Crónicas de Elric, El emperador Albino II. Marinero de los mares del destino / El misterio del lobo blanco

Este volumen incluye las novelas:

III. Marinero de los mares del destino.

IV. El misterio del lobo blanco.

A medida que avanza la serie, las novelas de Moorcock ganan en intensidad, riqueza narrativa y libertad imaginativa. En la primera novela de este volúmen Elric, escapando de su prisión, se enrola en un misterioso barco que viaja a través de los mares del Multiverso. Alli deberá unirse a tres encarnaciones del Campeón Eterno para enfrentarse a quien amenaza al Multiverso.

En la segunda novela se narra el regreso de Elric a Melniboné, donde descubre que su primo Yyrkoon ha usurpado el trono del Rubí, después de haber conseguido mantener dormida a Cymoril.

Si bien de lectura independiente (y de hecho originalmente se publicaron en otro orden), estas historias van completando y enriqueciendo el complejo mundo creado por Moorcock, un mundo, o multiverso, muy alejado de las fantasías convencionales.

ANTICIPO:
Cuando se movió, una luz grisácea y mortecina le dio en los ojos. Alzó el cuello, reprimiendo un gemido ante la rigidez de sus músculos, y abrió los ojos. Parpadeó. Era de día, aunque no fue capaz de determinar si era por la mañana o por la tarde, pues el sol estaba invisible. Una niebla fría cubría la playa y, a través de ella, aún podían apreciarse las nubes más oscuras, aumentan¬do así la impresión de encontrarse dentro de una enorme cueva. El mar continuaba con sus chapoteos y susurros, aunque las aguas parecían más calmadas que la noche anterior. Ahora no se apreciaba el rumor de la tormenta y el aire era muy frío.

Elric empezó a incorporarse, apoyándose en la espada como bastón, y escuchó con atención. No había rastro de que sus enemigos anduvieran por las proximidades. Sin duda, habían abandonado la persecución; después, quizá, de encontrar el caba¬llo muerto.

Se llevó la mano al morral que portaba al cinto y sacó de él una tira de tocino ahumado y un frasco que contenía un líquido amarillento. Tomó un sorbo del frasco, lo tapó de nuevo y lo guardó en el morral mientras mascaba la carne. Tenía sed. Recorrió un trecho de playa hasta encontrar un charco de agua de lluvia no muy cargada de sal. Bebió hasta saciarse mientras vigi¬laba a su alrededor. La niebla era bastante espesa y, si se hubiera alejado demasiado de la playa, se habría perdido inmediatamen¬te. Sin embargo, ¿qué importaba eso? No tenía dónde ir y sus perseguidores debían de haberlo entendido así. Sin un caballo, le sería imposible desandar sus pasos hasta Pikarayd, el más orien¬tal de los Reinos Jóvenes. Sin un barco, no podía aventurarse en el mar e intentar poner rumbo a la isla de las Ciudades Púrpura. No recordaba ningún mapa donde apareciera un mar oriental y no tenía idea de cuánta distancia se había alejado de Pikarayd. Decidió que su única esperanza de sobrevivir era dirigirse hacia el norte, siguiendo la costa en la confianza de que, tarde o temprano, daría con algún puerto o poblado de pescadores don¬de poder cambiar las escasas pertenencias que le quedaban por un pasaje en algún barco. Sin embargo, sus esperanzas eran escasas pues la comida y los bebedizos apenas le alcanzarían para un día más.

Inspiró profundamente para aprestarse a la marcha pero, de inmediato, se arrepintió de haberlo hecho: la niebla le hirió en la garganta y en los pulmones como un millar de diminutos cuchillos. Tosió y escupió sobre los guijarros.

Y escuchó algo, un ruido distinto de los tristes susurros del mar; un crujido uniforme, como el de un hombre caminando con una indumentaria de cuero rígido. Su mano derecha se desplazó a la cadera izquierda y a la espada que allí descansaba. Se volvió, escrutando en todas direcciones para descubrir el ori¬gen del ruido, pero la niebla lo distorsionaba. Podía proceder de cualquier parte.

Elric se arrastró de nuevo hasta el peñasco donde se había refugiado por la noche y se apretó contra él de modo que ningún atacante pudiera tomarle desprevenido por detrás. Aguardó.

Captó de nuevo el crujido pero, esta vez, acompañado de

otros sonidos. Oyó un ruido metálico, un chapoteo, quizá una voz, una posible pisada sobre madera. Se preguntó si estaría experimentando una alucinación como efecto secundario de la pócima que acababa de ingerir o si realmente estaba escuchando un barco aproximándose a la playa y soltando el ancla.

Se sintió aliviado y estuvo tentado de reírse de sí mismo por haber dado por sentado tan fácilmente que aquella costa estaría deshabitada. Había creído que los yermos acantilados se extendían interminablemente, cientos de millas quizá, en ambas direc¬ciones. Tal suposición podía haber sido, sin duda, el resultado subjetivo de su ánimo deprimido, de su fatiga. Ahora, se le pasó por la cabeza que las mismas posibilidades había de que acabara de descubrir una tierra que no aparecía en los mapas, pero que poseía una elevada cultura autóctona: con naves, por ejemplo, y puertos para éstas. No obstante, Elric no se dejó ver.

Al contrario, se retiró tras la roca y fijó la vista en el mar, sondeando la niebla. Por fin, distinguió una sombra que no había estado allí la noche anterior. Una sombra negra y angulosa que únicamente podía ser un barco. Distinguió las sombras de los cabos, escuchó las voces de unos hombres, oyó el crujido y el chirrido de una verga al ser izada en el mástil. Estaban reco¬giendo velas.

Elric aguardó una hora, al menos, a que la tripulación del barco desembarcara. No podía haber ninguna otra razón para haber penetrado en aquella bahía traicionera. Sin embargo, sobre la nave había caído un profundo silencio, como si toda ella se hubiera dormido.

Con cautela, Elric emergió de detrás de la roca y avanzó hasta el borde del agua. Desde allí podía ver el barco un poco mejor. Detrás de los palos se apreciaba la luz rojiza del sol, desvaída y aguada, difusa tras la niebla. Era un barco de buen tamaño y realizado totalmente con la misma madera de color oscuro. Su diseño era barroco y poco habitual, con elevadas cubiertas a proa y a popa y sin rastro de portillas para remeros. Se trataba de una característica inusual en las naves que él cono¬cía, tanto melnibonesas como pertenecientes a los Reinos Jóve¬nes, y venía a confirmar su teoría de que había tropezado con una civilización que, por alguna razón, se había aislado del resto del mundo, igual que Elwher y los Reinos Ignotos quedaban aislados por la inmensa extensión del desierto de los Suspiros y del erial de las Lágrimas. No observó movimiento a bordo ni escuchó ninguno de los sonidos que cualquiera esperaría encontrar a bordo de una nave, incluso si la mayor parte de la tripu¬lación estaba descansando. La niebla formaba remolinos y per¬mitía que la luz rojiza la atravesara mejor para iluminar el barco, dejando a la vista las dos grandes ruedas de timón en los castillos de proa y de popa, el esbelto mástil con su vela recogida, los complejos dibujos geométricos de sus pasamanos y su mascarón, una gran proa curva que proporcionaba al navío su máxima expresión de poder y que llevó a Elric a considerarlo un barco de guerra, más que un mercante. Sin embargo, ¿contra quién se podía combatir en unas aguas como aquéllas?

Dejó a un lado sus precauciones y, formando una bocina con las manos en torno a la boca, gritó:

—¡Ah, del barco!

El silencio que siguió a su llamada le pareció cargado de un especial titubeo, como si quienes estaban a bordo le hubieran escuchado y no supieran si debían responder.

—¡Ah, del barco!

Entonces, una figura apareció junto a la borda de babor e, inclinándose sobre el pasamanos, miró en su dirección con aire despreocupado. La figura llevaba puesta una armadura tan oscu¬ra y extraña como el diseño de la nave; portaba un casco que dejaba en sombras la mayor parte de su rostro y el principal rasgo que Elric pudo distinguir en él fue una barba espesa y dorada, junto con unos penetrantes ojos azules.

—¡Ah, de la orilla! —respondió el hombre de la armadura. Su acento resultaba desconocido para Elric y el tono de su voz parecía tan relajado como el modo en que le miraba. Elric creyó apreciar en él una sonrisa—. ¿Qué buscas entre nosotros?

—Ayuda —respondió Elric—. Estoy inmovilizado aquí. Mi caballo ha muerto y estoy perdido.

—¿Perdido? —la voz del hombre resonó en la niebla—. ¡Ah! Perdido. ¿Y deseas subir a bordo?

—Incluso puedo pagaros algo. Puedo ofrecer mis servicios a cambio de un pasaje, bien hasta vuestra siguiente escala o bien hasta cualquier tierra próxima a los Reinos Jóvenes donde pueda encontrar mapas que me permitan continuar camino desde allí…

—Bien —dijo su interlocutor lentamente—, aquí hay trabajo para un soldado.

—Tengo una espada —replicó Elric.

—Ya veo. Una buena hoja para el combate, grande y contundente.

—Entonces, ¿puedo subir a bordo?

—Antes debemos discutir la cuestión. Si tienes la bondad de esperar un momento…

—Desde luego —dijo Elric.

La actitud y los modales del desconocido le habían desconcertado, pero la perspectiva de encontrar calor y alimento a bordo del barco resultaba estimulante y aguardó con paciencia a que el guerrero de la barba rubia se asomara de nuevo por la borda.

—¿Cuál es tu nombre, señor?

—Soy Elric de Melniboné.

El guerrero pareció consultar un pergamino, repasando con un dedo la lista de nombres que éste contenía, hasta que asintió, satisfecho, y guardó de nuevo la lista bajo la gran hebilla de su cinto.

—Bien —comentó el desconocido—; finalmente, era cierto que había una razón concreta para detenernos aquí, aunque me resultaba difícil de creer.

—¿A qué vino la diferencia de opiniones? ¿Por qué os decidisteis a esperar?

—Por ti —dijo el guerrero al tiempo que alzaba una escala de cuerda por encima de la borda y dejaba caer su extremo hasta las aguas—. ¿Quieres subir a bordo, Elric de Melniboné?

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