Casa de citas. Iván D. Putilin, jefe de la policía secreta de San Petersburgo

Después del arranque de la serie dedicada a las investigaciones del jefe de la policiía secreta Iván Putilin, el historiador Leonid Yusefovich relata el caso de la muerte de un rico empresario, envenenado en una casa de citas.

Pronto surgen en la investigación un buen número de candidatos a sospechoso, pues no son pocos los enemigos que se forjan en el duro mundo de las finanzas en San Petersburgo.

Sin embargo, Putilin no tarda en advertir indicios de que quizá tras el asesinato se encuentre alguna sociedad secreta, quién sabe si la masonería.

ANTICIPO:
El secreto de sus éxitos consistía en lo siguiente: lo que le acontecía a él por casualidad, no le acontecía a nadie más. Sencillamente, era así. Encuentros casuales, conversaciones superficiales, corazonadas inexplicables que le movían a ir a un lugar determinado o a decir algo determinado… Todo resultaba estar lleno de significado, y no porque dispusiera de algún don especial para adivinar el futuro o para juntar las piezas dispersas del mosaico del pasado; no, sus capacidades analíticas no eran superiores a la media. Como muchos compatriotas, Iván Dmítrievich se distinguía por su escasez de previsión, pero por algún inexplicable motivo todo lo necesario para la captura de un delincuente tendía hacia él. Al igual que un mosquito que gravita en torno a la lámpara cuando en la lámapara arde un fuego. La misteriosa llama de origen todavía enigmático para Safronov brillaba en el interior cíe Iván Dmítrievich, atrayendo al espíritu del mal oculto en las tinieblas y quemándole las alas. Incluso ahora, en su vejez, de vez en cuando aquella llama iluminaba desde dentro su rostro de soberbias patillas grises, pero al parecer en sus años de juventud había relucido con una fuerza inagotable.

Cuando Iván Dmítrievich llegó a casa va era noche cerrada. Resplandecían las estrellas, pero al oeste, hacia el mar, se agrupaban algunas nubes v el viento comenzaba a soplar. En la calle el aire todavía conservaba el recuerdo del sol del día, pero al entrar en la casa se notaba un frío monástico. La llama cíe la lámpara de queroseno vacilaba con la corriente; colgada con alambre de la pared, en una especie cíe jaula con techo redondo, como las de los pájaros, y con la llamita que se agitaba como un pollito asustado, sin alas y sin voz. Iván Dmítrievich llamó a casa de los Kukoliev y preguntó a Evlampi, que le abrió la puerta, si estaba en casa la señora.

—¿Quién viene ahora? —inquirió la voz disgusta-da de Charlotta Henrijovna, apareciendo por un lado. Ahora en lugar del vestido cíe luto llevaba uno sencillo de estar por casa.

—Perdone que la moleste tan tarde —dijo Iván Dmítrievich—. Sólo quería preguntarle cuándo se celebra el entierro.

—Pasado mañana, a las diez.

—¿A las diez? ¡Qué lástima!

–¿Qué pasa?

–Que justo a esa hora tengo que presentar un informe a mi jefe de departamento. Tiene todo programado minuto a minuto. No puedo decirle que no…

—Lástima —convino con indiferencia Charlotta Henrijovna.

—Y mañana tengo todo el día ocupado… ¿No podría despedirme ahora del difunto?

—No —respondió ella, seca v determinada.

—Pero ¿está aquí, en casa?

—¿Y dónde iba a estar?

—Disculpe, pero `por qué no puedo, entonces?

–Porque no entiendo por qué tiene que hacerlo.

–¿Qué motivos especiales puede haber? Yakov Siemiónovich y yo éramos buenos vecinos. Humana-mente…

–No –repitió con dureza Charlotta Henrijovna–. Permitiré ver el ataud sólo a quienes querían de ver-dad a mi marido. Usted nunca le tuvo mucha simpa-tía, no vayamos ahora a ser hipócritas. En mi situación actual, capto muy bien cualquier falsedad, porque me atormenta.

En la casa reinaba una calma macabra, como antes. Como en la habitación donde Evlampi se proba-ha la piel de lobo, el espejo del recibidor estaba cubierto por un velo negro, pero los ojos cíe la viuda eran un espejo que no se podía tapar.

–Si necesita examinar el cuerpo una vez más –dijo–, aunque no entiendo para qué, entonces dígalo claramente. Será más honrado por su parte. En ese caso, tenga la bondad de dirigirse mañana al médico de la policía que escribió el certificado de muerte. Que él le escriba un papel sobre la necesidad de un segun-do examen, entonces será bienvenido. Sin este papel no, no se lo permitiré.

–Usted misma. Pero parece olvidar que mi trabajo es bucar al asesino de su marido.

–Ya le he dicho que se suicidó. Lo que usted tiene que hacer es buscar el cuerpo de mi suegra. Si estuviera viva, Yakov no hubiera hecho lo que ha hecho… Y ahora, si me permite. Buenas noches.

Iván Dmítrievich subió al segundo piso, pero se quedó indeciso delante de la puerta de su casa. No llamó, sino que volvió a bajar al vestíbulo. Un paseíto solitario, eso era lo que necesitaba para poner en orden sus ideas. Sus pasos resonaron sobre las baldosas esmaltadas con ornamentos cabalísticos, según Zelienski. Iván Dmítrievich se adentró en las frescas tinieblas de aquella noche de septiembre. Eran sólo las diez, y de la escalera de al lado salía Zaitsev, amante también del ejercicio nocturno. No logró esquivarlo, hablaron un poco sobre la muerte de Yakov Siemiónovich y luego Zaitsev pasó al tema que tanto le preocupaba: por lo visto, recientemente, el departamento de Agrimensura para el que trabajaba había alquilado un piso en la casa vecina para su jefe, y éste lo usaba descaradamente con su amante.

–Pero lo malo no es que se acueste con ella –disertó Zaitsev–, sino que lo haga en un inmueble público.

Cabe preguntarse para qué paga impuestos la gente, ¿para que el estado encubra el libertinaje? De qué nos sorprendemos entonces, si los campesinos se amotinan?

Usted bien vive con su esposa, yo con la mía, y para eso nos pagan el alquiler de nuestros pisos, para vivir con nuestras esposas. ¡Pero que se pague él de su bolsillo los revolcones con quien quiera, corno si es con una cabra…!

Con no poca dificultad, Iván Dmítrievich se pudo zafar de él y seguir solo su paseo. Siempre le había gustado pensar durante sus paseos nocturnos y matutinos, mientras caminaba. ¡Pero aquella noche parecía

imposible! No había dado ni diez pasos, cuando apareció Gnietochkin con su caniche atado a la correa. ¡Que se los llevara a todos el diablo! Resguardándose de él, Iván Dmítrievich se adentró en un entrante de la casa y se pegó contra la pared. Allí estaban los cubos de la basura, y salía cíe ellos un olor (dulzón, penetrante y putrefacto como el del semen cíe hombre) a monda cíe sandía. Apareció el caniche a la luz de una farola, aferrando orgullosamente una porquería entre los dientes. Justo delante del portal, Gnietochkin se detuvo, se agachó e intentó arrancarle al caniche su hallazgo, pero éste no cedió.

–Dámelo –masculló Gnietochkin–. ¿Para qué lo quieres? ¡Suelta! ¡Bufl

El caniche agitaba la cabeza, juguetón, pero no aflojaba los dientes. Iván Dmítrievich advirtió que de las fauces del perro pendía un trozo cíe cordel que arrastraba por el suelo. De pronto, Gnietochkin, lanzando una exclamación incomprensible, se puso en pie cíe un salto, asustado por la sombra que Iván Dmítrievich proyectaba a la luz de la farola. Este dio un paso de lado, con sigilo. También podía haber dicho algo para tranquilizarlo, pero entre el vecindario corría el rumor de que Iván Dmítrievich espiaba a los vecinos para chantajear a los más ricos con información íntima de sus vidas privadas. Aquellos rumores no tenían ni una pizca de verdad, pero en cualquier caso no le apetecía que lo encontaran escondido en un entran-te de la pared, entre los cubos de basura.

–¿Quién va? –gritó Gnietochkin, con un hilo de voz debido al miedo–. ¡Sal de ahí!

Iván Dmítrievich se pegó todavía más a la pared y guardó silencio. Se sentía relativamente seguro. Si fuera cualquier otro…, pero Gnietochkin a esas horas no se aventuraría hasta allí.

–¡Hay alguien ahí? ¿Hav alguien? ¡Voy a llamar a la policía!

Soltó la correa del caniche.

–¡A por él! ¡Muerde!

El animalito soltó su hallazgo y ladró un par de veces, pero adentrarse en la oscuridad le dio miedo. No era tan animal como para meterse en la boca del lobo.

–¡Señor! ¡Señor! –Gnietochkin llamó con el bastón en la ventana iluminada más cercana–. Hay alguien ahí escondido…

Qué raro. ¿Por qué tanto miedo?

–¡Llamad a Putilin! ¡Putilin! –chilló Gnietochkin.

En la fachada empezaron a iluminarse algunas ventanas. La situación era tonta a más no poder, pero salir a la calle ahora sería ridículo. Iván Dmítrievich se deslizó en sentido contrario a lo largo del muro has-ta el patio. A la izquierda se extendían las pilas de leña, blanca y olorosa por la parte cortada, y los mismos bastiones de troncos se levantaban al fondo del patio, en el cobertizo. A cierta distancia uno de otro, había dos bancos, donde por las noches los cocheros y los criados tonteaban con las cocineras v las doncellas. Alrededor se acumulaban cáscaras cíe pipas de girasol, y resplandecían azuladas a la luz de la luna.

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