ha abierto el libro y lo ojea con interés mientras camina. Parece encontrar lo que busca, levanta la vista de las páginas del libro y contempla a Yago unos segundos antes de contestar.

–Uuuummmm… Sí, sí, por supuesto que sí, descanse, descanse y caliéntese un poco. Eche entre tanto un vistazo a la tienda si lo desea, no encontrará otra igual. Y quién sabe, a lo mejor encuentra lo que está buscando. –Casi antes de que se de cuenta, pues Yago no recuerda haberle visto andar, el anciano aparece a su lado susurrándole al oído– . Como podrá ver esta no es una tienda al uso.

Intenta mirar al hombre, que de algún modo da vueltas a su alrededor mientras habla. Ya no tiene el libro en sus manos, sin embargo no le ha visto dejarlo. Yago se inquieta siguiendo su recorrido y pierde el hilo del discurso. De repente el anciano se detiene frente a él y le mira a los ojos con una profundidad que le estremece.

–Sí –prosigue con una voz firme el vetusto dependiente–, es verdad, te estábamos esperando. Éste es tu momento y no tendrás otro. No te preguntes por qué, te ha tocado a ti y eso debe ser suficiente explicación. En cuanto al resto, las reglas son sencillas, puedes tomar algo de entre lo que ves y a cambio te pediremos otra cosa, pero sólo una vez. Escoges alegría y nos dejas sufrimiento, eliges ayudar a los demás y abandonas el reloj que te regaló tu padre, te llevas una lámpara de noche y nos quedamos con tus dotes musicales… Tu elección es libre, pero recuerda, piénsatelo bien, sólo tienes una oportunidad, una vez que tomes la decisión de hacer o no el cambio nadie podrá modificarla. No te preocupes por saber que es cada cosa, en el momento en que la toques sabrás qué es y qué te ofrece. Lo que te pidamos a cambio lo conocerás cuando hayas elegido, y tuya será la opción de acceder al intercambio o negarte, pero una vez tomada la decisión no habrá vuelta atrás. Entre tanto –continúa, dulcificando el tono–, ¿por qué no echas un vistazo para ver lo que tenemos mientras haces tu elección? Así te irás familiarizando con lo que te ofrecemos. –Y dicho esto da media vuelta y desaparece entre las sombras del fondo.

Desconcertado, Yago permanece inmóvil con la vista clavada en la oscuridad con la que se ha fundido tan insólito personaje. Por un momento duda si dar media vuelta y largarse de allí tan rápido como le lleven sus piernas, pero la curiosidad es más fuerte que su miedo; como un autómata avanza hacia delante movido por la necesidad de hacer algo, de no estarse quieto. Una botella brillante sobre una balda llama su atención y poseído por una confusa mezcla de ansiedad, miedo y excitación extiende temblorosa una mano para tocarla. Posa muy despacio el dedo corazón sobre ella, y la tristeza que encierra en su interior le conmueve tanto que retira la mano igual que si hubiera recibido una descarga eléctrica.

La sensación es tan intensa que tarda unos segundos en recuperarse y soltar la mano. Levanta el rostro y se da cuenta de que ha abierto la puerta a los sentidos, con solo mirar los objetos que le rodean es capaz de adivinar su utilidad: un poco más allá presiente que un ala de gorrión le daría la facultad de volar, y un pequeño cofre una fortuna inmensa, un bote de polvo de dragón una capacidad sexual inagotable, una pata de conejo suerte ante la adversidad, un pequeño ratón disecado hace que le duelan los pies, y una lupa le permitirá leer los pensamientos ajenos.

Yago deambula por el pasillo y extiende sus brazos para poder tocar todos los objetos, quiere probarlo todo: ceguera, omnipresencia, teletransporte, sufrimiento, velocidad ilimitada… De repente se para en medio del pasillo y deja caer los brazos: “¿Qué es lo que quiero yo?”, se pregunta. La solución se le antoja difícil en extremo, cómo encontrar respuesta a aquello que cambiará tu vida: ¿dinero?, es lo más fácil, ¿quizás vida eterna?, no, ¿salud entonces? ¿tal vez amor? Inmóvil, con la vista perdida, rebusca entre los deseos que han dominado a los hombres, desde los más bajos instintos hasta los actos más nobles y desinteresados. Pero él no es como los demás, él es él y no otro. Busca en su interior, y como reflotada de entre las aguas de un lago se le aparece la respuesta que busca: desea ser feliz. No como algo abstracto, sino que quiere tener la felicidad que la vida le ha negado hasta ahora, quiere olvidar sus penas y toda una vida de sinsabores para deleitarse con las mieles de la Felicidad. Y sabe, en ese mismo instante, que el cuerno de unicornio que está en la estantería superior detrás de él es la pieza que finalizará el puzzle.

Se estira ilusionado como un niño hasta alcanzarlo, y cuando lo tiene entre sus manos no tiene tiempo de paladearlo porque se le revela fulgurante el precio a pagar: su mujer y su hijo. Si abandona a su familia, si se olvida de ellos para siempre, será feliz, se librará del ancla que lastra su vida y navegará libre guiado por vientos que le harán recalar sólo en puertos de bienestar y dicha. Si se queda con el cuerno, todo el mundo, incluido él, se olvidará de que alguna vez Ruth y Tomás fueron su familia, de que alguna vez él fue desgraciado a su lado, de que alguna vez la tristeza le pesaba tanto que se arrastraba en vez de andar. Pero aún recuerda, aún siente que los lazos de la costumbre son más fuertes que los vientos de la libertad, y quiere saber qué será de ellos. El cuerno le muestra la miseria en la que vivirán sin él, sin la escasa aportación que hace en sus vidas. Él no lo sabrá jamás, nunca más le importará la suerte de su familia. No recordará. Sin embargo ahora sí lo sabe.

Contempla triste el anaquel vacío donde segundos antes estuvo el cuerno, alza los brazos, y con el pulso tembloroso lo devuelve a su lugar de origen.

Con la cabeza gacha, casi oculta entre los hombros, sube los escalones agarrándose a la barandilla, se arrebuja en el abrigo y franquea la puerta sin mirar hacia atrás. Una lágrima resbala por su mejilla y cae al suelo justo antes de que la puerta se cierre tras él.

Interplanetaria

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