← Suspense Cuentos Completos IV → Con la risa en los huesos julio 29, 2008 Sin opiniones VV. AA. Género : Humor El filósofo griego Aristóteles dedicó a la risa el segundo libro de su Poética. El texto se perdió, y desde entonces la risa sigue escondiendo –tal vez por ventura– su verdadera naturaleza. Hombres tan dispares como Freud, Schopenhauer o Hobbes quisieron atribuirla a diferentes motivaciones más o menos conscientes. El humor escrito alcanzó su apogeo en la Inglaterra del siglo XIX, consolidándose como un género literario que abarcaría multitud de registros: la sátira corrosiva de Thomas De Quincey, el disparate de Lewis Carroll, las situaciones cómicas de Saki, e incluso el humor negro relacionado con la tradición gótica de Walpole o Swift, por no hablar de sus herederos norteamericanos, como Mark Twain o Ambrose Bierce. Con la risa en los huesos reúne veinticinco relatos de otros tantos autores que recorren en buena medida esta tradición anglosajona en sus diversos matices: del talante ácido de Oscar Wilde al deseo moralizador de Kipling, del existencialismo de Kafka y Harvey a la inocencia abrumadora de Milne; no faltan tampoco el exotismo de Mary Kingsley o Fitz James O'Brien, la burla despiadada de Bierce, o el más puro nonsense en manos del maestro Chesterton. ANTICIPO: El dragón en el escondite G.K. CHESTERTON Había una vez un caballero que era un proscrito es decir, un hombre que se esconde del rey y de todo el mundo, y que llevaba una vida tan salvaje y desaforada, perseguido de un escondrijo a otro, que le era tremendamente difícil acudir a misa los domingos. Aunque su vida cotidiana estaba repleta de combates, incendios y saqueos y por tanto su aspecto era algo descuidado, lo habían educado con esmero, y llegar tarde a misa era como es lógico algo muy serio. Pero era tan ingenioso y atrevido yendo de un sitio a otro sin ser capturado que en general lo conseguía. Y a menudo causaba grandes trastornos a los feligreses cuando entraba con gran estrépito volando a través de las amplias vidrieras y haciéndolas añicos, tras haber permanecido fuera colgado de una gárgola pacientemente durante media hora; o cuando de pronto se dejaba caer del campanario, donde había estado escondido dentro de una de las grandes campanas, y aterrizaba casi sobre las cabezas de los devotos. Tampoco se mostraban más complacidos cuando optaba por excavar un agujero en el cementerio, cruzar el muro por debajo de la iglesia, y surgir de repente de debajo de una losa levantada en mitad de la nave o delante del altar. Eran demasiado bien educados, por supuesto, para prestar atención al incidente durante el servicio; y los más justos admitían que hasta los proscritos debían acudir a misa como fuera; pero daba bastante que hablar en la ciudad, y la historia del caballero y su milagrosa manera de esconderse dondequiera que fuese era famosa por aquellos tiempos en toda la comarca. Por fin este caballero, que se llamaba Sir Laverok, empezó a sentirse tan seguro de su capacidad para escapar y esconderse cuando quería que se acostumbró a entrar en la plaza del mercado de la manera más descarada cuando estaban tratando algún asunto importante, como las elecciones de los gremios, o hasta la coronación del rey, al que dirigía algunos consejos acertados sobre sus deberes públicos, en voz alta desde la chimenea de una casa adyacente. A menudo, cuando el rey y sus nobles salían a cazar, o incluso cuando estaban en el campo en medio de una gran batalla, si alzaba la vista veía a Sir Laverok sobre sus cabezas posado en un árbol como un pájaro, y siempre dispuesto a dar consejos amistosos y buenos deseos casi fraternales. Pero aunque lo perseguían con constante sentimiento de furia, durante varios meses, nunca fueron capaces de descubrir en qué madrigueras y rincones se ocultaba. Se veían obligados a admitir que su talento para desaparecer en lugares ignorados era de lo más consumado, y que en el infantil juego del Escondite se habría cubierto de eterna gloria; mas todos creían que a un fugitivo de la justicia le debería estar rigurosamente prohibido cultivar esta clase de don. Ahora bien, precisamente por aquella época cayó sobre todo el país una terrible calamidad mucho peor que cualquier guerra o epidemia. Era de una clase que tenemos pocas posibilidades de sufrir hoy; aunque en lo que atañe a guerras y enfermedades nuestras oportunidades todavía son abundantes y variadas. En el desierto del norte de este país había aparecido un monstruo descomunal de costumbres e inclinación horrendas; un monstruo al que podría llamarse, para decirlo llanamente, dragón, sólo que tenía unos pies como los de los elefantes, aunque cien veces más grandes, con los que solía pisotearlo todo y reducirlo a una masa fina y uniforme antes de lamerla con una lengua larga y grande como la Gran Serpiente Marina; y abría sus imponentes mandíbulas como las ballenas, sólo que era capaz de engullir un banco de ballenas como si de morralla se tratase. Ni armas ni proyectiles podían con él, ya que su piel estaba recubierta de una plancha de hierro de increíble espesor. Desde luego, hubo quien afirmó que todo él era de hierro, y que lo había hecho de este material un mago que vivía más allá del desierto, donde estas artes y encantamientos se estudiaban más en serio. Por supuesto, hubo quien dijo que el país de los magos estaba más adelantado que el suyo en todo, y merecía ser emulado; y que si alguien objetaba que esta maravillosa maquinaria no tenía otro propósito aparente que el de matar personas y destruir cosas bellas, merecía reprobación por su poco espíritu de empresa y su falta de visión de futuro. Pero los que hablaban así, en general lo hacían antes de ver al nuevo animal, y se observó que después de toparse con él rara vez expresaban estas ideas, ni cualquier otra, naturalmente. Puede que el monstruo estuviera hecho de hierro, y que sus nervios y músculos fueran algo así como una combinación de ruedas y cables, como decían algunos, pero estaba inequívocamente vivo; y prueba de ello era que tenía buen apetito y evidente gusto por la vida. Primero pateó y devoró todas las fortificaciones de la frontera, y después los castillos y las principales ciudades del interior; y cuando avanzó hacia la capital, el rey y sus cortesanos se subieron a lo alto de las torres, y el resto a las copas de los árboles. Tales precauciones se revelaron insuficientes en la práctica, en la práctica de verdad. Mientras se podía ver al monstruo a veinte millas de distancia como una montaña en marcha, de silueta ya fantástica, aunque todavía azul o violeta por la lejanía, y su presencia se hacía notar tan sólo por algún leve temblor de casas como en un pequeño terremoto, se pudieron discutir abundantemente estas conjeturas y recursos, si bien no siempre con calma. Pero cuando la criatura estuvo lo bastante cerca como para estudiar sus comportamientos detenidamente, quedó claro que podía aplastar los árboles como si fueran hierba, y derribar fortalezas como castillos de naipes. Se extendió cada vez más la costumbre de buscar los rincones del país más discretos y apartados; la población entera, guiada por magistrados, mercaderes, y todos sus caudillos naturales, huyó con sorprendente rapidez hacia las montañas y se ocultó en oquedades y cavernas que sellaba tras de sí con grandes rocas. Ni siquiera esto tuvo mucho éxito; el monstruo se puso a escalar las montañas con la alegría de las cabras, a destrozar las barricadas de piedra, abriendo paso a la luz sobre los acobardados refugiados; y muchos de ellos pudieron reconocer la familiar forma de la lengua larga y rizada de la inteligente criatura, explorando sus escondites y serpeando y retorciéndose y lanzándose aquí y allá de manera vivaracha y juguetona. Los que no habían encontrado un resquicio donde meterse, y que se arracimaban en los riscos más altos del monte, se quedaron boquiabiertos ante una visión que por un instante les borró del pensamiento el peligro universal. En la roca más alta de todas, por encima de sus cabezas, había aparecido súbitamente la figura de Sir Laverok con su vieja lanza en la mano, la espada ceñida a su maltratada armadura, y su revuelto cabello del color del fuego ondeando al viento. De toda la multitud arracimada solamente el hombre que solía esconderse se mostraba bien visible, solamente el hombre que huía de la justicia no huía. No tengo miedo dijo en respuesta a sus gritos frenéticos. Ya sabéis que tengo habilidad para encontrar lugares seguros, y da la casualidad de que sé de un castillo donde me voy a refugiar, al que el dragón no podrá llegar. Pero, mi buen señor dijo el Magistrado, haciendo un alto en sus esfuerzos por meterse en una madriguera de conejos, el dragón puede reducir castillos a polvo con el talón. Lamento decir que no ha mostrado el menor embarazo en acercarse al Palacio de Justicia. Conozco un castillo al que no puede llegar dijo Sir Laverok. Ese animal repugnante dijo el Lord Chambelán, asomando un momento la cabeza por un agujero del suelo ha osado entrar sin llamar en la cámara privada del Rey. Conozco una cámara privada en la que no puede entrar replicó el caballero proscrito. Dudo mucho se oyó la amortiguada voz del Alto Almirante desde algún lugar bajo tierra que estemos a salvo siquiera en las cavernas. Yo conozco una en la que estaré a salvo dijo Sir Laverok. Al pie de la cortada pendiente a la que se aferraban se extendía una ancha meseta como una llanura; y en ese momento, el monstruo merodeaba a un lado y a otro de este pelado altiplano como un oso polar, pensando en qué destruir a continuación. Cada vez que volvía la cabeza hacia ellos las multitudes trepaban un poco más arriba del monte; pero pronto vieron, con asombro, que Sir Laverok no trepaba, sino que bajaba. Saltó del último saliente rocoso, salió a la llanura, y fue al encuentro del monstruo; cuando lo tuvo a escasa distancia, el caballero dio un salto furioso y le arrojó la lanza como un relámpago. Al parecer nadie de la multitud supo qué pasó en el instante de dicho relámpago. Quienes los conocían más opinaban que todos cerraron los ojos con fuerza, y muy probablemente se cayeron de bruces. Otros dicen que el monstruo le asestó a su enemigo tan tremendo pisotón que levantó una nube de polvo que llegó hasta el cielo, y durante un instante ocultó toda la escena. Otros, por su parte, explicaron que la inmensa masa del monstruo se interpuso entre ellos y la víctima. Sea como fuese, lo cierto es que cuando el bulto gigantesco se volvió y empezó de nuevo su deambular tambaleante y solitario, no se veía ni rastro de la víctima. Probablemente lo había aplastado en el fango como todo lo demás. Pero si fuera posible que hubiese escapado, como había dicho que haría, sería difícil decir adónde; pues no parecía que hubiese ningún sitio por donde escapar. Y en las madrigueras y las cuevas las autoridades no pudieron sino lamentar no haberlo condenado a la hoguera como a una bruja en vez de a la horca como a un rebelde, cada vez que daban el toque final a la condena para llevarla a efecto. Se consolaban en sus cuevas pensando que al menos ninguna captura precipitada ni ejecución prematura había eliminado aún la posibilidad de enmendar su error; pero de momento parecía claro que las oportunidades de colgar o quemar al caballero eran menores que nunca. En ese preciso momento, sin embargo, se produjo una nueva interrupción. Dio la casualidad de que la tercera hija del Rey estaba entre la muchedumbre de la ladera, ya que los miembros de más edad de la familia real estaban disfrutando un retiro semioficial de los cargos del estado en el fondo de un pozo seco, al otro lado de la cadena montañosa. Mas no había podido o no había querido viajar con la rapidez extrema que ellos habían tenido la presencia de ánimo de exhibir; porque era bastante distraída, completamente carente de aptitudes para la práctica política. La llamaban la Princesa Filomela, y era una persona más bien soñadora, de largos cabellos y ojos azules como el azul del lejano horizonte, y por lo general era muy callada; pero había observado la aventura del proscrito evanescente con más interés del que normalmente mostraba en otras cosas; y sobresaltó a todos en esta ocasión al romper su silencio diciendo en voz alta y clara: Sí, ha encontrado su castillo mágico al que no puede llegar ningún dragón. Los Consejeros de Estado más distinguidos estaban a punto de atreverse a asomar las narices en sus agujeros a fin de reprenderla respetuosamente por romper la etiqueta, cuando el monstruo, que se estaba comportando de una manera aún más extraordinaria de la habitual, atrajo otra vez la atención de todo el mundo. En lugar de dar pasos adelante y atrás con cierta pompa como había hecho antes, botaba de un lado para otro, dando saltos en el aire totalmente innecesarios y dando zarpazos de la manera más desagradable e inconsecuente. ¿Qué le pasa ahora? inquirió el Maestro de Monterías, que era algo estudioso de la vida animal, y en otras circunstancias habría estado mucho más interesado en el fenómeno. El monstruo se ha enojado replicó la Princesa Filomela de la misma manera rotunda aunque abstraída. Se ha enojado porque el caballero ha llegado a la cámara mágica y no puede encontrarlo. Si en efecto el monstruo se mostraba enojado, daba la impresión de que tal enojo tenía un elemento de autorreproche. Porque era evidente que se estaba dando zarpazos y arañándose en cierto modo como un perro rascándose las pulgas, pero mucho más salvaje. ¿Se puede matar a sí mismo? preguntó el Magistrado esperanzado. Yo soy el guardián de la conciencia del Rey, y no, por supuesto, de la del dragón. Pero es posible que si su conciencia despertase alguna vez, encontrara alguna causa justa de remordimiento. Tonterías dijo el Chambelán, ¿por qué habría de matarse? Si vamos a eso respondió el otro, ¿por qué habría de pelear consigo mismo, como parece que está haciendo? Porque contestó la Princesa Sir Laverok ha alcanzado por fin la caverna donde está a salvo. Pero mientras hablaba, el monstruo pareció sufrir un nuevo y último cambio. Por un momento dio la sensación de que se transformaba en dos o tres monstruos diferentes, pues sus distintas partes se comportaban de maneras diferentes. Una pata trasera se quedó en tierra tan quieta como la columna de un templo, mientras que la otra daba violentas patadas hacia atrás en el aire batiéndolo como las aspas de un molino. Un ojo sobresalía de su cabeza con repugnante protuberancia, y daba vueltas y más vueltas como una rueda de Santa Catalina enfurecida, mientras que el otro lo tenía cerrado con la expresión plácida de una vaca que se ha quedado dormida. E inmediatamente después se le cerraron los dos ojos, y se detuvieron sus dos patas, y todo el monstruo, con ademán de desaprobación, dio media vuelta y empezó a retroceder hacia las llanuras con trote amable y distraído. Así empezó la última fase del famoso Dragón del Desierto, pues tenían más de misterio que de destrucción sus matanzas y actos más brutales. No se metía con nadie; se apartaba cortésmente para dejar pasar a la gente; incluso consiguió, aunque con cierta renuencia, hacerse vegetariano y subsistir completamente de la hierba. Pero cuando se descubrió la meta final de su peregrinación la sorpresa fue aún mayor. La maravillada y aún indecisa muchedumbre que lo seguía por el campo se fue convenciendo gradualmente de la increíble idea de que su propósito era ir a la iglesia. Aún más, se acercaba al sagrado edificio con más delicadeza, discreción y respeto de lo que lo había hecho Sir Laverok en los viejos tiempos, cuando rompía ventanas y hacía pedazos el pavimento en su afán de puntualidad. Por último, el monstruo los sorprendió más que nunca cuando se arrodilló y abrió mucho la boca con expresión propiciadora; y la Princesa los sorprendió aún más al meterse dentro. Algo en el modo en que lo hizo desveló a los más meditabundos el hecho de que Sir Laverok había estado todo el tiempo en el interior del animal. No es necesario repetir aquí las explicaciones que gradualmente fueron saliendo a la luz sobre la verdad oculta de la historia de la maquinaria secreta del dragón. Esa narración exacta y científica también está dirigida solamente a los meditabundos. Y a éstos no les costará adivinar que se celebró una magnífica ceremonia nupcial en el interior del dragón, al que utilizaron eventualmente como capilla mientras estuvo dentro del recinto sagrado. Pueden incluso hacerse una idea de qué quiso decir la Princesa, que era dada a las sentencias proféticas, cuando dijo: El mundo entero se conducirá de diferente manera cuando los héroes encuentren sus escondites en el mundo. Pero hay que confesar que aquellos hombres sabios, el Magistrado y el Chambelán, sacaron poco provecho de ello. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »