La transacción

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A decir verdad, y pese a ser un tipo que manejaba pasta, cuando los hermanos Ivanov acabaron conmigo sólo llevaba cuatro euros con treinta y siete céntimos en los bolsillos. Digo bolsillos de manera literal porque la cartera la había perdido horas antes con toda la documentación –no hace falta aclarar que era falsa y que me identificaba como Pedro Ramírez Palacios–, las tarjetas de crédito, varias fotos de mi novia ficticia a la que yo llamaba Eva, trescientos euros en billetes de veinte y las tarjetas de mis restaurantes favoritos. Esto último era lo único auténtico que había en el interior. Las fotos de Eva eran de una actriz porno húngara que me había bajado de Internet y que luego había retocado Escáner, uno de los chicos de Sebas, el falsificador de todo lo demás. Ah, el dinero también era auténtico. Cuando pasaba moneda falsa lo solía hacer con billetes de cincuenta euros. Las gasolineras eran mis lugares preferidos. Lo siento por los capullos de los empleados porque seguro que a alguno lo pusieron de patitas en la calle cuando se percataron del timo.

Había salido pronto de casa para hacer mi trabajo. Vivía en un chalet de las afueras, en un pueblo que cada vez iba creciendo más con las nuevas construcciones a modo de colmena. No me gustaban los agobios y veía que cada vez me iba angustiando más con tanto mare mágnum de grúas y ladrillos. No tardaría en buscarme otro sitio donde vivir. Mientras conducía mi BMW me puse a cavilar con el puñetero asunto de la construcción. Esto tenía que acabar tarde o temprano, así que pensé que qué demonios se iba a hacer después con todos los negros, panchitos y moros que trabajaban en las obras. Cuando estuviesen en la puta calle no les quedaría otra que echarse a la misma como había sucedido en Francia y montar la de Dios es Cristo. La verdad es que era un tema peliagudo. De todas maneras, de algún modo saldríamos beneficiados nosotros. Cuando me refiero a “nosotros” quiero decir la Organización. Las mafias étnicas, por definirlas de alguna manera, controlaban a su gente pero la mayoría de éstas a su vez nos pagaban vasallaje y derechos de explotación. Nosotros trincábamos por todos los sitios ya fuese a los niveles más gordos como a los más pequeños. Un ejemplo, parte de la recaudación que los panchitos cobraban a las personas que querían utilizar las instalaciones deportivas municipales venía a nosotros. Lo mismo pasaba con el menudeo de hachís de los moritos jóvenes, con el tráfico ilegal de inmigrantes subsaharianos, con el pirateo de cedés de los indios y paquistaníes, incluso en las tiendas de “Todo a un euro” de los chinos pillábamos algo. Este mundo de la globalización es lo que tiene.

Después de comer decidí ir a ver a Jacinto Moliner, propietario de un sex shop con cuatro o cinco cabinas para pajilleros mirones pero que en realidad encubría un pequeño negocio de prostitución. Moliner nos debía el último pago. Yo me dedicaba a eso, a cobrar. Lo que nos debía no era mucho porque su negocio tampoco daba para más. Como él cumplía, nosotros no le apretábamos demasiado. Moliner decía que con la prostitución no sacaba dinero, que estaba pensando embarcarse en el mundo de la tecnología digital y montar algo de líneas calientes y mensajes sms y mandar lo otro a tomar por culo. Si se decidía, que no dudase que nosotros estaríamos detrás para prestarle apoyo financiero. Ya le venía oyendo hablar de la línea caliente desde hacía dos años, pero lo que en realidad pasaba es que a Moliner le daba vértigo dejar a sus chicas en la calle. Trabajaban para él sólo cuatro; así que como harén se quedaba algo escueto. No era mal chulo, por lo que las muchachas le apreciaban y seguían bajo su protección. Incluso con alguna follaba de vez en cuando. Joven ya no era ninguna porque la documentación de la menor indicaba que ya no cumpliría más los treinta y cinco. Moliner sabía que si cerraba el chiringuito sus chicas las pasarían putas en la calle, nunca mejor dicho. Ningún otro chulo las acogería por su edad y cambiar de oficio era como pedirle a Bill Gates que trabajase con el sistema operativo de IBM. Los puteros buscaban por lo general muchachas jóvenes con quienes desahogarse y eran los pocos los que pagaban por follarse a una cuarentona, aunque siempre los había.

–Buenas tardes, Lucy –saludé a una de ellas que atendía el mostrador acristalado, donde se podía ver toda una exposición de consoladores, bolas chinas y lubricantes.

–Hola, papito –me contestó con sus labios acosadores tirándome un beso–. Tú tan elegante como siempre. –Aquel día llevaba un traje gris de Kenzo sin corbata y unos zapatos Muratti–. Jacinto está dentro.

Con toda probabilidad Lucy tenía más de cuarenta años, aunque nunca le pregunté su edad para cerciorarme. Era dominicana. Tenía el típico culo de mesa camilla pero aún con el toque respingón de las de su raza. No sé cómo podía ponerme cachondo una tía con su sobrepeso pero Lucy lo conseguía. Quizá era la visión de aquel culo apuntándome desnudo que se me había quedado grabada en la primera ocasión que me fui a la cama con ella. Esa imagen y los movimientos de su pelvis habían hecho que repitiese en más ocasiones, pero a decir verdad hacía mucho que Lucy y yo no nos acostábamos. Eso sí, nos teníamos mucho aprecio. Del resto de las chicas de Moliner sólo había estado un par de veces con Tania, una ucraniana más fría que el hielo del Ártico pero que tenía un culo estupendo, huesudo aunque afectuoso. Era muy guapa y follaba bien, pero daba muy poca conversación y eso que en su país había sido profesora de Filosofía. Yo era así, me gustaban los contrastes: me daba igual acostarme con una caribeña que con una eslava.

Cuando entré en el chiscón de Moliner le cogí hablando por teléfono. El proxeneta rondaba los sesenta; tenía la cabezota de un buey pero de cabellos ralos y grises que se recogía en una coleta; también llevaba un bigotito a lo Clark Gable. Desde siempre le había visto con él. Lo de la coleta era más moderno.

Colgó de manera atropellada, excusándose y afirmando a su interlocutor que volvería a llamar. Me senté en el sillón reservado a los invitados; le pregunté si le ocurría algo y a modo de chanza si le había fastidiado algún negocio. Moliner trató de quitarle hierro. Según él no pasaba nada.

Nos conocíamos desde hacía mucho para saber que algo le preocupaba. Lo de que nos conocíamos desde hacía años era cierto, por lo menos diez; yo era por aquel entonces un niñato con ganas de comerme el mundo. No terminé de comérmelo, pero algún mordisco cayó.

Moliner me preguntó entonces si venía a recoger el pago. No me hizo falta contestar. Se le nubló la cara. Fue cuando supe con certeza que algo pasaba.

–No tengo la pasta –se disculpó agachando la mirada.

–¿Qué coño te pasa, Jacinto? –le reproché poniéndome en pie para acosarle. Moliner no era de los que dejaba a deber. Entonces fui al grano–: Puedes contármelo y ya veré lo que les digo a los jefes. Pero sin saber nada no puedo ayudarte. –Eran muchos años como para no concederle una moratoria.

Moliner tragó saliva como un pelícano engulle un pescado. Prosiguió dando vueltas a un bolígrafo de publicidad sobre la mesa sin mirarme. Yo estaba con las manos apoyadas sobre el escritorio y con cara de madero acusador. Terminó por sincerarse y soltó todo como un esfínter con colitis. Moliner era muy blando. Ya de por sí me extrañó que estuviese metido en un lío arriesgado. Me dijo que estaba implicado en un asunto que le reportaría mucha pasta, la suficiente para cambiar de aires definitivamente. Pensé entonces que lo de la era digital ya me estaba tocando los cojones. No me dijo abiertamente de qué se trataba, pero entresaqué que estaban por medio los rumanos. Moliner necesitaba todo el dinero que pudiese reunir para hacer un pago a cambio de algo. Al parecer, ese algo lo traería una chica rumana en una maleta, en uno de los autocares pirata que venían a diario derechitos desde Bucarest a una calle próxima a la estación de autobuses. Cuando iba a decirme de qué se trataba le detuve.

–No me lo digas –le insistí–, porque soy capaz de metértelo por el culo con maleta y todo.

Yo no quería detalles. Cuanto menos supiese menor implicación.

Moliner debía recoger a la chica, hacer el intercambio y meterla en un tren con destino París. Joder, aquello parecía una trama de espías.

Le dije que si estaba mal de la chola, que si era gilipollas, y dos mil lindezas más. Que si no sabía que meterse en líos con los rumanos era peligroso. Agachó otra vez la cabeza como un niño reprendido. Los rumanos no dudaban en tirar de pistola o cuchillo, y si no lo hacían ellos en persona, se lo encargaban a los moldavos o a los albano-kosovares que tenían a sueldo, o a los hermanos Ivanov, unos búlgaros que tenían más mala sangre que el mismísimo demonio. Yo ya conocía a los Ivanov –Ionel y Trifon–, y sabía que les encantaba la coca, las zorras y los coches caros, además de matar. Quizá con esto último es con lo que más disfrutaban. Habían participado en la guerra de los Balcanes, aunque no supe nunca en qué facción. Me acordé entonces del propietario de una inmobiliaria que les intentó tangar unos miles de euros en una adquisición. Al incauto le encontraron tieso en una cuneta sin manos; bueno, las manos las tenía mal metidas en la boca. Los dos hermanitos parecían lanzadores de peso de un equipo olímpico; peinaban cortes de pelo estilo militar y se colgaban de las orejas unos zarcillos horteras que debían valer una pasta. Entre nosotros y los rumanos había una especie de pacto de no agresión. Ellos no se entrometían en nuestros negocios y nosotros no lo hacíamos en los suyos.

Moliner estaba desesperado. Les debía mucha pasta. Algo de drogas. ¡Y yo sin enterarme! Tantos años no me habían servido de nada con Moliner. Aquel negocio debía condonar su deuda. Con el contenido de la maleta pretendía hacer un intercambio con ellos. Los rumanos estaban muy interesados y andaban detrás de lo que había en la maleta desde que se enteraron de su existencia.

–¿Cuánto necesitas? –le pregunté de mala gana.

La cantidad que dijo me dejó pálido como a un difunto. Le maldije de nuevo y me marché sin despedirme. Con el careto que debía llevar, Lucy ni siquiera trató de liarme. Sabía que llevaba tiempo sin echarse un polvo así que tenía ganas de cogerme por banda y darme lo mío. No me hubiese importado dejarme hacer porque yo también debía tener telarañas en los bajos.

Cogí el coche y me marché zumbando para casa. Tenía algo de pasta en la caja fuerte. No hay tipo que se tache de hombre de negocios que no disponga de una. La mía estaba oculta en la librería. Me gustaba leer. Mientras conducía me dije que por qué hacía aquello, que por qué me liaba en un asunto que no me incumbía, que me traería más problemas que beneficios. Yo era así. Me enredaba por inercia.

Abrí la caja fuerte. Código: 20592. La fecha de la primera Copa de Europa que ganó el Barça. La del gol de Koeman. Me dio por ahí cuando instalé el sistema. Y es que fui muy culé desde crío.

Saqué todo el dinero –mucho a decir verdad– y lo introduje en una bolsa de papel de una de esas multinacionales de ropa. También saqué una caja de munición para la Glock y recargué un par de cargadores. No sé por qué, pero intuí que aquella noche un solo cargador no me bastaría. Lo dejé todo en el maletero.

De vuelta a la ciudad paré para tomarme un café. Podía parecer una contradicción pero el café me serenaba. No sabía aún qué hacer: si ir al local de Moliner, prestarle el dinero y desentenderme del asunto, o bien estar presente en la transacción y unirme a la fiesta hasta echar el cierre. Que estuviesen los rumanos detrás me tiraba un poco para atrás. De alguna manera era infligir el pacto. Pero no podía dejar a Moliner solo. Era demasiado torpe. Y además era amigo, si se podía llamar así. Cuando me decidí a ir a llevarle la pasta sonó el móvil. Era él. Me dijo que había salido para la estación de autobuses. Le dije que me esperara allí. Otra vez me metía en un embrollo.

Dejé el coche en un parking próximo a la estación y busqué a Moliner. Estaba en su coche, un viejo Ford Taunus que hacía más ruido que una carraca. Jacinto era un nostálgico con todo. En su casa seguía escuchando vinilos, veía las películas en VHS e iba a comprar gaseosa La Pitusa hasta unos ultramarinos de barrio en la otra punta de la ciudad. Me senté con él a esperar. El autocar rumano debía llegar en media hora pero nunca se sabía con la carretera, y menos con las obras que tenían levantada media urbe; lo lógico es que se retrasara pero podía darle por adelantarse.

Durante la espera me explicó que detrás de toda la operación estaba otro clan mafioso rumano que operaba desde Bucarest y que empezaba a echar raíces en estas tierras. Al parecer se la tenían jurada a los de aquí. Lo de la maleta implicaba al jefe en persona y si caía en manos de la pasma lo podrían enchironar para mucho tiempo, tanto como para olvidarse de él. Lo de la maleta era un traslado; querían tener su contenido aquí, a mano, por si las moscas, por si su periodo de adaptación a la ciudad sufría dificultades por causa de influencias ajenas. El jefe del clan de aquí se había enterado del envío gracias al propio Moliner –el viejo siempre había tenido muy buenos contactos–, pero Jacinto había decidido ganarle por la mano. Había pensado abordar el autobús cien metros antes de su parada final, donde seguro que estarían esperando los rumanos, y sacar a la chica aprovechando un semáforo en rojo. Luego tenía la intención de negociar con el mejor postor; eso sí, dando prioridad a sus bienhechores. La idea no me pareció mala. Si los rumanos no sabían quién les birlaba el tesoro quizás no nos descubriesen. Aunque supongo que caerían en la cuenta de que Moliner no lo habría hecho solo cuando les llegase vendiendo el cuento, fuese él en persona o si utilizaba a un tercero.

–Ése es –me advirtió saliendo del coche.

Llegó con veinte minutos sobre el horario. El autobús hacía una rotonda y enfilaba el semáforo estratégico. Crucé los dedos para que estuviera en rojo. Pero Moliner sabía que lo estaría y por eso salió del coche; el cabrón debía haber calculado todo al milímetro. Le seguí a distancia. Tocó a la puerta del transporte, le dijo algo al conductor –no sé el qué ni cómo, porque rumano no hablaba, al menos que yo supiese–, subió, y en unos segundos estaba en tierra junto a una muchacha con una maleta. Todo fue tan rápido que el autobús pudo ponerse en movimiento cuando el semáforo cambió a verde.

La dichosa maleta era de las pequeñas, de esas de mano, una imitación de las Samsonite. Para mi desconsuelo, la rumana no era nada espectacular. Yo me esperaba una rubia despampanante, de larga melena y piernas quilométricas. Sin embargo, la chica era normalita, de cara redonda y ojos azules; muy bonitos hay que decir. Llevaba media melena de un castaño natural; vestía jersey beige de cuello alto, cazadora vaquera desabrochada y unos tejanos desgastados que le hacían un culo gordote pero estupendo. Los culos me encantaban. Guapa, guapa, no era; pero tenía cierto encanto y además lo explotaba al máximo. El jersey marcaba dos tetas redondas que parecían decirme: listas para magrear. Eso sí, seria como ella sola. No dijo ni una palabra. Tampoco soltó la maleta ni cuando se metió en el coche.

Moliner arrancó y pareció poner en marcha un alambique. Antes de llevar a la chica a la estación de ferrocarril quería comprobar el contenido de la valija. Decidió ir al sex shop. Podía parecer un poco arriesgado, pero la verdad era que no teníamos otro sitio. Mientras subíamos la avenida que llevaba al centro, a través de la mediana de adelfas me pareció ver por un segundo un Mercedes que iba en sentido inverso con los hermanos Ivanov dentro. En ese segundo creí ver los ojos de Ionel mirándome aturdido. No hice mucho caso a mi vista porque siempre pequé de ver más de lo que había.

Llegamos al sex shop. Lucy ya no estaba atendiendo el mostrador, sino que estaba Carmela, una murciana de armas tomar. Ella y Moliner habían tenido algo serio hacía muchos años, en los tiempos en que Moliner regentaba un puticlub en la carretera de Burgos. Por esas fechas yo ni siquiera tenía pelo en los huevos. Pero Carmela se fue con un camionero catalán y si te he visto no me acuerdo. A los tres años regresó molida a palos y con una adicción a los barbitúricos más grande que la de Carmina Ordóñez, pero Moliner la fichó de nuevo para su séquito de meretrices. Sin rencores. Ya había derramado las lágrimas que tenía que derramar. Por cosas así le decía que era un blando.

Entramos en el tabuco de Moliner. Apartó de la mesa una caja con el nuevo material pornográfico en DVD e instó a la rumana a poner la maleta encima. A la chica se le notaba desconfiada. Normal. Sin hablar castellano, con dos tíos como nosotros, en un cuchitril de un sex shop. Era para estar acojonada. Al final la puso sobre la mesa y la abrió. Yo me desentendí echándole un vistazo a la carátula de un DVD: «Un españolito en Budapest». Me dije que menudo morro el del prota: bajito, gordo y con unas gafas de culo de vaso que tiraban para atrás. Si no era el productor, ¿a quién coño había drogado si no para protagonizar la peli?

–Está todo –dijo Moliner–. Aquí tienes el dinero.

La chica contó el dinero del maletín.

–Falta –confirmó desabrida.

¡Menuda sorpresa! ¡La tía hablaba castellano!

Joder, y era verdad. Con la gilipollez me había olvidado el dinero en el maletero del coche. A Moliner se le vino el cielo sobre la cabeza. La rumana se puso nerviosa y empezó a gritar y a insultarnos. La tía tenía un par de huevos. Pero como no se callase le iba a soltar un par de hostias. Yo no soportaba los gritos. Por suerte para todos, y en especial para ella, pareció tranquilizarse.

–Lo tenemos, lo tenemos –trató Jacinto de apaciguarla–. Lo que pasa es que no está aquí. Lo tiene éste en su coche.

–¿Dónde?

–Cerca de la estación –le contesté.

–Vamos allí. Pero la maleta se viene conmigo –advirtió.

Nos pusimos en marcha de nuevo y fuimos de regreso a la estación de autobuses. Otra vez tuve por unos segundos la desconcertante visión del Mercedes de los Ivanov al otro lado de la mediana y a Ionel mirándome, aunque esta vez no era una mirada de desconcierto sino de ofuscación. Lo dejé correr de nuevo.

Tardamos lo indecible en llegar, como siempre ocurría en esta ciudad de las mil y una obras. Moliner detuvo el coche cerca del mío. Bajé y abrí el maletero. La rumana salió también. No quería perder comba. Guardé los cargadores en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué la bolsa con el dinero. La chica quiso echarle un vistazo. Pudo contarlo y confirmar que estaba lo acordado. Su rostro redondeado se relajó. Entregó entonces la maleta a Moliner. El trato se había cerrado.

–Voy a guardar esto. Llévala a la estación de tren. Luego nos vemos.

Antes de que pudiera replicarle, Jacinto arrancó el Taunus y se marchó. De nuevo el cabrón me la jugaba. La chica se quedó parada después de meter toda la pasta en la bolsa de papel. Sabía que, aunque no fuese plato de su gusto, dependía de mí para salir del país y desaparecer. Cuando íbamos a meternos en el coche tuve la tercera visión del Mercedes de los Ivanov doblando una esquina. Tres veces en un día eran mucha casualidad para ser un espejismo. Por precaución cogí del brazo a la muchacha y la hice correr por una de las bocacalles. Usar el coche podía ser peligroso, los búlgaros lo conocían. Decidí que iríamos a tomar el metro. Pensé que si los Ivanov nos buscaban, también buscarían a Moliner. Era de cajón.

Hacía años que no usaba el metro. El olor a rancio y la suciedad del suelo y paredes seguían siendo los mismos. Hay cosas que nunca cambian. Teníamos unas cuantas paradas además de tener que realizar un trasbordo, así que ocupamos dos asientos y a hartarnos de paciencia. Tras cinco paradas en silencio le pregunté su nombre.

–Svetlana –me dijo sin cambiar el rictus. Estas chicas del Este eran todas iguales. Era difícil sacarles una sonrisa. –¿Y tú? –soltó de improviso.

–Gustavo –mentí.

Una vez hechas las presentaciones supuse que la tensión entre ambos en vez de cortarse con un cuchillo podría limitarse a cortarse a secas. No me equivoqué. La chica pareció relajarse con la sucesión de estaciones. Cuando llegamos donde teníamos que hacer el trasbordo le hice un gesto con la cabeza. Ella obedeció y se puso en pie dispuesta a seguirme como un perrillo faldero. Mientras recorríamos los corredores empezó a soltarse. Dijo que era la segunda vez que venía a España. Había estado trabajando en Barcelona en un local de copas. No quise indagar, pero lo del bar de copas me sonaba más a barra americana. Y es que siempre le busqué los tres pies al gato. Lo que me pareció raro es que hubiese regresado a Rumania. La explicación vino un poco después: su madre había enfermado y había vuelto para cuidarla. De aquello habían pasado dos años. Su madre había muerto hacía un mes. Tuvo de nuevo la oportunidad de volver a España y la había aprovechado.

–¿Por qué París entonces? –pregunté.

Sólo era un destino circunstancial, unas vacaciones para quitarse de en medio y luego regresar a nuestro país cuando todo hubiese pasado. Levante, la Costa del Sol, Barcelona de nuevo. Quién sabía. Lo que estaba claro es que Svetlana conocía España y era donde quería instalarse. La chica no era tonta. Y es que como se vivía aquí no se vivía en otro sitio.

Durante el siguiente trayecto de metro se abrió un poco más. Tenía intención de trabajar en alguna oficina. En Rumania había estudiado algo relacionado con las Empresariales, o algo así le entendí. Quería ponerse al día haciendo algunos cursillos de contabilidad e informática, de esos que organizaba el INEM para desempleados, y luego a ponerse a buscar curro. La tía lo tenía todo bien calculado. Según iba hablando cada vez me iba atrayendo más. Aparte de los traseros, las mujeres inteligentes siempre me habían puesto muy cachondo.

Por fin llegamos a la estación de destino. Subimos a la zona de taquillas e información. Quería ver a qué hora salía el tren para coger el billete. Hasta las once, nada. Eran las nueve. Dos horas por delante era mucho tiempo. Yo mismo compré el billete. Tenía que tener alguna deferencia con ella. Me dio las gracias retomando la sequedad que había mostrado al principio. Parecía no querer sentirse en deuda con nadie. Aunque le noté un brillo diferente en sus preciosos ojos, una mirada de gratitud contenida. No obstante, quizás fuera mi mala costumbre de ver más allá.

Fuimos a una cafetería de la estación a tomar algo. Yo no tenía hambre pero quizá ella sí. Me equivoqué. Sólo pidió una Coca-Cola. Yo un café solo con hielo. De nuevo el silencio dominó nuestra relación. Yo no dejé de observarla. Cada vez más, sus senos iban pervirtiendo y nublando mis ideas. Y es que la falta de sexo me trastocaba el seso. Sólo veía tías deseosas de echarse un polvo salvaje. Tenía temporadas en las que me autocatalogaba como un obseso por mi exceso de visionar porno. En aquella época estaba en un ciclo de onanismo disoluto.

En ésas estaba cuando vi a los Ivanov a lo lejos, recorriendo el vestíbulo de la estación. El asunto de espejismo tenía poco. Por suerte, ellos no nos vieron a nosotros. Cogí a Svetlana del brazo y la arrastré conmigo. Creo que fue ahí donde extravié mi cartera porque luego no tuve conciencia de llevarla conmigo. Nos largamos por patas hacia la calle. Fuera estaríamos más seguros. Si los Ivanov rondaban la estación es que sabían que la chica se largaría en un tren. Pero ella ya no tenía lo que querían, la maleta la tenía Moliner. Lo lógico entonces era que ya tuvieran la maleta, porque no eran tan estúpidos como para venir primero a por la chica. La clave, por tanto, estaba en Jacinto: o se lo habían cargado o había cantado. O las dos cosas. Ahora querían a la chica para darle un correctivo. Era propio de ellos tomarse las cosas a pecho. Mi problema era que yo estaba con ella y tendría también mi parte de la ración.

Como faltaba hora y media para que el tren saliera, decidí ir al sex shop para comprobar lo que había pasado con Moliner. Esta vez paré un taxi. Le di la dirección del local. El taxista era un señor de unos cincuenta largos, con gafas y barrigón, llevaba Radio Olé a todo volumen. Hacían un homenaje a la Jurado. Llamé a Moliner. Tardó en cogerlo pero al final lo hizo. Le noté nervioso. Preguntó que dónde estaba. Le contesté que iba para allá, solo. Le dije que a la chica la había perdido en la estación. Me esperaría.

Cuando el taxista me dijo el precio de la carrera al detenernos en la puerta del local de Moliner, no encontré la cartera para abonársela. Fue Svetlana la que me echó un cable porque ya estaba a punto de asustar al “peseta” con la Glock e invitarle a que se marchara si no quería cenar plomo.

Entramos los dos en el sex shop. Esta vez era Tania, la ucraniana, la que estaba a cargo del mostrador. Invité a Svetlana a que se quedara con ella mientras yo iba a charlar con Jacinto. Me llevé la bolsa con la pasta. El cabrón tenía sobre la mesa una botella de Chivas y dos vasos. No creí que los tuviera allí para celebrar el buen término del negocio.

–¿Qué has hecho? –le dije indignado.

–¿A qué te refieres? –contestó haciéndose el despistado pero con evidente nerviosismo.

Le dije que me había vendido a los Ivanov. Para salir de rositas con los rumanos debía darles una víctima aparte de la chica, que era quien sabía todo. Qué mejor tonto que yo. Seguro que me había puesto a mí como el ideólogo de la trama, el conspirador que se saltaba las normas con tal de obtener más beneficios. Moliner ni afirmó ni desmintió nada de mi argumento. Se limitó a tragar saliva; su cuello me recordó a la boa de El principito. Cogí un vaso y me serví el whisky.

Hubo un frenazo en la calle. Supuse que serían los hermanitos búlgaros. Moliner les habría avisado tras mi llamada. Me bebí el Chivas de un trago y saqué la pistola. Apunté a Jacinto, que tembló como un epiléptico. Quería cargármelo. Sólo le volé una oreja. Al final yo también resulté ser un blando.

Salí al local y encontré a Svetlana acojonada. Tania había desaparecido. Teníamos que salir de allí. Nos metimos por la puerta que daba al pasillo de las habitaciones, tan espartano como el de un cuartel. Al fondo había una puerta trasera que daba a un callejón. Uno de los clientes salió al corredor espantado cubierto sólo por unos gayumbos estampados con elefantes. Eran horribles, aunque seguramente Agatha Ruiz de la Prada hubiese dicho lo contrario. Le aparté de un empujón. Tanto a la rumana como a mí no nos llegaba al cuello el nudo de la corbata. Los Ivanov estaban cerca. Corrimos cuanto pudimos sorteando coches, peatones y mobiliario urbano. El aliento de los hermanitos lo sentíamos caliente en la nuca aunque no les viésemos. ¿Adónde ir? Ésa era la cuestión. Moliner podía haberse tragado que había extraviado a la chica pero Tania la había visto, así que muy bien podrían estar esperándonos de nuevo en la estación de ferrocarril. Con todo el jaleo, la libido la llevaba ahora arrastrando por los suelos.

La opción más disparatada era ir a por ellos. No lo esperarían. Si los entretenía lo suficiente, Svetlana podría largarse. Todo esto se me ocurrió durante la alocada carrera. La falta de resuello puede que me hiciera delirar. Hice detenernos en seco en la puerta de un Vip´s; había una boca de metro al lado. La chica se sorprendió. No le di explicaciones, era lo bastante inteligente para no necesitarlas. Le dije que se buscase la vida, que si quería podía intentar coger el tren para París; no tendría que hacer trasbordo desde aquella parada de metro para llegar a la de la estación. Conmigo corría más peligro que yendo sola. No me quiso hacer caso pero volví a insistir en ello. Primero entré en la tienda y compré con el cambio del taxi unas fruslerías para que me dieran una bolsa lo bastante grande como para poder cambiar el dinero. La dependienta me devolvió cuatro euros con treinta y siete céntimos. Fuimos al servicio del restaurante e hicimos la transacción. En la bolsa de papel metimos lo que había comprado para que pareciese que iba llena. Me quedé con ella. La del Vip´s con el dinero se la entregué a Svetlana.

En las escaleras del metro nos despedimos. Me dio un beso en la boca de aúpa. Sentí de inmediato un abultamiento en mis pantalones. Supongo que ella también lo apreció porque me obsequió con una sonrisa de complicidad. Mientras se perdía en las entrañas del metro, me afirmé que si volvíamos a vernos tendríamos una cita en la cama.

Así, en plan Harry el Sucio, me dirigí al sex shop. Si los Ivanov no estaban allí no tardarían en aparecer. No me equivoqué. El Mercedes estaba aparcado en la puerta. El barrio no era lo que se dice de clase alta, por lo que el disparo había pasado desapercibido y la bofia no se había presentado. El local de Jacinto tenía muy buena insonorización. No obstante dudé que si se hubiera escuchado la detonación la poli hubiera hecho acto de presencia.

Entré llevando la bolsa de papel con el señuelo. Tania había regresado a su puesto aunque estaba visiblemente nerviosa. Pregunté por su jefe y los hermanitos. Estaban en el despacho con Lucy, me indicó con temblores. Al parecer la dominicana le estaba curando el estropicio que le había causado mi disparo. Le dije que me presentase y que les avisara de que traía la bolsa con el dinero. Para huevos los míos. Cuando la ucraniana entró en el tabuco yo fui detrás, apartándola, con la pipa en la mano.

¡Efecto sorpresa!

Pero para sorpresa la mía. Lo que me encontré fue un culo negro en pompa montándoselo con los hermanitos. La murciana era la que curaba a Moliner en un aparte. La impresión me impidió reaccionar. Escuché los disparos segundos después. Ionel y Trifon fueron rápidos en desenfundar y eso que Lucy ya les había desenfundado antes. Caí al suelo a plomo, como un mal especialista de spaghetti western. Mientras una neblina velaba mis ojos pensé que Jacinto había hecho una transacción cojonuda y la mierda no le salpicaría, ya que la organización jamás tomaría cartas en el asunto porque era yo el que había actuado por mi cuenta.

Y es que siempre lo dijo mi madre: que era muy bueno y que me implicaba demasiado en los asuntos de los demás, pero que los culos algún día me arrastrarían al infierno.

Interplanetaria

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