Antes de Adán

La primera novela de ciencia ficción de Jack London, Antes de Adán es una imaginativa novela en la que, a través de sus sueños, un hombre del siglo veinte «recuerda» eventos de eras pasadas – una vida en el amanecer de los tiempos. El narrador, Diente Largo nos muestra la brutalidad de la vida prehistórica, la interminable lucha por la supervivencia, la amenaza constante de los depredadores en busca de comida y la amenaza de los Hombres del Fuego – una raza más avanzada que la especie del protagonista, una raza que aprendió a usar el fuego y matar presas con arcos y flechas. En este mundo es extraño que alguien viva más allá de la mediana edad. La mayoría de la gente sufre muertes violentas, tanto a manos de un rival, como saciando el hambre de alguna bestia.

ANTICIPO:
CAPÍTULO III

El más común de los sueños de mi infancia era algo semejante a esto: me parecía que era yo muy pequeño y que yacía acurrucado en una especie de nido de ramillas y hojas. A veces estaba tendido sobre la espalda. Yacía largas horas en esta postura, contemplando el juego de la luz del sol entre el follaje que se extendía sobre mi cabeza y la agitación de las hojas al soplo del viento. Muchas veces, cuando el viento era fuerte, el nido se balanceaba.

Pero, mientras yacía en el nido, siempre me dominaba la sensación de estar sobre un tremendo espacio vacío. Nunca lo vi, ni nunca me asomé al borde del nido para verlo; pero temía a aquel espacio que acechaba debajo de mí, amenazándome siempre como si fuera el buche de algún monstruo devorador.

Soñé muy a menudo en mi infancia este sueño en que permanecía quieto, que era más bien una condición que una experiencia activa. Mas, de repente, entrarían en avalancha, en medio de este sueño, formas extrañas/feroces acontecimientos, el trueno y el estallido de la tormenta, o bien panoramas no acostumbrados, que en nada se parecían a los que había visto despierto. El resultado de todo ello era la confusión y la pesadilla incomprensible, sin enlace ni lógica.

Como veis, mis sueños no seguían un orden cronológico. Ora era un niño de pecho del mundo primitivo que yacía en mi nido de árbol, ora un hombre de cuerpo entero empeñado en lucha cerrada con el horroroso Ojo Bermejo, o bien me sentía arrastrándome sigilosamente hacia el abrevadero, bajo el calor ardiente del día. Los sucesos ocurridos en el mundo prehistórico, separados por muchos años, se amontonaban en mí en el espacio de algunos minutos o segundos.

Era, pues, un verdadero enredo, que no quiero haceros sufrir. Hasta que me hice hombre, y después de haberlo soñado miles de veces, no pude definir y someter a un plan claro todos mis sueños.

Fue entonces cuando encontré la clave del tiempo, y pude eslabonar todos los sucesos y acciones en su orden apropiado. Así es como fui capaz de reconstituir aquel lejano mundo, ya desvanecido, tal como era cuando viví en él… o cuando mi otro yo vivió en él. La distinción no importa; porque también yo, el hombre moderno, he retrocedido hasta entonces y he revivido aquella vida primitiva en compañía de mi otro yo.

Para provecho vuestro, acumularé los diferentes sucesos en una historia que os sea comprensible, pues a través de estos sueños corre un cierto hilo de continuidad y enlace. Ahí tenéis, por ejemplo, mi amistad con Oreja Caída, o mi enemistad con Ojo Bermejo, o mi amor hacia Dulce Alegría. Juntando y acoplando todas estas diversas impresiones, creo que se podrá componer una hermosa historia que sea de vuestro agrado.

No me acuerdo mucho de mi madre. Acaso mi primer recuerdo de ella, y desde luego el más intenso, sea el siguiente: parece que yo estaba tendido sobre el suelo. Era un poco mayor que en los tiempos del nido, pero desvalido todavía. Me re volvía sobre las hojas secas, jugando con ellas, arrullando y haciendo ruidos roncos con la garganta. El sol calentaba y yo me sentía feliz y a mi gusto. Estaba sobre un pequeño descampado, al aire libre. A mí alrededor crecían matorrales y plantas parecidas a los helechos. Por todas partes se divisaban los troncos y el ramaje de los árboles silvestres.

De repente oigo un sonido. Me incorporo y escucho. Permanezco inmóvil. Los pequeños murmullos se apagan en mi garganta y me quedo sentado, como si fuera de piedra. El sonido se aproxima. Es como el gruñir de un cerdo. Empiezo entonces a sentir el ruido que produce el movimiento de un cuerpo entre los breñales. Veo agitarse en seguida los helechos al paso de aquella masa corpórea Luego se abren las ramas y percibo unos ojos brillantes, un largo hocico y dos blancos colmillos.

Era un jabalí. Me observaba con curiosidad. Gruñó una o dos veces y trasladó el peso de su masa de una a otra pierna, moviendo al mismo tiempo la cabeza de uno a otro lado, agitando los helechos. Yo seguía como petrificado, contemplándole fijamente, sin pestañear, y lleno de pavor el corazón.

Parece como si lo que se esperara de mí fuera esta inmovilidad y silencio. No debía gritar ante el temor. E instinto me lo decía, y por eso permanecía inmóvil, esperando no sabía a qué. El verraco aparto las ramas y avanzó hacia el descampado. Resplandecía la curiosidad en sus ojos, que relampagueaban cruelmente. Agitó su cabeza amenazándome y avanzó un paso más. Y luego otro, y otro…

Entonces grité o ululé. No puedo describirlo; era un grito terrible y penetrante. También parece que ahora era esto lo que de mí se esperaba. De no muy lejos vino un grito de respuesta. Mis chillidos habían desconcertado por el momento al verraco, y mientras que éste se detenía indeciso y trasladaba el peso de su masa de una pierna a otra, se presentó sobre nosotros una aparición.

Parecía un gran orangután o como un chimpancé, y, sin embargo, se mostraba muy diferente en ciertos rasgos que saltaban a la vista. Era mi madre. Tenía la contextura más pesada que aquéllos y estaba menos poblada de pelo. No eran tan largos sus brazos ni tan corpulentas sus piernas. No llevaba más vestido que su pelambrera natural. Puedo aseguraros que era una verdadera furia cuando se excitaba.

Y como una furia se arrojó sobre la escena. Le rechinaban los dientes, retorcía el rostro en terribles gesticulaciones y muecas, emitía continuos y cortantes chillidos que sonaban como «¡kj-aj!, ¡kj-aj!» Tan repentina y formidable fue su aparición que el verraco se encorvó involuntariamente a la defensiva, erizándosele la pelambrera, mientras ella se abalanzaba sobre él. Después se lanzó hacia mí. Ya sabía yo lo que tenía que hacer en aquellos momentos que ella acababa de ganar. Salté a su encuentro y me agarré a su cintura, asiéndome con un pie y una mano. He dicho con un pie, porque podía agarrarme con ellos tan bien como con las manos. Sentía bajo mi garra tensa los tiritones de mi madre cuando sus músculos y su piel se conmovían por efecto de sus esfuerzos.

Seguía fuertemente asido a ella, mientras se lanzaba recta por el aire, agarrando y colgándose de las ramas. En seguida, el jabalí pasó por debajo de nosotros, rozándonos con sus colmillos. Se había repuesto de la sorpresa y brincó hacia adelante con un ronquido como de trompeta. Debía de ser una especie de llamada, porque a continuación multitud de cuerpos cruzaron como una avalancha por los helechos y breñales en todas direcciones.

Los jabalíes se lanzaban hacia el descampado. Pero mi madre se balanceaba ya sobre la copa de un árbol, en el extremo de una gruesa rama a doce pies del suelo, asido yo todavía a ella y ambos colgados, a salvo. Estaba, no obstante, muy excitada. Rugía y charloteaba, haciendo muecas de burla a la muchedumbre que debajo de nosotros se amontonaba, erizados los cabellos y rechinando los dientes. Yo también miraba, todavía tembloroso, a las bestias enfurecidas, e imitaba a mi modo los gritos de mi madre.

Contestaron desde lejos gritos semejantes, pero de entonación más grave, como el mugido de un bajo. Empezó a sonar más fuerte cada vez, y vi en seguida a mi padre que se acercaba. Al menos, por lo que puedo colegir, he llegado a la conclusión de que era mi padre.

No era un padre demasiado simpático y atractivo, como suelen serlo todos los padres. Parecía medio hombre, medio mono; pero ni hombre ni mono del todo. No encuentro modo de describirle. Hoy no existe nada semejante, ni en la tierra, ni bajo la tierra, ni sobre la tierra. Era un hombre alto para su tiempo y pesaría sus ciento treinta libras. La cara ancha y aplastada y las cejas colgadas sobre los ojos. Éstos eran pequeños, hundidos y muy juntos uno del otro. En realidad, no tenía nariz ni cosa que se le pareciera: chafada y sin puente, las fosas eran como dos agujeros sobre la cara que se abrieran hacia afuera en vez de hacia adentro.

La frente se inclinaba hacia atrás desde los ojos, y el cabello comenzaba en los ojos mismos y se extendía por la cabeza, que era muy pequeña, sostenida sobre un cuello enormemente grueso y corto. Como todos nosotros, tenía formado el cuerpo con verdadera economía. El pecho profundo, cavernosamente hundido; pero los músculos no estaban bien moldeados ni los hombros amplios y robustos, ni la línea de los miembros bien dibujada, ni era simétricamente bello su contorno. Parecía la representación de la fuerza, pero de la fuerza sin belleza; la fuerza primordial hecha para agarrar, para rasgar, para destruir.

Sus caderas eran delgadas, y las piernas finas y peludas, ganchudas y de músculos como cuerdas. Parecían más bien brazos. Retorcidas y nudosas, no ceñían ni asomo de las pantorrillas carnosas y rellenas que a ti y a mí, lector, nos agracian y embellecen. Recuerdo que no podía caminar sobre la planta de los pies, porque los pies eran prensiles, más mano que pie. En lugar de tener el dedo grueso en línea con los demás, se les oponía, como en los dedos de la mano, dándole el aspecto de garra. Por este motivo no podía andar sobre la planta de los pies.

Su aspecto no era menos musitado que su manera de venir hacia nosotros cuando aún pendíamos sobre los enfurecidos jabalíes. Llegaba a través de los árboles, saltando de rama en rama y de árbol en árbol, velocísimamente. Aún me parece verle ahora, despierto, mientras escribo estas páginas, balanceándose a lo largo de los árboles. Criatura peluda y cuadrumana, aullaba encolerizado, y deteniéndose de cuando en cuando para golpearse el pecho con el puño agarrotado, saltando espacios de diez y quince pies. Se agarraba con una mano a una rama y cruzaba balanceándose para asirse a otra con la opuesta mano y seguir avanzando, sin vacilar nunca en su carrera arbórea.

Y cuando le contemplo, siento en mi propio ser, y en mis propios músculos, el ímpetu y estremecimiento de! deseo de ir saltando de tronco en tronco, y siento también la garantía de esta facultad latente en mí ser y en mis músculos. ¿Y por qué no? Cuando los hijos del leñador ven cómo su padre blande la segur y derriba los árboles, sienten en sí mismos la confianza de que algún día también ellos manejarán el hacha y derribarán los troncos; así me ocurría a mí. La vida en mí latente estaba constituida para hacer lo que mi padre hacía, y me hablaba en secreto y ambiciosamente de los senderos del aire y de los vuelos a través de la selva.

Por fin mi padre se juntó a nosotros. Estaba extremadamente enfurecido. Recuerdo cómo sacaba hacia adelante su pronunciado labio y su mandíbula inferior mientras contemplaba a los jabalíes. Parecían sus gestos los del perro, y veo todavía sus largos caninos semejantes a colmillos, que me impresionaban terriblemente.

Su actitud hacía encender más la ira de los jabalíes. Rompía tallos y pequeñas ramas y las arrojaba contra sus enemigos. Hasta se colgó de una mano, burlándose de ellos, que no pudiendo alcanzarle, hacían rechinar los colmillos con impotente rabia. No concento con esto, quebró una rama corpulenta, y asiéndose de un pie y una mano les pinchaba en los costados y les golpeaba furiosamente en los hocicos. Inútil es decir que mi madre y yo nos divertíamos con esta clase de juego.

Pero hasta de las cosas buenas acabamos por cansarnos; así que mi padre, después de reírse a carcajadas un rato, acabó por continuar su caminata entre los árboles. Entonces se apocó otra vez mi ánimo, y, tímido de nuevo, me así tensamente a mi madre, que trepaba columpiándose en el espacio. Recuerdo que la rama se quebró bajo nuestro peso. Mi madre había dado un enorme salto y me aturdió la sensación de caer, a través del vacío junto a ella. La selva y la luz del sol que brillaba sobre las hojas susurrantes se desvanecieron ante mis ojos. Tuve un vislumbre borroso de que mi padre detenía bruscamente su marcha para mirarnos, y luego todo se entenebreció.

Un momento después yacía despierto en mi lecho de sábanas, sudoroso, temblando y lleno de malestar. La ventana estaba abierta y un aire fresco corría por la habitación. La lámpara ardía serenamente.

Deduzco de todo esto que no nos alcanzaron los jabalíes ni chocamos tampoco contra la tierra pues en otro caso no estaña yo aquí, mil siglos después, recordando tales acontecimientos.

Y ahora colocaos por un momento en mi lugar. Compartid conmigo unos instantes mi más tierna infancia, e imaginaos soñando tales horrores incomprensibles.

Recordad que yo era un niño inexperto, que nunca había visto a un Jabalí en toda mi vida; que ni siquiera sabía lo que es un cerdo doméstico. Lo más próximo al cerdo de cuanto conocía era el tocino del almuerzo, chamuscado en su propia grasa. Y, sin embargo, los Jabalíes, tan verdaderos como la vida misma, se abalanzaban en mis sueños, y yo, con mis fantásticos progenitores, huía balanceándome por los altísimos espacios de los árboles.

¿Os maravillaréis de que me sintiera aterrorizado por mis noches llenas de pesadillas? Estaba maldice. Y lo que es peor todavía: tenía miedo de hablar, no sé por qué; tal vez por un presentimiento de culpa, aunque tampoco comprendía la causa de m¡ culpabilidad.

Y así pasaron los años, sufriendo en silencio, hasta que me hice hombre y comprendí el porqué y el cómo de mis sueños.

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Interplanetaria

1 Opinión

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    Lobo
    on

    Jack London es uno de los grandes escritores de todos los tiempos, aunque no sé por qué goza de menos reconocimiento que otros. Tocó muchos palos de la baraja de la literatura de géneros, aunque se lo recuerde por un puñado de títulos. Este título, como casi todos los suyos, me parece muy recomendable.

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