Carmen

El cabo José Lizarrabengoa, de origen navarro, es enviado a Sevilla, a la manufactura de cigarros donde trabajan mas de cuatrocientas mujeres y una de ellas es Carmen, una mujer que hace hervir la sangre de los hombres, y aún más la del cabo José, poco acostumbrado a la moral andaluza, pues las gitanas son con el tipo de mujer que el conoce en Navarra.

Propér Mérimée es el autor de este retazo encerrado en toda una obra que él escribió a lo largo de su vida sobre los gitanos en Europa, llevándole a viajar en busca de sus costumbres. Tales viajes le llevaron siete veces a España.

ANTICIPO:
Nací en Elizondo, en el valle del Baztán. Me llamó don José Lizarrabengoa, y usted, señor, conoce lo bastante España para que ni apellido le indique inmediatamente que soy vasco y cristiano viejo. Si tomo el don, es porque tengo derecho, y si estuviera en Elizondo le mostraría mi genealogía en pergamino. Querrían que fuera eclesiástico, y me hicieron estudiar; pero yo apenas si sacaba provecho. Me gustaba demasiado jugar a la pelota, y es lo que me perdió. Cuando jugamos a la pelota, los navarros nos olvidamos de todo. Un día que había ganado yo, un mozo de Álava e buscó pelea; cogimos nuestras maquilas, y también gane yo; pero eso me obligo a dejar el país. Topé con unos dragones y me aliste en el regimiento de Almansa, de caballería.

La gente de nuestras montañas aprende pronto el oficio militar. No tarde en ascender a cabo, y prometían hacerme sargento cuando, para mi desgracia, me pusieron de guardia en la manufactura de tabacos de Sevilla. Si ha estado usted en Sevilla, habrá visto ese gran edificio, extramuros de la ciudad, cerca de Guadalquivir. Todavía me parece estar viendo la puerta y, al lado, el cuerpo de guardia. Cuando estar de servicio, los españoles juegan a las cartas o duermen; yo, como buen navarro, siempre procuraba ocuparme en algo. Con una alambre de latón estaba haciendo una cadena para sujetar la baqueta del fusil cuando de repente gritan mis camaradas: “Ya está tocando la campana; las mujeres van a volver al trabajo”. Debe saber, señor, que en la manufactura hay entre cuatrocientas a quinientas mujeres empleadas. Son ellas las que lían los cigarros en una gran sala donde los hombres no entran sin un permiso del veinticuatro, porque cuando hace calor se aligeran la ropa, sobre todo las jóvenes.

A la hora que las obreras vuelven después de comer, muchos jóvenes van a verlas pasar, y les dicen piropos de todos los colores. Pocas de estas señoritas rechazan una mantilla de tafetán, y los aficionados a esta clase de pesca no tienen más que agacharse para coger el pez. Mientras los demás miraban, yo permanecía en mi banco, al lado de la puerta. Era joven entonces; siempre pensaba en mi tierra y no creía que hubiera mujeres bonitas sin unas sayas azules y unas trenzas cayéndoles por los hombros. Además, las andaluzas me daban miedo; aún no me había acostumbrado a sus modales; siempre de broma, nunca una palabra seria. Estaba, pues, con las narices en mi cadena cuando oigo a unos ciudadanos decir, “Ahí va la gitanilla”. Levanté los ojos y la vi. Era un viernes, y nunca lo olvidaré. Vi a esa Carmen que usted conoce, en cuya casa lo encontré hace unos meses.

Llevaba una falda encarnada, muy corta, que dejaba ver unas medias de seda blancas con más de un agujero, y unos preciosos zapatos de tafilete rojo anudados con cintas color de fuego. Apartaba la mantilla para enseñar los hombros y un gran ramo de casia que sobresalía de su pechera. También llevaba una flor de casia en la comisura de la boca, y avanzaba balanceándose sobre sus caderas como una potranca de la yeguada de Córdoba. En mi tierra, una mujer con esa ropa hubiera hecho santiguarse a todo el mundo. En Sevilla, todos le echaban algún piropo atrevido sobre su porte; ella respondía a todos mirándolo de reojo, con un brazo en jarras, descarada como la auténtica gitana que era. Al principio no me agradó, y proseguí mi tarea; mas ella, siguiendo el ejemplo de las mujeres y los gatos que no vienen cuando los llamas y cuando no los llamas vienen, se paró delante de mí y me dirigió la palabra.

-Compadre-me dijo con acento andaluz-¿quieres darme tu cadena para llevar las llaves de mi arcón?

-Es para sujetar la aguja del fusil- le respondí.

-¡La aguja!- exclamo ella echándose a reír- ¡Ah, si necesita agujas, es que el señor hace encaje!

Todos los que allí estaban se echaron a reír, mientras yo me ponía colorado sin encontrar respuesta adecuada.

-Vamos, corazón-prosiguió ella-, ¡hazme siete varas de encaje negro para una mantilla, agujetero de mi alma!.

Y cogiendo la flor de casia que tenía en la boca, me lanzó con un impulso de pulgar, justo entre los ojos. Eso, señor me hizo el mismo efecto que si me alcanzase una bala… No sabía dónde meterme, me quedé inmóvil como una tabla. Cuando hubo entrado en la manufactura, vi la flor de casia que se había caído al suelo, entre mis pies; no sé lo que me pasó, pero la recogí sin que mis camaradas se diesen cuenta y la puse cuidadosamente en mi guerrera. ¡Primera estupidez!

Dos o tres horas después aun seguía pensando en ello cuando llega al cuerpo de guardia un portero jadeando y con la cara desencajada. Nos dice que en la sala grande de los cigarros había una mujer asesinada, y que era preciso enviar a la guardia. El sargento me ordenó tomar a dos hombres e ir a ver. Tomo a mis hombres y subo. Figúrense, señor, que nada mas entrar en la sala lo primero que me encuentro son trescientas mujeres en camisa, o poco menos, todas gritando, vociferando, gesticulando, armando un barullo de todos los diablos. A un lado había una patas arriba, cubierta de sangre, con un chirlo en la cara que acababan de hacerle de dos navajazos. Frente a la mujer herida, socorrida por las mejores de las cuadrilla, veo a Carmen sujetada por cinco o seis comadres. La mujer herida gritaba:

-¡Confesión!, ¡confesión!, ¡que me muero!-.

Carmen no decía nada; apretaba los dientes y giraba sus ojos como camaleón.

-¿Qué es lo que ocurre?- pregunté.

Me costó mucho saber lo que había pasado, porque todas las obreras me hablaban a la vez. Al parecer, la mujer herida se había jactado de tener suficiente dinero en el bolsillo para comprar un burro en el mercado de Triana.

-Vaya- dijo Carmen, que era de lengua muy larga.¿No tienes bastante con una escoba?

La otra, ofendida por la afrenta, quizá porque se sentía sospechosa en ese punto, le respondió que no entendía de escobas por no tener el honor de ser gitana ni ahijada de Satanás, pero que la señorita Carmencito no tardaría en trabar conocimiento con su burro cuando el señor corregidor la llevase de paseo con dos lacayos detrás para espantarle las moscas.

-Bueno, pues yo- dijo Carmen- voy a hacerte bebederos para moscas en la mejilla, y a pintarte un jabeque.

Y acto seguido, zas-zas, con la navaja de cortar la punta de los cigarros empieza a dibujarle en la cara cruces de san Andrés.

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Interplanetaria

4 Opiniones

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    CARMENSIN
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    Hola amigos, esto es toda una casualidad mi nombre es Carmen Prosper y mi apellido viene de Francia, en españa somos pocos los que nos apellidamos así y probablemente seamos descendientes de franceses, alguien sabe algo de ese apellido o de Prosper Meriné, si se quedó a vivir en españa despues de su libro y tuvo familia aquí?

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    Dn. Jose Alfredo
    on

    por mi parte es una de las hobras mejor hechas que existen me encanto, inpacto, e incluso me senti dentre de la hobra de hecho la sigo biendo y no me canso de berla y leerla hen hora buena gracias por ese derroche de talenot i porfecionalismo qu contiene esta marabillosa opera

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    les sorcier du moyen age
    on

    vous n’avez pas lu la version originalle en français ,c’est terrible eh!.. 😮

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    la nieta de asunta
    on

    Las obras de Mérimée las leí en el original, cuando estaba en el Liceo. Aunque el libro ha quedado totalmente oscurecido por la ópera.

    En cuanto a José Alfredo, le recomiendo una gramática y un diccionario. Así no dañará la vista de los foristas.

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