Cefeidas

Esta es una antología de autores en español (españoles y latinoamericanos) que se adentran en lo que ha sido, desde su nacimiento, uno de los ejes de la ciencia-ficción. Los temas espaciales, sea en su vertiente más aventurera (la space-opera), o más tecnológica (hard). Presta especial riqueza a esta recopilación el origen tan dispar, tanto en lo geográfico como en lo literario, de sus autores. Por eso, bien podemos decir que rara vez se ha visto un abanico tan amplio y valioso de narraciones en español sobre este tema.

En nuestros días, cuando un buen número de temas de cuño tecnológico ha entrado en nuestra vida cotidiana, perdiendo parte de su matiz más especulativo, vuelven a cobrar interés las ficciones que se ocupan de las fronteras más lejanas, del contacto con otras especies, de la exploración y colonización de planetas ubicados fuera del sistema solar e incluso de una hipotética relación, pacífica o conflictiva, con visitantes de otros confines del universo. Todos estos asuntos siguen resultando un desafío para la mente de los lectores, por lo que hemos decidido reunir un conjunto de relatos que conservan esa impronta original, ese sentido de lo asombroso que acompaña a personajes y escenarios y nos involucra en peripecias vertiginosas, aunque corresponde aclarar que la acción trepidante no descarta la reflexión. Nos atrevemos a parafrasear a William Shakespeare: hay muchas más cosas en el universo de las que nos hemos atrevido a imaginar.

Haciendo un repaso somero de los cuentos de esta antología, y sin avanzar más de la cuenta en la descripción de sus contenidos, les adelantamos que desde El Survillion de Ramón Muñoz hasta Trabajadora social de Yoss, pasando por las demás obras que componen este libro, se cumple lo que les hemos adelantado: hay criaturas aterradoras llegadas de las profundidades del espacio, abismos mentales, máquinas perfectas, guerras telepáticas, viajes a otros sistemas solares, religiones extravagantes; burócratas, ángeles, mercenarios, héroes y cobardes; traiciones, muerte, engaños, humor y esperanza. Podemos decir, sin temor a resultar arrogantes, que en este puñado de ficciones cubren con solvencia un amplio abanico de cuestiones y argumentos…

Hacia el SurvillónRamón Muñoz
El eslabón perdidoJosep Martin Brown
El jaleoHernán Domínguez Nimo y José Vicente Ortuño Segura
Hermano cósmicoJuan Pablo Noroña
Los ángeles celestesÓscar Cuevas
Planetas de papelClaudia De Bella
MercenarioErnesto Fernández González
Alimento deshidratado GoldrumAntonio J. Cebrián
Transcripción literalJordi Bonet
Los migrantesNanim Rekacz
Muñecas rusasSergio Gaut vel Hartman
Trabajadora socialYoss

ANTICIPO:

Era extraño. Ya me había ocurrido en Roma. En Paris, ante la Torre Eiffel.

Cuando has visto algo tantas veces en los sims llega a volverse familiar. De repente está ahí. Has llegado. Y no sientes la menor sorpresa. Es igual que en los sims. Exactamente igual. Te preguntas si hubiera sido mejor ahorrarte el viaje.

Me habían dado unas gafas especiales antes de levantar la cortinilla de plástico. Para evitar que el sol me hiciera daño en los ojos, nos advirtieron. Me eché hacia delante. Prácticamente apoyé la frente en la ventanilla. Estaba fría.

Si esperaba una visión que me cortara el aliento me quedé con las ganas. Era un asteroide amarillento, de tres kilómetros de longitud y ochocientos metros de diámetro. Tenía la apariencia de un limón que un niño hubiera pateado, pisoteado, estrellado contra las paredes y luego abandonado durante semanas debajo de la nevera. En los polos había luces rojas que parpadeaban a intervalos regulares. Eso era todo. Ningún otro signo de presencia humana.

Los focos de la nave estaban encendidos para que pudiésemos verlo bien. El reflejo de la luz hacía que el asteroide pareciese enfermo. Una piedra grande y enferma.

Me retiré de la ventanilla y Salma fue a desilusionarse por su cuenta. Mick me dirigió una mirada interrogativa. Yo encogí los hombros. Nos habíamos hecho muy buenos amigos. Éramos parecidos. Vivíamos solos. Empezábamos a tener esa edad en la que uno se da cuenta de que nunca va a cumplir las expectativas que tenía de joven.

Cuando todos terminaron de mirar el oficial cerró la cortinilla. Creo que nos sentimos aliviados. Habíamos recorrido una distancia enorme desde la Tierra y la meta resultaba ser una decepción. Nos indicaron que nos atásemos. Atracaríamos enseguida en Copérnico. Yo hubiera preferido ver la maniobra de aproximación. Había regalado una maqueta de la base a mi sobrino y la habíamos montado juntos. Pero la base, por mucho que me hubiese gustado la maqueta en su momento, apenas tenía valor. Era un simple trámite. Como la taquilla en la que venden los billetes para entrar al Louvre.

Estábamos tensos. Nadie quería expresarlo en voz alta, pero en realidad no sabíamos para qué habíamos venido. Tampoco sabíamos nada acerca del Survillión. Pensábamos lo contrario, por supuesto, pero nuestras suposiciones eran todas falsas. Más tarde averiguaríamos la verdad. Más tarde nos convertiríamos en los mayores expertos en el Survillión del universo, asumiendo que sus creadores están muertos o se han olvidado de que existe.

Nos equivocamos aquel día. Desde la nave nos pareció insignificante.

Fastidioso. Un trasto que se ha llenado de polvo en un rincón perdido del Sistema Solar.

Dicen que la verdadera belleza reside en el interior. El Survillión cumplía esa regla, aunque invertida. Su verdadera fealdad estaba escondida en el interior.

Antes de ir a Copérnico nos invitaron a unas vacaciones. Salimos de las calles mugrientas, aterrizamos en una isla en el mar. Íbamos el grupo entero. Un mediodía ventoso nos recibió en el aeropuerto.

El hotel era magnífico. La isla era fabulosa. Y nosotros, que no teníamos ni idea de cómo divertirnos, probamos todo lo que estaba a nuestro alcance.

Íbamos a la caza de placeres fáciles, brillantes como envoltorios de caramelos, y si el sabor nos disgustaba escupíamos el bocado e íbamos a por el siguiente plato. Había muchas oportunidades. Mucho donde elegir.

Fue durante las vacaciones, aquella breve explosión de luz en unas vidas monótonas, cuando Mick y yo recuperamos nuestra vieja amistad. Nuestros gustos eran similares y acabábamos, casi sin querer, encontrándonos en las mismas fiestas, vomitando en los mismos cuartos de baño, persiguiendo a las mismas mujeres. Al final optamos por ir juntos desde el principio. Y funcionó. Lo pasamos bien. Realmente bien.

Un verano de una sola semana. Y septiembre llegó muy pronto.

El último día nos sentamos cerca de la orilla. Compramos algodón de azúcar en un puesto del paseo marítimo. Compramos postales. Y estuvimos deshaciendo en la boca los rosados mechones de azúcar hasta que nos aburrimos de las olas y regresamos al hotel.

Copérnico apesta. El hedor del aire precocinado, masticado, ventoseado impregna cada objeto. La mayor parte de la gente lleva mascarillas. De vez en cuando se produce un acto de terrorismo artístico: Un residente arroja una bomba de olor que ha conseguido Dios sabe dónde. Durante unos minutos nos sofoca el aroma del perfume. Luego se desvanece. Pero no del todo. El aire de Copérnico lo conduce hacia los filtros, de los que saldrá integrado en la pestilencia que me aturde.

Nos guían a través del corredor. Hay asideros a los lados para impulsarse.

Los monitores parpadean ofreciendo entretenimientos baratos. Nadie les hace caso.

Desembocamos en una estancia profunda, baja. Hay ganchos de metal y plantas que oscilan como algas mecidas por la corriente. La pared rezuma suciedad.

Las juntas están llenas de mugre.

Los lazarillos nos esperan, colgados de los ganchos.

Examino a los lazarillos en busca del que suele trabajar conmigo. Son jóvenes. Parecen aburridos, cansados de jugar a este juego. Cuando trabajan llevan uniformes sobrios, de un gris húmedo y tristón. Ahora, al no estar de servicio, utilizan vestidos que me recuerdan a un cuadro cubista; un ramillete de ángulos vivos y colores sobresaltados. Las pelucas que utilizan son rectas, altas, rígidas como castillos.

Veo a la chica.

Es igual que los otros. Los labios, demasiado delgados, fruncidos en una mueca desdeñosa. Pero no es una mala persona. Finge una dureza que le es extraña.

El instructor nos presenta como si nunca nos hubiéramos visto con anterioridad. Y aceptamos la farsa con gusto, porque no estamos realmente seguros de que haya sido así. Al presentarme a Nina, la lazarilla que me han asignado, no percibo ningún signo de reconocimiento en sus ojos. Quizás fue una chica distinta la que me contaba historias de su país destruido por la guerra. Todos los lazarillos visten igual, se maquillan igual… Puedo haberme confundido.

Entrenamos durante una hora. Los principios básicos. Ponernos los trajes, quitarnos los trajes. Movernos en gravedad cero. Han vaciado un hangar para que practiquemos. Saltamos en dirección a las barras, nos sujetamos, volvemos a impulsarnos hacia atrás. Parecemos monos inválidos, tratando de repetir las cabriolas de antaño ante un público indiferente.

De repente los lazarillos se hartan de mirar. Vuelan. Se entrelazan, se sueltan. Cruzan el hangar como relámpagos. Cuando llegue el momento serán nuestros fieles sirvientes. Nos llevarán fuera de la mano, nos ayudarán.

Serán nuestro consuelo en las situaciones difíciles. Y al final rescatarán nuestras carcasas babeantes, nos devolverán a la falsa seguridad de Copérnico. Pero ahora no nos hacen caso. Ahora sólo importan ellos.

Están bailando.

Es un espectáculo maravilloso.

El inspector les reprende. Están perdiendo el tiempo y el hangar tiene que volver a estar operativo antes de las 1300. Los lazarillos le ignoran. Se están divirtiendo demasiado.

Nina me mira. A pesar de las cicatrices, a pesar del cráneo rasurado que suda bajo la peluca, la encuentro hermosa. Sonríe. Sus dientes son blancos y pequeños. Le falta el canino derecho.

Sí, es ella. Es ella.

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Interplanetaria

4 Opiniones

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    Titerote
    on

    Es una buena iniciativa, muy recomendable. La calidad de los cuentos es diversa pero es lo que ocurre siempre con las antologicas.

    Este tipo de antologicas mantienen viva una llama de muchos años en la cienciaficcion española.

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    Wamba
    on

    ehm… de qué hablas?

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    Titerote
    on

    Quiero decir la tradición de las antologias. Así mucha gente que no ha publicado ni publicará un libro ha podido durante mucho tiempo publicar cuentos de ciencia ficción.

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    Raka
    on

    A mi me está sorprendiendo mucho.

    😀

    Y eso que no me lo he acabado de leer.

    También me sorpende la poca salida que todavía tienen alguno de sus autores -si http://tienda.cyberdark.net/ no engaña-. Publican mucha basura anglosajona cuando algunos de los cuentos cortos que he leído podría sacarse más de una buena novela.

    Lo dicho.

    :-*

    A seguir toca a esta gente.

    Espero que no todos se pasen a la novela histórica, como uno ya está haciendo.

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