13 leyendas urbanas

De la chica en la curva a la dudosa fuente de suministro de carne de algunas hamburgueserías y restaurantes chinos, la imaginación popular ha forjado a lo largo de las últimas décadas mitos de nuevo cuño. Son las llamadas Leyendas Urbanas, a las que ahora acude un grupo de escritores jóvenes para elaborar relatos, cada cual a partir de una de esas leyendas, de trasmisión popular y certeza más o menos indemostrable. Trece Leyendas Urbanas, reformulación literaria de mitos actuales, al igual que ya se hizo en tiempos antiguos con los vampiros, fantasmas…

El Círculo de Escritores Errantes, responsable de los trece relatos de esta antología, es un colectivo de autores nacido a través de los intercambios personales en portales de literatura. Casi todos ellos son jóvenes veteranos, con antologías, premios y en algún caso novelas en su haber, que han unido sus fuerzas para empeños comunes como éste. Su primer volumen, de relatos consagrados al Terror, obtuvo una más que buena acogida de público y crítica. Y ahora nos presentan esta segunda creación colectiva, cristalizada alrededor de uno de los fenómenos más curiosos de la cultura metropolitana actual: las Leyendas Urbanas.

ANTICIPO:
El cielo ya comenzaba a probarse su traje de tarde, lo que se sumaba al escaso tráfico circulante por aquellas carreteras y al silencio salpicado de sollozos y suspiros para crear una sensación de quietud diametralmente opuesta a la agitación que dominaba los pensamientos del patriarca familiar. Sus esperanzas disminuían al mismo ritmo en que aumentaba su impotencia y la sensación de desastre inminente. Todo quedaba una vez más en manos del azar, lo que no resultaba muy tranquilizador teniendo en cuenta los últimos precedentes. En el mejor de los casos, si encontrara a los ladrones, no sabía cómo iba a arreglárselas para que le devolvieran lo que era suyo. Otra posibilidad que se le ocurría era que los ladrones descubrieran la naturaleza del fardo y se libraran de él, y entonces todo sería cuestión de que lo localizara antes que nadie, algo que también se le antojaba harto improbable. El resto de posibilidades aún eran peores.

Barajando esas hipótesis se encontraba cuando, como surgido de la nada, un patrullero de la Guardia Civil apareció en el retrovisor y les hizo señas para que se detuvieran. A don Evaristo le volvieron la taquicardia, los temblores y los sudores fríos. Pensaba que ninguna noticia buena le podían traer aquellos agentes, y sí el fin de su huída hacia ninguna parte y el principio de mayores desgracias.

Ya parado en el arcén, cuando vio por el retrovisor cómo se acercaba uno de los guardias, reconoció en su rostro las facciones del que ese mismo día le había parado.

—Buenas tardes —lo saludó el guardia con el mismo gesto militar de la otra vez, pero también con una sonrisa de complicidad en lugar de la hosquedad brindada en aquella ocasión.

—Buenas tardes.

—¿Puede usted apearse del automóvil, caballero?

—Claro, claro —trataba de recomponer su presencia de ánimo.

Ya fuera, el guardia lo tomó del brazo y se lo llevó hacia el coche patrulla.

—¿Qué, aún de regreso a casa? —rompió el silencio sin perder la sonrisa.

—Eh, sí, sí. —Se detuvieron junto al Patrol.

—¿Ningún problema?

—No, no, ningún problema —don Evaristo no cejaba en su nerviosismo.

—¿Ninguno?

—Bueno, no. No que yo sepa. —Aquellas insinuaciones lo estaban enervando aún más.

—¿No? ¿Y el bulto que llevaban sobre la baca hace unas horas tan sólo, cuando los paramos? —Se le heló la sangre a don Evaristo.

—Eh, no, bueno… esto… —No sabía qué decir.

—Tranquilícese hombre, que lo sabemos todo —fue lo que le faltaba por oír para que comenzaran a temblarle las piernas.

—No, de verdad… yo…

—No se preocupe. —Le puso una mano sobre el hombro—. Ya los hemos cogido. —Se quedó atónito don Evaristo—. En la venta había un ex compañero que nos avisó justo a tiempo y hace un rato que están en las dependencias. Así que ya está todo solucionado. También nos contaron lo de la familia que había salido en busca de los ladrones y fuimos a ver si los encontrábamos. Al final resulta que son ustedes.

—Eh, sí. Qué casualidad —dijo sonriendo bobaliconamente.

—Y ahora, ¿me puede decir qué pretendía yéndose usted solo a buscar a los ladrones? No me diga que es un héroe.

—No, yo sólo…

—No hace falta que me explique —le cortó una vez más—. Todos tenemos nuestros calentones y cometemos imprudencias. Pero así —miró hacia el lugar donde estaba el automóvil de don Evaristo—, con la familia… hay que pensárselo más de dos veces. ¿No cree?

—Sí. Por supuesto, agente.

—Bueno, si quiere recuperar sus efectos los tiene en el cuartel. Allí están revisándolo todo y almacenándolo en espera de que los recojan los dueños. Sólo tiene que seguir esta misma dirección y tomar el segundo desvío a la derecha. No tiene pérdida. —Y tal como lo dijo subió al coche patrulla y se marchó junto a su compañero.

Así que aquí estamos de nuevo, asistiendo al final de esta tragedia, junto a ese hombre asustado cuya única posibilidad es llegar al cuartel de la Guardia Civil y recoger su carga antes de que ninguna revisión descubra su secreto.

Como puede regresa al automóvil en el que los suyos lo esperan, y sin mediar explicación alguna toma a toda velocidad el camino que le han indicado, en lucha contra los hados y el tiempo. Los segundos se vuelven interminables a la sombra de tantas penurias, entre llantos quedos y hondos suspiros.

No mucho después ya divisan las beneméritas instalaciones y, a sus puertas, además de los vehículos reglamentarios, ven estacionados un par de camiones y algunos turismos particulares. Un halo de irrealidad pesa sobre todo mientras aparcan y esperan hasta serenar los ánimos en la medida de lo posible.

—Juani, necesito que me acompañes —dice en un susurro, y su alunada esposa lo acompaña, sin decir una sola palabra.

Tras el portón principal hay un patio, y en su centro una furgoneta azul rodeada de expectantes personas. La gente se mira con incredulidad y cuchichea, sin imaginar que la respuesta a sus preguntas ya está entre ellos.

Don Evaristo y su esposa se abren paso hacia el centro de todas aquellas atenciones, y en él descubren, tendido entre un lío de mantas y cuerdas, el cadáver amortajado de doña Lola. Los cuchicheos cesan cuando doña Juana se agacha junto al cuerpo de su madre, lo abraza y lo besa, y tanto ella como su esposo se convierten en el nuevo centro de atención.

La molinera cumplió el encargo del tío Cerezo.

Se pasó tres días acompañando a Fuensanta y quedándose a dormir con ella. Cuando ella misma no la acompañaba o se quedaba por la noche, se quedaba una de sus hijas y a veces las dos.

Los mozos no habían podido apercibirse de nada.

No habían olido al Chuchito.

Como si absolutamente el Chuchito no hubiese estado en el cortijo.

En la noche del tercer día, ya muy tarde, cuando todos en el cortijo dormían profundamente, llegó a él el tío Cerezo.

Llevaba una magnífica jaca de la mano, además de la en que montaba.

Los aparejos de aquella jaca, que era torda, se adaptaban perfectamente a la moda de la gente crua.

Aparejo jerezano, cabezón, pretal y atajarre con caireles de seda.

Manta jerezana sobre el aparejo.

Cincha muy vistosa y estribos vaqueros.

Colgando además del aparejo una escopeta a la derecha y a la izquierda un retaco.

Además, sobre la grupa de la jaca, una pequeña maleta con ropa blanca, y bajo ella unas cumplidas alforjas.

No se había olvidado nada.

Todo esto se veía a la luz de la luna, que por ser llena y estar la atmósfera muy despejada, era muy clara.

El tío Cerezo desmontó.

Ató las dos jacas a un árbol.

Dio la vuelta al cortijo.

Se acercó a una ventana baja y llamó a ella con los nudillos.

No le respondieron.

Tomó una piedra y llamó más fuerte.

A poco se oyó detrás de la ventana una voz fresca y sonora.

La voz de la Niña de Oro.

—¿Es usted, padre? —dijo.

—Sí, soy yo —contestó el tío Cerezo.

—Aquí está conmigo la señá Mónica.

—Dios se lo pague.

—Pues, güeno, espere usted a que nos vistamos.

—No os deis prisa, que la noche está muy hermosa.

El tío Cerezo se volvió hacia la parte anterior del cortijo.

Se sentó en un poyo que había bajo el emparrado y se puso a echar un cigarro de tabaco negro, que era el que entonces fumaba la gente común.

Pocos minutos después se abrió silenciosamente el portalón del cortijo.

El interior estaba a oscuras.

El tío Cerezo entró de tapadillo en su casa como hubiera podido entrar un amante o un ladrón.

Fuensanta lo llevó a su cuarto.

Allí había luz.

Una lámpara ardía delante de una imagen mal pintada al óleo de Nuestra Señora de la Fuensanta.

La señá Mónica estaba allí a medio vestir.

En faldas y arrebujada en un pañolón.

Pero en fin, honesta.

No tenía descubiertos más que la cabeza, los brazos hasta el codo y desde la mitad las robustas piernas y los gruesos pies descalzos y desnudos.

—Pus a mí —dijo el tío Cerezo— no me jase falte más que una lus pa abrir el escondite y sacar al amigo.

Fuensanta salió a la cocina y volvió con un farol.

Lo encendió en la luz de la lámpara y se lo dio a su padre.

—¡Ea! —dijo el tío Cerezo—. A acostarse, güenas jembras, que todavía queda mucha noche pa dormir, y yo no golveré jasta mañana cuando amanesca pa entrar en público.

—¿Y quién va a cerrar la puerta? —dijo Fuensanta.

—Es verdad, no había caído en ello.

—Y aluego —dijo la señá Mónica— que estando Fuensanta para casar con el Chuchito no está desente ni es formaliá que el Chuchito se vaya sin poer despedirse de eya.

Eso sería lo de menos —dijo el tio Cerezo—, que en habiendo buen querer, too loemás sobra, y ya tienen tiempo de verse y jablarse antes de que se casen, pero si ha de estar presenta a la despedía, póngase osté más decente, señá Monica, échese osté las sayas y cálsese osté.

—Pa que osté no reparase en too —dijo la señá Mónica.

Cuando se muera su señor de osté, que muchos años viva, hablaremos, prenda —dijo el tío Cerezo.

Y salió.

Las dos mujeres se pusieron a acabar de vestirse.

Apenas estaban dispuestas, cuando se oyeron pasos en la cocina.

A seguida entraron en el cuarto el tío Cerezo y el Chuchito, no sin preguntar antes el tío Cerezo si se podía entrar.

El Chuchito estaba completamente restablecido.

Aparecía fuerte y gallardo.

Era buen mozo.

No tenía de repulsivo más que el color cetrino, el ojo remellado, la cicatriz acosturada de la cuchillada que le cruzaba la parte izquierda del semblante, y su ferocidad de lobo.

Pero la parte no estropeada de la nariz, y el ojo derecho, eran hermosísimos.

Tenía además una hermosa cabellera negra y luciente que le salía en rizos por debajo del pañuelo.

La señá Mónica miraba al bandido con avidez y asombro, como se mira por la mayor parte de las gentes a un hombre de una celebridad inmensa cuando se le ve por primera vez.

La celebridad causa fascinación.

A la señá Mónica se le encandilaron los ojos, y le pareció el Chuchito el hombre más hermoso del mundo.

Una cosa muy grande.

Suspiró de envidia.

Ella hubiera dado cualquier cosa porque una de sus hijas hubiera estado tratada a casar con él.

Y se asombraba la señá Mónica de que Fuensanta, cuando se iba a ir, a separarse de ella un novio semejante, estuviese tan natural, como si tal cosa.

Y era que Fuensanta tenía por el Chuchito períodos de encanto y de desencanto, y estaba en aquellos momentos en el período de calma.

De desencanto.

Como si dijéramos, bajo cero.

Por el contrario, el Chuchito estaba a una temperatura tórrida, a ciento sobre cero.

El ojo que tenía sano le relampagueaba.

Echaba fuego.

Y el otro, por la abertura que le dejaba lo remellado, echaba chispas.

Se comía con la mirada a Fuensanta.

Y en verdad que la muchacha estaba fresca, fresquísima, lanzando de sí un embriagador y delicioso perfume de juventud, de salud, de hermosura, de vida, y sus abundantísimos cabellos recogidos de cualquier manera, producían un efecto que ningún otro peinado hubiera podido producir.

—Yo no me voy, que yo me queo —le dijo asiéndola una mano—, porque si se va mi cuerpo se quea aquí mi alma; y yo creo que osté, señora, no tratará mal un alma que tan bien la quiere.

—Yo no tengo más que una palabra —dijo Fuensanta— y aunque no se dejara osté aquí nada, siempre me encontraría osté a mí, hoy como ayer, y mañana como hoy.

—¡Lo dise osté de una manera!…

—Con la lengua que tengo —dijo Fuensanta—; pues qué, ¿quería osté que se lo dijese cantando o llorando? Ni lo uno ni lo otro; si no nos morimos osté vendrá cuando quiera.

—Pus no hay naa que disir —dijo el Chuchito—: muchas grasias por too, jasta por el tiro. Vamos, señó Cerezo, que los muchachos que me están esperando tendrán ya perdía la pasiensia, con que, jasta la vista, que sea pronto, y repito las grasias, y mandar.

Y haciendo un violento esfuerzo, como si para salir de allí hubiera tenido necesidad de arrancarse el alma, salió.

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