Confesiones de un pirata

Como joven párroco, el padre Christopher ha oído muchas confesiones, pero su propia historia es más asombrosa que ninguna revelación que le hayan hecho sus feligreses… Porque cientos de años antes de haber nacido, Chris fue capitán pirata.
Recién salido del monasterio, el ex novicio se ve inexplicablemente transportado a la época dorada de la piratería, donde una inesperada nueva vida lo aguarda.
Al principio, se resiste a unirse a los célebres Hermanos de la Costa, pero pronto adopta la vida de un bucanero, mientras sucumbe a los encantos seductores de una enigmática señorita. Como capitán de su propio barco, saquea las Antillas en busca del oro español. Adónde le conducirán sus aventuras, solo Dios lo sabe…

ANTICIPO:

Me llevó más tiempo del debido relacionar el barco negro con los cañones, pero finalmente lo hice. Estaba en el aire, si sabe lo que quiero decir. Oía hablar a la gente, y todo eso. Todos los de aquel barco habían muerto y su barco iba a la deriva. Quizá España estuviese de nuevo en guerra con Inglaterra. Quizá no. Nadie lo sabía, pero en Veracruz puede que sí.

Significa «cruz verdadera», probablemente ya lo sepa. Era más grande y salvaje de lo que esperaba. Una vez que descargamos toda la mercancía, el capitán nos dejó salir del barco si queríamos. Nuestro barco estaba amarrado al muelle y el oficial se quedó a bordo con un par de hombres. Todos nosotros tuvimos que prometer antes de poner el pie en la pasarela que estaríamos de vuelta esa noche. Todos excepto yo querían ir a las cantinas, contar chistes y mentiras, pellizcar a las chicas y echar una canita al aire. Yo quería salir para no tener que ver sus feas caras, para estirar las piernas y ver la ciudad.

Y tengo que decir que había mucho que ver. Estaban construyendo un fuerte para defender el puerto, además de tres iglesias: las cuatro cosas al mismo tiempo. Era alrededor del mediodía y hacía bastante calor para cuando terminamos de descargar el Santa Charita y casi todo el mundo se estaba echando la siesta. Sin embargo, las grandes piedras seguían moviéndose: las levantaban una tras otra, las giraban con cuidado y las ponían sobre el mortero para luego moverlas con una palanca hasta que quedaban perfectamente alineadas. Se hacía lentamente, desde luego. Aunque estas cosas siempre se hacían así.

Aquellas piedras seguían moviéndose porque los esclavos hacían el trabajo y eran azotados si se detenían. De alguna manera no era muy distinto a como trabajábamos los marineros. Nos pegaban, normalmente con una cuerda a la que hacían un nudo en un extremo si no trabajábamos, y duro. Y por aquel entonces ya sabía que también nos podían azotar si hacíamos algo realmente grave. La diferencia residía en las caras y en las miradas.

Nos habíamos embarcado porque queríamos trabajar y nos pagarían cuando el barco volviera a España. En ese momento, en Veracruz, podíamos hacer lo que quisiéramos, incluso irnos, ya que no había nadie que pudiera impedirlo. (Pensaba mucho en eso en aquel entonces.) A los esclavos no les iban a pagar, ni siquiera les iban a dar suficiente comida. Estaban encadenados unos a otros en grupos porque todo el mundo sabía que se escaparían en cuanto tuvieran la oportunidad de hacerlo. Los guardias estaban sentados a la sombra con los mosquetes sobre el regazo, bostezaban e intentaban rascarse por debajo de la armadura y de vez en cuanto uno le decía algo a otro. Pero no dormían. Eran soldados, me enteré después, y además de sus mosquetes llevaban las espadas largas y rectas que los soldados llaman «bilbos». Los capataces de los esclavos eran civiles, hombres que sabían (o que se suponía que sabían) cómo se tenían que construir las paredes de piedra.

Los esclavos eran en su mayoría indios, o, como se les llama en inglés, nativos americanos. El resto eran negros. Quiero llamarles afroamericanos, aunque más tarde en una de las iglesias intenté hablar con uno de ellos y no sabía nada de inglés ni tampoco mucho español.

Primero fui al fuerte, porque lo había visto cuando estábamos descargando. Más tarde a las iglesias. Había ido también al mercado a ver si podía robar algo para comer. Déjeme que sea sincero en cuanto a eso. Poco después vi a un hombre que descargaba una carreta y lo ayudé, y cuando terminamos le pregunté si me podía dar uno de los mangos que habíamos descargado, y me dijo que sí. Así que caminé un poco más mientras lo pelaba y me lo comía, preguntándome dónde demonios estaba y qué me había pasado. Y una de las iglesias estaba justo allí, al lado del mercado, así que me senté a la sombra a ver cómo los esclavos terminaban el campanario.

Entonces, salió un cura con agua para ellos. Tenía cuarenta o cincuenta años y era bastante gordo, pero con el calor que hacía fue hacia donde estaban, dejó que bebieran de su jarra hasta que se acabó el agua y habló un poco con ellos. Tenía un crucifijo de madera que era bastante grande. Lo señalaba y hablaba. Entonces, volvió a la iglesia. Al poco rato salió con más agua.

Sudaba muchísimo, así que una vez que entendí lo que estaba haciendo, lo seguí adentro. Lo encontré en el patio, sentado a la sombra y dándose aire con su gran sombrero:

—Padre —le dije—, ¿por qué no descansa un rato y deja que lo ayude?

—¿Harías eso, hijo? Sería un gesto noble de caridad.

Le dije que claro que lo haría y que era marinero, y le dije también el nombre de mi barco. Después de eso, me enseñó a enganchar la jarra a la cuerda del pozo. No se podía soltar demasiada cuerda, porque si no la jarra flotaría, se desengancharía y le entraría demasiada agua dentro.

Cuando salí con la jarra vi un trozo de cuerda, así que tiré de una hebra y me lo metí en el bolsillo. Después, subí por el andamio hasta donde estaban los esclavos que colocaban las piedras. Dejé que bebieran hasta vaciar la jarra, hablé un poco con ellos y volví adentro. Cuando estaba en el pozo, el cura quiso saber qué estaba haciendo y le mostré cómo podía cerrar el gancho con un par de nudos en el extremo. Agitó el gancho para ver si se soltaba la jarra, y por supuesto, no se soltó. Así que la bajamos y la subimos cuando se llenó.

—Hijo mío —dijo—, eres un ángel de Dios, pero no debí dejar que hicieras mi trabajo ni una sola vez. Es mi deber llevar la sabiduría de Cristo a esas pobres almas.

—Bueno, yo también intenté hacer eso, padre. Sé que probablemente no sea tan bueno como usted, pero les dije que Dios los quería tanto que había enviado a Jesús para que pudiera ser su amigo de nuevo.

Después de eso nos sentamos a la sombra y hablamos un rato. Entonces sacó de nuevo la jarra. Cuando volvió, cerró el gancho de la misma forma que los había hecho yo. Le llevó más tiempo, pero al final lo logró. Mientras la llenaba, nos sentamos y hablamos un poco más. Le dije que los esclavos deberían ser libres, que nadie debería ser un esclavo.

—Estoy de acuerdo, hijo mío. Pero, ¿qué beneficio sacarían ellos de su libertad si no conocieran a Dios? No salvarían sus almas porque no podrían.

—Quizá podrían encontrar a Dios mejor si fueran libres para buscarlo —sostuve yo—. Además, no tendrían que trabajar tan duro y podrían comer mejor.

—Desde luego, eso último sería verdad, hijo mío, si esclavizaran a otros como ellos han sido esclavizados. Los que son sus dueños son libres para buscar a Dios, diría yo. ¿Crees que lo han encontrado?

Me encogí de hombros.

—Contesta, hijo mío. ¿Lo crees?

Tuve que admitir que no lo parecía.

—¿Puedes liberar a sus esclavos, hijo mío?

Negué con la cabeza.

—Costaría un carro de reales, padre, y yo no tengo ni uno.

—Ni yo podría liberarlos, hijo mío. Pero puedo enseñar a los capataces y a los guardas, y los esclavos mismos, cómo debería actuar un cristiano con el prójimo.

Después de eso me habló de otra iglesia que estaba a unas calles. Me fui hacia allí a echar un vistazo. Hice lo que pude en ella y cuando volví al barco estaba bastante cansado.

Señor se había quedado a bordo con el contramaestre y Zavala, uno de los hombres mayores de la guardia de babor. Me hicieron acercarme a ellos y sentarme para que pudieran tomarme el pelo con las chicas y demás. Yo solamente sonreía, negaba con la cabeza y decía que nunca había conocido a una chica. Lo cual era verdad.

Cuando vieron que no podían hacerme enfadar, hablaron de otras cosas. Así fue como me enteré de que Veracruz era un puerto con tesoros. Un galeón vendría a llevarse el tesoro de vuelta a España y nosotros íbamos a esperarlo y a volver con él.

«Para recibir el favor de cincuenta cañones», fue como lo expresó, Señor.

Quería saber más de la casa del tesoro y averiguar dónde estaba. Sabía que nadie me lo iba a decir si preguntaba, así que me quedé callado y escuché con atención.

Unos cuantos soldados más volvieron bastante borrachos. Señor los dejó dormir en cubierta o ir al castillo de proa, lo cual me pareció bien. Después de un rato, me eché en la cubierta y me dormí escuchándolos hablar.

El contramaestre me despertó enseguida. Recuerdo que no me sentía como si hubiera dormido mucho, y la luna había salido y estaba alta. El capitán había vuelto, había más marineros sentados hablando, y Señor, el contramaestre, el viejo Zavala y yo íbamos a desembarcar para ir a buscar a tantos como pudiéramos.

Así que acabé yendo a todas las cantinas y hablando con unas cuantas chicas. Algunas eran muy agradables, pero otras eran lo peor que había. Y casi todas ellas me tomaban el pelo aun más que Señor y el contramaestre.

«Vuelve solo y te enseñaremos cosas que nunca has visto.» «Siéntate conmigo y te enderezaré esa nariz torcida.» «¡Sí! Se erguirá orgullosa.»Y muchos comentarios más, algunos de ellos bastante sucios. El italiano es un idioma muy bueno para hablar sucio, pero a veces pienso que el español debe de ser el mejor del mundo. Aquellas chicas se lo pasaron muy bien tomándome el pelo, riéndose de mí y de cualquier cosa que decía, y se lo estaban pasando tan bien que les dije:

—¡Escuchadme! Me debéis una, todas vosotras, y un día de estos volveré a cobrármela.

Al día siguiente, el capitán me puso de nuevo en la guardia de estribor. Trabajamos hasta que apretó el calor: limpiamos el barco y cambiamos el aparejo, que se estaba gastando, y luego nos fuimos a tierra de nuevo. Esta vez sabía que la mayoría de los hombres que prometieron que volverían no lo decían en serio, y que no regresarían hasta que alguien fuera a buscarlos. Lo cual no iba a volver a hacer. Al principio pensé simplemente en encontrar un sitio en tierra donde dormir, quizás en la iglesia en la que había conocido al cura. Entonces decidí que lo que tenía que hacer era volver al barco sin que Señor me viera. Si pudiera hacer eso, podría volver antes, colgar la hamaca en el castillo de proa como siempre lo hacía, y dormir. Eso sería mucho mejor que dormir en un escondite en un callejón cualquiera (lo había hecho con frecuencia antes de unirme a la tripulación), y no estaría faltando a mi palabra. No había prometido informar a Señor ni nada por el estilo. Solo que volvería al barco esa noche.

Aunque lo primero que hice fue entablar una conversación con alguien del mercado para averiguar dónde estaba la casa del tesoro. Resultó ser que estaba detrás de donde se estaba construyendo el fuerte. Había estado bastante cerca, sin saberlo, cuando había estado viendo como trabajaban los esclavos.

Fui allí a verla y me quedé por los alrededores mirándola. Poco después tuve un verdadero golpe de suerte. Llegaron mulas y soldados (debía de haber cientos de mulas), y las grandes puertas se abrieron. Aquellas mulas habían estado transportando barras de plata, cada una de ellas lo bastante pesada como para ser carga suficiente para un solo hombre, y vi que los soldados las descargaban y las llevaban dentro.

La casa del tesoro no era muy grande ni tampoco muy alta, ni siquiera tan alta como nuestra pequeña capilla del monasterio. Las paredes sí eran gruesas, las puertas eran grandes y pesadas y estaban revestidas de hierro, y su parte superior parecía la de un castillo, con aberturas entre las grandes piedras para que los soldados pudieran disparar por ellas. No estaba pensando en coger la plata ni nada por el estilo. Pero enseguida me di cuenta de que si alguien quisiese hacerlo, lo que tenía que hacer era cogerla mientras las transportaban las mulas.

Después de eso, volví al puerto para echarle un vistazo al Santa Charita antes de que se pusiera el sol. Allí tuve otro golpe de suerte. Un gran galeón estaba llegando a puerto y pude verlo todo. Era cinco veces más grande que nuestro barco, con cruces en todas las velas y mucha talla y dorado en la popa.

Amarró en un muelle diferente y allí me fui para verlo más de cerca y para poder ver quién se bajaba. Era un buen espectáculo: sonaban las trompetas y los soldados que escoltaban al capitán llevaban pantalones rojos y una brillante armadura. Me puse de pie de un salto y me llevé la mano a la frente como se supone que se debe hacer, y nadie me dijo ni una palabra.

Cuando volvía caminado al muelle, pude ver el lado de estribor del Santa Charita y entonces tuve una idea. Si pudiera conseguir algo que flotara y en lo que me pudiera subir, podría llegar al borde del escobén, darme impulso y entrar por él. Así llegaría a la cubierta superior, donde estaba el capitán, delante del trinquete y justo encima del castillo de proa. Señor y quienquiera que estuviese con él estarían en el combés vigilando la pasarela. Si me agachaba, podría observarles por el borde de la cubierta.

Cuando estuvieran ocupados con otra cosa, me agarraría al borde de la cubierta y me metería dentro del castillo de proa. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que se hiciera de noche y pedir prestado un bote para poder subir. Encontré un lugar agradable y a la sombra para sentarme, y me dormí un par de horas.

Cuando me desperté me fui a buscar el tipo de bote que necesitaba: uno lo suficientemente pequeño como para que lo pudiera manejar yo solo, pero lo suficientemente grande como para poder ponerme de pie sin que volcara.

Por supuesto, tenía que ser un bote que no estuviera vigilando nadie. Una vez que llegara al escobén, lo dejaría ir. El dueño podría encontrarlo sin demasiada dificultad, a menos que la marea lo llevara mar adentro. Aun así, sabía que lo que iba a hacer no le gustaría.

Era algo bastante difícil, y apenas había empezado a rondar en la noche cálida y oscura cuando vi un bote en el puerto con dos hombres remando y otro en la popa que parecía que también buscaba algo. Pensé que probablemente serían soldados o vigilantes nocturnos o algo así, y entonces, cuando me pareció que miraban hacia donde yo estaba, me puse a caminar a lo largo del puerto como si nada me preocupara. Hacia el final de uno de los muelles, pisé algo redondo, quizás el palo de un bote, que rodó bajó mis pies. Casi me caí al agua, y grité en inglés: «¡Mierda!».

En cuanto dije eso, el hombre que estaba en la parte de atrás del bote pegó un grito:

—¡Eh! ¿Hablas inglés?

Tenía acento de Inglaterra y me fue difícil entender lo que decía, pero saludé y grite:

—¡Claro!

Los otros dos lo llevaron hacia donde estaba yo, y saltó al muelle. Soy más alto que la mayoría de la gente (mi padre me dijo una vez que fui planeado así), y era bastante más alto que él. Estaba demasiado oscuro como para ver bien, pero me dio la sensación de que tenía la cara cubierta de pelo, aunque no parecía que fuera mucho mayor que yo.

—Bueno, hemos tenido suerte. Llevamos horas intentando orientarnos. Ninguno de nosotros habla el idioma.

Alargó la mano.

—Mi nombre es Bram Burt. Fui guardiamarina en el Lion de su majestad y en la actualidad soy capitán del Macérer.

Fue un buen apretón de manos. Por la forma en que lo dijo, deduje que el nombre del barco era francés, pero no sabía qué significaba. Le dije mi nombre, le llamé señor y le expliqué que era un simple marinero del Santa Charita.

—Tienes algo de acento. ¿Eres español?

—Soy de Jersey, pero hablo español.

—Eso lo explica. Tienes que hablarlo, en un maldito barco español. Parlez-vous français?

Le dije, en francés, que hablaba un poco. Entonces intenté hablarle del monasterio.

—Para el carro. Demasiado rápido para mí. Aunque me serías muy útil. La mitad de mi maldita tripulación es francesa. Mira el viejo Macérer ahí parado. Fuera del fondeadero. ¿Se enfadarán si hacemos puerto esta noche?

Le expliqué que algunos de los cañones ya estaba en el fuerte, le dije que yo no lo intentaría y le mostré dónde podría encontrar al capitán de puerto por la mañana.

—¿Qué posibilidades tenemos de conseguir mercancía aquí? Lo vendí todo en Port Royal. Allí no había mercancía para nosotros, así que estamos buscando. ¿Ha tenido suerte el Saint Charity?

Me encogí de hombros.

—Dicen que cargaremos mañana, capitán, pero no se el qué.

—Interesante.

Estaba demasiado oscuro como para estar seguro, pero creí ver cómo me guiñaba el ojo.

—Doblones de oro, escondidos en un sitio cómodo y acogedor. Metidos en barriles en los que pone «cerveza», ¿eh? Hemos oído que van a enviar el oro de vuelta al rey de España como si fuera arena.

Negué con la cabeza.

—Estoy seguro de que no es eso, señor.

—¿Por ese gran muchacho?

Señaló al galeón.

—Sí, señor, el Santa Lucía. Ahí llevarán el tesoro.

Después de eso me preguntó a qué tesoro me refería, y le conté lo de la casa del tesoro y que había visto cómo descargaban unas mulas allí. Me ofrecí a llevarle y me dio las gracias.

—Interesante, por supuesto que iré, pero ahora mi deber está en mi barco. Tengo que volver. Puede que vaya a visitar lugares de interés mañana.

—En ese caso, ¿me podría llevar al Santa Charita? No tendrá que desviarse mucho de su trayecto, y me gustaría subir al barco sin ser visto.

Se rió y me dio palmadas en el hombro.

—Te has escabullido, ¿verdad? Yo he hecho lo mismo una o dos veces. Una vez me quedé subido en lo alto del mástil.

Salté a su bote desde el muelle y me senté en la proa como me indicó. Nos pusimos al lado del escobén del Santa Charita, susurró a los que remaban que dejaran los remos en su sitio y que se fueran a popa con él. Eso subió la proa alrededor de medio metro, y no fue muy difícil subir al escobén y meterme en el castillo de proa como había planeado. Al día siguiente busqué el Macérer por el puerto, pero no lo encontré, y cuando empecé a estibar la mercancía pronto me olvidé de él y del capitán Burt.

Era una mezcla de todo. Había grandes fardos de cuero, cajas y cajas de fruta seca y cajas de madera con utensilios de cocina de terracota. También había loros en jaulas, una inversión privada de Señor. Había que sacarlos de la bodega cuando hiciera buen tiempo, ponerlos en la cubierta superior y volverlos a llevar a la bodega por la noche para que no cogieran frío.

El resto de la tripulación los odiaba por el trabajo extra que suponían y por el ruido y la suciedad que causaban. Yo pensaba que eran graciosos, e hice lo posible para hacerme amigo de ellos: les hablaba, les rascaba el cuello, limpiaba sus jaulas, y en general cuidaba de ellos.

Eso me acercó más a Señor, y pronto arrojó su recompensa. Solía salir todos los días al mediodía y establecía la posición del sol con el astrolabio, comprobaba el cuaderno de bitácora como lo hacía el capitán y calculaba nuestra posición. Entonces él y el capitán comparaban los resultados y repasaban los cálculos si estos eran muy diferentes. Cuando estábamos atravesando el Paso de los Vientos empecé a hacerle preguntas.

Había estado cuidando de sus pájaros y hablando con él de ellos, y así nos habíamos hecho bastante amigos. Para mí todavía era Señor, y me llevaba la mano a la frente y todo eso. Pero le había demostrado que se podía relajar conmigo y que aun así podía levantarme de un salto cuando me daba una orden. Por todo esto contestaba a mis preguntas, cuando no eran demasiadas, y me enseñó a usar el astrolabio. Esencialmente, lo que estaba haciendo era medir el ángulo del sol a mediodía. Una vez que sabes eso y la fecha, sabes la latitud. Cuando más al norte estás, más al sur sale el sol y más bajo está al mediodía en invierno. Si sabes la fecha, la tabla te da la latitud. Algunas estrellas pueden ser usadas del mismo modo.

Existen muchos problemas con este sistema, como pude ver. En primer lugar, es difícil conseguir una buena medición a menos que dé la casualidad de que estás sobre una roca. Cuando el mar está en calma, tomas tres mediciones y calculas la media. Cuando está picado, ya puedes olvidarte.

Y eso no es todo. Cuando hace mal tiempo y no se puede ver el sol, no se puede medir. Y además, tu brújula está apuntando al norte magnético, no al real. También hay tablas para la desviación de la brújula, pero tienes que saber tu posición para usarlas. Así que lo que solía hacer (estoy yendo demasiado deprisa otra vez) era comprobar la orientación magnética con la estrella polar. Si esto empieza a sonar complicado, ya verá más adelante.

Solo le he dado los puntos relevantes.

Una vez has averiguado tu latitud, todavía necesitas saber tu longitud, y lo único que podemos hacer nosotros es medir nuestra velocidad con la barquilla y registrarla en el cuaderno cada hora. La barquilla tiene un cabo con nudos para medir la velocidad. La arrojas detrás del barco, miras el pequeño reloj de arena y cuentas los nudos.

Por supuesto, todo cambia cuando la tierra está cerca. Te orientas con los objetos de la carta de navegación, que te da tu posición siempre y cuando la carta sea correcta y no hayas elegido mal la isla, la montaña, o lo que sea.

Para cuando hube aprendido la mitad de todo esto, ya estábamos muy, muy lejos de Veracruz. Así que… ¡buenas noches!

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