← Sunday El pintor de Flandes → Con los ojos vendados noviembre 14, 2006 5 Opiniones Susha Guppi Género : Biografía Mucho antes de que la revolución islámica impusiera en Irán el régimen de los ayatolás, la vida en el país persa era una interesante amalgama de tradición y modernidad. Shusha Guppy recuerda el paraíso perdido que representaba Irán para una chica de elevado rango social como ella: un mosaico de personajes variopintos, paisajes, olores, cambios sociales, cuentos populares y relaciones que la autora recuerda con añoranza y que le sirve también para retratar un país rico en contrastes, que trataba entonces de poner un pie en la modernidad sin perder sus raíces. La privilegiada posición de Shusha le permitió estudiar música, arte y teatro y adoptar pautas de conducta occidentales, cuando eso todavía era posible en Irán. Ahora, después de una brillante carrera académica y profesional en Londres y París, se reencuentra con un pasado añorado, evocado con nostalgia y ternura, para deleite de todos sus lectores. ANTICIPO: Haji Mahmud falleció de viejo poco después de aquella visita de Jafar Su hijo único y heredero, Mohammad, no quiso seguir el oficio de comerciante, sino que prefirió el estudio y convertirse en teólogo y mulá. La almazara fue vendida y con el tiempo acabo por desaparecer porque el petróleo había reemplazado el aceite vegetal para el alumbrado domestico, y se introdujeron métodos más modernos para extraer el aceite de las semillas medicinales. Mohammad habla salido de casa a los dieciséis años de edad para hacerse talabé (estudiante de teología, seminarista) en la madrasa (escuela de religión) más próxima. En aquellos tiempos Persia no tenía universidades en el sentido moderno y occidental de a palabra Los deseosos de seguir estudiando más allá de la escuela elemental entraban en una de aquellas sedes de la erudición, equivalentes a los colegios europeos de la Edad Media. La madrasa elegida por Mohammad fue la Jaque Abdolá, así llamada en recuerdo de un famoso maestro, y contigua a una gran mezquita del mismo nombre. A ella acudían estudiantes de todo el país, atraídos por la presencia de prestigiosos maestros cuyo renombre había llegado a sus oídos. Vivían en pequeñas celdas construidas alrededor de un patio con estanque central, sombreado por viejos plátanos y cipreses, y bajo la protección de la mezquita cuya cúpula azul extendía su sombra benefactora sobre la residencia, y desde cuyo minarete eran convocados a las oraciones de la mañana, el mediodía y el anochecer. Muchos de los estudiantes se sustentaban con una pequeña beca de la mezquita, pero algunos entre ellos Mohammad contaban con el suplemento de una asignación paterna. Los estudios comprendían toda la gama del conocimiento tradicional: matemáticas, astronomía, filosofía, jurisprudencia y. por encima de todo, teología. Por lo general, los dejaban al cabo de pocos años, una vez aprendidos los rudimentos de la teología, para convertirse en mulás y dirigir las oraciones en las mezquitas. Pocos eran los que perseveraban durante más años, pasando de un maestro a otro, hasta cubrir todos los aspectos de la disciplina que hubiesen elegido. Después de diez años, aproximadamente, Mohammad llegó a ser Mujtahid, es decir, letrado y gran muía autorizado a interpretar la sharia y el Corán, así como a emitir sentencias en los tribunales eclesiásticos. Anos más tarde, cuando se crearon las primeras universidades al estilo occidental en Teherán y otras ciudades, las madrasas más prestigiosas sobrevivieron, especialmente las de Qom, Mashad, Isfahán y Tabriz, convertidas en colegios de teología de donde salían los mulás, los directores de rezos en la mezquita y demás jerarquías religiosas. Cualesquiera que fuesen sus orígenes, el que hubiese accedido a la categoría de Mujtahid ascendía en la escala social y hasta las esferas superiores de la aristocracia clerical, que era donde residía el verdadero poder, porque en un país donde la inmensa mayoría de la población era analfabeta, los mulás, que sabían al menos leer y escribir por ignorantes que fuesen en otros aspectos, tenían el control de la educación, así como el del populacho y sus emociones, y el del Bazar y su dinero. Durante el siglo XVII los reyes safávidas elevaron el chiísmo, hasta entonces una secta minoritaria, a la categoría de religión oficial de Persia. El motivo principal de esta decisión fue el conflicto con los vecinos sultanes otomanos, que repetidamente dio lugar a guerras declaradas. El chiísmo es algo más indulgente que la sunna (ortodoxia del islam) en cuanto al cumplimiento de la sharia, y el poder del clero fue reforzándose bajo la influencia de los Mujtahid hasta hacerse obedecer y temer incluso por el mismo sha, más o menos como en la Edad Media europea los soberanos temporales temían la autoridad del Papa. Una anécdota ilustra este punto: a comienzos del siglo XIX, Fathali Sha, dueño de un imperio con una extensión equivalente a tres veces la Persia actual, solicitó de su mulá principal una dispensa especial de la obligación de ayunar durante el ramadan (el equivalente a la cuaresma de los musulmanes). Adujo que la tristeza del ayuno le ponía de humor colérico e impaciente, lo cual le hacía propenso a una severidad excesiva y a decretar incluso ejecuciones injustas de personas inocentes, lo que obviamente no era deseable. El mulá principal, p ayatolá replicó mediante un lacónico mensaje en el que manifestó su reprobación omitiendo los numerosos título honoríficos y de cortesía a que tenía derecho el monarca, y se limitó a decir: «Fathali debe ayunar, y no debe dictar sentencias injustas», sin agregar nada más. En cambio, los designios de Mohammad eran más modestos. Una vez graduado de Mujtahid, adquirió la titularidad de una mezquita y una plaza de profesor en la misma madrasa donde había estudiado. Buscó una vivienda cercana y dio comienzo a su carrera de mulá, enseñante y letrado. Tengo una fotografía suya que lo muestra como hombre de mediana edad, en compañía de un mulá secretario suyo, un joven gigante barbudo que le dobla en corpulencia. Él era bastante bajito y gordo, con barba negra, mirada muy vivaz y alegre, y sonrisa con una leve sombra de escepticismo. Escribió muchos tratados sobre los puntos más sutiles del rito y las doctrinas de los teólogos medievales. Más tarde he sabido que el departamento de lenguas orientales de no sé qué universidad canadiense está traduciendo y publicando sus obras completas. Estoy segura de que languidecerán arrinconadas en las bibliotecas, hasta el día en que algún estudiante de letras decida desempolvarlas para escribir su tesis. Pero bien mirado, su desinterés por el poder y la política fue debido a que era un hedonista bastante perezoso, y prefirió dedicarse a los placeres, en especial los goces sexuales, antes que a escalar puestos en la sociedad. Utilizó su inteligencia, su simpatía y sus conocimientos para vivir exactamente el género de vida que le gustaba, dentro de los límites consentidos por la religión: una casa espaciosa y bien surtida, muchos criados, muchos niños y un gran número de mujeres. Mi padre fue su tercer hijo. Mi abuelo Mohammad andaría cerca de los treinta años cuando acabó sus estudios en la madrasa y se tituló Mujtahid. En el último curso de sus estudios, un mercader rico del Bazar se lo llevó a la peregrinación a la Meca, tomándolo a su servicio como intérprete de árabe y director religioso. De esta manera Mohammad alcanzó la dignidad de haji a una edad muy temprana lo que añadía un caché considerable al prestigioso título de Mujtahid. Y como además era Seyyed (es decir, un descendiente del profeta a través del yerno de este, el imán Alí), le llamaban comúnmente Hadj Seyyed Mohammad. En Persia había muchos Seyyed que sustentaban la pretensión de ser descendientes del Profeta. Los mulás Seyyed llevaban turbantes negros, a diferencia de otros muías que los usaban blancos. De estos parentescos, por lo general, no existían más pruebas que la tradición oral transmitida de generación en generación. Sin embargo yo tengo una genealogía correcta de nuestra familia, que establece un linaje de más de treinta y cinco generaciones desde el imán Hossein nieto del profeta y tercer imán de los chiles, a través de su matrimonio con una princesa persa, hija de un monarca sasánida. Mis reacciones escépticas ante esta cuestión pueden compararse con la del duque de Wellington cuando un hombre le interpeló en la calle diciendo: -¿El señor Smith, supongo? A lo que él contestó: Señor, si cree usted eso debe ser capaz de creer cualquier cosa. Sin embargo, crecimos considerándonos especialmente favorecidos de alguna manera, aunque no sólo en razón del Ilustre ascendiente, sino como titulares de una herencia espiritual y real mucho más antigua. 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Frau Hesselius on 14 noviembre, 2006 at 1:36 pm Por lo que deduzco del anticipo de Con los ojos vendados, la autora echa de menos el Irán del Sha. Es curioso, esta semana estoy leyendo a otra autora iraní, Azar Nafisi, exiliada en estos momentos de su país, pero que, en tiempos, luchó también, como casi todo el mundo, contra el régimen del Sha. Casualmente, la semana pasada estuve hablando sobre la época del Sha con una amiga cuyo padre trabajó allí durante los años setenta y recordaba el expolio permanente que padecía el país. Y, claro, luego vinieron los ayatolás y se auparon con el Poder. Como Hitler. Répondre
Palmira on 14 noviembre, 2006 at 3:57 pm He leido buena parte de Con los ojos vendados y me ha decepcionado bastante. La autora salió de Irán a los 17 años, y de lo que habla principalmente es de su infancia, de la vida en su familia, las festividades persas, las tradiciones. Pero sin el encanto que tienen muchas memorias de infancia, sino con un aire trivial y al mismo tiempo pretencioso. La política apenas aparece en el libro, y en alguna declaración suya que he leido en la red, en periodistadigital.com creo recordar, hace unos comentarios sobre el régimen iraní actual que yo diría que están más inspirados por el deseo de no molestar a nadie que por el amor a la verdad. Se esfuerza por no hablar mal del régimen, y achaca su dureza a la guerra contra Irak En mi opinión se trata de una escritora que quiere aprovechar el tirón mediático de las pruebas nucleares iraníes para vender libros, y a la que al mismo tiempo asusta crearse la enemistad del gobierno iraní. Creo que la historia reciente de Irán merece algo más que estos triviales recuerdos de infancia. Répondre
Frau Hesselius on 14 noviembre, 2006 at 9:55 pm Si vivió allí hasta los 17 años y pertenecía a una familia acomodada es posible que en el libro sólo muestre cómo era la vida en la esfera en la que ella se movía. Con la distancia y el paso de los años supongo que será también algo muy idealizado, como todo lo que se pierde, que siempre parece mejor. Répondre
Pluto on 14 noviembre, 2006 at 10:06 pm No he leído Con los ojos vendados (como no sea en braille es difícil leer así) y por lo dicho aquí no me interesa especialmente. En cambio, Leer Lolita en Teherán, de Azar Nafisi, sí me parece un testimonio fascinante sobre la dictadura integrista y la supervivencia de la dignidad. Sobre el despilfarro y el expolio que se produjo en Irán con el Sha hay un breve libro de Ryszard Capuscinsky titulado El Sha (¡pero qué título más inesperado, caramba!) que relata tales estropicios cometidos por la megalomanía del monarca y la venalidad de sus funcionarios que no me lo creería si no lo contara Capuscinsky. Répondre
Pluto on 14 noviembre, 2006 at 10:10 pm Una anécdota sobre el régimen del Sha, cuando en los setenta las estudiantes americanas quemaban en los campus montañas de sujetadores proclamando que esa prenda simbolizaba la opresión de la mujer, las estudiantes iraníes en EEUU les decían: en Irán acaban de legalizar la venta de sujetadores, y ha sido un paso adelante, son más adecuados para vestir con comodidad. Répondre