Disfraces terribles

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En los años setenta, el prestigioso cuentista argentino Raúl de la Torre, residente en París, saltó a la fama con la publicación de su primera novela. Su popularidad como novelista del boom latinoamericano fue creciendo con sus siguientes obras, su segundo e inesperado matrimonio, y su implicación política. Todo ello lo coloca en el punto de mira de las crónicas de sociedad cuando decide descubrir públicamente su homosexualidad o cuando se conoce su suicidio de un pistoletazo. Muchos años después, en el comienzo del nuevo milenio, el joven crítico francés Ariel Lenormand se embarca en la biografía del escritor, entrevistando a quienes lo conocieron: su editor, sus amigos y, sobre todo, Amelia, su desconcertante y sofisticada primera esposa, compañera y apoyo del autor a lo largo de su vida. Pero el enrevesado y misterioso mundo que rodeaba al escritor amenaza con pasar de ser un simple objeto de estudio a convertirse en parte de la vida del joven biógrafo. ¿Qué oscuras presiones llevaron a la confesión de su homosexualidad a este hombre en una época en la que nadie lo hacía? ¿Cuáles fueron las causas de su suicidio? ¿Cuál es el terrible misterio que se esconde detrás de la obra novelística del escritor? ¿Por qué mienten los testigos después de tantos años? ¿Alguien conoce la verdad?

ANTICIPO:
Después de varios días sin noticias de Amelia, ella lo llamó para proponerle un paseo por el Luxemburgo, y en ese momento casi le molestó la idea porque por fin había conseguido ponerse a escribir un primer capítulo, que no era cronológicamente el primero, ya que había decidido empezar por la llegada de Raúl a París, aprovechando que podría visitar todos los lugares donde él había estado, todos los monumentos y algunos de los locales que habían impresionado tantos años atrás a un Raúl aún muy joven y sin conciencia concreta de lo que llegaría a ser. Pero no se podía despreciar una invitación de Amelia, de modo que se resignó a abandonar su trabajo apenas empezado y marcharse a pasar frío al parque para tratar de extraer más información de su fuente número uno. De su única fuente, ya que ninguno de los Laqueurs se había puesto en contacto con él y aún faltaban un par de semanas hasta que Aline volviera de sus vacaciones.

Metió en la mochila las fotografías que pensaba enseñarle y escribió una lista de temas que le parecían prioritarios, si había ocasión de llevar el diálogo hasta ellos: ¿quién era Aimée?, ¿qué relación tenían Aimée y Armand?, ¿cuándo fue Raúl a Venecia y por qué?, ¿por qué tenía Armand en su agenda el número de teléfono de Amelia?, ¿por qué se casó con Amanda?, ¿cómo conoció a Hervé?, ¿cómo murió?

La lista podría haber sido mucho más larga, pero las primeras preguntas eran importantes para tratar de cerrar el capítulo correspondiente al año 76 y las dos últimas para intentar echar alguna luz sobre los últimos años de la vida de Raúl, un tema al que ni siquiera se habían acercado todavía.

El día era frío pero soleado, y en el Luxemburgo, frente al estanque, había decenas de niños haciendo navegar sus barquitos, bajo la mirada distraída de madres y canguros de todas las nacionalidades imaginables. Amelia estaba sentada en un banco un poco alejado de los que rodeaban el estanque y contemplaba la escena a través de sus gafas oscuras con un ligero rictus de desagrado.

-No parece que le divierta mucho lo que ve -comentó Ari después de los saludos.

-Nunca me han gustado estas escenas de felicidad doméstica, pero Raúl venía mucho aquí a ver a los niños. He pensado que a usted le gustaría seguirle los pasos.

-¿Le gustaban los niños a Raúl?

-Teóricamente, sí.

-¿Me lo va a explicar o es otro acertijo que tengo que resolver solo?

Ella le dedicó una sonrisa que se borró enseguida:

-Como a todos los niños grandes, a Raúl le gustaban sus congéneres. Se llevaba bien con ellos: era una especie de tío favorito para todas las personas pequeñas. En cuestión de cinco minutos, lo adoraban, y luego le costaba bastante quitárselos de encima, pero cuando, después de una tarde pasada entre amigos con hijos, volvíamos a casa, siempre decía: «Qué alivio no tener que traérselos».

-¿Ya usted no le gustan?

-No mucho, la verdad. No dejan pensar.

-Sin embargo, usted ha escrito treinta y dos libros infantiles.

-Porque no escribo para niños, sino para personas que aún no son adultas, que aún no tienen derechos. Es muy diferente. Yo no trato de educarlos, ni de inculcarles ningún tipo de moral. Supongo que no habrá leído ninguno de nuestros libros, pero si lo hace, se dará cuenta de que todos ellos tratan sobre el poder y la falta de poder. Yo, en mis textos, intento compensar a los niños de su impotencia a través de historias divertidas e inverosímiles en las que son ellos los que tienen la sartén por el mango, para variar. En ese sentido sí me identifico con ellos.

-¿Usted? -la sorpresa era genuina-. Usted me parece la mujer más fuerte e independiente que he conocido.

-Me ha costado mucho llegar a serIo. Me he pasado toda la vida dependiendo de alguien, siempre de un hombre: mi padre, Raúl, John, André, hasta cierto punto…, el fantasma de Raúl.

-¿Su fantasma?

Ella se echó a reír ante la expresión de Ari:

-No veo visiones ni me he vuelto loca. Quería decir simplemente que la muerte de alguien que ha marcado nuestra vida no significa que ese alguien deje de marcarla. Siempre queda algo: su recuerdo, si prefiere ese término, su aura, su fantasma, su emanación…, lo que sea. Yo casi había conseguido librarme de ello, hasta que llegó usted con sus preguntas y todo volvió a empezar.

-Lo siento -murmuró Ari.

-Mentira. No lo siente usted un pelo. Si pudiera, me exprimiría como a un limón hasta sacar todo lo que llevo dentro. Esa cara de culpable lo delata. ¿Qué quiere saber hoy?

Ari estuvo tentado de sacar su cuaderno de notas, pero de repente se sintió como el teniente Colombo, haciendo como que estudiaba algo que se sabía de memoria, y renunció.

-Muchas cosas. Por qué no tuvieron hijos, por ejemplo, ya que hablábamos de niños.

-Porque Raúl era estéril a raíz de unas paperas mal curadas. A él a veces le entristecía. A mí nunca me importó. Vamos a movernos un poco, me estoy quedando helada a pesar del sol.

-Pero ustedes… -comenzó Ari, aprovechando el momento en que se levantaban para no tener que mirarla a la cara-, quiero decir…, su relación era… ¿normal?

-A veces parece usted sacado de una novela del XIX. ¿Me está preguntando si follábamos?

Ari sintió que enrojecía violentamente sin poder evitarlo, así que sacó el pañuelo del bolsillo y fingió sonarse mientras se cubría la cara.

-Pues sí. Aunque le parezca extraño, nuestras relaciones sexuales eran bastante satisfactorias para ambas partes. Quizá no muy convencionales, lo admito. Teníamos nuestros juegos, como todas las parejas, nuestras preferencias y fantasías, pero si Raúl hubiera sido capaz de engendrar, habríamos tenido hijos. No sería el primer caso de un homosexual casado y con descendencia.

-No…, claro.

-Además, yo siempre he defendido la idea de que los seres humanos civilizados somos bisexuales, ya que nuestro interés al entregamos a cualquier tipo de juego sexual es precisamente el juego, no la reproducción. Cuando uno se acuesta con otro o con otra, lo que busca es placer y el placer es piel, contacto, calor, humedad…, independientemente de lo que la naturaleza le haya puesto a uno entre las piernas. ¿No le parece? -lo miró un momento y captó su expresión perpleja-. No. Está claro que no se lo parece. ¿Está escandalizado?

Ari sacudió la cabeza en una negativa muy poco convincente. Ella siguió hablando con toda naturalidad:

-Ya me dijo André que es usted un heterosexual incorregible. Pero sus gustos en esa materia no son asunto mío. Sólo trataba de explicarle cómo lo veo yo.

-Pero en ese caso, usted no debió de sorprenderse con la supuesta revelación de Raúl.

-Yo me sorprendí más que nadie, porque Raúl nunca estuvo de acuerdo conmigo. Además de que en aquella época se trataba más bien de una postura ideológica sólo exteriorizada en algunos tonteos con amigas en las típicas fiestas de madrugada cuando una ya no sabe muy bien lo que hace. Raúl lo encontraba gracioso pero nunca estuvo dispuesto a imitarme, al menos que yo sepa.

-¿Ni siquiera con mujeres?

-¿Otra vez? Ya creo que le dije que Raúl era un hombre fiel, por educación y por convicción. Además, así se ahorraba muchos problemas. Y ya ve, cuando entró otra mujer en su vida, se separó de mí y se casó con ella. Todo legal.

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