Benito Cereno y otros cuentos del mar

Herman Melville (1819-1891) no sólo tiene asegurado un puesto de honor en la literatura norteamericana, sino que ocupa uno de los lugares privilegiados en la historia de la literatura universal, como demuestra su actual prestigio y el intenso debate acerca de su complejo mundo literario. Como ocurre con demasiada frecuencia, Melville no alcanzó la fama en vida: su novela más popular, Moby Dick, publicada cuando el escritor contaba poco más de treinta años, pasó casi inadvertida. La mayor parte de sus libros tiene el mar como escenario, pero el genio de Melville trasciende el simple relato marítimo, al utilizar el mundo del mar para ahondar en el enigma de la existencia; no obstante, la acción fluye ágil, el relato capta al lector con fuerza irresistible, la trama no pierde un ápice de realismo ni de credibilidad.

Los relatos seleccionados ofrecen un amplio espectro de los temas que obsesionaron a Melville. Benito Cereno es una inmersión en la insondable esencia del Mal, y la escenificación del hundimiento de un mundo -la esclavitud- y el resurgimiento de otro nuevo. En Billy Budd gravita una atmósfera sombría, fruto del domino del Mal que triunfa en la Tierra sobre la inocencia, y el relato adquiere un carácter trágico que le da casi el aura de un auto sacramental. Daniel Orme, John Marr y Los «’Gees» pertenecen a sus «sketches» marítimos, ejercicios de estilo donde se gestan los grandes temas de sus obras más ambiciosas.

ANTICIPO:
Sin perder más tiempo en formalidades, el capitán Delano regresó al portalón y ordenó que subieran a bordo los cestos de pescado. Como el viento todavía era ligero, por lo que tendrían que pasar algunas horas hasta que pudieran fondear, mandó a sus hombres que regresaran al barco y cargaran en la lancha ballenera toda el agua que fuera posible, así como todo el pan del que pudiera disponer el cocinero, todas las calabazas que se encontraran a bordo, una caja de azúcar y una docena de botellas de sidra de su propiedad.

Pocos minutos después de la partida de la lancha, el viento se detuvo por completo, ante la decepción general, y la cambiante marea comenzó a arrastrar al barco mar adentro. Confiando en que esta situación no se prolongaría, el capitán Delano trató de animar, con toda su buena intención, a aquella gente, sintiendo cierta satisfacción por poder conversar libremente con aquellas personas en su lengua nativa, ya que había realizado frecuentes viajes por las costas españolas.

Al quedar solo entre ellos, pudo realizar algunas observaciones que constataron sus primeras impresiones; pero la sorpresa dio paso a la compasión al advertir cómo negros y españoles habían padecido por igual debido a la carencia de agua y provisiones. El prolongado y continuado sufrimiento parecía haber sacado a la luz las peores cualidades de los negros, mientras reducía la autoridad que los españoles ejercían sobre ellos. Aunque, bajo esas circunstancias, ese era el estado de las cosas que precisamente cabía esperar. En los ejércitos, en las armadas, en las ciudades y las familias, en la misma naturaleza, no hay nada que perturbe tanto el buen orden como la miseria. El capitán Delano no pudo dejar de pensar que si Benito Cereno hubiera sido un hombre más enérgico, aquel desgobierno no hubiera alcanzado semejantes proporciones. Pero la debilidad del capitán español, física y mental, ya fuese de constitución o producida por la dureza de la vida en el barco, era demasiado evidente como para pasarla por alto. Víctima de su profunda melancolía, había sido burlado tantas veces por la esperanza que ahora, en el momento en que ya no se mostraba falaz e ilusoria, era incapaz de tomarla como una realidad. Ni siquiera la perspectiva de fondear pasado el mediodía, como más tarde, con abundante agua para su gente y con un fraternal capitán dispuesto a proporcionarle un consejo amigable parecía animarle en lo más mínimo. Su mente parecía perturbada, si no afectada de modo más serio. Encerrado entre aquellas paredes de madera de roble, encadenado a la monótona rutina del mando, cuya incondicionalidad le hastiaba, daba vueltas con lentitud como un abad hipocondríaco; de repente permanecía quieto, miraba absorto a su alrededor, se mordía los labios y las uñas, enrojecía, palidecía, se mesaba la barba, manifestando otros síntomas propios de ánimos trastornados. Este espíritu alterado vivía encerrado, como ya se mencionó, en un cuerpo enfermo. Era más bien de estatura elevada, pero parecía no haber poseído nunca una constitución robusta, y ahora, con los padecimientos nerviosos, se había quedado como un esqueleto. La propensión a sufrir una afección pulmonar parecía haberse acentuado en los últimos tiempos. Hablaba como un hombre que tuviera los pulmones destrozados, con una voz susurrante y ronca. No era de extrañar que cuando se desplazaba en aquel estado tambaleante su servidor personal lo siguiera con muestras de aprensión. A veces el negro ofrecía el brazo a su señor o sacaba el pañuelo por él. Este y otros servicios parecidos eran realizados con un celo afectuoso que los convertía en algo similar a actos fraternales o filiales, no obstante su carácter servil; un comportamiento que ha otorgado al negro la reputación de ser el sirviente más complaciente del mundo. Con un sirviente semejante el amo no necesita estar en una rígida posición de superioridad, sino que puede haber un trato familiar. En realidad, se trata más de un compañero devoto que de un sirviente.

Al advertir la ruidosa indisciplina de los negros en general, así como lo que parecía hosca ineficacia de los blancos, el capitán Delano no dejó de experimentar una satisfacción personal al observar la buena conducta de Babo.

Sin embargo, ni la buena conducta de Babo ni el comportamiento alterado de los demás contribuían a sacar al medio lunático don Benito de su languidez nebulosa. No es que fuera esa precisamente la impresión que causaba el español en el ánimo de su visitante. La agitación febril del español podía ser considerada en aquella situación como uno de los elementos sobresalientes en el estado de desaliento que reinaba a bordo. Pero el capitán Delano quedó en cierto modo afectado por lo que se podía interpretar como una indiferencia hostil hacia él. Además, la actitud del español mostraba un huraño desprecio que ni siquiera se molestaba en disimular. El americano lo atribuyó todo, sin embargo, en virtud de su carácter caritativo, a los penosos efectos de la enfermedad, pues ya había observado con anterioridad cómo el sufrimiento físico continuado parecía acabar, en determinadas naturalezas, con todo instinto social de cortesía. Se diría que como habían tenido que comer pan negro, ahora consideraban justo que todo el que se hallase en su proximidad tuviera que tomar su ración mediante un trato afrentoso.

Pero el capitán Delano llegó a la conclusión de que, a pesar de la indulgencia que había mostrado en principio al enjuiciar al español, en realidad su parecer no había sido lo suficientemente caritativo. En el fondo, lo que le desagradaba era la reserva de don Benito, aunque esa misma reserva la mostraba hacia todos, menos hacia su fiel criado particular. Incluso los informes oficiales, que según los usos en la marina le presentaba a determinadas horas algún insignificante subalterno, ya fuese blanco, negro o mulato, eran escuchados con impaciencia y con muestras ostensibles de aversión. Su forma de actuar no tendría que haber sido muy distinta a la de su imperial compatriota, Carlos V, en el momento previo a su retiro monacal, poco antes de abdicar del trono6.

La huraña aversión a su cargo era evidente en casi todas las funciones que derivaban de él. Tan orgulloso como malhumorado, no se rebajaba a ejercer el mando directamente. Cuando eran necesarias órdenes especiales, delegaba su transmisión a su criado, que las hacía llegar a su destino final a través de mensajeros, muchachos españoles espabilados o jóvenes esclavos negros, similares a pajes o peces piloto, siempre rondando en las proximidades de don Benito. Ante la visión de semejante inválido, vagando de aquí para allá mudo y apático, ningún hombre de tierra adentro hubiera podido imaginar que incorporaba un poder dictatorial más allá del cual, mientras se encontraran en el mar, no hay apelación posible.

Así pues, el español, considerado en su carácter reservado, parecía ser la víctima involuntaria de una perturbación mental. Aunque se podría dar el caso de que su actitud reservada fuera, en cierto grado, planeada. Si así ocurriera, aquí se habría alcanzado el acmé de una política fría y consciente, más o menos aceptada por todos los capitanes de grandes navíos, consistente en inhibir, salvo en casos de emergencia, cualquier muestra de poder y cualquier traza de sociabilidad. Así, el hombre se convierte en un bloque, o mejor, en un cañón cargado, que no tiene nada que decir hasta el instante en que se da la orden de disparo.

Considerándolo bajo esta luz, parecía la consecuencia natural de un hábito perverso, fruto del ejercicio prolongado de un severo autodominio, que el español, sin tener en consideración las circunstancias actuales en que se hallaba el barco, mantenía con persistencia. En un navío de tan buenas condiciones como podría haber sido el Santo Domingo poco después de zarpar, ese hábito quizá era inofensivo, incluso apropiado, pero en la situación en que se hallaban no resultaba nada juicioso. Tal vez el español pensara que con los capitanes pasaba lo mismo que con los dioses: la circunspección debía ser, en cualquier circunstancia, su regla de conducta. Aunque también era posible que aquella simulación de somnoliento dominio representase el intento de ocultar su incapacidad consciente: no una política refinada, sino baja astucia. Fuera lo que fuese, daba igual si el comportamiento de don Benito era intencionado o no: cuanto más notaba el capitán Delano su reserva, menos le preocupaba el pensamiento de que pudiera ir dirigida contra él.

Mientras tanto, sus pensamientos no se ocupaban exclusivamente del capitán. Acostumbrado a la tranquilidad y al orden que reinaban en su barco, así como a su tripulación de cazadores de focas que recordaba a una familia satisfecha, dirigía repetidamente su atención hacia la ruidosa confusión imperante entre los sufridos ocupantes del Santo Domingo. Se observaban notorias infracciones no sólo de la disciplina, sino también de la decencia. El capitán Delano atribuyó esta circunstancia a la falta de oficiales de cubierta, en los que recaen, además de otros deberes superiores, las competencias anejas a lo que podríamos denominar el departamento de policía de un barco populoso. Los viejos de la estopa, es cierto, parecían representar el papel de policías admonitorios para su gente de raza negra; pero aunque lograban sofocar de vez en cuando algún altercado ocasional entre dos hombres, nada o muy poco podían hacer para restablecer el orden general. El Santo Domingo se encontraba en la situación de un barco transatlántico repleto de emigrantes, entre cuya enorme carga viviente se encontraban sin duda algunas criaturas que molestaban menos que cajas o cestos; sin embargo, sus amistosas amonestaciones frente a sus rudos compañeros eran mucho menos efectivas que el brazo hostil del oficial. Lo que el Santo Domingo necesitaba era lo que un barco de emigrantes poseía, severos oficiales superiores. En su cubierta, por el contrario, ni siquiera se veía a un cuarto oficial.

El visitante sintió curiosidad por conocer las razones que habían provocado esa ausencia de oficiales y sus consecuencias, pues si bien había podido sacar algunas conclusiones de las quejas acerca del viaje que resonaron a su alrededor en el momento de su llegada, todavía no había recibido una información clara de lo sucedido. El capitán era, sin duda, el más indicado para ello. Pero el visitante no se atrevió en un principio a dirigirle pregunta alguna por temor a provocar un desaire. Finalmente, hizo acopio de valor, se dirigió hacia don Benito, le expresó una vez más sus condolencias y añadió que quizá podría ser de más ayuda si conociera los detalles que habían acompañado la desgracia del barco. ¿Le haría el favor don Benito de contarle toda la historia?

Don Benito vaciló; luego miró fijamente y de modo inexpresivo a su huésped, como un sonámbulo al que se hubiera despertado repentinamente, y terminó dirigiendo su mirada al suelo. Mantuvo tanto tiempo esta postura que el capitán Delano, tan desconcertado como él e involuntariamente casi con la misma rudeza, se alejó y decidió acercarse a uno de los marineros españoles que se encontraba en la proa para obtener la información deseada. Pero apenas había dado cinco pasos, cuando don Benito lo invitó a volver con cierta urgencia, se disculpó por su momentánea distracción y se declaró dispuesto a satisfacer su deseo.

Durante la mayor parte del tiempo que duró el relato de los acontecimientos, los dos capitanes permanecieron en la parte trasera de la cubierta principal, un lugar privilegiado, con sólo el criado en sus proximidades.

–Hace ahora ciento noventa días –comenzó el español con su ronco susurro– que este barco, con una buena dotación de oficiales y una escogida tripulación, así como con algunos pasajeros (cerca de cincuenta españoles en total), zarpó de Buenos Aires hacia Lima, con una carga general, quincallería, té del Paraguay y similares, y –aquí señaló hacia la proa– esa partida de negros, que ahora no excederán de ciento cincuenta, como puede ver, pero que antes sobrepasaban las trescientas almas. A la altura del Cabo de Hornos tuvimos fuertes tormentas. En un instante, por la noche, perdimos a tres de mis mejores oficiales y a quince marineros, más la verga mayor. La percha sobre la que estaban no resistió y se rompió cuando intentaban bajar con espeques la vela congelada. Para aligerar el barco, tuvimos que arrojar por la borda los sacos de té más pesados con la mayoría de los toneles de agua, atados hasta entonces en la cubierta. Estas medidas necesarias fueron las que, combinadas con las prolongadas detenciones experimentadas con posterioridad, provocaron las causas principales de nuestro sufrimiento. Cuando…

Aquí padeció un repentino ataque de tos, producido, sin duda, por la tensión mental. Su criado lo sostuvo y le puso en los labios un tónico que había sacado del bolsillo. Se reanimó un poco. El negro, sin embargo, que no quería privar a su dueño de su apoyo hasta que no se hubiera recobrado por completo, lo rodeó con el brazo y lo miró fijamente al rostro como si quisiera observar los primeros síntomas de mejoría o recaída. El español continuó hablando, pero de un modo oscuro y entrecortado, como en sueños.

–¡Oh, Dios mío! Hubiera resistido con alegría las tormentas más fuertes antes que pasar por lo que he pasado, pero…

Sufrió un nuevo ataque de tos, esta vez más violento. Cuando remitió, don Benito, con los labios enrojecidos y los ojos cerrados, se apoyó pesadamente sobre su criado.

–Delira. Recordaba sin duda la epidemia que siguió a las tormentas –suspiró el criado con un tono de queja–. ¡Pobre, pobre amo mío! –y presionó una de sus manos, mientras con la otra le secaba la boca–. Tenéis que tener paciencia, señor –se volvió hacia el capitán Delano–, estos ataques no duran mucho. Pronto volverá en sí.

Don Benito se recuperó y continuó. Pero este fragmento del relato fue transmitido de un modo muy entrecortado, por lo que sólo consignamos aquí lo sustancial.

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1 Opinión

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    fgtrr
    on

    un cuento que trate del mar

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