Con la risa en los huesos

Género :


El filósofo griego Aristóteles dedicó a la risa el segundo libro de su Poética. El texto se perdió, y desde entonces la risa sigue escondiendo –tal vez por ventura– su verdadera naturaleza. Hombres tan dispares como Freud, Schopenhauer o Hobbes quisieron atribuirla a diferentes motivaciones más o menos conscientes.

El humor escrito alcanzó su apogeo en la Inglaterra del siglo XIX, consolidándose como un género literario que abarcaría multitud de registros: la sátira corrosiva de Thomas De Quincey, el disparate de Lewis Carroll, las situaciones cómicas de Saki, e incluso el humor negro relacionado con la tradición gótica de Walpole o Swift, por no hablar de sus herederos norteamericanos, como Mark Twain o Ambrose Bierce.

Con la risa en los huesos reúne veinticinco relatos de otros tantos autores que recorren en buena medida esta tradición anglosajona en sus diversos matices: del talante ácido de Oscar Wilde al deseo moralizador de Kipling, del existencialismo de Kafka y Harvey a la inocencia abrumadora de Milne; no faltan tampoco el exotismo de Mary Kingsley o Fitz James O'Brien, la burla despiadada de Bierce, o el más puro nonsense en manos del maestro Chesterton.

ANTICIPO:
El dragón en el escondite

G.K. CHESTERTON

Ha­bía una vez un ca­ba­lle­ro que era un pros­cri­to –es de­cir, un hom­bre que se es­con­de del rey y de todo el mun­do–, y que lle­va­ba una vida tan sal­va­je y de­sa­fo­ra­da, per­se­gui­do de un es­con­dri­jo a otro, que le era tre­men­da­men­te di­fí­cil acu­dir a misa los do­min­gos. Aun­que su vida co­ti­dia­na es­ta­ba re­ple­ta de com­ba­tes, in­cen­dios y sa­queos –y por tan­to su as­pec­to era algo des­cui­da­do–, lo ha­bían edu­ca­do con es­me­ro, y lle­gar tar­de a misa era como es ló­gi­co algo muy se­rio. Pero era tan in­ge­nio­so y atre­vi­do yen­do de un si­tio a otro sin ser cap­tu­ra­do que en ge­ne­ral lo con­se­guía. Y a me­nu­do cau­sa­ba gran­des tras­tor­nos a los fe­li­gre­ses cuan­do en­tra­ba con gran es­tré­pi­to vo­lan­do a tra­vés de las am­plias vi­drie­ras y ha­cién­do­las añi­cos, tras ha­ber per­ma­ne­ci­do fue­ra col­ga­do de una gár­go­la pa­cien­te­men­te du­ran­te me­dia hora; o cuan­do de pron­to se de­ja­ba caer del cam­pa­na­rio, don­de ha­bía es­ta­do es­con­di­do den­tro de una de las gran­des cam­pa­nas, y ate­rri­za­ba casi so­bre las ca­be­zas de los de­vo­tos. Tam­po­co se mos­tra­ban más com­pla­ci­dos cuan­do op­ta­ba por ex­ca­var un agu­je­ro en el ce­men­te­rio, cru­zar el muro por de­ba­jo de la igle­sia, y sur­gir de re­pen­te de de­ba­jo de una losa le­van­ta­da en mi­tad de la nave o de­lan­te del al­tar. Eran de­ma­sia­do bien edu­ca­dos, por su­pues­to, para pres­tar aten­ción al in­ci­den­te du­ran­te el ser­vi­cio; y los más jus­tos ad­mi­tían que has­ta los pros­cri­tos de­bían acu­dir a misa como fue­ra; pero daba bas­tan­te que ha­blar en la ciu­dad, y la his­to­ria del ca­ba­lle­ro y su mi­la­gro­sa ma­ne­ra de es­con­der­se don­de­quie­ra que fue­se era fa­mo­sa por aque­llos tiem­pos en toda la co­mar­ca. Por fin este ca­ba­lle­ro, que se lla­ma­ba Sir La­ve­rok, em­pe­zó a sen­tir­se tan se­gu­ro de su ca­pa­ci­dad para es­ca­par y es­con­der­se cuan­do que­ría que se acos­tum­bró a en­trar en la pla­za del mer­ca­do de la ma­ne­ra más des­ca­ra­da cuan­do es­ta­ban tra­tan­do al­gún asun­to im­por­tan­te, como las elec­cio­nes de los gre­mios, o has­ta la co­ro­na­ción del rey, al que di­ri­gía al­gu­nos con­se­jos acer­ta­dos so­bre sus de­be­res pú­bli­cos, en voz alta des­de la chi­me­nea de una casa ad­ya­cen­te. A me­nu­do, cuan­do el rey y sus no­bles sa­lían a ca­zar, o in­clu­so cuan­do es­ta­ban en el cam­po en me­dio de una gran ba­ta­lla, si al­za­ba la vis­ta veía a Sir La­ve­rok so­bre sus ca­be­zas po­sa­do en un ár­bol como un pá­ja­ro, y siem­pre dis­pues­to a dar con­se­jos amis­to­sos y bue­nos de­seos casi fra­ter­na­les. Pero aun­que lo per­se­guían con cons­tan­te sen­ti­mien­to de fu­ria, du­ran­te va­rios me­ses, nun­ca fue­ron ca­pa­ces de des­cu­brir en qué ma­dri­gue­ras y rin­co­nes se ocul­ta­ba. Se veían obli­ga­dos a ad­mi­tir que su ta­len­to para de­sa­pa­re­cer en lu­ga­res ig­no­ra­dos era de lo más con­su­ma­do, y que en el in­fan­til jue­go del Es­con­di­te se ha­bría cu­bier­to de eter­na glo­ria; mas to­dos creían que a un fu­gi­ti­vo de la jus­ti­cia le de­be­ría es­tar ri­gu­ro­sa­men­te pro­hi­bi­do cul­ti­var esta cla­se de don.

Aho­ra bien, pre­ci­sa­men­te por aque­lla épo­ca cayó so­bre todo el país una te­rri­ble ca­la­mi­dad mu­cho peor que cual­quier gue­rra o epi­de­mia. Era de una cla­se que te­ne­mos po­cas po­si­bi­li­da­des de su­frir hoy; aun­que en lo que ata­ñe a gue­rras y en­fer­me­da­des nues­tras opor­tu­ni­da­des to­da­vía son abun­dan­tes y va­ria­das. En el de­sier­to del nor­te de este país ha­bía apa­re­ci­do un mons­truo des­co­mu­nal de cos­tum­bres e in­cli­na­ción ho­rren­das; un mons­truo al que po­dría lla­mar­se, para de­cir­lo lla­na­men­te, dra­gón, sólo que te­nía unos pies como los de los ele­fan­tes, aun­que cien ve­ces más gran­des, con los que so­lía pi­so­tear­lo todo y re­du­cir­lo a una masa fina y uni­for­me an­tes de la­mer­la con una len­gua lar­ga y gran­de como la Gran Ser­pien­te Ma­ri­na; y abría sus im­po­nen­tes man­dí­bu­las como las ba­lle­nas, sólo que era ca­paz de en­gu­llir un ban­co de ba­lle­nas como si de mo­rra­lla se tra­ta­se. Ni armas ni proyectiles podían con él, ya que su piel es­ta­ba re­cu­bier­ta de una plan­cha de hie­rro de in­creí­ble es­pe­sor. Des­de lue­go, hubo quien afir­mó que todo él era de hie­rro, y que lo ha­bía he­cho de este ma­te­rial un mago que vi­vía más allá del de­sier­to, don­de es­tas ar­tes y en­can­ta­mien­tos se es­tu­dia­ban más en se­rio. Por su­pues­to, hubo quien dijo que el país de los ma­gos es­ta­ba más ade­lan­ta­do que el suyo en todo, y me­re­cía ser emu­la­do; y que si al­guien ob­je­ta­ba que esta ma­ra­vi­llo­sa ma­qui­na­ria no te­nía otro pro­pó­si­to apa­ren­te que el de ma­tar per­so­nas y des­truir co­sas be­llas, me­re­cía re­pro­ba­ción por su poco es­pí­ri­tu de em­pre­sa y su fal­ta de vi­sión de fu­tu­ro. Pero los que ha­bla­ban así, en ge­ne­ral lo ha­cían an­tes de ver al nue­vo ani­mal, y se ob­ser­vó que des­pués de to­par­se con él rara vez ex­pre­sa­ban es­tas ideas, ni cual­quier otra, na­tu­ral­men­te.

Pue­de que el mons­truo es­tu­vie­ra he­cho de hie­rro, y que sus ner­vios y mús­cu­los fue­ran algo así como una com­bi­na­ción de rue­das y ca­bles, como de­cían al­gu­nos, pero es­ta­ba ine­quí­vo­ca­men­te vivo; y prue­ba de ello era que te­nía buen ape­ti­to y evi­den­te gus­to por la vida. Pri­me­ro pa­teó y de­vo­ró to­das las for­ti­fi­ca­cio­nes de la fron­te­ra, y des­pués los cas­ti­llos y las prin­ci­pa­les ciu­da­des del in­te­rior; y cuan­do avan­zó ha­cia la ca­pi­tal, el rey y sus cor­te­sa­nos se su­bie­ron a lo alto de las to­rres, y el res­to a las co­pas de los ár­bo­les. Ta­les pre­cau­cio­nes se re­ve­la­ron in­su­fi­cien­tes en la prác­ti­ca, en la prác­ti­ca de ver­dad. Mien­tras se po­día ver al mons­truo a vein­te mi­llas de dis­tan­cia como una mon­ta­ña en mar­cha, de si­lue­ta ya fan­tás­ti­ca, aun­que to­da­vía azul o vio­le­ta por la le­ja­nía, y su pre­sen­cia se ha­cía no­tar tan sólo por al­gún leve tem­blor de ca­sas como en un pe­que­ño te­rre­mo­to, se pu­die­ron dis­cu­tir abun­dan­te­men­te es­tas con­je­tu­ras y re­cur­sos, si bien no siem­pre con cal­ma. Pero cuan­do la cria­tu­ra es­tu­vo lo bas­tan­te cer­ca como para es­tu­diar sus com­por­ta­mien­tos de­te­ni­da­men­te, que­dó cla­ro que po­día aplas­tar los ár­bo­les como si fue­ran hier­ba, y de­rri­bar for­ta­le­zas como cas­ti­llos de nai­pes. Se ex­ten­dió cada vez más la cos­tum­bre de bus­car los rin­co­nes del país más dis­cre­tos y apar­ta­dos; la po­bla­ción en­te­ra, guia­da por ma­gis­tra­dos, mer­ca­de­res, y to­dos sus cau­di­llos na­tu­ra­les, huyó con sor­pren­den­te ra­pi­dez ha­cia las mon­ta­ñas y se ocul­tó en oque­da­des y ca­ver­nas que se­lla­ba tras de sí con gran­des ro­cas. Ni si­quie­ra esto tuvo mu­cho éxi­to; el mons­truo se puso a es­ca­lar las mon­ta­ñas con la ale­gría de las ca­bras, a des­tro­zar las ba­rri­ca­das de pie­dra, abrien­do paso a la luz so­bre los aco­bar­da­dos re­fu­gia­dos; y mu­chos de ellos pu­die­ron re­co­no­cer la fa­mi­liar for­ma de la len­gua lar­ga y ri­za­da de la in­te­li­gen­te cria­tu­ra, ex­plo­ran­do sus es­con­di­tes y ser­pean­do y re­tor­cién­do­se y lan­zán­do­se aquí y allá de ma­ne­ra vi­va­ra­cha y ju­gue­to­na. Los que no ha­bían en­con­tra­do un res­qui­cio don­de me­ter­se, y que se arra­ci­ma­ban en los ris­cos más al­tos del mon­te, se que­da­ron bo­quia­bier­tos ante una vi­sión que por un ins­tan­te les bo­rró del pen­sa­mien­to el pe­li­gro uni­ver­sal. En la roca más alta de to­das, por en­ci­ma de sus ca­be­zas, ha­bía apa­re­ci­do sú­bi­ta­men­te la fi­gu­ra de Sir La­ve­rok con su vie­ja lan­za en la mano, la es­pa­da ce­ñi­da a su mal­tra­ta­da ar­ma­du­ra, y su re­vuel­to ca­be­llo del co­lor del fue­go on­dean­do al vien­to. De toda la mul­ti­tud arra­ci­ma­da so­la­men­te el hom­bre que so­lía es­con­der­se se mos­tra­ba bien vi­si­ble, so­la­men­te el hom­bre que huía de la jus­ti­cia no huía.

–No ten­go mie­do –dijo en res­pues­ta a sus gri­tos fre­né­ti­cos–. Ya sa­béis que ten­go ha­bi­li­dad para en­con­trar lu­ga­res se­gu­ros, y da la ca­sua­li­dad de que sé de un cas­ti­llo don­de me voy a re­fu­giar, al que el dra­gón no po­drá lle­gar.

–Pero, mi buen se­ñor –dijo el Ma­gis­tra­do, ha­cien­do un alto en sus es­fuer­zos por me­ter­se en una ma­dri­gue­ra de co­ne­jos–, el dra­gón pue­de re­du­cir cas­ti­llos a pol­vo con el ta­lón. La­men­to de­cir que no ha mos­tra­do el me­nor em­ba­ra­zo en acer­car­se al Pa­la­cio de Jus­ti­cia.

–Co­noz­co un cas­ti­llo al que no pue­de lle­gar –dijo Sir La­ve­rok.

–Ese ani­mal re­pug­nan­te –dijo el Lord Cham­be­lán, aso­man­do un mo­men­to la ca­be­za por un agu­je­ro del sue­lo– ha osa­do en­trar sin lla­mar en la cá­ma­ra pri­va­da del Rey.

–Co­noz­co una cá­ma­ra pri­va­da en la que no pue­de en­trar –re­pli­có el ca­ba­lle­ro pros­cri­to.

–Dudo mu­cho –se oyó la amor­ti­gua­da voz del Alto Al­mi­ran­te des­de al­gún lu­gar bajo tie­rra– que es­te­mos a sal­vo si­quie­ra en las ca­ver­nas.

–Yo co­noz­co una en la que es­ta­ré a sal­vo –dijo Sir La­ve­rok.

Al pie de la cor­ta­da pen­dien­te a la que se afe­rra­ban se ex­ten­día una an­cha me­se­ta como una lla­nu­ra; y en ese mo­men­to, el mons­truo me­ro­dea­ba a un lado y a otro de este pe­la­do al­ti­pla­no como un oso po­lar, pen­san­do en qué des­truir a con­ti­nua­ción. Cada vez que vol­vía la ca­be­za ha­cia ellos las mul­ti­tu­des tre­pa­ban un poco más arri­ba del mon­te; pero pron­to vie­ron, con asom­bro, que Sir La­ve­rok no tre­pa­ba, sino que ba­ja­ba. Sal­tó del úl­ti­mo sa­lien­te ro­co­so, sa­lió a la lla­nu­ra, y fue al en­cuen­tro del mons­truo; cuan­do lo tuvo a es­ca­sa dis­tan­cia, el ca­ba­lle­ro dio un sal­to fu­rio­so y le arro­jó la lan­za como un re­lám­pa­go.

Al pa­re­cer na­die de la mul­ti­tud supo qué pasó en el ins­tan­te de di­cho re­lám­pa­go. Quie­nes los co­no­cían más opi­na­ban que to­dos ce­rra­ron los ojos con fuer­za, y muy pro­ba­ble­men­te se ca­ye­ron de bru­ces. Otros di­cen que el mons­truo le ases­tó a su ene­mi­go tan tre­men­do pi­so­tón que le­van­tó una nube de pol­vo que lle­gó has­ta el cie­lo, y du­ran­te un ins­tan­te ocul­tó toda la es­ce­na. Otros, por su par­te, ex­pli­ca­ron que la in­men­sa masa del mons­truo se in­ter­pu­so en­tre ellos y la víc­ti­ma. Sea como fue­se, lo cier­to es que cuan­do el bul­to gi­gan­tes­co se vol­vió y em­pe­zó de nue­vo su deam­bu­lar tam­ba­lean­te y so­li­ta­rio, no se veía ni ras­tro de la víc­ti­ma. Pro­ba­ble­men­te lo ha­bía aplas­ta­do en el fan­go como todo lo de­más. Pero si fue­ra po­si­ble que hu­bie­se es­ca­pa­do, como ha­bía di­cho que ha­ría, se­ría di­fí­cil de­cir adón­de; pues no pa­re­cía que hu­bie­se nin­gún si­tio por don­de es­ca­par. Y en las ma­dri­gue­ras y las cue­vas las au­to­ri­da­des no pu­die­ron sino la­men­tar no ha­ber­lo con­de­na­do a la ho­gue­ra como a una bru­ja en vez de a la hor­ca como a un re­bel­de, cada vez que daban el to­que fi­nal a la con­de­na para llevarla a efec­to. Se con­so­la­ban en sus cue­vas pen­san­do que al me­nos nin­gu­na cap­tu­ra pre­ci­pi­ta­da ni eje­cu­ción pre­ma­tu­ra ha­bía eli­mi­na­do aún la po­si­bi­li­dad de en­men­dar su error; pero de mo­men­to pa­re­cía cla­ro que las opor­tu­ni­da­des de col­gar o que­mar al ca­ba­lle­ro eran me­no­res que nun­ca.

En ese pre­ci­so mo­men­to, sin em­bar­go, se pro­du­jo una nue­va in­te­rrup­ción. Dio la ca­sua­li­dad de que la ter­ce­ra hija del Rey es­ta­ba en­tre la mu­che­dum­bre de la la­de­ra, ya que los miem­bros de más edad de la fa­mi­lia real es­ta­ban dis­fru­tan­do un re­ti­ro se­mio­fi­cial de los car­gos del es­ta­do en el fon­do de un pozo seco, al otro lado de la ca­de­na mon­ta­ño­sa. Mas no ha­bía po­di­do o no ha­bía que­ri­do via­jar con la ra­pi­dez ex­tre­ma que ellos ha­bían te­ni­do la pre­sen­cia de áni­mo de ex­hi­bir; por­que era bas­tan­te dis­traí­da, com­ple­ta­men­te ca­ren­te de ap­ti­tu­des para la prác­ti­ca po­lí­ti­ca. La lla­ma­ban la Prin­ce­sa Fi­lo­me­la, y era una per­so­na más bien so­ña­do­ra, de lar­gos ca­be­llos y ojos azu­les como el azul del le­ja­no ho­ri­zon­te, y por lo ge­ne­ral era muy ca­lla­da; pero ha­bía ob­ser­va­do la aven­tu­ra del pros­cri­to eva­nes­cen­te con más in­te­rés del que nor­mal­men­te mos­tra­ba en otras co­sas; y so­bre­sal­tó a to­dos en esta oca­sión al rom­per su si­len­cio di­cien­do en voz alta y cla­ra:

–Sí, ha en­con­tra­do su cas­ti­llo má­gi­co al que no pue­de lle­gar nin­gún dra­gón.

Los Con­se­je­ros de Es­ta­do más dis­tin­gui­dos es­ta­ban a pun­to de atre­ver­se a aso­mar las na­ri­ces en sus agu­je­ros a fin de re­pren­der­la res­pe­tuo­sa­men­te por rom­per la eti­que­ta, cuan­do el mons­truo, que se es­ta­ba com­por­tan­do de una ma­ne­ra aún más ex­trao­rdi­na­ria de la ha­bi­tual, atra­jo otra vez la aten­ción de todo el mun­do. En lu­gar de dar pa­sos adelan­te y atrás con cier­ta pom­pa como ha­bía he­cho an­tes, bo­ta­ba de un lado para otro, dan­do sal­tos en el aire to­tal­men­te in­ne­ce­sa­rios y dan­do zar­pa­zos de la ma­ne­ra más de­sa­gra­da­ble e in­con­se­cuen­te.

–¿Qué le pasa aho­ra? –in­qui­rió el Maes­tro de Mon­te­rías, que era algo es­tu­dio­so de la vida ani­mal, y en otras cir­cuns­tan­cias ha­bría es­ta­do mu­cho más in­te­re­sa­do en el fe­nó­me­no.

–El mons­truo se ha eno­ja­do –re­pli­có la Prin­ce­sa Fi­lo­me­la de la mis­ma ma­ne­ra ro­tun­da aun­que abs­traí­da–. Se ha eno­ja­do por­que el ca­ba­lle­ro ha lle­ga­do a la cá­ma­ra má­gi­ca y no pue­de en­con­trar­lo.

Si en efec­to el mons­truo se mos­tra­ba eno­ja­do, daba la im­pre­sión de que tal eno­jo te­nía un ele­men­to de au­to­rre­pro­che. Por­que era evi­den­te que se es­ta­ba dan­do zar­pa­zos y ara­ñán­do­se en cier­to modo como un pe­rro ras­cán­do­se las pul­gas, pero mu­cho más sal­va­je.

–¿Se pue­de ma­tar a sí mis­mo? –pre­gun­tó el Ma­gis­tra­do es­pe­ran­za­do–. Yo soy el guar­dián de la con­cien­cia del Rey, y no, por su­pues­to, de la del dra­gón. Pero es po­si­ble que si su con­cien­cia des­per­ta­se al­gu­na vez, en­con­tra­ra al­gu­na cau­sa jus­ta de re­mor­di­mien­to.

–Ton­te­rías –dijo el Cham­be­lán–, ¿por qué ha­bría de ma­tar­se?

–Si va­mos a eso –res­pon­dió el otro–, ¿por qué ha­bría de pe­lear con­si­go mis­mo, como pa­re­ce que está ha­cien­do?

–Por­que –con­tes­tó la Prin­ce­sa– Sir La­ve­rok ha al­can­za­do por fin la ca­ver­na don­de está a sal­vo.

Pero mien­tras ha­bla­ba, el mons­truo pa­re­ció su­frir un nue­vo y úl­ti­mo cam­bio. Por un mo­men­to dio la sen­sa­ción de que se trans­for­ma­ba en dos o tres mons­truos di­fe­ren­tes, pues sus dis­tin­tas par­tes se com­por­ta­ban de ma­ne­ras di­fe­ren­tes. Una pata tra­se­ra se que­dó en tie­rra tan quie­ta como la co­lum­na de un tem­plo, mien­tras que la otra daba vio­len­tas pa­ta­das ha­cia atrás en el aire ba­tién­do­lo como las as­pas de un mo­li­no. Un ojo so­bre­sa­lía de su ca­be­za con re­pug­nan­te pro­tu­be­ran­cia, y daba vuel­tas y más vuel­tas como una rue­da de San­ta Ca­ta­li­na en­fu­re­ci­da, mien­tras que el otro lo te­nía ce­rra­do con la ex­pre­sión plá­ci­da de una vaca que se ha que­da­do dor­mi­da. E in­me­dia­ta­men­te des­pués se le ce­rra­ron los dos ojos, y se de­tu­vie­ron sus dos pa­tas, y todo el mons­truo, con ade­mán de de­sa­pro­ba­ción, dio me­dia vuel­ta y em­pe­zó a re­tro­ce­der ha­cia las lla­nu­ras con tro­te ama­ble y dis­traí­do.

Así em­pe­zó la úl­ti­ma fase del fa­mo­so Dra­gón del De­sier­to, pues te­nían más de mis­te­rio que de des­truc­ción sus ma­tan­zas y ac­tos más bru­ta­les. No se me­tía con na­die; se apar­ta­ba cor­tés­men­te para de­jar pa­sar a la gen­te; in­clu­so con­si­guió, aun­que con cier­ta re­nuen­cia, ha­cer­se ve­ge­ta­ria­no y sub­sis­tir com­ple­ta­men­te de la hier­ba. Pero cuan­do se des­cu­brió la meta fi­nal de su pe­re­gri­na­ción la sor­pre­sa fue aún ma­yor. La ma­ra­vi­lla­da y aún in­de­ci­sa mu­che­dum­bre que lo se­guía por el cam­po se fue con­ven­cien­do gra­dual­men­te de la in­creí­ble idea de que su pro­pó­si­to era ir a la igle­sia. Aún más, se acer­ca­ba al sa­gra­do edi­fi­cio con más de­li­ca­de­za, dis­cre­ción y res­pe­to de lo que lo ha­bía he­cho Sir La­ve­rok en los vie­jos tiem­pos, cuan­do rom­pía ven­ta­nas y ha­cía pe­da­zos el pa­vi­men­to en su afán de pun­tua­li­dad. Por úl­ti­mo, el mons­truo los sor­pren­dió más que nun­ca cuan­do se arro­di­lló y abrió mu­cho la boca con ex­pre­sión pro­pi­cia­do­ra; y la Prin­ce­sa los sor­pren­dió aún más al me­ter­se den­tro.

Algo en el modo en que lo hizo des­ve­ló a los más me­di­ta­bun­dos el he­cho de que Sir La­ve­rok ha­bía es­ta­do todo el tiem­po en el in­te­rior del ani­mal. No es ne­ce­sa­rio re­pe­tir aquí las ex­pli­ca­cio­nes que gra­dual­men­te fue­ron sa­lien­do a la luz so­bre la ver­dad ocul­ta de la his­to­ria de la ma­qui­na­ria secreta del dra­gón. Esa na­rra­ción exac­ta y cien­tí­fi­ca tam­bién está di­ri­gi­da so­la­men­te a los me­di­ta­bun­dos. Y a és­tos no les cos­ta­rá adi­vi­nar que se ce­le­bró una mag­ní­fi­ca ce­re­mo­nia nup­cial en el in­te­rior del dra­gón, al que uti­li­za­ron even­tual­men­te como ca­pi­lla mien­tras es­tu­vo den­tro del re­cin­to sa­gra­do. Pue­den in­clu­so ha­cer­se una idea de qué qui­so de­cir la Prin­ce­sa, que era dada a las sen­ten­cias pro­fé­ti­cas, cuan­do dijo:

–El mun­do en­te­ro se con­du­ci­rá de di­fe­ren­te ma­ne­ra cuan­do los hé­roes en­cuen­tren sus es­con­di­tes en el mun­do.

Pero hay que con­fe­sar que aque­llos hom­bres sa­bios, el Ma­gis­tra­do y el Cham­be­lán, sa­ca­ron poco pro­ve­cho de ello.

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