Capturado

Género :


Kenny Drummond acaba de descubrir que tiene un tumor en el cerebro y que sólo le queda mes y medio de vida. Antes de morir decide escribir una lista de personas a las que cree haber defraudado a lo largo de su vida para disculparse con todas y despedirse de ellas debidamente. Entre esas personas está la que en su día fue la mejor amiga de su infancia, Callie Barton. Pero al intentar recuperar el contacto con ella, Kenny descubre que Callie ha desaparecido tras haber sido víctima de malos tratos a manos de su marido. Y aunque nadie ha conseguido demostrar que éste tuviera algo que ver con su desaparición, desde luego parece estar ocultando algo, por lo que a Kenny no le quedará más remedio que tomar cartas en el asunto. Y sabiendo que apenas le queda tiempo para desvelar el misterio, tendrá que decidir si está dispuesto a llegar hasta donde haga falta para averiguar qué fue realmente de Callie.
Con Capturado Neil Cross se confirma como un auténtico maestro del thriller psicológico, capaz de urdir tramas tan sorprendentes, tensas, turbias y moralmente complejas como las de la mejor Patricia Highsmith.

ANTICIPO:

1

Kenny escribió la lista porque se estaba muriendo.
Aquella misma mañana, una resonancia magnética había revelado que un tumor cerebral maligno había germinado en los húmedos rincones de su cráneo igual que un champiñón entre el abono.
Le quedaban seis semanas de vida, quizá menos. Una quimioterapia agresiva, complementada por otro procedimiento brutal e invasivo llamado resección parcial, podría ampliar aquel periodo en un mes más. Pero Kenny no le veía el sentido. De modo que les dio las gracias a sus médicos, salió del hospital y se fue a dar un paseo.
Era una tarde húmeda a mediados de julio. Estaba empezando a refrescar y la calle olía a la lluvia que se evaporaba sobre el asfalto aún caliente.
En Castle Green, Kenny se sentó en un banco. Llevaba unos pantalones cortos de color caqui y una camiseta. Tenía el pelo blanco y alborotado como un diente de león. Observó a los oficinistas y los coches, los autobuses y los taxis. Después llamó a Mary.
Contestó al segundo timbrazo, con un alegre «¡Hola!».
—Hola.
—¿Estás bien?
—¡Sí!
—No lo parece.
Años antes, Kenny y Mary habían estado casados. Ahora ya no lo estaban, pero uno nunca deja de conocer la voz de la otra persona. Kenny dijo:
—Oye… ¿Te apetece que nos veamos?
—Esta noche no puedo, cielo. Tengo lío.
—¿Ni cinco minutos? Lo justo para picar algo.
—Es que ya sólo con lo que tardo en llegar… ¿Mañana mejor?
—Mañana no puedo. Tengo un cliente.
—¿Pasado, entonces? ¿El jueves? ¿Estás bien?
—Estupendamente, sí. Todo va bien.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Pues entonces nos vemos el jueves. ¿Te apetece un picnic si hace bueno?
—Muy buena idea. Te llamo.
Se despidió, colgó y se guardó el teléfono en el bolsillo.
Se aseguró de que llevaba las llaves de casa y la cartera. Entró en una farmacia a comprar los antiepilépticos y los corticosteroides que le habían recetado para hacerle las siguientes semanas un poco más agradables.
Luego siguió caminando hasta la parada del autobús. No estaba demasiado lejos y tampoco tenía ninguna prisa.

2

El pueblo estaba a las afueras de Bristol, en la llanura costera de North Somerset. El autobús tardaba un buen rato en llegar hasta allí, pero a Kenny no le importaba.
En ocasiones, cuando tenía mucho en lo que pensar, tomaba el autobús. Le relajaba. Y le gustaba viajar en él; le gustaba el modo en el que saltaba y se zarandeaba, recogía pasajeros y los volvía a dejar. Le gustaba el modo en el que la gente se despedía gritando «¡Gracias, chófer!» al bajarse.
Cuando el autobús llegó a su parada, Kenny descendió.
Era un pueblo viejo. Las casas estaban hechas con piedra de color bizcocho. La iglesia databa de los tiempos de la conquista de los normandos. Unos cuantos edificios nuevos, propios de una ciudad dormitorio, se desperdigaban por las afueras.
Kenny vivía en lo que antiguamente había sido la casa de un guardabosques. Había que caminar un kilómetro desde el pueblo, abandonar la carretera principal para seguir un sendero lleno de baches, rodeado de árboles y cubierto de hierba, y allí estaba.
Había sido remodelada y ampliada en varias ocasiones. La última reforma, realizada en algún momento de los años cincuenta, había aportado el primer cuarto de baño.
El edificio principal estaba rodeado por varias estructuras de calamina y los esqueletos oxidados de unos cuantos coches, todos ellos Morris Minors. Llevaban allí desde que Kenny había comprado la casa, diez años antes.
Setos de zarzas y una incontrolable profusión de rododendros bordeaban un torrente de rápido cauce. Más allá de todo aquello, se extendía un panorama de grandes pastos, y entre medias la autopista, que conducía hacia las Cotswold al este y hacia Gales al oeste.
Vivía en la estancia más grande y mejor iluminada, organizada como si de un pequeño apartamento se tratase, con una cama, un armario, sillones y estanterías y un televisor.
Dicha estancia tenía acceso directo a la cocina. Más allá de la cocina, un largo pasillo daba paso a una serie de dormitorios fríos y húmedos que Kenny nunca había utilizado. También conducía hasta el gran invernadero que usaba como estudio.
Incluso en los días más nublados, el invernadero tenía buena luz. Estaba lleno de caballetes, cuadros a medio terminar, bocetos, pinturas, brochas, trapos, tarros de cristal.
Kenny tenía talento para los rostros y eso lo había convertido en un buen retratista.
Había intentado otras cosas. Durante un par de años estuvo trabajando como diseñador para una pequeña agencia publicitaria en Gloucester Road, creando logos para empresas locales. Ilustraba folletos promocionales, realizaba encargos para el ayuntamiento.
Ahora ya sólo hacía retratos.

Se sentó allí, en su sillón favorito, a pensar un rato. Luego se levantó para coger una libreta y siguió pensando un rato más, mientras mordía un extremo del boli, antes de escribir:

Mary
Sr. Jeganathan
Thomas Kintry
Callie Barton

Era una lista de personas a las que, de alguna manera, había defraudado. Había decidido utilizar el tiempo que le quedaba para corregir aquella situación.

3

Mary estaba sentada sobre la hierba del parque Brandon Hill, con Bristol a sus pies. Estaba leyendo un libro, esperándole.
Mientras Kenny se acercaba, con una mochila colgada al hombro y una bolsa en la mano, Mary le ofreció una gran sonrisa, su sonrisa Kenny.
Dejándose caer sobre la hierba, Kenny dijo:
—Estás preciosa.
Ella hizo un aspaviento con la mano y fingió ruborizarse.
Kenny abrió la bolsa y le alargó una pequeña botella de zumo de naranja recién exprimida y una ensalada de frutas en un contenedor de plástico. Ella le pasó un bocadillo de beicon con lechuga y tomate. Se sentaron a comer un rato, arrojándoles trozos de corteza de pan a las glotonas ardillas. Luego Kenny dijo:
—Bueno, ¿cómo va todo?
—De perlas. ¿Y tú?
—No va mal. Pero he estado pensando.
—¿En qué?
—En nada en realidad. Cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Como por ejemplo, ¿eres feliz?
—Oh, ese tipo de cosas —Mary frunció el ceño. Era una pregunta silenciosa—. Soy feliz, sí. Los niños me hacen feliz. Stever es un capullo.
Stever era un hombre cariñoso y Mary lo amaba. Ella y Stever llevaban casados cinco años. Kenny era el padrino de sus hijos. Adoraba a aquellos críos. Le gustaba chillar y revolcarse por el suelo y unirse a sus juegos. Le gustaba leerles cuentos a la hora de acostarse y ponerles voces distintas a todos los personajes. También le gustaba hacer dibujos para ellos; Transformers y bailarinas, perros y gatos, Jedis y monstruos hechos de mocos chorreantes.
Kenny asintió, pensando en ello, y abrió la mochila que había traído consigo. Del interior extrajo un grueso fajo de papeles, anudados con un cordel. Mary dijo:
—¿Y esto qué es?
Kenny le pasó el rollo. Contenía muchos bocetos al carboncillo, lápiz y acuarela, realizados sobre trozos sobrantes de papel y sobres, y también un par de óleos apresurados sobre arrugados fragmentos de lienzo.
Los bocetos mostraban a Mary riendo frente a la mesa del desayuno, con el pelo a lo Sally Bowles que llevaba entonces completamente enmarañado y manchas de kohl bajo los ojos; Mary con el flequillo tapándole el rostro, frunciendo el ceño mientras le da cuerda a un reloj de Félix el gato; Mary descalza con un pijama de algodón, sorbiendo de una taza humeante.
Había sido una buena modelo. Indulgente, paciente, divertida, inmune al frío y a los calambres.
Mary hojeó los bocetos, riendo entre dientes. Tenía lágrimas de nostalgia y de felicidad en los ojos.
—¡Mira qué pelos!
—Me encantaba tu pelo. Te quedaba muy bien.
Mary volvió a reunir los bocetos como si fueran una baraja de cartas.
—¿Y todo esto a qué viene?
—A nada en especial. Se me ocurrió que… Estaban acumulando polvo en un cajón. Para eso, prefiero que los tengas tú.
Mary estaba jugueteando con el hilo de cordel con el que habían estado atados los bocetos.
—¿Es este el momento en el que por fin te sinceras y me cuentas qué es lo que te pasa de verdad?
Kenny le mostró una gran sonrisa.
—¡No me pasa nada! Sólo estoy poniendo un poco de orden en casa. Pensé… ¿Qué sentido tiene que los siga guardando? Pensé que podrían gustarte.
—Me encantan.
—Bien.
—Deberías ser famoso. Eres muy bueno.
Kenny sonrió ante su amabilidad. Y sabía que hoy no podría tachar a Mary de la lista, porque no sabía cómo arreglar lo que se había echado a perder entre ellos hacía tanto tiempo.
Terminaron su picnic y se levantaron para marcharse, porque Mary tenía que volver al trabajo. Ella le dio un beso en la mejilla y un apretón en el codo y le dijo: «Te quiero», y le pasó la mano cariñosamente por la descuidada melena blanca. Él dijo:
—Yo también te quiero.
Y tras haber sido de este modo incapaz de poner sus asuntos en orden, Kenny fue a coger el autobús de regreso a casa.

4

Después del trabajo Mary volvió a la calle victoriana en la que vivía, situada en una empinada colina de Totterdown; una casa con vistas, pintada de colores alegres, en una calle de casas con vistas, pintadas de colores alegres, azules y amarillas y verdes.
Dejó las bolsas en el suelo del recibidor y fue a ver qué tal estaban Stever y los chicos.
Stever estaba leyendo un libro de cuentos de Ray Bradbury con una chillona portada de los setenta. Otis y Daisy estaban viendo los dibujos animados.
Mary les dio un abrazo y un beso a los chicos y les preguntó qué tal les había ido el día, pero no le contaron gran cosa. No pasaba nada: el rato que de verdad compartía con ellos llegaría más tarde, sentada sobre el borde de la bañera mientras se ponían a remojo, charlando mientras se secaban solos y se ponían los pijamas, leyéndoles cuentos y jugando a «veo, veo» con Otis.
También le dio un beso a Stever. Llevaba puestos unos vaqueros cortados por la rodilla, chancletas y una desgastada camiseta de El prisionero; el rostro de Patrick McGoohan desquiciado y mortecino tras años de dar vueltas en la lavadora y la secadora.
Stever tenía una larguísima melena y una gran barba pelirroja. Al principio de salir, Mary le había chinchado hasta conseguir que se la afeitara, porque le picaba cuando se besaban. Él refunfuñó un poco, pero acabó haciendo lo que le pedía. Su rostro había quedado tan huérfano e indefenso que Mary se había disculpado y le había dicho que se la dejara crecer de nuevo. Ahora ese mismo picor le resultaba agradable, era un símbolo de hogar y de tranquilidad, de bienestar.
Mary se sentó con las manos sobre las rodillas y la espalda bien recta frente al televisor. Stever la miró de reojo por encima de su libro, dobló la esquina de una página, lo cerró y lo dejó a un lado.
—¿Qué te pasa?
Siempre lo sabía. Era una de sus características.
—He estado con Kenny —dijo ella—. En el parque, junto a la torre Cabot.
En otro tiempo, Stever había sido el mejor amigo de Kenny. Solían recorrer el país en la vieja VW Combi de Kenny para arar círculos en los sembrados, utilizando planchas de madera, cuerdas de acampada y clavijas de tienda de campaña. Seguían siendo amigos, aunque de otro modo.
—¿Cómo está? —preguntó Stever. Mary dijo:
—¿Puedes salir conmigo un momento?
Stever frunció el ceño y se levantó, se retiró el pelo de la cara y siguió a Mary hasta el estrecho pasillo, cerrando la puerta al sonido de Bob Esponja.
—Me ha dado esto —dijo Mary, y le mostró a Stever el montón de bocetos.
Stever desató el nudo, les echó un vistazo. Miró a Mary.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Está bien?
—No lo sé.
—¿Debería ir a verle y hablar con él?
—No hablará contigo. No si no quiere hablar conmigo. Se cerrará en banda y punto. Siempre hace como si no pasara nada… Especialmente delante de nosotros.
—En cualquier caso, debería llamarle. Decirle que se pase por aquí un día. Podríamos ver un par de pelis. El día de los muertos o algo así. Salir a tomar algo.
Mary cogió una mano de Stever entre las suyas, se la acercó al rostro y le dio un beso de mariposa en los nudillos.
—Mejor dale un par de días.
—¿Estás segura?
—Sí. Le llamaré mañana. Para asegurarme de que está bien.

Al día siguiente, Mary llamó a Kenny durante la pausa del café. Volvió a llamarle al mediodía y de nuevo a última hora de la tarde, pero Kenny no respondió.
En el autobús, de camino a casa, le envió un mensaje: tas bien? Bs.
Tampoco respondió a eso.
Mary seguía conservando la pequeña agenda negra que ella y Kenny habían tenido siempre junto al teléfono. Sus páginas estaban repletas de direcciones añadidas y tachadas en el transcurso de muchos años. Actualmente la guardaba en un pequeño cajón en el piso de arriba.
La desenterró y localizó el número de móvil de una mujer llamada Pat Maxwell. Lo marcó y oyó un ronco y titubeante
«¿Diga?».
—¡Hola, Pat! Soy Mary. ¿La de Kenny Drummond?
—¿La Mary de Kenny?
—¿Te acuerdas de mí?
—¿La pequeña y bonita Mary de pelo oscuro?
Mary se sintió desarmada al oír aquello y deseó que no hubiera sido así. Pat dijo:
—¿Qué puedo hacer por ti, cariño?
—Me estaba preguntado si habrías hablado con Kenny.
—Quién, ¿tu Kenny?
—Sí, mi Kenny. Mi antiguo Kenny.
—No desde hace años. ¿Por qué?
—Por nada.
—¿Estás segura?
—Bueno, francamente estamos un poco preocupados por él.
—¿Y eso?
—No es nada. Es una tontería, de verdad.
—¿Tan tontería como para que me hayas llamado? ¿Tiene algo que ver con el asunto Kintry?
—No, no es eso.
—¿Estás segura?
—Bastante segura. Pat, lo siento. Probablemente no sea nada.
No quiero ser una molestia.
—No te preocupes por eso, cariño. Me alegro de que hayas llamado. Te diré lo que haré: si por lo que sea se pone en contacto conmigo, te llamo. ¿Qué te parece?
—Eso estaría genial. O sea, probablemente no sea nada. Pero sí, gracias.
—De nada. ¿Qué tal los nenes?
—Están estupendos.
—Me alegro por ti.
Mary le dio a Pat su número, por si acaso, y luego colgó.
Había esperado que oír la voz de Pat pudiera tranquilizarla. Pero sólo había servido para empeorar las cosas.
Igual que la mención a Thomas Kintry.

5

Thomas Kintry era un chico jamaicano de once años que había vivido no muy lejos de casa de Kenny y de Mary, cerca de la estación de Lawrence Hill. En 1998, su madre lo había enviado un sábado por la mañana al supermercado United de la esquina, porque se habían quedado sin leche para el desayuno.
Mientras Thomas recorría Bowers Road, fue abordado por un hombre blanco que conducía una pequeña furgoneta comercial.
—Colega —dijo el hombre de la furgoneta, bajando la ventanilla—. Colega, perdona. ¿Tienes un minuto?
Thomas Kintry miró al suelo y siguió caminando. Estuvo a punto de chocarse con Kenny, que en ese momento salía de su portal para dirigirse con tiempo al trabajo.
Normalmente, Kenny no trabajaba los sábados. Sencillamente tenía un par de encargos que debía terminar.
Se volvió para ver al muchacho alejarse a paso rápido con la mirada clavada en el suelo. A continuación se fijó en la furgoneta.
Circulaba lentamente.
Estas dos cosas, el chico alejándose rápidamente, la furgoneta lenta y acechante tras él, hicieron que se sintiera incómodo.
En el momento en el que la furgoneta pasó junto a él, el conductor volvió la cabeza y miró a Kenny a los ojos. A continuación aceleró, giró a la derecha y desapareció a gran velocidad.
Kenny no sabía qué hacer.
¿Acababa de pasar algo?
Se quedó allí en pie, sintiéndose ridículo, mirando con los ojos entrecerrados hacia el sol bajo de la mañana.
Dio un par de pasos dubitativos. Empezó a caminar y luego volvió a detenerse. Aguardó, sintiendo cierta congoja, hasta que vio que el chico entraba en el supermercado de la esquina, al final de la calle.
Entonces, aliviado, Kenny se dio media vuelta y siguió caminando en dirección opuesta, hacia la parada del autobús.
Cuando Thomas Kintry salió del supermercado de la esquina, la furgoneta había regresado. Le estaba esperando al otro lado de la calzada.
El conductor estaba cruzando la tranquila calle.
—Colega, ¿cómo te llamas? —preguntó.
—Thomas.
—¿Tomas qué?
—Thomas Kintry.
—Claro. Si ya me había parecido que eras tú.
—¿Por qué? —preguntó Thomas Kintry.
—Lo siento, chaval. Ha habido un accidente.
—¿Qué tipo de accidente?
—Será mejor que me acompañes.
El hombre respiraba de manera extraña. Cuando Thomas dudó, el hombre se relamió los labios y dijo:
—Me han enviado para que te lleve con tu madre. Será mejor que entres.
—No hace falta, gracias —dijo Thomas Kintry.
—Tu madre podría morir —dijo el hombre, intentando dirigir a Thomas Kintry por el codo—. Será mejor que te des prisa.
—No hace falta, gracias —repitió Thomas Kintry, intentando sacudirse educadamente la rígida mano del hombre.
—Me buscarás un buen lío si no vienes conmigo —dijo el hombre—. La policía me ha enviado a buscarte. Nos vas a meter en un buen lío a los dos.
Thomas Kintry no dijo nada. Se limitó a seguir caminando. En una mano llevaba una bolsa del Spar con un par de botellas de leche desnatada y un paquete de cebollitas en vinagre marca Monster Munch.
El hombre agarró a Thomas Kintry por el hombro para intentar darle la vuelta y empujarle hacia la furgoneta.
Thomas Kintry intentó echar a correr, pero el hombre lo tenía agarrado con demasiada fuerza. El hombre empezó a arrastrar a Thomas Kintry hacia la furgoneta, medio en volandas.
Thomas Kintry quería gritar, pero se sentía demasiado avergonzado.
Sabía que uno no debe gritar a los adultos, sin importar lo que estén haciendo. Era un niño muy bien educado.

Un tendero de mediana edad llamado Pradeesh Jeganathan observaba todo esto desde detrás del escaparate del supermercado United. Vio que el hombre trataba de levantar al chico delgaducho y llevarlo hacia la furgoneta aparcada en la esquina. El señor Jeganathan vio que del tubo de escape de la furgoneta salía un humo azul. El hombre había dejado el motor en marcha.
El señor Jeganathan cogió el bate de críquet que guardaba bajo el mostrador. Tenía la empuñadura envuelta en cinta aislante de color azul brillante. Salió corriendo de la tienda, acompañado del familiar sonido de la campanilla de la puerta.
El señor Jeganathan gritó:
—¡Eh! ¡Usted! ¡Eh! ¡El de la furgoneta!
El hombre soltó a Thomas Kintry.
Thomas Kintry soltó su bolsa y corrió. Corrió hasta llegar a su casa.
El señor Jeganathan corrió hasta la furgoneta, blandiendo el bate y rugiéndole al conductor.
El señor Jeganathan llegó justo a tiempo para asestarle un golpe sobre los hombros con el bate. Intentó derribar al hombre y tirarlo al suelo, pero éste, en un momento de pánico, mordió al señor Jeganathan en la mejilla y luego en la oreja.
Aun sangrando, el señor Jeganathan fue capaz de hacer añicos una de las luces de freno de la furgoneta antes de que el hombre se alejara en ella a toda velocidad.
El señor Jeganathan regresó tambaleándose hasta la tienda, tapándose la herida de la cara con una mano. Primero llamó a la policía. Después, tuvo su tercer ataque al corazón en otros tantos años.

Aquella noche, en el telediario local, la policía hizo un llamamiento en busca de testigos. Así que Kenny, al cual habían educado para que hiciera siempre lo correcto, acudió a la comisaría.
La policía había dejado de emplear a dibujantes. Un agente especialmente formado para ello utilizaba un programa de composición de imágenes.
De modo que mientras la inspectora Pat Maxwell observaba, enlazando un pitillo tras otro, el joven agente le fue pidiendo a Kenny que seleccionara distintos rasgos del rostro del conductor: los ojos, la boca, la nariz. Estos elementos quedarían luego compuestos para formar una cara.
Los policías fueron pacientes, pero Kenny se vio desbordado por la abundancia de opciones. Pronto se dio cuenta de que no era capaz de recordar qué aspecto tenía el hombre de la furgoneta.
Percibiendo su ansiedad, Pat se lo llevó al pub y le dijo:
—No has defraudado a nadie. Si quieres saber la verdad, estos retratos compuestos sólo tienen un índice de precisión del veinte por ciento. Es el problema con los testimonios de los testigos. Sencillamente nunca son demasiado buenos.
Le habló de un estudio realizado por la Universidad de Yale:
—Seleccionaron a una serie de soldados jóvenes, en forma y bien entrenados, y los pusieron cara a cara con un interrogador, un cabrón realmente agresivo, durante cuarenta y cinco minutos.
»Al día siguiente les pidieron uno por uno que identificaran al interrogador en una rueda de reconocimiento. El sesenta y ocho por ciento escogió a un hombre equivocado. Eso después de cuarenta y cinco minutos cara a cara, sentados frente a una mesa en una habitación bien iluminada. Tú no viste al tipo de la furgoneta más de dos segundos. Tres como mucho.
—Pero ¿y si vuelve a estar ahí afuera ahora mismo —dijo Kenny— al volante de su furgoneta, buscando a otro niño? ¿Y si eso pasa por mi culpa?
—No sería culpa tuya ni de ningún otro. El único culpable sería él.
Kenny sabía que Pat tenía razón, pero en lo más profundo de su ser no estaba de acuerdo.
Nunca atraparon al hombre que había intentado raptar a Thomas Kintry.
Kenny nunca había dejado de pensar en ello.

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