Día de Paga

Género :


Winston Malone, empleado de una sucursal bancaria insatisfecho con su trabajo y su sueldo y que vive con su mujer, Cordelia, en un apartamento que amenaza ruina en Staten Island, Nueva York, considera que ha llegado el momento de dar un giro a su vida. Cuando pagar los plazos del tresillo que le ha comprado a su mujer comienza a causarle serios problemas, Winston decide poner en práctica las últimas palabras sabias que le dijo su difunto padre. Sin embargo, todo se complica con el secuestro de una estrella televisiva y un peligroso juego en el que hay una apuesta de dos millones de dólares…

Día de paga es la primera novela del holandés Elvin Post. El autor está considerado una joven promesa del género negro y esta novela fue galardonada con el Gouden Strop 2004, un premio que normalmente se concede a autores ya consagrados. En esta novela, Elvin Post sabe conjugar todos los elementos del género negro junto con un humor cínico y agudo. El protagonista, Winston Malone, lleva una vida aburrida y normal. Un día, decide darle un giro inesperado a su existencia y atraca el banco donde trabaja. A raíz del atraco, él y su mujer se ven envueltos en una trama trepidante y muy grotesca. Aunque Winston se pase el día viendo películas de gángsteres, él no encaja del todo en el perfil típico de criminal, sino que más bien en el de antihéroe. Día de paga está repleta de referentes cinematográficos. Los toques tarantinianos llenos de escenas absurdas, grotescas y esperpénticas marcan toda la novela.

ANTICIPO:
Cordelia se encontraba en el jardín escribiendo una postal a sus padres; sin remitente, como le había ordenado Winston. Acababa de leer el New York Post del día anterior y la noticia de prensa la había tranquilizado un poco. Sólo venía media columna sobre el robo de Winston a la sucursal bancaria. «Empleado se lleva dinero en mano», titulaba el Post. Gracias a Dios el artículo no iba acompañado de una foto de Winston. Contenía una breve descripción de lo ocurrido en la Octava Avenida, basada en el testimonio de Sally Brady, una de las compañeras de Winston. Al parecer Winston le había pedido prestado su cojín poco antes de disparar a Higley. A continuación había disparado a su jefe en la rodilla a través de dicho cojín.

Eso es lo que creyó todo el mundo.

Brady contó que después del disparo Higley no había parado de gritar: «¡Llamad a un médico! ¡Haced algo! ¡Me han herido, me han herido!», incluso cuando Winston ya había salido del local. Luego, al coger su cojín, Brady pensó que la bala debía de estar en el suelo en lugar de en la intacta rodilla de Higley. El hombre no tenía ni un rasguño. Cómo era posible que hubiera gritado durante tanto tiempo sin darse cuenta de que estaba ileso, Brady no sabía explicarlo, según ponía en el artículo. Finalmente resultó que en el suelo tampoco había ninguna bala y un detective declaraba que el autor había utilizado munición de fogueo. ¿Por qué Higley, el gerente de la sucursal, había gritado de dolor durante un minuto si no le pasaba nada? Eso solía ocurrir cuando las personas eran amenazadas con armas de fuego. Entraban en una especie de estado de shock y perdían la noción de la realidad. No era algo a lo que hubiera que dedicarle mucha atención. Debajo del artículo ponía que el NYPD agradecería cualquier tipo de información, y que del autor, un hombre de origen afroamericano que respondía al nombre de Winston Malone, no había ninguna pista. Aunque Cordelia se sentía aliviada porque Winston no hubiera hecho daño a nadie, tenía motivos suficientes para estar alterada.

Por suerte daba la casualidad de que Jimmy Roma no era policía. No quería ni pensar dónde estaría ella en esos momentos. Posiblemente en un tren hacia la casa de sus padres en Indiana. ¿Y Winston? ¿En la cárcel?

«No pienses en ello —se propuso—. De momento no ha traído cola.»

De momento.

Pero ¿durante cuánto tiempo le saldrían bien las cosas en la vida? Tal vez en ese momento estuviese yendo algo mal. Jimmy había recogido a Winston hacía una hora para «hablar de unas cosas». «¿Para hablar de qué?», había preguntado Cordelia. «De todo un poco», había respondido el malvado traidor de Jimmy. Winston había escuchado la conversación con cierta perplejidad. En lugar de interesarse por lo que aquel escurridizo italiano pensaba hacer con él, se había limitado a preguntarle a ella que por qué no les acompañaba a comer un bocadillo. No, Cordelia tenía la sensación de que a Winston le interesaba bastante poco lo que el italiano pensara hacer con él. Lo que más le había decepcionado era tener que salir ese mismo día de casa, y que no se cumpliera la promesa de poder quedarse dos semanas viendo películas. Pero cuando Jimmy Roma pasó a recogerlo no protestó, y se fue con aquel italiano calvo en un BMW azul recién estrenado con cristales blindados. Cristales blindados. Sí, concluyó Cordelia, suspirando. Su esposo se había convertido en un auténtico criminal.

Estaban sentados en la mesita de un diner barato. Malone tenía delante un BLT, uno de esos sándwiches de bacón, lechuga y tomate, además de un vaso de zumo de naranja y una taza de café. Jimmy bebía tónica y entretanto daba grandes bocados a un sándwich de comida cajún con doble ración de guindillas. Mientras se metía el sándwich en la boca, Jimmy no dejaba de mirar a uno de los cocineros que, empapado de sudor, se afanaba en preparar cuatro hamburguesas y seis huevos en una plancha gigantesca, a la vez que trataba de perderse lo menos posible de lo que aparecía en la pantalla del televisor que había sobre la caja registradora. No era tarea fácil, ya que su jefe, un español gordo con una cuidada barba de pocos días, vigilaba que el personal hiciera su trabajo. El gordinflón, que dado que no hacía nada debía de ser el dueño del negocio, estaba sentado en un taburete alto detrás de la caja mirando con aburrimiento el televisor. Cada vez que el gordo español miraba por encima del hombro para comprobar si el personal de la cocina continuaba trabajando, el cocinero apartaba la mirada de la televisión a toda velocidad y centraba toda su atención en los chisporroteantes huevos, hamburguesas y cebollas de la plancha. Y lo hacía con éxito, porque el jefe no le pilló ni una sola vez, al contrario que la camarera griega, que según el español no hacía nada bien. Cada vez que la camarera se acercaba a la caja y el gordiflón pensaba que estaba fuera del alcance de los oídos de la clientela, le soltaba un par de insultos. La camarera se limitaba a responder mascullando que hacía cuanto podía. Tenía que servir veinte mesas sola e iba corriendo de una a otra, para después ir a la barra y correr otra vez de vuelta. Entretanto se esforzaba mucho por ser educada e incluso deseaba a los clientes más exigentes que tuvieran un buen día, aunque no hubieran hecho más que quejarse de sus pedidos y le hubieran dado menos del quince por ciento habitual de propina.

Jimmy apartó la mirada del cocinero y vio que Winston cogía un trozo de bacón frito que se había caído en el plato de su sándwich, y que tras metérselo en la boca se lo tragaba con una buena cantidad de zumo. Al parecer el negro no sabía lo que eran los buenos modales. Jimmy dio un bocado a su sándwich de comida cajún e intentó concentrarse en su historia. Sabía, a grandes rasgos, cómo iba a engatusar a Winston Malone. De momento lo más importante era caer bien a Malone, que el negro olvidara su primer encuentro en el Hotel Gramercy Park. Por eso Jimmy, durante el corto trayecto al diner, le había hecho un montón de preguntas sin sentido sobre su pasado, sobre su trabajo, sobre mujeres. ¡Dios!, ya no recordaba ni la mitad de lo que habían hablado en el coche, pero la interminable charla de Jimmy dio resultado. Al principio Malone no había dicho gran cosa, incluso parecía un poco distante, pero enseguida sus respuestas se fueron alargando, y cuando no se sabe cómo tocaron el tema de las películas, Jimmy apenas tuvo que esforzarse en mantener viva la conversación. Al contrario, Malone comenzó un monólogo que acabó diez minutos después, cuando dio el primer bocado a su BLT. Tal vez Jimmy se había dado cuenta antes, de forma inconsciente, de que el negro se convertiría en alguien importante para él. En el Hotel Gramercy Park llegó a pensar seriamente en eliminar a Malone, pero por algún motivo no lo hizo. Admitía que en parte eso tenía que ver con el propio negro. El hombre le había sorprendido al sacar de repente la Beretta de la bolsa de deporte. Pero si Jimmy realmente se hubiera tomado su tiempo, si se hubiera esforzado, sin duda habría podido cambiar las tornas. Ahora ya no tenía ninguna importancia. En ese momento, mientras notaba la tónica burbujeando en su lengua, se sentía extremadamente satisfecho de haber llevado hasta su padre a Winston Malone con su bolsa de deporte, y por supuesto también a su mujer, Cordelia, porque ella le proporcionaba la oportunidad de utilizar a Malone para llevar a cabo su plan.

Winston miró la televisión que había encima de la caja registradora. El gordo español había puesto un programa de noticias de la NBC sobre los últimos planes de guerra del presidente Bush. El programa tenía el apropiado título de Guerra contra el terrorismo. Winston bebió café y miró a la Barbie que, desde la pantalla, hablaba tanto para él como para los que conectaban con ella. Vio que la Barbie saludaba a Patricia de Nueva York. Patricia le dijo que su show era totally cool.

—Gracias, Patricia. ¿Crees que el presidente Bush tiene razón en sus acusaciones?

—Sí, estoy segura de que sí.

—¿Y por qué estás tan segura?

—Tiene que ver con mi abuelo y con una frase hecha que solía decir.

—¿Y qué dice esa frase hecha, Patricia?

—No hay humo sin fuego.

Mientras Barbie y Patricia continuaban charlando, Winston se preguntó por qué Cordelia habría sido tan desagradable con él hacía dos horas. Le había preguntado, como Dios manda, si quería acompañarles a almorzar, pero ella no había mostrado ningún interés. Respondió que prefería quedarse en casa. ¿Por qué? «¡Porque me cago en la hostia!», ésa fue la expresión que utilizó, cosa que nunca hacía; quería seguir las noticias para saber si mencionaban algo sobre el robo cometido por Winston que pudiera llevar a su posible detención. «¿Es que no vas a comer nada?», preguntó Winston. «Sí —respondió Cordelia—, claro que voy a comer, pero prefiero hacerlo sola. Así me iré acostumbrando a cómo es eso de comer sola. Tú ve pensando cómo voy a conseguir comida cuando estés en la trena.»

Aquella mañana no estaba de buen humor.

Jimmy le dijo algo, pero no entendió qué. El comportamiento de su mujer le preocupaba. Esperaba que se sintiera orgullosa de él después de lo que había hecho.

—¿Y bien? —preguntó Jimmy—. ¿Sí o no?

Sobresaltado, Winston salió de sus cavilaciones.

—¿Qué?

—Te preguntaba si has pensado en utilizar balas de verdad. «Es extraño», pensó Winston. En el Hotel Gramercy Park, el calvo que tenía enfrente le había dado la impresión de que estaba deseando matarle, pero ahora, desde que le había recogido en el bungalow, parecía no preferir otra cosa que ser el mejor amigo de Winston. En el coche, de camino al restaurante, Jimmy lo había acosado a preguntas y debía reconocer que el calvo le había sorprendido, en el buen sentido de la palabra. Tal vez Winston había convencido al hombre de que con él no se jugaba, de que era alguien a quien es preferible tener por amigo. Como ocurría siempre en las películas, cuando un personaje al que al principio miran por encima del hombro, de pronto es respetado por los demás tras haber hecho algo ejemplar. Y Winston había hecho algo ejemplar en el Hotel Gramercy Park: había demostrado a Jimmy que era él quien tomaba las decisiones. Al parecer Jimmy había reflexionado sobre el asunto y llegado a la conclusión de que Winston estaba hecho de buena pasta, porque le preguntaba en tono amistoso si había pensado en utilizar balas de verdad.

—No —dijo Winston—. Quería tener suficiente dinero para devolver mi préstamo y a la vez asustar un poco a mi jefe, que había llamado a mi mujer para ponerme un ultimátum. —Jimmy lo miró sin comprender, así que Winston continuó diciendo—: La cosa era ésta: si volvía a llegar tarde en los próximos seis meses me despediría. Ése era el ultimátum. Así que decidí dar la vuelta a la tortilla y ponerle un ultimátum a él, concretamente éste: «Dame la pasta o disparo». El trabajo en la sucursal bancaria ya no me hacía gracia. Además él tuvo la culpa de que yo no pudiera devolver el préstamo a tu padre. Hace un año me prometió un aumento de sueldo, pero nunca me lo dio. Creyó que no me lo merecía. En realidad no me sorprendió, siempre le consideré un farsante.

Jimmy volvió a asentir con aprobación.

—Al parecer tomaste la decisión correcta con lo de darle una lección. Seguro que te sentiste muy bien.

—Por descontado que me sentí bien. Tendrías que haber visto cómo me miraba. Al principio no daba crédito a lo que pasaba y después casi se caga los pantalones.

—Yo he pensado hacer lo mismo.

—¿Qué? —preguntó Winston, que había perdido un momento el hilo.

—Yo también voy a dar una lección a alguien.

—¿A tu padre? —preguntó Winston, pensando en las furiosas miradas de Caesar y Leo cuando Jimmy y él fueron a devolver la pasta.

Pero Jimmy negó con la cabeza.

—No, a otra persona. ¿Conoces a Jack Gardner?

—Sólo conozco a un Jack Gardner, el astro de las series televisivas. A mi mujer le encanta, aunque no se atreva a reconocerlo. Pero seguro que no te refieres a ese Jack Gardner, ¿verdad?

Jimmy miró a Winston sin decir nada.

Winston tragó saliva.

—¿O sí?

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