Barcino

Barcino, siglo II. La fama de un hombre traspasa las fronteras de la época. Se trata de Luci Minici Natal Quadroni Ver, hijo de una ilustre familia de la colonia, hombre de gran atractivo, militar y político brillante, que gana, en el año 129, una peligrosa carrera de cuadrigas. Sin embargo, una sombra se cierne sobre el héroe de Barcino. Ni el éxito profesional, ni la amistad y el amor que siente hacia Kyrene, ni la devoción que le profesa su esposa, Fausta, pueden borrar las huellas de un esclavo que marcó su propia infancia y parece esconderse detrás de toda traición y asesinato: Teseo. Una novela cargada de acción y emociones; una lectura trepidante que transportará al lector a la apasionante Barcelona romana y le descubrirá los secretos más íntimos de un personaje que paseó con orgullo el nombre de su ciudad por todo el mundo. Una novela cargada de acción y emoción que nos transporta a Barcino, la Barcelona romana.

ANTICIPO:

QUID facerem?

(¿Qué debía hacer?)

Me daba vergüenza reconocer que Teseo me intimida­ba y provocaba en mí un sentimiento que me equiparaba a los cobardes. Me maldecía a mí mismo porque sólo yo era culpable de mi propio desasosiego, ya que podía ha­ber resuelto la situación de otra manera. Al fin y al cabo era mucho más simple. Me contrariaba no saber cómo re­solver aquella situación. Sin embargo, debo decir que no fui consciente de aquel estado de ánimo hasta que pasa­ron los años, cuando la distancia me otorgó objetividad.
Hacía un par de semanas que Teseo estaba en casa cuando hablé de él con Melina. En realidad, fue ella quien provocó la conversación. Debía de notarme extra­ño, quizá triste, y como me quería —es una de las perso­nas que más me han querido en la vida—, se había pro­puesto dar con el quid de la cuestión.
Fue un mediodía, después de haberme embadurnado con el barro del huerto mientras buscaba caracoles. Me gustaba abrir pequeños surcos donde colocaba los bichos viscosos para ver cuál llegaba primero. A veces los pintaba con los colores de las facciones de las cuadrigas. No llovía, pero lo había hecho durante unos cuantos días y el suelo estaba tan blando que el fango se me metió por todas partes.
Melina me buscaba para que fuera a comer el pran- dium, y cuando me vio puso el grito en el cielo gruñen­do por el trabajo que le daba. Me llevó a mi habitación, me untó el cuerpo de aceite, me restregó fuertemente con un cepillo y luego me pasó el strigilis, una espátula curva que servía para quitar la suciedad o los restos de aceite con que la gente se untaba el cuerpo cuando iba a las termas. Lo hizo con fuerza para que escarmentara, pero chapucear en el barro tenía más poder de persua­sión que la dureza de los utensilios.
—Hace días que quiero preguntártelo, Lucio… ¿Qué te pasa con Teseo? —demandó Melina.
—Que no me gusta…
Melina había sido directa, y yo también, pero mis res­puestas siempre me conducían por caminos equivocados. Tal como yo lo había dicho, era lógico que pensara que, simplemente, estaba celoso de él. Hasta entonces, yo ha­bía sido el único niño de la casa y, pese a que Teseo no era más que un esclavo, me superaba en muchos aspectos: era más fuerte, más ágil y a veces más agudo. Sin embargo, no podía negar que era un buen compañero de juegos, porque cuando quería era divertido e ingenioso. Pero, pre­cisamente por eso, me alejaba de mis amigas, de las geme­las y de Thadea, que, poco a poco, iban prefiriéndolo a él.
—A ver si te explicas mejor, Lucio… ¿Por qué no te gusta?
No contesté, sólo me encogí de hombros. Creo que tampoco habría sabido explicarlo.
Melina debía de rumiar las palabras conciliadoras que me dijo, porque tardó un poco en reanudar la conversa­ción.
—Es normal que te gane, él es un poco mayor. Pero tienes que ver la parte positiva, te debe servir para supe­rarte; si fuera al revés no aprenderías. Piensa que esto es bueno para ti…
A buen seguro que en casa todos debían de pensar que aquello era bueno para mi educación, que de esta manera, con un reto que superar, no me convertiría en un chico mimado.
—Vamos, cuéntame qué te disgusta —insistía Meli­na—. Debes de tener algún motivo…
Entonces le relaté la escena que había contemplado la primera noche que Teseo había pasado en casa, cuando vi que, furioso, lanzaba piedras contra los oscilla.
Me miró extrañada, seguramente mis palabras la ha­bían sorprendido. Teseo siempre se mostraba amable, afectuoso, incluso delicado con todo el mundo.
—¿Quieres decir que lo viste bien?
—¡Ya lo creo! ¡Y lo hacía con mucha rabia!
Melina se quedó callada. Me agradó comprobar que una pequeña chispa de duda se había encendido en su mirada.
—Debía de ser un arrebato, Lucio… Pero ¿por qué no lo regañaste?
—No quería que supiera que lo estaba espiando…
No le confesé que me dio miedo decirle algo.
En silencio y una vez limpio, me ayudó a vestirme y me sentó en su regazo. A mí me encantaba que lo hiciera, si bien entonces, en una época en que todo el mundo re­petía hasta el aburrimiento que me estaba haciendo ma­yor, me habría avergonzado si nos hubiera visto alguien.
Lo que dijo Melina a continuación me ayudó a recu­perar mi confianza maltrecha.
—Recuerda una cosa, Lucio, tú eres hijo de esta casa, tú eres hijo de Lucio Minicio Natal, un principal de Bar­cino. Tal como es costumbre, cuando naciste te coloca­mos a los pies de tu padre; si te levantaba y te subía en sus brazos significaba que te reconocía como hijo y que se comprometía a tu crianza y educación. Tu padre te le­vantó del suelo y te acercó a su pecho. Lloraba emocio­nado y daba gracias a los dioses…
—Y me colgó del cuello la bulla para que me prote­giera de los malos espíritus —dije tocando el colgante
que siempre llevaba encima.
—Y al cabo de ocho días —continuó Melina—, tu pa­dre, acompañado por tu madre, te presentó a toda la fa­milia, reunida en el atrio, y te puso el nombre. Después hizo una ofrenda en el altar y agradeció a los dioses do­mésticos la bendición de tenerte… Tu nacimiento le hizo muy feliz. No lo olvides nunca, Lucio, no lo olvides.
Había oído contar aquella historia muchas veces, pero me vino muy bien volver a oírla aquel día, quizá porque así podía compararla con la breve ceremonia que mi padre había presidido al día siguiente de llegar Teseo. Cuando entraba algún nuevo esclavo en casa, era presen­tado a todos los miembros, familia y criados. Mi padre les daba la bienvenida. Quería que, a pesar de todo, se sintieran a gusto.
Cuando en casa hacía falta un esclavo, mi padre se ponía en contacto con un comerciante que le proporcio­naba el más apropiado de acuerdo con su demanda espe­cífica.
Supe que Lena había nacido en Dacia, territorio que ocasionaba no pocos problemas y de difícil conquista, tal como había podido comprobar mi padre en la legión VII Claudia Pia Fidelis. Al emperador Trajano aún le costaba trabajo someter a los dacios, pero al terminar la primera guerra contra ellos, ya había logrado que aquellos eter­nos enemigos reconocieran el protectorado romano.
Lena, como el resto de su familia, era botín de guerra y fue convertida en esclava en tiempos del emperador Domiciano. He aquí, tal vez, la razón del talante altivo de Teseo, que, pese a haber nacido esclavo, se las daba de señor.
Pero lo que yo no entendía, o no sabía entender, era que aquel talante soberbio sólo lo mostraba conmigo. En mi opinión, Teseo era como una raíz ávida de agua que va rebuscando vías para encontrarla; primero sólo afecta las plantas que la rodean, les sorbe el alimento, las debili­ta hasta que mueren. Pero no tiene bastante; si le dejan hacer, la raíz va expandiéndose hasta que acaba afectan­do los cimientos de una casa. Y la destruye.
Con todo lo que he contado hasta ahora, soy cons­ciente de que la imagen que he ofrecido de mí no es muy digna. A mi favor, diré que aquel estado temeroso en que me había sumido se me pasó. No fue fácil, pero me obli­gué a acostumbrarme a su presencia. Me imaginaba que en la vida me encontraría con situaciones similares, a las que tendría que sobreponerme. Al fin y al cabo, él no era más que un esclavo. Nada más. Y como era mío, haría mi voluntad. Y cuando me asaltaban las dudas, me repetía mentalmente que yo era su dueño.
Me ayudó que empezaran las clases con Hipolidio, el preceptor, un liberto a quien mi padre había confiado mi educación.
Yo ya lo conocía porque hasta entonces había sido el preceptor de mi hermana, pero, como ya he explicado, ahora ella tenía que prepararse para el matrimonio.
Mi madre había comentado que Hipolidio era dema­siado mayor, pero mi padre argumentó que era el mejor pedagogo que podíamos tener. El lo conocía muy bien porque hacía tiempo también había sido su maestro.
Una nueva etapa comenzaba para mí. Melina me ha­bía enseñado a hablar e Hipolidio me enseñaría a es­cribir.
A finales de aquel año, el cuarto del reinado de Traja- no, dimos pocas clases, porque coincidió que Barcino se convirtió en una fiesta que se esparció por todos los rin­cones de la ciudad. El motivo eran los numerosos actos de homenaje a Lucio Licinio Sura, personaje ilustrísi- mo, cónsul y amigo íntimo del emperador. Y para gloria y satisfacción de nuestra familia, un gran amigo de mi padre.
El nombre de Lucio Licinio Sura me era familiar, pero no fue hasta entonces, cuando se alojó en casa, que lo conocí en persona.
Era un gran político, de los mejores con que he tenido la oportunidad de tratar. En Roma gozaba de presti­gio y era muy influyente. De hecho, había sido él quien había posibilitado que el emperador anterior, Nerva, de­signara a Trajano como su sucesor.
El inconveniente de tenerlo en casa era que su pre­sencia iba acompañada por la de Lucio Licinio Segundo, su liberto y eterna sombra, un arribista y un pretencioso increíble, pero con un encanto difícil de igualar.
Durante muchos días, en casa sólo se respiró un aire de fiesta. Mi madre estaba ocupadísima dando órdenes a los esclavos para que todo estuviera a punto, para que no faltara ningún detalle.
Aunque yo no lo disfrutaba directamente porque era pequeño, respiraba aquel ambiente festivo que me hacía olvidar a Teseo. Deseaba ser mayor para poder repantingarme sobre alguno de los triclinios, los lechos de mesa con capacidad para tres personas donde los mayores se reclinaban para comer. En casa, sin embargo, era un mueble que no utilizábamos cada día, sólo cuando había invitados.
Aquella noche, se celebraría una cena de gala en ho­nor de Lucio Licinio Sura. Me gustaba observar la mesa en forma de herradura alrededor de la cual se colocarían convenientemente los comensales para poder acceder a los manjares exquisitos que habrían preparado los escla­vos bajo la dirección de mi madre.
Mis padres no reparaban en gastos. Hacían traer lo mejor que se podía encontrar de cada sitio. El garurn, por ejemplo, la salsa que se preparaba a partir del jugo y las entrañas de diversos peces y que se dejaba secar al sol, lo hacían traer de Cartago Nova, donde se habían especializado en la preparación del garum negro, cuya base era un tipo de pescado muy común de aquellas costas: la caballa.
Cuando había invitados, y sobre todo si eran tan im­portantes, mi madre cuidaba al máximo su aspecto. Era una mujer bella que, como ella misma decía, sabía ador­narse. El día que conocí a Lucio Licinio Sura, se había vestido con una stola de seda, de color verde esmeralda, y se cubría los hombros con una palla de tejido transpa­rente. Dora le había hecho un peinado recogido con una complicada filigrana que le embellecía los rasgos hacien­do caer unos cuantos rizos hacia un lado. Un collar de diamantes, que mi padre había hecho traer de la India para ella, remataba la imagen de una anfitriona esplén­dida.
En casa, siempre había oído hablar bien de Lucio Li­cinio Sura. Cuando lo conocí, tuve la oportunidad de comprobar que todo lo que había oído contar tenía fun­damento. Era un hombre inteligente y ponderado, dota­do de una autoridad afable muy valiosa para la tarea po­lítica.
Mi padre le presentó a la familia. Es una de las veces en que me he sentido más orgulloso, quizá porque capta­ba que todos también lo estaban de mí.
No obstante, concluida la presentación, sabía que de­bía retirarme, que en aquella fiesta no tenían cabida los niños. Quizá por eso, todavía me gustó más lo que Lici­nio Sura dijo a mi padre:
—Antes de que te marches a Numidia, tenéis que ve­nir a Tarraco… A tu hijo le gustará ir al circo —aseguró y me miró, agarrándome del hombro.
—¿Hacen allí carreras de cuadrigas? —pregunté inte­resado.
—¡Ya lo creo! Y no tienen nada que envidiar a las que se hacen en el circo Máximo de Roma…
Tarraco, Roma… Ardía en deseos de ir allí.
La amabilidad del senador de invitarnos a su casa no acabó aquí.
—Déjale quedarse un rato, Minicio —pidió a mi pa­dre—. Tenemos que hablar de muchas cosas con tu hijo.
Miré a mi padre, después a mi madre, en los ojos de ambos leía aprobación y estima.
Tengo muy grato recuerdo de aquella noche. Si ya era bueno que un hombre tan ilustre como Licinio Sura me hiciera caso, todavía lo era más ver cómo mis padres se sentían ufanos de su hijo menor, que sabía mantener una conversación con una persona tan ilustre.
Cuando me fui a dormir, me sentía mayor, importan­te. Si normalmente ya me costaba dormir, aquella noche todavía más, de tan eufórico que me sentía. Fulgidus ha­bría notado mi excitación porque, como yo, no paraba de dar vueltas, yo en la cama y él en el suelo.
La noche en vela, sin embargo, me sirvió para tomar una determinación, ya sabía qué tenía que hacer.
Al día siguiente, cuando me topé con Teseo, le mostré otro Lucio, seguro y feliz. Le sostuve la mirada, cosa que no me había atrevido a hacer hasta entonces. ¿Qué se ha­bía creído? ¡Qué me importaba a mí, aquel vulgar escla­vo! Yo lo tenía todo, unos padres que se sentían orgullo­sos de mí, la querida Melina, incluso ya disfrutaba de la amistad de Lucio Licinio Sura… Conscientemente, le sostuve la mirada. Con desprecio.
Pero a menudo he pensado que no debía haberlo hecho.

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