Copérnico

El astrónomo polaco Nicolás Copérnico (19 de febrero de 1473, Torún, Polonia-24 de mayo de 1543, Frauenburg, Prusia Oriental) está considerado como el artífice del renacimiento de la astronomía. Huérfano de padre a los diez años, quedó a cargo de su tío y tutor Lucas Watzelrode, futuro príncipe-obispo de Warmia, quien le facilitó una excelente educación, muy por encima de lo normal en su época, y le procuró una vida acomodada. En 1491 Copérnico ingresó a la Universidad de Cracovia, pero luego completó su formación en Bolonia, acompañado por su hermano Andreas. Posiblemente concibió en Italia la idea de la rotación terrestre en 24 horas y el giro de la Tierra en torno del Sol. A partir de 1513, desarrolla la teoría matemática que permite realizar cálculos planetarios basados en el sistema heliocéntrico. Desde 1512 se instaló en Frauenburg, donde desempeñó el cargo de canónigo vitalicio de la catedral. Allí pulió su concepción del universo homogéneo e infinito, situado alrededor del Sol, en oposición al cosmos cerrado y jerarquizado, con el hombre como centro, lo cual suponía un desafío para la Iglesia, y de ahí que no se atreviera a publicar sus descubrimientos durante mucho tiempo. Su libro De Revolutionibus Orbium Coelestium coincidió casi con el momento de su muerte, y supuso el inicio de los tiempos modernos en la astronomía.

Con una prosa que alterna lo descarnado y lo sublime, el prestigioso Banville recrea de un modo único la vida de un hombre cuya ambición era «discernir la cuestión fundamental, las verdades eternas, las formas puras que se ocultan detrás del caos del mundo».

ANTICIPO:
Un mendigo leproso extendió su mano sin dedos y lloriqueó. Nicolás se escabulló tras una esquina y un poderoso haz de luz le dio de lleno en la cara. El sol del crepúsculo se ponía sobre las murallas de la ciudad, flanqueado por dos ladrones ahorcados por la mañana. De pronto echó de menos aquellos preciosos atardeceres del norte, pálidos, límpidos y tranquilos, llenos de silencio y nubes. Desde el suelo le llegó un olor fétido, acababa de pisar una caca de perro.

Alguien lo llamó por su nombre desde una taberna y a Nicolás se heló el corazón, pero cuando intentaba alejarse a toda prisa, una risueña ramera, negra como el carbón, se interpuso en su camino, chasqueando sus gruesos labios. Desde la taberna se oyó una carcajada ebria.

-Únete a nosotros, hermano, toma una copa de vino -lo llamó Andreas. Estaba sentado con un grupo de amigos espadachines, todos buenos germanos-. Amigos, mirad qué pálido y demacrado está. Pasas demasiado tiempo entre libros.

Los demás lo miraban divertidos, encantados con esta fuente de diversión.

-Tal vez le dé demasiado a la vara.

-¡Ay!, has estado haciendo galopar al gusano, ¿verdad, canónigo?

-¿Dándole al venerable obispo, eh?

-¡Ja, ja!

-¡Siéntate! -le increpó Andreas, malhumorado y con la cara roja, pues la bebida no le caía demasiado bien.

A Nicolás no dejaba de sorprenderle la misteriosa capacidad de su hermano para rodearse del mismo tipo de amigos fuera donde fuese. Variaban los nombres y un poco las caras, pero por lo demás eran los mismo en Torun, Cracovia o Bolonia: holgazanes y chulos, supuestos poetas, niños de papá con demasiado dinero, todos gamberros. En aquel grupo en particular no había ninguno de menos de treinta años, ¡estudiantes eternos! Nicolás sonrió irónicamente para sí, él mismo no era tan joven como para mofarse de los demás, pero era diferente, lo sabía, pertenecía a una especie distinta, ¿por qué si no se sentía tan mal entre ellos, sentado al borde de su taburete, congratulándose a sí mismo en un acceso de timidez y repugnancia, sonriendo como un idiota?

-Dinos, hermano, ¿quién era esa hermosa ramera con que te pescamos hace un momento? ¿Acaso estabais discutiendo los movimientos los astros? ¿La salida de Venus y cosas por el estilo? -Nicolás se encogió de hombros y se movió intranquilo; él nunca podría competir con los sarcasmos de su hermano. Andreas se volvió a los demás con una sonrisa lánguida-: Está muy interesado en mirar las estrellas, ¿sabéis?, los maravillosos astros, los orbes en la noche, cosas por el estilo.

Un joven lleno de espinillas con rizos del color de la paja y una barba espigada, hijo de un conde de Suabia, sacó su naricilla puntiaguda de la jarra de cerveza y se apoyó sobre la mesa con expresión solemne.

-Canónigo, ¿has oído hablar del infortunado astrónomo que equivocó sus cálculos y acabó con dos planetas donde debía haber uno? Bien, pues descubrió unas pelotas en la órbita de marte.

Entonces hubo más risas y carcajadas, más vino y más ¡tabernero! ¡tabernero!, venga, hombre, un plato de tu mejor guiso de callos porque, ¡malditas sean!, pero esta noche me apetecen las vísceras. Por fin dejaron de meterse con Nicolás; en realidad, era un mal contrincante para su ingenio, un chivo expiatorio poco apropiado. La última luz del crepúsculo se desvaneció, muy pronto cayó la noche y las estrellas, vacilantes y delicadas, brillaron sobre sus cabezas a través de la enredadera de hojas de parra. Un chico repartía velas humeantes entre las mesas. Aquí llega Prometeo, portador del fuego. ¡Qué culo tan bonito tiene!, miradlo cuando se agacha. ¡Ey, chico!, un ducado por tus favores. El chico retrocedió con una sonrisa temerosa. Desde la calle se oía música, feroces pitidos de pífanos y retumbar de timbales, y una banda de troavadores entró en el patio de la taberna en busca de vino gratis. Nicolás se sentía mareado por el ruido y el humo de las temblorosas llamadas de las velas, así que bebió el vino tinto toscano, oscuro y dorado como sangre vieja. Andreas se subió encima de la mesa, tambaleante y agitado, y comenzó a hablar a voz en cuello sobre la libertad y el renacimiento, la nueva era, l´uomo nuovo. De repente tropezó, intentó sostenerse en el aire, dejó escapar un grito y cayó estrepitosamente en el regazo de su hermano. Nicolás, conmovido de pronto un amor triste e inevitable, acunó en sus brazos aquel pesado bulto, húmedo y ebrio, aquel bebé grotesco que se inclinó junto a la mesa y vomitó -¡Ork!- sobre el suelo de juncos una papilla de callos y vino.

Más tarde aparecieron en una calle estrecha y oscura, donde alguien pateaba con furia a un individuo tendido sobre un desagüe. El hijo del conde se acercó, riéndose tontamente, hasta que un puño sin dueño surgió de la oscuridad y le asestó un buen golpe. Entonces se desplomó con un grito, sangrando por la nariz. De repente, Nicolás se encontró a sí mismo de rodillas en el suelo de una habitación estrecha, una especie de choza pequeña, sin saber cómo había llegado allí. Sólo se oían gruñidos y gemidos y sobre el suelo de tierra se retorcía una maraña de carne ondulante, de una deslumbrante palidez. Bajo la luz espectral de las velas podía vislumbrar a una mujer, tendida frente a él con las piernas y los brazos abiertos como si fuera un espécimen anatómico, sonriente y jadeante. Olía a ajo y a pescado, pero Nicolás se echó sobre ella y le clavó los dientes en un hombro. Fue una chapuza, un asunto rápido, y sólo más tarde, tras meditar seriamente sobre la cuestión, se daría cuenta de que al menos había perdido su virginidad. Todo había ocurrido exactamente como él lo había imaginado.

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