← Este libro está maldito La solución final → Alejandro Magno y las águilas de Roma junio 26, 2007 9 Opiniones Javier Negrete 323 antes de Cristo. A los 33 años, Alejandro Magno, el mayor conquistador de la historia, está destinado a morir en Babilonia. Pero Néstor, un misterioso médico que dice haber sido enviado por el oráculo de Delfos, aparece en el instante preciso para salvar su vida. Seis años después del intento de asesinato y tras casi dos décadas de incesantes campañas en Asia y Grecia, Alejandro ha vuelto sus ojos hacia las riquezas de Occidente. En su camino hacia el dominio del mundo conocido, sólo se interpone la mayor potencia militar de Italia, una ciudad que al igual que el propio Alejandro está convencida de la grandeza de su destino: Roma. Es el momento de decidir quién ostenta la supremacía en el Mediterráneo, si las falanges macedonias o las legiones romanas. Los augures y profetas advierten de grandes catástrofes, pues el cometa Ícaro, que apareció al mismo tiempo que Alejandro volvía a nacer en Babilonia, crece noche a noche en el firmamento. Aún peor, los cálculos del extravagante astrónomo Euctemón predicen que, como en el mito, Ícaro se precipitará sobre la Tierra. Y mientras tanto, Alejandro y Roma se disponen a librar la gran batalla de la Antigüedad en las faldas del monte Vesubio. ANTICIPO: Ninguno de los dos bandos parecía tener prisa. A Néstor, que lo observaba todo desde unas rocas con su criado Boeto, no le extrañaba. Pese a las escuetas líneas con que Eumenes despachaba las batallas en sus Efemérides Reales («Nuestros hombres se enfrentan con los tracios, desbaratan su formación, les ponen en fuga y los aniquilan»), lo cierto es que eran largas, sucias, ruidosas, sangrientas, frías. Sí, la sensación que más recordaban los soldados heridos era la del frío del acero penetrando en sus cuerpos. Tenías que armarte de mucho valor para embestir contra las armas aguzadas de los enemigos sabiendo que ellos estaban calculando la forma de clavártelas mejor entre los ojos o en los testículos. Por eso la mayoría de los soldados se hartaban de vino antes de combatir; no por cobardía, sino a sabiendas de que tenían que cumplir con su trabajo y el vino les ayudaba a ello. El vino hace desdeñar las consecuencias de los actos, o más bien embota la imaginación de lo que puede pasar en el futuro, sea inmediato o lejano. Y lo que menos debe poseer un soldado es imaginación, porque le paraliza, y lo peor que puede hacer es pensar en el futuro, porque no tiene. Sófocles paseó por delante de las tropas, que aún mantenían las sarisas en alto y encajadas en sus bolsas de cuero, una novedad ideada por el general Crátero durante la última campaña de Grecia: con las cujas, los brazos de los soldados no se cansaban en balde antes de entrar en combate, y de paso las picas parecían aún más altas e imponentes. «¡Honor…!, ¡… salvación…!, ¡…bárbaros…!». A Néstor le llegaban palabras sueltas de la soflama. «¡…proteger a la esposa de Alejandro…!». Era buena idea mencionarla. Alejandro no estaba presente, pero su nombre infundía aún más valor que el vino, y de paso se recordaba a los soldados que, si luchaban por Agatoclea y evitaban que cayese en poder de los enemigos, el rey sabría recompensarlos. Los romanos también habían formado su frente, aunque las lanzas que sobresalían de sus escudos no eran ni mucho menos tan largas. Un jinete con una cimera roja pasaba delante de ellos sobre un caballo blanco; sin duda les estaba arengando a su vez. Néstor se preguntó qué les estaría diciendo para animarles a que corrieran a ensartarse en las sarisas macedonias que habían conquistado la mitad del orbe conocido. Ahora lo habitual era que ambos ejércitos avanzaran lentamente al encuentro hasta encontrarse más o menos a un estadio, donde se hacía otra parada. Pero Sófocles, que estaba a la defensiva y tenía los flancos cubiertos, lo que de momento hacía inútil la caballería del enemigo, no se movió. —Esos cabrones tampoco dan un paso —dijo Boeto. —A lo mejor están esperando refuerzos. —Si es eso, entonces habría que atacarles ahora mismo. Como buen griego, Boeto era aficionado a la estrategia de salón. Aún así tenía razón: puesto que las circunstancias favorecían de momento a los macedonios, había que aprovecharlas. Pero en ese preciso momento, sonaron las tubas y los romanos enarbolaron sobre sus cabezas unos estandartes amarillos y púrpuras. De sus filas se adelantaron varios grupos de infantería ligera, cincuenta o sesenta hombres. Iban armados con pequeños escudos redondos y con venablos, y se acercaron corriendo a la falange entre gritos y aullidos lobunos. De hecho, Néstor habría jurado que las pieles que les cubrían hasta la cabeza eran de lobo, aunque de lejos no podía asegurarlo. Sin llegar a acercarse mucho, aquellos escaramuceros lanzaban sus jabalinas y se daban la vuelta. Los hoplitas, que aún tenían las sarisas en alto, se cubrieron con sus escudos, pero no les hubiera hecho mucha falta, ya que la mayoría de los venablos cayeron en tierra de nadie: los hombres-lobo no se atrevían a aproximarse más por miedo a los arqueros, así que disparaban cuanto antes y luego huían corriendo en zigzag para esquivar las flechas. Aún así, unos cuantos quedaron tendidos en el suelo; sus compañeros los recogieron y los arrastraron tras las filas de los legionarios. El hombre del penacho rojo desmontó de su caballo y se puso delante, junto con sus hombres. Era evidente que se disponían a avanzar, y Sófocles decidió que había llegado el momento. —¡SARISAAAAS… AL FRENTE! Los hoplitas de la primera fila se pusieron casi de costado para reducir su perfil, bajaron las sarisas hasta la horizontal y gritaron «Aléxandros!». A continuación lo hizo la segunda, y las puntas de sus picas se proyectaron casi pegadas a las de sus compañeros mientras exclamaban «Nike!»(1). La tercera fila volvió a cantar «Aléxandros!», a lo que la cuarta respondió «Nike!». Por fin, cuando los hombres de la quinta colaron sus sarisas por el escaso hueco que les quedaba y cantaron «Aléxandros!», toda la falange al unísono rugió «NIKEEEE!». Néstor se miró el antebrazo. Por muy pueril que pudiera parecerle aquel alarde, siempre le ponía el vello de punta. Al presenciar aquel espectáculo, los guerreros que no eran griegos solían reaccionar de dos maneras: o bien rompían filas y huían como conejos o, si eran bárbaros que anteponía el coraje a todo lo demás y de paso se habían atiborrado de vino, cerveza o leche fermentada, cargaban a título individual entre alaridos y, también a título individual, se ensartaban en las puntas de acero. Pero los romanos no hicieron ni lo uno ni lo otro. Las tubas volvieron a sonar y ellos se pusieron en marcha, marcando el paso al compás. Conforme se acercaban, Néstor pudo apreciar mejor las armas de los legionarios. Llevaban escudos ovalados y pintados de rojo que les cubrían desde la nariz hasta más abajo de las rodillas; por encima de ellos sobresalían las puntas de sus lanzas y sobre sus cabezas ondeaban largas plumas de colores. —Es increíble —comentó Boeto—. Han dejado detrás tropas de reserva. Caminando a casi cien pasos por detrás de los otros iba otra unidad de infantería de línea, tal vez cincuenta o sesenta hombres. Néstor veía lógico que reservaran a los escaramuceros, y también a la caballería, ya que de momento ésta no tenía flancos abiertos por los que atacar. Pero, ¿por qué apartar también a esos otros legionarios, cuando estaban en inferioridad numérica? Ahora que los romanos avanzaban en formación, era evidente que su frente no superaba en anchura al macedonio, y sólo tenían cinco filas de fondo por las ocho de la falange de Sófocles. —Qué huevos —resumió Boeto. Los arqueros de las alas griegas se adelantaron un poco y dispararon un par de andanadas; los romanos se encorvaron tras sus escudos y apenas sufrieron bajas. Cuando estaban a menos de un estadio de distancia, se decidieron a cargar, aunque no como Néstor se esperaba. La línea del frente se quebró, no de forma irregular, sino siguiendo un esquema entrenado a conciencia. Tres formaciones se desgajaron de las demás en damero, empezando por el ala derecha, y se lanzaron al paso ligero mientras que las otras tres se quedaban un poco rezagadas. Los romanos lanzaron su grito de guerra, y su alarido no fue menos sonoro que el de los griegos: —MARS ET QUIRINE! ROMA VICTRIX! Esto me da mala espina, pensó Néstor. Una acción tan contraria a la lógica militar debía tener algún motivo. Las formaciones de infantería de línea intentaban no ofrecer huecos, pues los costados eran su punto más vulnerable y resultaba preferible protegerlos con los cuerpos y los escudos de los compañeros que dejarlos al descubierto. Pero era evidente que a los romanos no les importaba romper su propia falange. Corrieron con los escudos en alto, cubriéndose de las flechas que les disparaban los arqueros griegos, y sólo tres o cuatro de ellos cayeron al suelo. Después, cuando llegaron a unos treinta pasos de las sarisas, se oyó una orden seca. —PILA! Los que corrían en cabeza se frenaron y arrojaron sus armas. Lo que Néstor había creído lanzas eran en realidad jabalinas que silbaron girando en el aire. Tras aquella andanada llegó otra, y otra más. Los romanos debían nacer ensayando esa maniobra tan complicada: cada vez que un soldado arrojaba su proyectil, aprovechaba el impulso para desplazarse un paso a la izquierda y dejar hueco al siguiente hombre, quien, tras disparar a su vez, también se apartaba ofreciendo un pasillo al próximo. Las jabalinas cayeron sobre los macedonios, algunas en altas parábolas y otras en trayectorias más rectas y dañinas. Por fin se desataron los ruidos del combate: el impacto sordo y contundente del acero contra la madera, el rechinar más agudo del metal sobre el metal, los pies crujiendo en la arena, las voces de mando, los insultos, los aullidos. Néstor vio cómo en las primera filas caían más hombres de los que se esperaba, y le inquietó observar que las puntas de las sarisas se movían a los lados y se trababan entre sí, y que se oían más gritos de perplejidad y consternación que de dolor. Para su asombro, muchos hoplitas se desprendían de los escudos y los dejaban caer al suelo entre maldiciones. Las tres unidades romanas que habían quedado rezagadas arrancaron a correr y lanzaron sus venablos de la misma forma. Todo se desarrollaba a una velocidad vertiginosa: cuando las tres formaciones del segundo escalón no habían agotado aún sus proyectiles, las tres primeras, espada en mano, ya se estaban arrojando como suicidas contra las sarisas. No, como suicidas no, se corrigió Néstor. Porque ahora el enorme erizo de la falange presentaba calvas y tenía muchas púas torcidas. Los romanos, agazapados tras sus amplios escudos, los movían de un lado a otro para apartar las puntas de las picas y aprovechaban los huecos para llegar al cuerpo a cuerpo, o de lo contrario esperaban con paciencia. Durante un rato fue difícil apreciar lo que estaba pasando. Había un frente de choque confuso, zigzagueante, y las sarisas de las últimas filas ondulaban como mieses al viento sin llegar a bajar del todo, porque no tenían espacio para hacerlo. Mientras los macedonios y romanos que estaban en contacto hacían chocar los escudos y trataban de acuchillarse por encima y por debajo de ellos, los soldados que se encontraban detrás empujaban y jaleaban a los suyos e intentaban aprovechar el menor hueco para pinchar a un enemigo en los muslos o en las ingles. —Ahí van los nuestros —dijo Boeto, señalando hacia la zona derecha del campo. Por allí un grupo de arqueros estaba moviéndose entre los árboles que crecían en el arranque de la ladera, con la evidente intención de sorprender a los romanos por la espalda. Pero los jinetes vieron de lejos la maniobra y cargaron contra ellos, seguidos por veinte o treinta de sus escaramuceros. Cayeron dos romanos de caballería, pero a cambio dieron cuenta de ocho arqueros. Uno de los jinetes levantó su lanza en el aire mostrando como trofeo los intestinos de un enemigo ensartados en su moharra, y aquello terminó de desbaratar a los griegos, que se retiraron tras la espesura. Volvieron a sonar las tubas de metal, y Néstor y Boeto devolvieron su atención al campo de batalla principal. Los legionarios estaban retrocediendo. Lo hacían en buen orden, sin dar la espalda a los romanos. Entre insultos y baladronadas, se retiraron a unos treinta pasos de distancia arrastrando con ellos a sus heridos. Los macedonios también recularon unos pasos para dejar los cuerpos de los caídos en la parte de terreno que debían recorrer los romanos si querían volver a atacar. Néstor trató de calcular las bajas. Aunque no era fácil diferenciar los cuerpos de unos y otros, cubiertos de polvo y entremezclados en postreros abrazos, le pareció que los romanos muertos no llegaban a diez, mientras que los macedonios triplicaban esa cifra. Consultó la ampolleta del reloj, al que había dado la vuelta al empezar los primeros escarceos de la infantería ligera. Había pasado poco más de un cuarto de hora. Los choques directos no solían durar más, pues por mucho que Homero celebrase las inacabables matanzas de Aquiles junto a las aguas del río Escamandro, el esfuerzo de sostener el escudo en alto y golpear una y otra vez con las armas no se podía mantener mucho tiempo. (1) – Victoria Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »
Martin on 17 mayo, 2007 at 3:52 pm Lástima de 20 euros. En fin, tendré que dejar de tomarme 3 copas de garrafón este finde… ¿alguien que lo haya leído puede ir adelantando algo? Répondre
Wamba on 17 mayo, 2007 at 7:04 pm La verdad es que me ha sorprendido, pore no hace mucho leí para la misma Minotauro un libro de Stephen Baxter llamado Emperor, que era el primero de una trilgía llamada Time´s tapestry y que también planteaba (se suponía) una historia alternativa en la antigüedad. Pero hasta ahí cualquier similitud, porque, para empezar, no había ucronía por ningún lado. De hecho, era una novela histórica (bastante bueno, EMHO), pero carecía de ningún elemento fantástico, de ci-fi, terror o similar que justificara su publicación por Minotauro. Pero cuando he visto la de Negrete me he sorprendido realmente mucho. Si es que Auster tiene razón: el azar y las coincidencias tigen el mundo. Eso sí: a tú pregunta no uedo responder, pq no tengo ni idea de cómo está. Aunque siendo Negrete y conociendo lo que ha escrito hasta ahora, supongo que no estará mal (aunque de un tiempo a esta parte no me atrevo a suponer más que con la boca chica, que luego uno se lleva cada susto…). Répondre
Rastan on 14 junio, 2007 at 5:45 pm Para mí es una muy buena novela, las 2 que he leído de este autor (La otra fue la de "Amada de los dioses") me han gustado mucho, y al margen de la ucronía no mete elementos fantásticos en la trama. La descripción de batallas se ve que está muy bien documentada. Parece que habrá una continuación a esta novela. Un saludo, Nacho. Répondre
NormanBates on 14 junio, 2007 at 6:15 pm Empieza bien, pero cincuenta páginas no son significativas en una novela de más de 500. Répondre
An on 26 junio, 2007 at 12:24 pm Se le pueden hacer preguntas e imprecaciones al respecto en http://videochat.ozu.es/?jnegrete Répondre
Orlando on 26 junio, 2007 at 11:38 pm Es impresionante: pocas veces en mi vida habia encontrado una sarta de memeces de tal magnitud, se merece un enhorabuena. Répondre
coronel pike on 29 junio, 2007 at 9:03 am Es una muy buena novela, sí señor. Aconsejable 100%. ¿Alguien sabe si para la batalla final se ha inspirado en alguna batalla histórica? ¿Cannas? Un saludo a todos. Répondre
akcel on 19 septiembre, 2011 at 11:01 pm el libro esta bastante bien, se puede leer sin problemas, solo tienes que tener una pequeña base de quien era Alejandro y la forma de narrar del autor es fluida. pero ciertamente la forma en que ganan los macedonios a roma, no me termina de convencer, ver relegados a papeles tan efímeros, personajes como julio cesar o cornelio scipción, para los que entendemos de estos temas nos deja un mal sabor de boca, ciertamente a ver visto batallas directas entre las formas que tenían de ver y plantear la guerra de estos personajes hubiese sido el deleite para todos aquellos que nos gustan este tipo de novelas históricas. Por otro lado la forma en que el autor se carga o deja de lado a la «vieja guardia» de alejandro tambien deja mucho que desear. Répondre
moni_29 on 6 octubre, 2011 at 4:49 am Gracias por el consejo ya que es la clase de lectura que me gusta asique veré de conseguirla. [url=http://www.flexxus.com.ar/]sistema erp[/url] Répondre