← Los doce clanes Scott Pilgrim contra el mundo (Vol. 2) → Alejandría diciembre 06, 2009 1 Opinión Lindsey Davis Género : Negra Incluso un investigador romano tiene derecho a unas vacaciones, y si su esposa procede de una familia aristocrática, no es de extrañar que desee ampliar su cultura visitando alguna de las siete maravillas del mundo. Tal es el caso de Marco Didio Falco, que se embarca con destino a Alejandría para contemplar el Faro y la celebérrima biblioteca. Pero, tratándose de Falco, no tarda en aparecer un cadáver… Sólo Lindsey Davis, galardonada con el Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza por el conjunto de su obra, es capaz de situar una novela histórica en el antiguo Egipto sin rozar siquiera ninguno de los topicos del género: aquí no hay ni faraones, ni respeto por los gatos sagrados, y las pirámides se limitan a hacer una breve aparición a lo lejos. Didio Falco sigue en forma y es sin duda el investigador privado más emocionante y escandaloso en activo. No hay que perdérselo. ANTICIPO: Casio se había entregado en cuerpo y alma a la velada. Casi todo salió bien. La decoración y algunos de los platos eran magníficos. Sirvió pescado a la parrilla con salsa alejandrina. Aunque Casio lo veía como un cumplido a Egipto, mi opinión era que a cualquier invitado del lugar le parecería sin duda que la receta no estaba a la altura de la preciada versión de su madre. Casio estaba pidiendo a gritos que lo informaran de que, actualmente, las ciruelas damascenas deshuesadas eran un tópico, y de que toda la gente importante utilizaba pasas de Corinto en sus salsas… Por otro lado, Casio comentó en voz baja que no hubiera podido adiestrar a los cocineros a tiempo para elaborar una buena receta romana. Tenía miedo de que el jefe repostero lo acuchillara si le pedía que lo intentara. Peor todavía, sospechaba que el hombre había intuido la posibilidad de que le pidieran que cambiara su repertorio, y quizá ya hubiera envenenado los buñuelos de miel. Le sugerí a Casio que se comiera uno para comprobarlo. Finalmente, el bibliotecario hizo acto de presencia, aunque llegaba tarde. Tuvimos que soportar el nerviosismo de Fulvio durante una hora, pues ya estaba convencido de que lo habían desairado. Llegado el momento, mientras el hombre se quitaba los zapatos y lo ponían cómodo, Fulvio nos quiso hacer creer que llegar tarde era una costumbre del lugar, un cumplido que implicaba que el invitado se sentía tan a gusto que tenía la sensación de que el tiempo no tenía importancia… o alguna majadería por el estilo. Vi que Albia lo miraba fijamente con unos ojos como platos; ya se había asustado al ver el atuendo de mi tío, que llevaba una de esas prendas holgadas para las grandes cenas, de ésas que llaman «síntesis», confeccionada en gasa de un vivo color azafrán. Al menos el bibliotecario le había traído a Fulvio un tarro de higos en conserva a modo de obsequio, lo cual solucionaría el problema del postre si Casio caía redondo después de probar los buñuelos. El hombre se llamaba Teón. A primera vista parecía aceptable, pero iba vestido con una ropa que debería haber llevado a la lavandería por lo menos quince días atrás. Nunca habían sido unas prendas elegantes. El hombre lucía una barba rala y descuidada, y su túnica de diario colgaba sobre su cuerpo enjuto como si nunca comiera como es debido. O le pagaban tan poco que no podía vivir de acuerdo con su honorable posición, o era dejado por naturaleza. Puesto que yo, a mi vez, soy cínico por naturaleza, supuse esto último. En la cena, Casio nos colgó a todos unas guirnaldas especiales y, a continuación, nos indicó dónde debíamos sentarnos. Por su proceder, todo estaba delicadamente estudiado. La intención era que hubiera tres platos formales, aunque el servicio tenía curiosidad y la distinción no quedó muy clara. Con todo, entablamos conversación con diligencia siguiendo los turnos correctos: el aperitivo se dedicó al tema del viaje de mi grupo. Helena, que hacía de nuestra portavoz, nos ofreció una graciosa alocución sobre el tiempo, el capitán del barco mercenario y nuestra parada en Rodas… destacando la observación de los gigantescos pedazos del Coloso caído y de la estructura de piedra y metal que lo hubiera sostenido eternamente en pie de no ser por el terremoto. -¿Aquí sufrís muchos terremotos? -preguntó Albia al tío Fulvio en un griego sumamente esmerado. Estaba aprendiendo el idioma y tenía instrucciones de practicarlo. Nadie diría que en otro tiempo esta pulcra y seria joven había deambulado por las calles de Londinium siendo una golfilla que podía espetar «¡Piérdete, pervertido!» en más idiomas de los que Cleopatra hablaba con elegancia. Como padres adoptivos, nos sentíamos orgullosos de ella. Helena había creado un manual de conversación para nuestra hija adoptiva que incluía la pregunta con la que Albia se había lanzado con dulzura para romper el hielo. Yo agasajé a los presentes con más ejemplos. -La siguiente frase continúa con el tema volcánico: «Por favor, disculpa que mi esposo se haya tirado un pedo durante la cena; tiene una dispensa del emperador Claudio». Una nota a pie nos recuerda que es cierto; todo romano disfruta de ese privilegio por cortesía de nuestro frecuentemente vilipendiado ex emperador. Si deificaron a Claudio, fue por un buen motivo. Albia logró devolver el decoro a la conversación. -Mi frase favorita es: «Ayúdame, por favor; mi esclavo ha expirado de una insolación en la basílica». Helena sonrió. -Pues yo estaba particularmente orgullosa de: «¿Podrías decirme dónde hay un boticario que venda callicidas baratos?», que tiene una continuación: «Si necesito alguna otra cosa de naturaleza más delicada, ¿puedo confiar en su discreción?». El tío Fulvio hizo gala de un inesperado buen humor e informó a Albia con frases pronunciadas lentamente: -Sí, en este país hay terremotos, aunque por fortuna la mayor parte de ellos son leves. -¿Causan muchos daños, si se puede saber? -Siempre cabe esa posibilidad. Sin embargo, esta ciudad lleva existiendo cuatrocientos años sin ningún percance… -Albia tenía problemas con los números griegos, y empezó a entrarle el pánico. El bibliotecario había estado escuchando con expresión inescrutable. Cuando llegaron los primeros platos, cambiamos de tema, por supuesto. Yo me concentré educadamente en las cuestiones locales. Apenas había comentado si se esperaba mucho calor durante nuestra estancia, cuando Aulo me interrumpió y se puso a explicar cómo le había ido aquella mañana en el Museion. Aulo podía llegar a ser muy grosero. Ahora el bibliotecario supondría que lo habían invitado para poder suplicarle una plaza para Aulo. Teón fulminó con la mirada al aspirante a estudioso. No debió de impresionarle lo que vio: un tipo malhumorado y agresivo de veintiocho años, que hacía tiempo que tendría que haberse cortado el pelo y, con tan pocos modales, que cualquiera podía darse cuenta de por qué no había seguido los pasos de su padre en el Senado. Sin embargo, nadie imaginaría que Aulo había pasado un período rutinario como tribuno en el ejército, e incluso un año en la oficina del gobernador en la Hispania Bélica. En Atenas, se había dejado una barba como la de los filósofos griegos. A Helena le aterrorizaba que su madre se enterara. Ningún romano honesto lleva barba. El acceso a buenas navajas de afeitar es lo que nos distingue de los bárbaros. -Las decisiones sobre las admisiones las toma el Museion… no está en mis manos -advirtió Teón. -Oh, la cosa no va por ahí, querido huésped. Utilicé mi encanto -dijo Aulo con una sonrisa triunfal-. Me aceptaron enseguida. -¡Por el Olimpo! -se me escapó-. ¡Menuda sorpresa! Teón pareció pensar lo mismo. -¿Y tú a qué te dedicas, Falco? ¿Has venido por la educación o por el comercio? -Sólo es un viaje para visitar a la familia y dedicar un tiempo moderado a visitar los lugares de interés. -Mi sobrino y su esposa son unos viajeros intrépidos -terció el tío Fulvio con una sonrisa radiante. Él tampoco se quedaba atrás a la hora de hacer turismo, aunque no había salido del Mediterráneo, mientras que yo había estado en zonas más remotas: Britania, Hispania, Germania, la Galia… Mi tío se estremecería con sólo pensar en todas esas lúgubres provincias con su abundante presencia de legionarios y ausencia de influencia griega-. Y sus actividades guardan relación con asuntos imperiales, ¿eh, Marco? Y he oído que te dedicaste al Censo hace no demasiado tiempo, ¿verdad? Falco está muy bien considerado, Teón. Bueno, sobrino, cuéntanos, ¿quién va a ser objeto esta vez de una penetrante auditoría? Si Casio no estuviera colocado entre nosotros en su diván, le hubiese dado un puntapié a Fulvio. Es típico que los parientes hablen más de la cuenta. Hasta ese punto el bibliotecario nos había visto como los habituales extranjeros poco leídos que querían ver las pirámides. Por supuesto, ahora su mirada se agudizó. Helena le sirvió un poco de cerdo «con dos rellenos» y lo resolvió con eficiencia: -Mi esposo es informante, Teón. Sí que es cierto que hace dos años llevó a cabo una investigación especial sobre la evasión del Censo, pero su trabajo en Roma consiste principalmente en comprobar los antecedentes de las futuras parejas para el matrimonio. La gente tiene una percepción equivocada de lo que hace Falco, aunque de hecho su labor es comercial y rutinaria. -Los informantes nunca suscitan simpatías -comentó Teón no del todo con sorna. Me limpié los dedos pegajosos en la servilleta. -La fama se hereda. Habrás oído hablar de hombres deshonestos entre mis colegas de profesión que, en el pasado, informaban a Nerón sobre la fortuna de sus ciudadanos para que éste los llevara ajuicio con acusaciones falsas, de modo que pudiera quedarse con sus posesiones. Los informantes, por supuesto, sacaban tajada de todo ello. Vespasiano puso fin a ese chanchullo…, y no es que yo haya tenido nada que ver en dicho asunto. Hoy en día todo son cuestiones de poca monta. Impugnar herencias para viudas esperanzadas o ir a la caza de socios fugitivos de pequeños negocios cargados de deudas. Ayudo a los ciudadanos a evitar algún mal trago que otro; sin embargo, para el mundo en general mi trabajo sigue teniendo la misma fragancia que un sumidero obstruido. -¿Y qué haces para el emperador? -El bibliotecario no iba a dejarlo correr. -La gente está en lo cierto. Desatasco obstrucciones tóxicas. -¿Eso requiere habilidad? -Sólo unos hombros fuertes y saber cuándo aguantar la respiración. -Marco está siendo modesto. -Helena era mi mejor seguidora. Le guiñé un ojo con picardía, dando a entender que si nuestros divanes estuvieran juntos le hubiera dado un apretón. Eso iba en contra de las convenciones sociales, pero a mí no me preocupan esas minucias. Helena vestía de rojo oscuro, un color que le proporcionaba un brillo seductor, y llevaba un collar de oro. Se lo había comprado yo después de una misión particularmente rentable-. Es un investigador de primera con unas habilidades excepcionales. Trabaja con rapidez, discreción e inquebrantable humanidad. -«Yes un pulpo», me dijeron sus ojos oscuros desde el otro extremo del semicírculo de divanes. Mandé más mensajes oculares privados a Helena. Teón se había dado cuenta de que pasaba algo, pero aún no había averiguado que se trataba de simple lascivia. -La noble Helena Justina no sólo es mi esposa, sino que además es mi contable, gerente y publicista. ¡Si Helena decide que necesitas un agente de investigación, con buenas referencias y precios asequibles, te arrancará un corretaje, Teón! Entonces Helena nos dirigió una radiante sonrisa a todos. -¡Este mes no, cariño! ¡Estamos de vacaciones en Egipto! -¡Pero Argos, el que todo lo ve, nunca duerme! -Ahora fue Aulo quien abrió de nuevo el pastel con aire pomposo. Estaba rodeado de idiotas. Nadie tenía la más mínima idea de lo que era la discreción… bueno, exceptuando a Casio, que estaba tan agotado por sus esfuerzos de todo el día que se había quedado dormido con la barbilla apoyada en el antebrazo. Un antebrazo sumamente peludo que sobresalía de unas vestiduras de manga ancha de diseño africano. -Una alusión a los clásicos, ¿eh? -Helena le dio unos golpes en broma a su hermano con el extremo de una cuchara para el marisco-. Marco prometió que sería todo mío. Ha venido aquí a pasar unos días conmigo y con las pequeñas. Me puse a comer de mi cuenco con cara de inocente tesoro doméstico. Entonces, Helena dio un brusco pero hábil viraje y empezó una charla educada sobre la Gran Biblioteca. Teón parecía estar dispuesto a ignorar a Helena. Me honró con una queja profesional: -Debes de pensar que la Biblioteca es la institución más importante de la ciudad, Falco, pero a efectos administrativos cuenta menos que el observatorio, el laboratorio médico… ¡e incluso que el zoo! Tendrían que agasajarme y en cambio me acosan a cada momento mientras que a otros les tratan con deferencia. Por tradición, el director del Museion es un sacerdote, no un erudito. No obstante, él incluye en su título «Jefe de las Bibliotecas Unidas de Alejandría», en tanto que yo, que estoy a cargo de la colección de conocimientos más famosa del mundo, soy simplemente su conservador y tengo menos importancia que él. ¿Y por qué el Faro, una simple fogata en lo alto de una torre, goza de tanta fama cuando la biblioteca es la verdadera almenara, una almenara de la civilización? -En efecto -Helena le siguió la corriente, haciendo a su vez caso omiso de su intento de ignorar a las mujeres-. La Gran Biblioteca, Megale Biblotheca, debería ser una de las Maravillas del Mundo. He leído que Ptolomeo Soter, que fue el primero que empezó a fundar un centro de erudición universal en este lugar, decidió reunir no sólo literatura helénica, sino «todos los libros de los pueblos del mundo». No reparó en gastos ni en esfuerzos. -Estaba claro que la investigación de Helena no impresionó a Teón. A las mujeres no se les permitía estudiar en su biblioteca, y tuve la impresión de que rara vez se mezclaba con ellas. Era dudoso que estuviera casado. Los intentos de adulación por parte de Helena se toparon con una expresión abatida, malhumorada y grosera. Era un hombre difícil. Helena, probablemente desesperada, hizo sonar un montón de pulseras y planteó una pregunta obvia-. Dime, ¿cuántos rollos tenéis? Fue como si el bibliotecario hubiera mordido un grano de pimienta. Palideció y se atragantó. Fulvio tuvo que darle unas palmadas en la espalda. El alboroto despertó a Casio de su cabezada, de manera que Teón también le ofreció una mirada de reproche como si la culpa fuera de la comida. Casio se sumó a la conversación como si no se hubiera dormido y dijo entre dientes: -¡Por lo que se oye sobre la famosa biblioteca, los gorrones de los eruditos tienen una espantosa falta de moralidad, y todo el personal está tan descorazonado que han estado a punto de rendirse! -Era la primera vez que veía al compañero de mi tío revelar su lado dispéptico. Todas las cenas son iguales. Entonces, en el preciso momento en que Aulo obligaba al bibliotecario a beberse una taza de agua -agarrándolo de una forma que indicaba que de verdad nuestro chico había estado en el ejército-, aparecieron dos figuritas descalzas y patéticas en la puerta: Julia y Favo-nia con los ojos desorbitados, berreando porque se habían despertado solas en una casa extraña. El tío Fulvio gruñó. Helena y Albia se pusieron de pie de un salto y salieron a toda prisa de la habitación para llevarse a las niñas de vuelta a la cama. Albia tendría que haberse quedado con ellas. Cuando Helena regresó al comedor, ya habían servido el tercer plato y los esclavos se habían retirado. Los hombres habíamos intensificado el ritmo de nuestra ingestión de vino, y estábamos hablando de carreras de caballos. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »
Terencio on 25 enero, 2010 at 9:31 am El libro es absolutamente prescindible. Los derroteros de su trama detectivesca parecen haberse decidido por azar y el intento de la autora de dar interés al libro a base de supuestamente cuidadas ambientaciones históricas, naufraga como si el faro de Alejandría (pesadamente presente en la novela) se hubiera apagado en una noche de tempestad. Sólo apto para incondicionales del detective Falco (si es que los hay). Nuevamente he sido víctima de un regalo navideño. Répondre