← Manuscrito encontrado en Zaragoza La voz de Lug → Cuentos de soldados y civiles mayo 19, 2003 10 Opiniones Ambrose Bierce Género : Bélica Ambrose Gwinnet Bierce (1842-1913?), escritor y periodista norteamericano, apodado bitter Bierce debido a su sarcasmo y humor negro, tuvo una vida realmente azarosa: jugó, bebió, escribió y disputó duelos a revolver de los que salió victorioso. A los diecinueve años se alistó voluntario en un regimiento de las fuerzas unionistas cuando estalló la Guerra de Secesión entre el norte y el sur. Desertó varias veces y varias veces se reenganchó, hasta que cayó herido en la batalla de Kenesaw Mountain, Al acabar la guerra, Bierce se dedicó de lleno al periodismo y durante treinta años publicó sin interrupcioón sus ácidos artículos en los principales diarios y revistas de California, llegando a convertirse en una de las plumas periodísticas más temidas de su tiempo. A los setenta y un años, harto ya de la humanidad, viajó como reportero de guerra a México, por entonces en plena revolución de Pancho Villa. Nunca más se supo acerca de su suerte. Cuentos de soldados y civiles (1891) reúnes los primeros relatos publicados por Bierce, que nacen de dos experiencias vividas por el autor: la de sus días de soldado, con los espeluznantes horrores de la guerra narrados con toda su crudeza y la de sus días de cronista y recopilador de historias sorprendentes, y a menudo siniestras, en la vida cotidiana de aquella tierra de promisión llamada California. ANTICIPO: Cuando Peyton Farquhar se desplomó a través del puente, quedó inconsciente pero no muerto. Lo despertó -tuvo la impresión de que habían pasado siglos- un fuerte dolor en el cuello, una presión inaguantable, sobre todo por el ahogo que sentía. Fuertes punzadas, agudas punzadas hirientes, recorrían su cuerpo desde la cabeza a los brazos, los pies y el tronco. Era un dolor como un relámpago; un dolor que se hacía más intenso por segundos, con cada una de sus pulsaciones enloquecidas; era como si un gran fuego lo abrasara de manera intolerable. No era consciente, en lo que a su cabeza se refiere, más que de la fuerte presión, de algo parecido a una terrible congestión. Su pensamiento, sin embargo, no iba a la par de sus sensaciones. Se había borrado ya de su ser la parte intelectual. Únicamente sentía, y sentir le suponía un tormento. Sentía moverse. Envuelto por una especie de nube luminosa, de la cual no era más que el centro inflamado, sin sustancia material, se columpiaba a través de alucinantes arcos oscilantes, como si fuese un péndulo enorme. De golpe, de manera terriblemente inopinada, la luz que lo envolvía disparó hacia arriba con el sonido de algo muy pesado que se zambulle; sintió un escalofriante rugido en los oídos y todo fue oscuridad y frío. Pero recuperó así la capacidad de pensar. Supo que la cuerda de la que pendía poco antes se había roto, que había caído al agua. No era mayor la sensación de estrangulamiento; el nudo corredizo alrededor de su cuello impedía que entrara agua en sus pulmones, pero podía asfixiado. Temió morir ahorcado en un río. Le pareció una idea absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y creyó ver una luz por encima de su cabeza, una luz lejana e inalcanzable. La luz desaparecía poco a poco, hasta no ser más que un leve resplandor lejano y turbio. Era así porque Farquhar se hundía y salía a la superficie, una y otra vez… Después la volvió a ver intensa, y supo a su pesar que había salido de nuevo a la superficie, pues podía respirar mejor, a pesar de aquella sensación de asfixia. «Ser ahorcado y ahogado -pensó- no está tan mal… Pero no quiero que me acribillen a balazos, no, no dejaré que me acribillen a balazos, no es justo ni digno…» No era consciente de su propio esfuerzo hasta que un agudo dolor en la muñeca le indicó que trataba de liberar sus manos. Se concentró en esa pugna que libraba contra sus ligaduras, como un observador perezoso podría contemplar las proezas de un malabarista, aunque sin interesarse por el resultado final de las mismas. ¡Qué esfuerzo tan espléndido! ¡Qué magnífica fuerza, casi sobrehumana! ¡Sí, cuán hermosa era aquella empresa! ¡Bravo! La cuerda cedió; sus brazos quedaron libres, separadas sus muñecas, y flotaron hacia arriba, las manos a cada lado, creciente ahora la luz. Se miró con gran interés las manos, primero una, después la otra… Comenzaron a tirar sus manos de la lazada que aún le rodeaba el cuello. La aflojaron del todo para después arrancarla de allí; la cuerda se alejó, serpenteando en el agua como una anguila. «¡Atadlo de nuevo!», creyó oír que gritaba a sus propias manos, porque al aflojarse la cuerda y quitada de su cuello había experimentado un dolor insoportable, el más espantoso que hubiera tenido jamás. El cuello le dolía espantosamente; su cerebro parecía incendiarse; su corazón, que hasta entonces había latido débilmente, dio un vuelco en su pecho y parecía querer salírsele por la boca… Todo su cuerpo .se dolía estremecido en una angustia intolerable. Pero sus manos, desobedientes, no acataron aquella orden. Golpeaban el agua con vigor. Violentos manotazos que impulsaban todo su cuerpo hacia la superficie. Supo que emergía de nuevo su cabeza; sus ojos se cegaron por unos instantes bajo la luz del sol; su pecho se expandió convulsivamente; haciendo un supremo esfuerzo llenó de aire sus pulmones; de su garganta brotó entonces un alarido. Ya estaba en pleno dominio de sus sentidos, que parecían sobrenaturalmente alerta, agudizados. Algo, en medio de aquella espantosa perturbación de su organismo, había excitado sus sentidos de forma tal que registraban cosas nunca antes percibidas. Sentía las ondas del agua en su cara y era capaz de oídas por separado cuando le golpeaban. Miró en dirección al bosque, más allá de la orilla aún lejana, y vio los árboles uno a uno; vio incluso sus hojas; incluso las venas de cada hoja. Es más, vio hasta los insectos que había en cada hoja: langostas, en una; moscas brillantes, en otra; y arañas grises tejiendo sus telas, de ramita en ramita, entre las hojas. Percibió los colores prismáticos en todas las gotas de rocío que había sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los mosquitos que parecían bailar sobre los remolinos del arroyo, el tableteo de las alas de las libélulas, el chasquido de las patas de las arañas de agua, cual remos de un bote… Todo le sugería una música armónica, perfectamente audible. Un pez se deslizó ante sus ojos; oyó perfectamente cómo al pasar partía el agua en dos. Había emergido su cuerpo boca abajo; por eso, en un segundo el mundo visible pareció girar lentamente teniéndolo por eje; vio el puente, el fuerte, dos soldados -sus verdugos-, un capitán, un sargento… Eran siluetas contra el cielo azul, recortadas nítidamente. Gritaban y gesticulaban, señalándole. El capitán había desenfundado su pistola, pero no abría fuego; los demás parecían desarmados. Hacían movimientos grotescos y horribles. Se agigantaban sus formas. De pronto oyó un ruido seco; algo golpeó el agua a pocas pulgadas de su cabeza, salpicándole la cara. Oyó una segunda detonación y observó que uno de los centinelas tenía el rifle a la altura de la cara; una nubecita azul salía de la bocacha del arma. Farquhar vio desde el agua el ojo del hombre que estaba sobre el puente, que miraba a través de la mirilla de su rifle. Recordó haber leído que los ojos grises eran los más penetrantes, y que los mejores tiradores con rifle tenían los ojos grises… Aquél, sin embargo, había errado el tiro. Un remolino le hizo girar; otra vez miraba a la orilla opuesta alfuerte. A sus espaldas se dejó sentir claramente una voz fuerte y rotUnda, como un cántico monótono que se imponía sobre los demás sonidos. Aunque no era soldado, había frecuentado los campamentos y los fuertes por lo que conocía perfectamente cuál era el significado de aquel cántico deliberado y repetitivo, arrastrado, aspirado; el teniente que estaba en la orilla iniciaba su trabajo matinal. ¡Qué fría y despiadadamente, con qué entonación justa y calma, que imbuía de tranquilidad a sus hombres, con qué intervalos medidos con extremada exactitud, decía tan crueles palabras! -¡Atención, Compañía! ¡Levanten… Armas! ¡Preparados! ¡Apunten! ¡Fuego! Farquhar se zambulló tan profundamente como le fue posible. El agua rugió en sus oídos como la explosión del mismo Niágara; oyó el trueno amortiguado de la descarga de fusilería. Al salir de nuevo a la superficie vio pedazos de metal, extrañamente achatado s y brillantes, que descendían lentamente, oscilando… Algunos de esos pedazos de metal tocaron su cara y sus manos y siguieron cayendo al fondo. Uno de ellos se alojó entre su cuello y la camisa; lo notó aún caliente y rápido se lo quitó de allí. A medida que subía a la superficie, faltándole el agua, supo que había estado mucho tiempo sumergido; la corriente lo había arrastrado más lejos, más cerca de su salvación. Los soldados ya habían cargado de nuevo sus armas; brillaban las baquetas simultáneamente al sacadas ellos de los cañones de sus rifles; giraban luego en el aire, con el mismo brillo, y los hombres las metían casi al unísono en sus vainas. Los dos centinelas dispararon de nuevo, primero uno y luego el otro, pero sin acertar el tiro. Percibía todo esto Farquhar por encima de su hombro. Nadaba entonces vigorosamente a favor de la corriente. Poseía su cerebro la energía necesaria para mover sus brazos y sus piernas como lo hacía; pensaba con la rapidez del rayo. «El oficial-se decía- no repetirá su error por un exceso de disciplina mal entendida{es tan fácil esquivar una descarga cerrada como un solo tiro. Probablemente haya dado la orden de disparar a discreción, en fuego graneado… ¡Que Dios me ampare, así no podré evitar las balas de todos los tiradores!» A dos yardas de distancia oyó un chasquido impresionante, seguido de un silbido fuerte, agudo y prolongado, que desapareció al cabo en diminuendo hasta parecer que se desplazaba hacia atrás, por el aire, en retroceso hacia el fuerte, para extinguirse al poco con una explosión que sacudió el río hasta lo más profundo. Una cortina de agua se elevó primero y se dobló después para caede encima como si fuera a estrangulado. Supo que habían disparado el cañón. Mientras sacudía la cabeza para librarse de la conmoción causada por la cortina de agua que le había caído encima, oyó el tiro desviado que zumbaba en el aire, frente a él, para adentrarse de inmediato en el bosque, provocando otro chasquido unísono, el de las ramas. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »
enrique on 19 mayo, 2003 at 9:58 am Es una maravilla, Bierce es de esos tipos a los que el tiempo mejora. Répondre
Ighor on 20 mayo, 2003 at 3:41 am El cuento del puente sobre el rio buho es un relato verdaderamente impresionante y lo recomiendo encarecidamente. ¿No podrían en ciertos casos los responsables de esta web ofrecer los cuentos enteros? Hubiera merecido la pena que los lectores lo leyesen completo, porque el fragmento que se publica es de él. Répondre
fremen on 21 mayo, 2003 at 1:03 am ¿Qué hay de verdad o fabulación en Gringo Viejo? ¿Alguien sabe decir a ciencia cierta si todo lo que aparece ahí es simplemente invento o está basado en algo? Répondre
ana on 22 mayo, 2003 at 2:49 pm Es cierto que Bierce se largó a Méjico cuando estaba harto de todo, pero creo que los hechos son una recreación libre. Répondre
kalamity on 1 junio, 2003 at 4:27 am Tú lo que quieres es no pagar, sinvergüüenza. Yo también. Vete a a la biblioteca Répondre
kalamity on 15 junio, 2003 at 6:03 am No es cierto que la peli sea recreación libre. Bierce murió luchando al lado de Pancho Villa. Lo de la periodista sí es inventado y tambien que fuera fusilado. Pero se unió a la revuelta de Villa y se le dió por desaparecido en combate. ¿Alguien sabe más detalles y si se recuperó el cuerpo? Répondre
DrX on 15 junio, 2003 at 9:59 am Ambrose Bierce era periodista. De hecho era un periodista muy temido por su pluma. Siendo ya muy viejo le dio por marcharse a cubrir las crónicas de la guerra mejicana y desapareció. Todo lo demás: que se unió a la revolución, que estuvo luchando, que fue fusilado, es invención más o menos romántica. Toda la historia de Gringo Viejo es una fabulación sobre un hipotético fin del escritor. Répondre
Teobald on 16 junio, 2003 at 1:36 am Bierce no murió luchando al lado de Pancho Villa. Con lo viejo que era es dudoso que pudiera luchar. No se sabe cómo acabó aunque se especula con que le fusilasen, lo que no es improbable, habida cuenta del mal caracter que tenía el señor Bierce y la facilidad con que se fusilaba en México en aquella época. Répondre
kalamity on 15 septiembre, 2003 at 11:12 am Un misterio más que añadir a la revolución de Pancho Villa.¿Sabeis que la cabeza de Pancho Villa fué robada de su tumba y nadie sabe donde esta? Répondre