Crónicas de Elric, El emperador Albino IV. La maldición de la espada negra / Tormentosa

Este volumen incluye las novelas

VII. La maldición de la espada negra

VIII. Tormentosa

Con este volumen concluye la saga clásica de Elric, probablemente el personaje más emblemático creado por Michael Moorcock, uno de los más prolíficos y exitosos autores de fantasía épica.

En la primera historia, Elric, ataca junto a Moonglum, el Amo de Dragones, el castillo en el que se refugia su enemigo Theleb K´aarna. Para vencer, Elric cuenta con el apoyo de los hombres de Imrryr e invoca a los temibles Gigantes del Viento, que arrancan las almas y las lanza a los espíritus del aire.

La última novela es sin duda la más épica: el Caos se está extendiendo y no hay ejército capaz de frenar su avance. Las batallas se multiplican y el demonio Arioch parece no tener riva. La única esperanza es el hechicero Elric, y su espada "Tormentosa"… ¿será capaz el emperador de despertar a los dragones y, con su ayuda, cambiar el curso del destino?.

ANTICIPO:
Sepiriz les había indicado la ruta y galoparon a través de turbulentas zonas en dirección a la capital: Hwamgaarl, la Ciudad de las Estatuas Vociferantes.

Pan Tang era una isla de obsidiana verde brillante que despedía unos extraños reflejos; era una piedra que parecía dotada de vida.

A lo lejos no tardaron en divisar las murallas de Hwamgaarl. A medida que fueron acercándose, un ejército de espadachines encapuchados que cantaba una horrible letanía, pareció surgir del suelo para impedirles el paso.

Elric no tenía tiempo que perder con aquellos espadachines, en los que reconoció a un destacamento de los sacerdotes guerreros de Jagreen Lern.

— ¡Arriba, caballo! —gritó, y el corcel nihrainiano saltó hacia el cielo pasando por encima de los desconcertados sacerdotes.

Moonglum lo imitó; se burló de los espadachines lanzando una sonora carcajada mientras él y su amigo avanzaron raudamente hacia Hwamgaarl. Durante un trecho nadie les salió al paso, dado que Jagreen Lern había supuesto que el destacamento habría bastado para retener a los dos jinetes durante un tiempo considerable. Pero cuando la Ciudad de las Estatuas Vociferantes se encontraba apenas a una milla de distancia, el suelo comenzó a sacudirse y a partirse. Aquello no les molestó demasiado, porque los caballos nihrainianos no necesitaban apoyarse en el suelo.

El cielo comenzó a agitarse también, y unas listas de luminoso ébano fueron surcándolo, y de las hendiduras del suelo fueron surgiendo monstruosas figuras.

Unos leones con cabeza de buitre, de cuatro metros de altura, se abalanzaron sobre ellos con hambrienta furia, mientras agitaban sus melenas de plumas.

Moonglum se quedó boquiabierto cuando oyó que Elric se echaba a reír y decidió que el albino se había vuelto loco. Pero Elric ya estaba familiarizado con aquellos seres macabros, dado que sus antepasados los habían creado hacía decenas de siglos para utilizarlos en su propio beneficio. Evidentemente, Jagreen Lern había descubierto aquella manada de bestias merodeando en las fronteras entre el Caos y la tierra y la había utilizado sin saber nada de sus orígenes.

Unas antiguas palabras fueron formándose en los pálidos labios de Elric cuando se dirigió cariñosamente a las enormes aves-bestias. La manada se detuvo y miró a su alrededor sin saber ya a quién debía lealtad. Sus colas emplumadas golpearon el suelo, mientras sus garras iban dejando profundos desgarrones en la obsidiana. Aprovechándose de ese titubeo, Elric y Moonglum pasaron entre aquellas bestias con sus corceles y salieron justo cuando una voz zumbona y colérica surgió de los cielos y, en la Lengua Alta de Melniboné, que seguía siendo la lengua de todos los hechiceros, ordenó:

— ¡Destruidlos!

Un león-buitre se lanzó titubeante sobre los dos jinetes. Otro le siguió, y otro más, hasta que toda la manada corrió tras ellos para darles caza.

— ¡Más deprisa! —le susurró Elric al caballo nihrainiano, pero el corcel apenas lograba mantener la distancia que los separaba de las bestias.

No les quedaba más remedio que dar la vuelta. En el fondo de su memoria, recordó un hechizo que había aprendido de pequeño. Su padre le había enseñado todos los antiguos hechizos de Melniboné, y al hacerlo, le había advertido que en esos tiempos, muchos de ellos eran prácticamente inservibles. Pero había uno… el hechizo para convocar a los leones con cabeza de buitre, y otro más… ¡Ya lo recordaba! El hechizo para enviarlos de vuelta al reino del Caos. ¿Funcionaría?

Se concentró, encontró las palabras que necesitaba justo cuando las bestias se abalanzaron sobre él.

¡Criaturas, Matik de Melniboné os creó

con la materia de la locura!

¡Si queréis seguir vivas como estáis ahora,

marchaos, o Matik volverá a emplear su hechizo!


Las criaturas se detuvieron; desesperado, Elric repitió el hechizo pues temía haberse equivocado ya fuera en su disposición mental o en las palabras pronunciadas. Moonglum, que había colocado su caballo junto al de Elric, no se atrevía a enunciar sus temores, porque sabía que no debía molestar al hechicero albino cuando pronunciaba un encantamiento. Estremecido, observó como la bestia que iba al frente de la manada lanzó un rugido que se transformó en graznido.

Pero Elric recibió aquel sonido con alivio, porque indicaba que las bestias habían entendido su amenaza y que obedecerían al hechizo. Lentamente y de mala gana, volvieron a introducirse en las hendiduras y desaparecieron.

Bañado en sudor, Elric dijo triunfante:

— ¡De momento, la suerte nos acompaña! ¡O bien Jagreen Lern subestimó mis poderes, o bien esto es lo único que logró convocar con los suyos! ¡Una prueba más de que el Caos lo está utilizando y no al revés!

—No vayas a tentar nuestra suerte hablando de ella —le advirtió Moonglum—. Por lo que me has contado, estas bestias son la gloria comparadas con lo que nos espera.

Elric lanzó una mirada iracunda a su amigo. No le hacía ninguna gracia pensar en el cometido que le esperaba.

Se acercaron a las enormes murallas de Hwamgaarl. En las murallas, que estaban inclinadas hacia afuera, de vez en cuando aparecían las estatuas vociferantes, cuyo fin era el de disuadir a potenciales sitiadores. Esas estatuas vociferantes eran hombres y mujeres a los que Jagreen Lern y sus antepasados habían convertido en piedra, aunque les habían permitido conservar la vida y el don del habla. Hablaban poco, pero gritaban mucho, y sus gritos fantasmales se elevaban por la espantosa ciudad como las voces atormentadas de los condenados, porque la suerte que les había tocado era precisamente eso, una condena. Aquellos sonidos sollozantes eran horrendos, incluso para Elric que estaba familiarizado con ellos. Otro sonido se mezcló con aquél, cuando el inmenso rastrillo de la puerta principal de Hwamgaarl comenzó a subir con un chirrido dejando paso a una multitud de hombres bien armados.

—Evidentemente, los poderes mágicos de Jagreen Lern se han agotado por el momento, y los Duques del Infierno no se rebajan a unirse a él para luchar contra dos simples mortales —dijo Elric llevando la mano a la empuñadura de su negra espada rúnica.

Era tal el asombro de Moonglum que no lograba articular palabra. Desenvainó sus armas, pues sabía que debía luchar y vencer sus temores antes de enfrentarse a los hombres que en ese momento corrían hacia él.

Con un salvaje aullido que ahogó los gritos de las estatuas, Tormentosa saltó de su vaina y esperó en la mano de Elric, deseosa de beberse aquellas almas que, a su vez, le permitirían darle más fuerzas a quien la empuñaba.

Elric se encogió cuando notó el contacto de la espada en la mano húmeda. No obstante, dirigiéndose a los soldados que avanzaban, les gritó:

— ¡Mirad, chacales! ¡Mirad esta espada! ¡Fue forjada por el Caos para destruir al Caos! ¡Venid, dejad que os beba el alma y derrame vuestra sangre! ¡Estamos preparados!

No esperó; seguido de Moonglum, espoleo a su caballo nihrainiano y se abalanzó sobre las filas que avanzaban lanzando mandobles a diestro y siniestro con parte del antiguo deleite.

Se encontraba tan unido a la espada infernal, que una hambrienta alegría de matar le invadió, la alegría de robar las almas que alimentarían sus debilitadas venas con una vitalidad impía.

A pesar de que un centenar de soldados les impedía el paso, abrió entre ellos un sendero sangriento, y Moonglum, contagiado por un frenesí parecido al de su amigo, también logró acabar con cuantos se le acercaban. Aunque familiarizados con el horror, los soldados no tardaron en mostrarse reacios a acercarse a la espada rúnica, que brillaba con una luz peculiar, una luz negra que traspasaba la oscuridad misma.

Riendo a carcajadas, presa de su triunfo demencial, Elric experimentó la insensible alegría que sus antepasados debieron de sentir siglos antes, cuando conquistaron el mundo y lo obligaron a arrodillarse ante el Brillante Imperio. El Caos luchaba contra el Caos, pero se trataba de un Caos más antiguo, de naturaleza más limpia, que había venido a destruir a unos orgullosos pervertidos que se creían tan poderosos como los salvajes Señores Dragones de Melniboné. A través del ensangrentado sendero que abrieron entre las filas enemigas, los dos hombres fueron avanzando hasta llegar ante la puerta que boqueaba como las fauces de un monstruo. Elric la traspuso sin detenerse y, riéndose a carcajadas, entró en la Ciudad de las Estatuas Vociferantes, mientras a su paso las personas corrían a buscar refugio. .

—¿Hacia dónde vamos ahora? —inquirió Moonglum, jadeante; ya no tenía miedo.

—Al templo palacio del Teócrata. ¡Allí nos estarán esperando Arioco y los demás duques!

Cabalgaron por las calles de la ciudad, orgullosos y terribles, como si fueran al frente de un ejército. A ambos lados de la calle se alzaban oscuros edificios, pero ni una sola cara se atrevió a espiar desde las ventanas. Pan Tang había planeado gobernar el mundo —cosa que todavía podía hacer—, pero de momento, sus ciudadanos estaban completamente desmoralizados por la presencia de aquellos dos hombres que habían tomado la ciudad por asalto.

Cuando llegaron a la amplia plaza, Elric y Moonglum sofrenaron sus caballos y en el centro vieron el inmenso altar de bronce que colgaba de unas cadenas. Tras él se alzaba el palacio de Jagreen Lern, todo columnas y torres, ominosamente en calma. Hasta las estatuas habían dejado de gritar, y los cascos de los caballos no hicieron ruido alguno cuando Elric y Moonglum se acercaron al altar. Elric empuñaba aún la espada rúnica manchada de sangre y la levantó en el aire y a un costado cuando llegó al altar de bronce. Acto seguido, asestó un potente mandoble a las cadenas que lo aguantaban. La espada sobrenatural mordió el metal y cortó los eslabones. El estruendo que hizo el altar al caer y romperse en pedazos, esparciendo los huesos de los antepasados de Jagreen Lern, pareció mil veces más fuerte en medio del silencio reinante. Su eco se propagó por todo Hwamgaarl y cada uno de sus habitantes que seguía con vida supo lo que aquello significaba.

— ¡Así es como te desafío, Jagreen Lern! —gritó Elric, consciente de que sus palabras también serían oídas por todos—. ¡Tal como prometí, he venido a saldar una deuda! ¡Sal, títere! —Hizo una pausa. Ni siquiera su momentáneo triunfo bastaba para vencer la vacilación que le provocaba la tarea que iba a emprender—, ¡Sal! Tráete a los Duques del Infierno…

Moonglum tragó saliva y miró con ojos asombrados el rostro crispado de Elric, pero el albino continuó:

—Trae a Arioco. Trae a Balan. ¡Y a Maluk también! ¡Tráete a los orgullosos príncipes del Caos, he venido a hacerlos regresar a su reino para siempre!

El silencio volvió a tragarse aquel desafío; Elric oyó como sus ecos se apagaban en los rincones mis lejanos de la ciudad.

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