Diario de un Zombi

Género :


Diario de un Zombi nos transporta a un mundo enterrado bajo las cenizas de la devastación donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Pero lo que hace diferente a esta historia es que los hechos están narrados desde una perspectiva muy peculiar: la de un zombi (que por causas, de momento, desconocidas, conservó su conciencia después de su transformación).
Tras unos primeros capítulos en los que se presenta al personaje, se empieza a desarrollar una historia de redención, de valores humanos y, sobretodo, de una insólita amistad, cuando el comportamiento frío, cínico e insociable de Erico, el protagonista, va cambiando asombrosamente después de conocer a una solitaria y misteriosa niña superviviente de ocho años de edad. Poco a poco, y a lo largo de una épica aventura juntos, Erico conseguirá conectar de nuevo con su lado más humano, recobrando aquellos recuerdos y sentimientos que no experimentaba desde los tiempos en los que la sangre corría con lozanía por sus venas.
Diario de un zombi, ambientada gran parte en una Barcelona post-apocalíptica, ofrece al lector una agradable lectura que arrancará sonrisas y lágrimas por igual. Un soplo de aire fresco en el que el género se reinventa como jamás se hubiese podido imaginar..

ANTICIPO:

Parte IV

Es curioso pararse a observar el comportamiento de mis congéneres zombis. Al gozar de total inmunidad frente a ellos, puedo pasearme libremente por su lado sin que ni siquiera se molesten en girar la cabeza para saludarme.
A veces me paso horas enteras contemplándolos, y, después de estudiarlos detalladamente, he llegado a la conclusión de que si no hay sangre humana de por medio, generalmente son menos peligro­sos de lo que podría serlo una mosca cojonera.
Os contaré algunas de las reacciones que más me han llamado la atención. Por ejemplo, cuando agarras a un zombi por el brazo y tiras de él poco a poco, te sigue como si fuera un niño de tres años cogido de la mano de su madre. Como mucho, suelta algún gruñido de vez en cuando, pero nada preocupante. El pobre inútil seguramente estará maldiciendo a su manera, aunque es incapaz de imponerse o de plantar cara. Eso sí, el resultado sería bien distinto si intentara hacer lo mismo un humano. Digamos que, accidentalmen­te, se quedaría sin cabeza.
Una vez tuve la brillante aunque macabra idea de escoger a un zombi cualquiera de la calle e intentar usarlo como mascota. Lo llamé Felpudo, más que nada por el peinado tan extravagante que llevaba. Con lo delgado que estaba, visto a contraluz parecía una esterilla de baño de metro ochenta. El caso es que lo llevé de la mano hasta mi cuartel general, un piso franco abandonado del que dispongo en la calle Caspe. Ir ahí de vez en cuando me proporciona una agradable sensación de armonía. No sé por qué, la verdad, puesto que puedo vi­vir tranquilamente a la intemperie. A lo mejor la razón estriba en que tener un sitio fijo donde aposentar mis zombificadas posaderas cuan­do me plazca es el único lazo que aún me une a mi anterior vida.
De todas formas, ese piso me gusta. Tiene todo lo que un zom­bi sapiens pueda necesitar: televisión — aunque no den nada interesante últimamente—, un sofá destartalado bastante cómodo y una mesa llena de comida podrida que me proporciona unos gusanos de lo más suculentos mientras me siento a ver una buena película en DVD. El edificio es bastante antiguo, pero lo escogí porque dis­pone de unas hermosas placas solares instaladas en la azotea que la Generalitat de Catalunya subvencionó en un generoso programa de reformas iniciado años atrás. No eran nada del otro mundo, pero al menos cumplían su función de darle sustento eléctrico a mi crecien­te ocio cinéfilo.
¡Hogar, dulce hogar! Creo que a Felpudo también le gustó cuando entró siguiéndome por la puerta como un perrito faldero. Intenté ser amable, evidentemente. Lo acomodé en el sofá, le ofrecí una cuca­racha con la mano silbándole desde la mesa e incluso me puse a za­patear como un bufón para ver si conseguía suscitar mínimamente su interés. Pero nada. Seguía mirándome como si él fuera un yonqui pasado de vueltas que no entiende qué hace ahí un elefante rosa.
La auténtica revelación vino poco después. De sobra es sabido que los muertos, a veces, tenemos espasmos incontrolables. Sobre todo si se forma algún gas en el interior que pide a gritos salir. Segu­ramente no es de vuestra incumbencia, pero tengo que decir que lo que a Felpudo le salió de dentro no fue una ventosidad. Aquello era gas mostaza por lo menos. No os podéis hacer a la idea: hablo de un puto viento huracanado de mal gusto ante el cual hasta un camio- nero de doscientos kilos habría sucumbido irremediablemente. La furia de su increíble y monstruosa flatulencia hizo retumbar el sofá de tal manera que el mando del televisor se deslizó y cayó al suelo, encendiendo el aparato por casualidad.
¿Habéis visto qué le pasa a un zombi cuando tiene delante una pantalla que emite estática?
Sólo el ruido de por sí ya consigue captar su atención. Pero es que luego se quedan completamente hipnotizados. Y ahí estaba Fel­pudo, reaccionando por primera vez — después de haberme dejado el piso con un aroma a diarrea nerviosa que no se iría en años—, gateando como un bebé hasta plantar su embobado rostro a un cen­tímetro del reflector.
En las dos horas que estuve observándolo, ni se movió. De alguna manera, ese hormigueo inestable conseguía atraparle con tal magnetismo que, aunque hubiesen estado personas vivas jugando a las cartas a su lado, él no se habría inmutado. Pensé que este descubri­miento seguramente podría serme de utilidad en un futuro.
Durante los días posteriores, como generalmente se portaba bien, le ponía un rato su canal favorito. Así Felpudo dejaba de existir, y yo podía ocuparme de otros asuntos tales como poner más comida al sol para generar más «palomitas», ir a la tintorería de la esquina para hacer la colada o incluso pasearme por las desatendidas tiendas de barrio por si se me antojaba cualquier cosa que pudiera aportarme algo de ocio, o simplemente hacer que mi no vida fuera más fácil.
Todas y cada una de las veces que volvía, mi podrido huésped seguía ahí sin haberse movido ni un ápice.
Mentiría si dijera que no llegué a cogerle cierto afecto. Era lo más parecido a un amigo que tuve. Vale, no hablaba mucho, pero al me­nos me hacía compañía mientras yo veía una película, jugaba a la videoconsola o leía un buen libro a la luz de una vela. Nevara, llo­viera o hiciera sol, él permanecía a mi lado, calladito y mirando al horizonte como si fuera una esfinge. Si alguna vez se oían ruidos del exterior, tales como un grito humano — lo que ya raras veces suce­día—, se ponía muy nervioso y gruñía. Pero entonces sólo tenía que hacer «click» con el mando de nuevo y la estática se encargaba de devolverme al Felpudo amansado de siempre.
Fueron tiempos agradables, ya lo creo.
Si hay algo que con el tiempo cambia en el cuerpo de un zombi —aparte de que cada vez está más morado— es que los pelos y las uñas siguen creciendo. Y así llegó el día en que aquel peinado tan sim­pático y distintivo que llevaba mi amigo terminó convirtiéndose en una enorme pelota de pelusa a lo «afro». ¡Señor! No podía soportarlo. Me pesaba en el fondo del alma contemplar semejante aberración y no hacer nada al respecto. Así que al final hice lo que todo buen cole­ga debería hacer: salir a la calle a por una afeitadora automática.
Cuando yo era pequeño, me planteé numerosas veces qué querría ser de mayor. Algún día os contaré cómo me ganaba la vida, pero, de cualquier forma, me alegro de que nunca optara por hacerme estilista.
¡Ay! Mi pobre compañero Felpudo… «Felpi» para los amigos. La esquiladora era buena, al menos era la que marcaba el precio más alto, pero el problema era que su pelo estaba soldado literalmente a su cuero cabelludo. Había llegado a un punto en que la falta de higiene (por llamarlo de una forma fina) lo había convertido en alfi­leres de carpintería.
Todo sucedió muy deprisa. Y es que tuve que aplicar más fuerza de lo normal para poder empezar a operar, con tan mala fortuna que al final se me escapó la mano y le creé una autopista de piel desnuda de punta a punta de la cabeza. Joder, parecía el mismísimo Moisés separando las aguas.
— ¡Ups! —solté tímidamente mientras él me miraba como un pe­rro de orejas caídas.
A pesar de ser consciente del desastre que había creado, no me quedó otra que intentar reparar lo irreparable. Me decanté por la opción más fácil: la de raparle la testa entera a base de tirones y trasquilones. Para cuando terminé, le había dejado al infortunado Felpudo una mollera más lisa que una bola de billar, pero con una serie de rojeces bastante feas, tanto, que de haber estado vivo obvia­mente me habría puesto una demanda. Si antes aparentaba ser una esterilla, ahora directamente era una cerilla.
Pasado un tiempo, decidí que lo mejor para aliviar la tensión que de alguna manera se había generado entre nosotros sería sacarlo a pasear un rato.
Mientras íbamos deambulando por la calle, yo conversaba abier­tamente, contándole cosas irrelevantes al tiempo que le hacía de guía. De esa forma llegamos a la altura de una gran avenida, don­de de repente nos topamos con una enorme masa de zombis que marchaba en dirección oeste, en una especie de «peregrinaje de la muerte». Vete a saber hacia dónde irían. Quizás de procesión, o tal vez migraban en busca de alimento.
Yo pertenezco a su mundo, pero no soy del todo como ellos. Po­dría decirse que he preferido sustituir los instintos por la razón. El caso de Felpudo no era el mismo. Él era un simple zombi más al que yo había cogido cariño. Por eso dudé cuando me miró taci­turno, como pidiéndome permiso o clemencia para que le dejara marchar.
Después de meditarlo un buen rato —y no sin cierta dosis de pena en mi ulcerado corazón — , lo hice: le dejé partir. ¿Quién era yo para hacerle ejercer de esclavo? Si lo que quería era irse con los suyos, estaba en su pleno derecho de hacerlo.
Aquella tarde el sol cayó en declive bañando la ciudad con mati­ces ambarinos y cobrizos. En el infinito horizonte, un millar de zom- bis emprendieron su viaje hacia tierras desconocidas, al ritmo de un gran éxodo en perfecta armonía. Mi apreciado Felpudo iba con ellos: un inocente punto rojo que brillaba a lo lejos entre una multitud de cabezas huecas, marchándose para no volver jamás. Y por primera vez, desde hacía mucho tiempo, supe cuál era el verdadero valor de la compañía, pues volvía a estar solo.

Parte V

«¡Alegría, alegría! ¡Que la cena está servida!»
De esas mismas palabras me acordaba yo sentado en la mesa de aquel restaurante lujoso pero lleno de polvo, telarañas y sillas vacías, al que voy de vez en cuando aparentando tener algo de vida social.
«¡Alegría, alegría! ¡Que la cena está servida!»
Sí señor. Qué gran personaje era aquel maitre que solía vitorearnos esta frase momentos antes de que el salón de banquetes del crucero donde yo trabajaba abriera sus puertas cada noche para las cenas de copete en alta mar.
Por aquel entonces, yo era un simple camarero veinteañero de uno de los barcos más ostentosos del mundo, perteneciente a una compañía italiana de alto renombre, y cuya flota cubría del uno al otro confín. A priori, iba a ser un trabajo a corto plazo. Sólo quería reunir dinero suficiente para poder viajar al extranjero y probar suerte.
Veréis, siempre fui de carácter bastante aventurero, espontáneo y decidido. No me asustaba el porvenir, y constantemente tenía los sentidos bien abiertos para poder cazar al vuelo las oportunidades que a menudo pasaban por delante de mis narices.
El buque no estaba nada mal, pero para nosotros — el servicio de hostelería—, sin embargo, era como una jaula de oro. Lujo y entre­tenimiento a raudales, de los cuales no disfrutábamos más que en nuestra íntima imaginación.
Todos los días me encontraba sirviendo refrescos en las cubiertas, bajo un sol de justicia, y con un uniforme cruzado de un millón de botones. Lo más emocionante que solía ocurrirme era servir sanfran- ciscos en copas de cristal a mujeres sesentonas con collares de perlas que, generalmente nadaban por las piscinas creyendo ser sirenas. Casi siempre solicitaban mi atención con una palmadita y enseñán­dome a la vez sus repelentes sonrisas de fumadoras de Vogue.
Por las noches era más llevadero. La gente cambiaba sus trajes de baño por sus trajes de gala. El glamour y la elegancia corrían al ritmo del descorchado de botellas de champán y vino tinto. Y la mú­sica del pianista acompañaba con sus suaves melodías las veladas más exquisitas para la gente más exigente.
Nosotros, los camareros, poníamos la guinda al pastel. En las cláusulas de nuestros contratos sólo había un párrafo escrito en ma­yúsculas, en negrita y subrayado tres veces: EL EMPLEADO DE HOSTELERÍA DEBERÁ SATISFACER A LOS HUÉSPEDES A TODA COSTA SIN IMPORTAR SU RELIGIÓN, PROCEDEN­CIA O IDEALES POLÍTICOS.
Es decir, que nuestra misión, aparte de asistirles en las cenas, con­sistía en hacerles la pelota y entretenerlos aunque nos fuera la vida
en ello.
Para la mayoría de mis compañeros era un fastidio. Para mí… fue una oportunidad.
Uno de los aspectos a los que más importancia debía darle un empleado era a las críticas que los pasajeros rellenaban en una hoja al final de cada itinerario. En ellas anotaban desde la calidad de la limpieza de los camarotes hasta el trato recibido por el servicio del restaurante.
La diferencia entre recibir una crítica de una estrella o, de vez en cuando, de cinco era el despido automático o una palmadita en la espalda. De todas formas, si uno era capaz de conseguir lo improba­ble, la cosa ya cambiaba.
De treinta y ocho críticas en las que se hacía mención expresa de
mi nombre en aproximadamente ocho meses, obtuve 184 estrellas.
Haced cálculos…
Yo me tomaba ese párrafo del contrato al pie de la letra. Si un
huésped me pedía, en su primer día de estancia, pan integral de Módena, no hacía falta que volviera a pedírmelo al día siguiente. Mientras servía mesas, estudiaba al detalle sus comportamientos, personalidades y gustos, luego los procesaba y los aplicaba correc­tamente en mi trato hacia ellos.
Recuerdo que una vez, en una de las mesas en las que yo servía,
había un pasajero andaluz tremendamente simpático y guasón. Con
su bigote curvado y su pronunciada curva de la felicidad, me recor­daba a aquel fontanero de boina roja que saltaba de muro en muro en ese videojuego tan famoso nacido en los años ochenta.
Por alguna extraña razón que sigo sin comprender, aquel buen se­ñor se tronchaba de risa cada vez que escuchaba la Quinta sinfonía de Bethoveen. Pero entendedme bien, pues lo suyo no era normal. Su cabeza se ponía roja como un tomate y soltaba unas enormes carca­jadas que ya quisiera el más aclamado de los cómicos conseguir de sus espectadores. Yo, conociendo su pequeño secreto, siempre me acercaba con disimulo a su mesa hasta que los dos nos mirábamos de reojo. Y él, consciente de lo que le esperaba, nada más verme ya procuraba aguantar la respiración, listo para explotar. Entonces yo me giraba de repente y, con esa característica y contundente melo­día, entonaba el estribillo a plena voz con un poderoso: – ¡¡¡TA TA TACHÁAAANÜ!
No había ni un solo pasajero que no inclinara la cabeza ante sus
ruidosas risotadas. A menudo le costaba parar, y entre golpetazos a
la mesa y toses provocadas por el alborozo, de vez en cuando solía
soltarme algún: «¡Pero qué hijo puta ere…!»; de forma cariñosa, por supuesto.
Me caía bien. Lamentablemente, lo encontraron días más tarde,
muerto de un infarto en su camarote mientras veía un concierto de
música clásica por televisión. Por lo visto tuvieron que cerrarle la mandíbula con fórceps.
Al cabo de poco tiempo, mis esfuerzos dieron sus frutos; los de
arriba se fijaron en mí, y no tardé en ser ascendido a personal de es­pectáculo.
Amigos, eso ya era otra historia: un auténtico olimpo destinado a unos pocos elegidos. Cambié las botellas de agua mineral por mi­crófonos, y el traje de pingüino, por camisas de seda siciliana. Mi la­bor pasó de tener que servir y entretener a la gente a divertirme con ella. Tan pronto organizaba una animada partida de bingo en uno de los salones del barco como me encontraba por la noche poniendo música en la cubierta, con cientos de manos aplaudiendo y de pies saltando al ritmo de luces con colores imposibles y de manguerazos de refrescante espuma blanca. Por supuesto, si antes no podía poner un pie en según qué instalaciones, a partir de ese momento adquirí pleno derecho a usarlas. La gente me saludaba cuando me cruzaba con ella. Incluso a veces obtenía alguna que otra sonrisa de las chi­cas en bikini que se paseaban contoneándose por los soláriums.
Como camarero, tenía un trabajo. Como personal de espectáculo, tenía una vida.
Gracias a Dios que era un buen corredor. Una noche fui a la ha­bitación de una guapa muchacha venezolana. Me dijo que su padre — de profesión policía— volvería tarde, ya que normalmente se pa­saba hasta las tantas gastando sus ahorros en el casino.
Jamás llegué a tocarla. Justo cuando me estaba desvistiendo, la puerta del camarote se abrió con un fuerte golpe.
— ¡¡¡MARISA!!! —Chilló aquel gran hombre al ver a su inocen­te hija semidesnuda, tapándose con las sábanas de la cama de ma­trimonio y custodiada por un completo desconocido que, con sus partes íntimas al aire, se volvió hacia él sin terminar de quitarse la camiseta.
Para colmo, cuando su encolerizado padre le preguntó a pleno grito que qué cojones estaba haciendo, ella se giró hacia mí y, con total indiferencia, me soltó:
— ¿Pues no te he dicho que es tonto…?
Eso fue la llama que hizo estallar la dinamita, el estornudo que despertó al monstruo.
Mis pies patinaban sobre mantequilla licuada a pleno sol mientras aquel gorila me perseguía maldiciéndome y lanzándome toda clase de objetos: zapatos, ceniceros que encontraba a su paso en las repi­sas de las paredes… incluso cuadros de un metro por cincuenta que colgaban por los estrechos y largos pasillos. Con una mano delante, una detrás, y varios kilómetros de barco a mis espaldas, al fin con­seguí darle esquinazo, aunque las consecuencias de todo aquello os las podréis imaginar.
No tardaron demasiado en ofrecerme el pasaporte a tierra. Claro que a mí me vino bien. Por aquel entonces había ganado la suficien­te experiencia y dinero como para poder permitirme viajar por el mundo, tal y como quise hacer desde un principio.
Fue una etapa estupenda de mi vida. Me pregunto qué habrá sido de todo aquello… ¿Será un barco fantasma lleno de zombis que sur­ca los mares a la deriva? Quién sabe…
Hay que ver cómo son los recuerdos; me han asaltado de repente, cuando estaba a punto de saborear un trozo de cordero crudo que sa­qué de la cámara frigorífica de aquel solitario restaurante del que os he hablado hace poco.
«¡Alegría, alegría! ¡Que la cena está servida!», exclamé para mí mismo justo antes de llevarme un pedazo de carne despellejada a la boca.

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Interplanetaria

1 Opinión

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    tonibrasil
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    He terminado la lectura de Diario de un zombi del escritor catalán Sergi Llauger. Ha sido la mejor novela del género de muertos vivientes que he leído hasta ahora, supera en mucho a mis lecturas precedentes en calidad literaria y en la construcción de los personajes. Esta obra es la que más oportunidades tiene de captar el interés del lector de literatura general o del que no guste de este tipo de ficción, ya que por sus características es una novela de zombis pero a la vez es algo más (algo parecido a lo que ocurre en cine de superhéroes con Batman: El Caballero Oscuro de Christopher Nolan).

    Diario de un zombi ha conseguido implicarme y emocionarme al final de sus páginas, como hicieron en su día clásicos como Madame Bovary de Flaubert, La Obra de Émile Zola o Crimen y Castigo de Dostoyevski. Si en los dos primeros casos fue una tristeza infinita, y en el tercero una catársis liberadora, en el caso de la obra que nos ocupa sería una mezcla de cariño, tristeza, de impermanencia de las cosas, de seguir adelante pase lo que pase, de ser fieles a nosotros mismos, de amor por todo lo existente… Humedecer los ojos no lo consigue cualquier obra literaria, y Diario de un zombi lo ha logrado en mi caso.

    Como ya habreis podido intuir, el gran acierto de la novela es el viaje interior del protagonista Erico Lombardo, el muerto viviente que no ha perdido su raciocinio. Las vicisitudes de la vida habían convertido a Erico en una persona cínica, egoísta y desencantada antes de la pandemia zombi. Después de cambiar de estado y conocer a una niña superviviente de ocho años llamada Paula, comienza a cuestionarse su existencia, recordar su pasado (son encomiables los flashbacks donde Erico recuerda a su hermana Elena) y reflexionar sobre si su vida tuvo sentido y si a lo largo de ella hizo algo por los demás. Dudas de gran calado espiritual, ¿Qué nos hace más felices, satisfacer mecanicamente todos nuestros deseos (fama, sexo, dinero, el éxito de nuestro equipo de fútbol, etc…) o ayudar de manera decisiva en la vida de otras personas? En una sociedad competitiva y consumista se nos hace creer que la felicidad nos lo da lo primero, pero lo que nos hace bien en nuestro interior es lo segundo. La relación de Erico y Paula llega a momentos de conseguida ternura y empatía del uno por el otro.

    Respecto al método de trabajo de Sergi Llauger, demuestra una gran habilidad para llevar al lector a su terreno y hacer creíbles -dentro de un contexto post-apocalíptico- las situaciones por las que pasan los dos personajes principales, Erico y Paula. La geografía catalana es el eje de estas vivencias (Barcelona capital, Girona, Ribas de Freser, etc…) Todo ello a través de una narracion pausada, contemplativa o trepidante según la ocasión, sin sacrificar el entretenimiento y con algunos momentos visualmente potentes. Todo bien engarzado y en su sitio, incluso las alucinaciones que sufre Erico y las apariciones de los Arcángeles, unos seres que cantarían mucho en manos de un escritor que no fuera Llauger u otro de probada habilidad.

    En resumen, Diario de un zombi es una perla dentro de la línea Z de Dolmen que no hay que pasar por alto, y que ha puesto el listón más alto a posibles lecturas del género que pueda leer en el futuro.

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