← Almas mortales La reina de Saba. Una aventura por el desierto de Yemen → De los vivos y los muertos septiembre 14, 2007 4 Opiniones Konstantin Simonov Género : Bélica Konstantin Simonov novela en De los vivos y los muertos (1969) sus vivencias como corresponsal y oficial del ejército durante la segunda guerra mundial. Inscrito en la gran tradición de la épica rusa, esta narración es una crónica estremecedora de los acontecimientos que se suceden desde le comienzo de la contienda hasta la crucial batalla de Moscú, en la que el ejército soviético es capaz por primera vez de contener a las tropas hitlerianas. De la mano de Iván Sinzov, que trabaja en un periódico cuando estalla la guerra, viviremos la experiencia del soldado que contempla cómo se derrumba el mundo que conoce para dar paso al horror. Simonov logra que su protagonista se convierta en el espejo en el que se refleja el terrible sacrificio que supuso para el pueblo ruso rechazar al invasor. Konstantin Simonov (1915-1979), conocido novelista, dramaturgo, publicista y autor de ensayos y artículos sobre arte. Gozó de particular éxito en los años de la guerra su conmovedor poema «Espérame». La lírica de Simonov se distinguió siempre por su aguda percepción de los problemas de su época. Simonov fue galardonado seis veces con el Premio Nacional. ANTICIPO: Junto al blindado se sentaba en el suelo un capitán, la espalda apoyada en la caja de un teléfono de campaña. Llevaba puesto el casco y hablaba con voz monótona, con el auricular en la mano—: AI habla, al habla, al habla… A su lado se sentaba un soldado tanquista, también con casco, y detrás de él se encontraba Liusin descansando el peso de su cuerpo ora sobre el pie derecho, ora sobre el izquierdo. —Me gustaría saber cuándo podré conseguir la comunicación —dijo el capitán. Dejó el auricular y se levantó. Hacía rato que había visto a Sinzov y al aviador apearse del camión, pero había fingido no darse cuenta de ellos hasta ahora y miraba fijamente a los recién llegados. —Soy el oficial adjunto de retaguardia jefe de la 17.a brigada acorazada; y ¿quién es usted? —preguntó displicente. Aunque se había presentado como oficial de retaguardia, por su aspecto no lo parecía en absoluto. El mono que cubría su cuerpo estaba sucio y desgarrado, y en uno de sus lados presentaba el agujero de una quemadura. Su mano izquierda estaba envuelta en un vendaje manchado de sangre y en el pecho tenía colgada en bandolera una pistola ametralladora alemana igual que la del teniente; su cara, desde hacía tiempo sin afeitar, tema una expresión de enorme fatiga y los ojos brillaban amenazadores. —Yo… —empezó el aviador. Pero su apariencia decía a las claras quién era. —En lo que a usted se refiere, la cuestión está clara, camarada comandante —le interrumpió el capitán con un movimiento de la mano—. ¿Estaba usted en alguno de los bombarderos derribados? El aviador asintió sombrío. —Pero usted tiene que enseñarme sus documentos de identidad —dijo el capitán dando un paso en dirección a Sinzov. —Ya le dije a usted… —comenzó Liusin, que se hallaba en píe detrás del capitán. —¡Cállese! —le interrumpió éste sin volverse—. Ya le llegará el turno. ¡Sus papeles! —ordenó ásperamente a Sinzov. —¡Enséñeme usted los suyos! —dijo impetuoso éste, molesto por la grosería del capitán. —Me hallo en la Jurisdicción de mi unidad y no estoy obligado a identificar mi personalidad —dijo el capitán con un tono inesperadamente suave, en contraste con el de Sinzov. Éste sacó del bolsillo sus documentos de identidad y el volante de permiso. Entonces cayó en la cuenta de que no había tenido tiempo de hacerse extender nuevos papeles en la redacción. Experimentó un sentimiento de inseguridad y comenzó a explicar cómo había ocurrido todo, con lo cual este sentimiento se acentuó todavía más. —Unos papeles muy extraños —dijo el capitán devolviéndoselos a Sinzov—. Pero vamos a suponer que todo es exactamente como usted dice. Aun siendo así, ¿quién le ha otorgado el derecho de llevar consigo hombres del frente a la retaguardia? Ya desde el momento en que el teniente le había dicho algo parecido en la carretera, Sinzov estaba ardiendo en deseos de esclarecer el equívoco. Contó cómo aquellos militares habían salido de! bosque y corrido hacia su camión, cómo él los había llevado con el fin de salvarlos y cómo, finalmente, había hecho un hueco en el vehículo para otro soldado rojo. Mas para admiración suya, quedaba claro que e! capitán veía lo ocurrido bajo un aspecto completamente distinto. —¡El miedo es mal consejero! —gruñó—. Se supone que con un solo proyectil de blindado murieron diez hombres ¡en el bosque!, y ocurrió cuando se encontraban escondidos allí… ¡Pamplinas! El miedo les hizo cagarse en los pantalones y el oficial que los mandaba, en vez de reunir a sus subordinados, de]ó a la mitad de ellos en la estacada y se las piró. ¡Y usted lo llevó consigo! Los unos se cagan en los pantalones, los otros buscan su unidad en la retaguardia… ¡Las unidades hay que buscarlas en la vanguardia, donde está el enemigo! —El capitán soltó un par de tacos y, algo más aliviado, señaló hacia los soldados y el sargento—. Éstos las volverán a pasar moradas, pero ¡en el frente de batalla! ¿Adonde iríamos a parar sí todos los sembradores de alarma corrieran hacia Mogilev? ¡En la ciudad los hay de sobra! Necesitamos los hombres aquí. Mi jefe de brigada me ha ordenado reunir antes de la noche trescientos hombres, escogiéndolos entre los que vagan por los bosques. ¡Y los voy a reunir, puede usted creerlo! Y su comisario político será de la partida. ¡Y también usted! —añadió en un tono desafiante. —Está herido en la cadera —dijo el aviador malhumorado—. Tiene que ingresar cuanto antes en el hospital. —¿Herido? —inquirió desconfiado el capitán. De buena gana habría ordenado que se desnudara y le mostrase la herida. «No le cree», pensaba Sinzov, y esta ofensa le helaba el corazón. Pero el capitán se dio cuenta de la mancha oscura del uniforme de Sinzov. —Dígale a su politruk —se dirigía a Liusin— por qué se niega usted a quedarse aquí y a luchar. ¿O acaso está también herido y me lo ha ocultado? —¡No estoy herido! —gritó estridente Liusin; su bello rostro se desfiguró en una mueca—. No me niego en absoluto. Estoy dispuesto a todo. Pero mi redactor me dio la orden de partir y regresar de nuevo y, sin mandato de mi superior, no puedo quedarme aquí. —Bien, ¿qué le ordena usted? —preguntó el capitán a Sinzov—. La situación aquí es grave, en todo el grupo no dispongo de ningún funcionario político. Ayer nos escapamos del cerco, y hoy ya tengo orden de tapar un agujero. Mientras yo reúno gente aquí, la brigada, hasta el último hombre, hace frente al enemigo en el Berezina. —Bien, quédese aquí, camarada Liusin, si así lo desea usted —dijo Sinzov ingenuamente—.Yo también… —Miró a Liusin y sólo al ver la expresión de sus ojos, comprendió que no deseaba en absoluto quedarse y que había esperado una orden completamente distinta. —Perfecto —dijo el capitán—. Vaya al sargento mayor y tome con él el mando de grupo —ordenó a Liusin. —Pero dará usted parte al redactor de esta arbitrariedad y de que también usted… —gritó Liusin soltando un gallo; no pudo terminar la frase, pues el capitán le dio un golpe con su mano vendada. —Ya se lo diré, no temas. Ve y cumple mis órdenes. Y como no obedezcas, te cuesta el pellejo. Liusin se alejó, encorvando las anchas espaldas. Había bastado un instante para transformar el enérgico oficial que hasta entonces había parecido ser, en una persona dócil. Sinzov experimentó de repente una invencible sensación de agotamiento y se sentó en el suelo. El capitán le miró sorprendido, pero inmediatamente recordó que el comisario estaba herido; quiso decir algo, pero el teléfono sonó levemente y cogió el auricular. —¡A la orden, camarada teniente coronel! He enviado un grupo por la vieja ruta de marcha. El segundo se está reuniendo ahora. ¿Adonde? Tomo buena nota. —Sacó del bolsillo de su mono un mapa doblado que abrió, y buscó un punto que marcó rayando el papel con la presión de una uña—. A la orden, ya están emboscados. —Sinzov comprendió que se refería a los cañones que se hallaban junto a la carretera—. Los proyectiles están preparados. No dejaremos pasar ningún tanque enemigo. El capitán guardó silencio y durante un minuto estuvo escuchando con una expresión de felicidad en el semblante. —Claro, camarada teniente coronel —dijo finalmente—. Perfectamente claro. Entre nosotros es incluso… —Iba a decir algo más, pero sin duda fue interrumpido desde el otro extremo de la línea—. ¡No tiene usted tiempo! —dijo desconcertado—. Por mi parte, esto es todo. Dejó el auricular, se levantó y miró al aviador con la expresión del que sabía que podía dar una buena noticia a aquel hombre que acababa de perder su aparato y sus camaradas. Y así era, en efecto. Dijo lo único que, en aquellas circunstancias, podía aún traer algo de alegría al aviador: —El teniente coronel me decía que hoy casi no hay que contar con una irrupción en la carretera. Los alemanes sólo han podido pasar una pequeña parte de sus tanques a esta orilla del río. Los demás se han quedado al otro lado del Berezina. El puente ha sido destruido por completo. No se ve ni rastro de él. —El puente ha sido destruido, pero nosotros también; no hay motivo para estar orgullosos —dijo malhumorado el aviador, pero en la expresión de su rostro se veía que se sentía orgulloso de la destrucción del puente. —Cuando vuestros aparatos fueron derribados, nosotros nos mordíamos los puños —dijo el capitán para consolar al aviador—. El alemán cayó cerca de aquí. Quería pescarle vivo, pero no pudo ser. Después de todo lo que los hombres habían visto, no hubo manera de contenerles. —¿Dónde está? —preguntó Sinzov levantándose penosa —Allí, detrás de los pinos. Pero es mejor que no le vea usted —contestó el capitán—. Parece como si hubiese sido aplastado por un tanque. —Miró la cara de Sinzov, que había perdido el color a causa de la pérdida de sangre y añadió: —Váyase usted en e! camión. Está usted herido y no quiero retenerle. —En el camión tenemos otros dos heridos —dijo Sinzov como si se viera en la necesidad de Justificar su propia partida—. Y un muerto. —Iba a decir que el muerto era un general, pero lo omitió. ¿Para qué? —¡Vamos! —dijo, volviéndose hacia el aviador. —Preferiría quedarme aquí—dijo éste lentamente pero con decisión. Lo había decidido durante la conversación y no iba a dejarse persuadir de lo contrario—. ¿Me das un arma? —preguntó al capitán. —No, de mí no conseguirás ninguna, querido halcón. ¿Qué ganaríamos con ello? Tu sitio está allí. —Señalaba al cielo con la mano vendada—. Tuvimos que retroceder desde Sluzk, y todos los días lamentábamos que volaseis tan raras veces. ¡Ve y vuela, por el amor de Dios! Esto es todo lo que te pedimos. Del resto nos ocupamos nosotros. Sinzov se hallaba junto al camión, esperando el final de aquella polémica. Pero las palabras del capitán no producían la menor impresión en el ánimo del aviador. Si éste hubiese abrigado la esperanza de conseguir otro avión, no se habría quedado. Pero la esperanza no existía y, por esto, estaba resuelto a seguir luchando en tierra. —Si no me quiere dar un arma, me la agenciaré con mis propias manos —le dijo a Sinzov, el cual comprendió que no había nada que hacer. —Parte, pero no te olvides de dejar a mi oficial en un hospital militar. El capitán de blindados calló. Cuando Sinzov subió a la cabina del camión estaban uno junto a otro e! capitán, aleo y corpulento, y el aviador, bajo y regordete. Ambos testarudos, con cara de vinagre por los descalabros sufridos, pero decididos a proseguir la lucha. —¿Cuál es tu apellido, camarada capitán? —preguntó Sinzov ya en la cabina; por primera vez pensaba en su periódico. —¿Mi apellido? Entonces, ¿quieres presentar una queja? ¡Lástima! Mi apellido abunda en Rusia tanto como los granos de arena en el mar. Ivanov me llamo. Puedes escribirlo, por si luego no lo recuerdas. Cuando el camión salió del bosque a la carretera, Sinzov vio una vez más al soldado que había relevado del puesto de centinela. Se sentaba junto a otros soldados y hacía lo mismo que ellos: ataba dos o tres granadas de mano con alambre telefónico, hablaba con su vecino y sonreía complacido. Estaba contento, sin duda alguna: tenía algo que hacer y no estaba solo. Para llegar a Mogilëv necesitaron más de dos horas. Al principio, siguieron oyendo el fuego de artillería, hasta que finalmente se hizo el silencio. A unos diez kilómetros de Mogilev, Sinzov vio, a derecha e izquierda de la carretera, colocados en línea, piezas de artillería tiradas por caballos; también vio una columna de infantería en marcha. El camión avanzaba entre la niebla. Creía estar rendido por el sueño, pero lo que ocurría es que, de tiempo en tiempo, perdía conciencia de la realidad, para recobrarla de nuevo una vez y otra. En el extrarradio de Mogilev, muy altos en el cielo, volaban dos cazas describiendo grandes círculos. Eran cazas propios, a juzgar por el silencio de las baterías antiaéreas. Sinzov los observó atento y vio que eran MiG. Ya había visto estos nuevos aparatos en Grodno, en la primavera pasada. Se decía que eran más rápidos que los Messerschmitt. «No», se decía convencido Sinzov, a pesar de la fatiga y el dolor, «la cosa no está tan mal». El sentimiento de firme segundad que experimentaba tenía su origen, más que en el espectáculo de las tropas que antes de llegar a Mogilev había visto en marcha hacia sus posiciones y en los MÍG que sobrevolaban la ciudad, en el recuerdo de los soldados de la sección de blindados que le habían parado, en su teniente, que valía tanto como su capitán, y en el propio capitán tanquista, que debía de parecerse mucho a su teniente coronel. Pero Sinzov no tenía de todo esto una conciencia nítida; antes bien rastreaba los hechos como a tientas. Cuando el vehículo se detuvo ante el hospital, Sinzov hizo un último y supremo esfuerzo para levantarse. Agarrándose con fuerza al camión, esperó a que descargaran al oficial de aviación, que estaba inconsciente, al soldado rojo, que gemía con los dientes apretados, y al general muerto. Después ordenó al chofer que continuara hasta la redacción y anunciara allí que él se quedaba en el hospital. El conductor levantó la pared posterior del camión. Sinzov echó una mirada a los paquetes de periódicos manchados de sangre y entonces cayó en la cuenta de que casi no había distribuido ninguno. Luego se quedó solo en el adoquinado. Llegó hasta la sala de recepción sin ayuda de nadie, extrajo de su bolsillo los papeles del general y los dejó encima de la mesa. A continuación sacó su propia tarjeta de identidad y la entregó a la enfermera. Antes de que ésta pudiera recogerla, Sinzov se tambaleó de un modo extraño, perdió el sentido y se desplomó. Tweet Acerca de Interplanetaria Más post de Interplanetaria »
Alberto on 5 marzo, 2010 at 3:04 pm [b]Konstantin Simonov[/b] fue uno de los escritores favoritos de Stalin (figura de forma prominente en [url=http://www.interplanetaria.com/ficha.php?id=LosQueSusurranOrlandoFiges][i]Los que susurran[/i][/url] y de refilón en [url=http://www.interplanetaria.com/ficha.php?id=CorteZarRojoMontefiore][i]La corte del Zar Rojo[/i][/url]) pero a partir del XX Congreso del PCUS experimentó una evolución que lo fue alejando del Stalinismo (evolución que fue censurada por tímida por gente como Solzhenitsyn) El caso es que esta es su novela más famosa (su obra más famosa fue su poema Espérame) y no me ha convencido especialmente. No es que me parezca mala, pero se me hace cansina. La primera parte del libro alterna pasajes interesantes con discursos patrioteros con victorias sobre los alemanes (mientras que estos, curiosamente, cada vez andan cada vez más cerca de Moscú) La cosa mejora en la segunda parte (especialmente cuando el protagonista vaga por un Moscú caótico y a punto de soportar el ataque alemán), pero los discursos (y la continua apelación al deber) no llegan a desaparecer nunca. En compensación es más fácil de leer de lo que estoy habituado en una novela rusa, es relativamente corta y no tiene la profusión de personajes de otros títulos, con lo que no me atasqué tanto con el uso de apellidos y patronímicos (que suele ser la dificultad principal de este tipo de libros para un lector español) Me ha parecido una novela interesante, pero no está a la altura de textos como [url=http://www.interplanetaria.com/ficha.php?id=VidaDestinoVasiliGrossman][i]Vida y destino[/i][/url]. Répondre
TANIA on 16 mayo, 2010 at 9:12 pm ALGUIEN QUE ME DIGA COMO PUEDO CONSEGUIRLO POR INTERNET, DESCARGARLO DE ALGUN SITIO O ALGO, ENVIEN CORREO ELECTRONICO A: t.crossi@yahoo.com.ar SALUDOS Y GRACIAS. Répondre
TRAJANO on 12 junio, 2010 at 11:15 pm Compré el libro de rebaja en una librería y me dije que era raro que fuera bueno, porque de 20 a adquirirlo a 5,95 no daba muy buen cariz; sin embargo me puse a leerlo y lo he terminado. Es una novela de corsé, de las que se hacen a mayor gloria del déspota totalitario de turno. Cuando no existe libertad tampoco la acompaña la frescura y la creatividad. Describe una existencia muy triste al margen de la guerra; el miedo por perder unos documentos identificativos, los tópicos altisonantes de los comunistas de la época y, por ello, la sacralización de un Estado totalitario que no cree en la bondad ni en lo malo, sino en las consignas del padrecito Stalin. Es interesante porque es un testimonio de una Rusia como lo es hoy en día Cuba, Venezuela o Irán Répondre
Jorge Fortuny on 31 mayo, 2011 at 7:16 pm Lo risible de tu opinión, es que a más de 70 años de distancia,te puedas parar en un foro como el de internet, donde el anonimato, y la distancia histórica te dan una ventaja enorme con alguien que vivió la época y sobrevivió al NKVD. Se ve que no vives dentro de Cuba, (que no tiene nada que ver con Venezuela, craso error que cometen todos los que no han vivido el sistema, ni has sufrido de la represión de tu yo interno. Viaja, vive y conoce y después, solo después, habla. Répondre