El águila de plata

Género :


La legión olvidada –diez mil legionarios que fueron capturados por los partos– ha partido hacia Margiana, en las fronteras del mundo conocido. En ella se encuentran el gladiador Romulus, el galo Brennus y el vidente Tarquinius, tres hombres con razones de sobra para odiar Roma. Un ataque sangriento de las tribus escitas deja un reguero de muerte y destrucción, y plantea un nuevo peligro para Romulus y sus compañeros. Pronto, la legión olvidada se encontrará con su mayor amenaza, una que puede significar su aniquilación… o su gloria. Y aunque parece que no hay ninguna posibilidad tangible de volver a Roma, un nuevo dios, Mitras, ofrece un rayo de esperanza…

ANTICIPO:

Los escitas, profiriendo salvajes gritos de batalla, cargaron sin miramientos hacia los dos amigos.
Con el arco del guarda parto muerto, Brennus ya había abatido a cuatro hombres, incluidos los arqueros que habían herido a Pacorus. Todavía los superaban en número por más de nueve a uno. «Es inútil —pensó Romulus sin ánimo—. Son demasiados.» Se armó de valor y se preparó para lo inevitable.
Brennus lanzó otra flecha e intentó usar el máximo de astas posible. Luego, profirió un juramento, soltó el arco y desenvainó el gladius.
Avanzaron hombro con hombro.
Romulus se llevó una sorpresa enorme cuando le pasaron volando por encima de la cabeza una bola de fuego y luego otra, que iluminaron la escena de maravilla. La primera aterrizó y se estrelló con una fuerte llamarada justo delante de los escitas, que parecieron aterrorizados, como era de esperar. La segunda alcanzó a un enemigo en el brazo y le prendió fuego a la ropa de fieltro. El resplandor ascendió a toda velocidad y le quemó el cuello y la cara. El hombre chillaba de agonía. Varios de sus compañeros intentaron ayudarlo, pero sus esfuerzos quedaron entorpecidos por un par más de proyectiles de fuego. El ataque de los escitas se detuvo de forma brusca.
—¡Son lámparas de aceite! —exclamó Romulus, quien de repente comprendió lo que pasaba.
—¡Es Tarquinius! —respondió Brennus mientras colocaba otra asta en la cuerda del arco.
Romulus se volvió, con gran alegría, y se encontró al arúspice a escasos pasos de distancia.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Tuve una visión de Roma —reveló Tarquinius—. Si podemos salir de aquí, todavía hay esperanza.
A Romulus se le levantaron los ánimos y Brennus se echó a reír.
—¿Qué has visto? —preguntó Romulus.
Tarquinius hizo caso omiso de la pregunta.
—Recoged a Pacorus —indicó—. Rápido.
—¿Por qué? —preguntó Romulus en voz baja—. Ese cabrón va a morir de todos modos. Huyamos.
—¡No! —respondió Tarquinius, lanzando dos lámparas de aceite más—. Con este tiempo no sobreviviríamos a un viaje hasta el sur. Tenemos que quedarnos en el fuerte.
Cada vez que una lámpara aterrizaba, los guerreros enemigos proferían gritos de terror.
—Éstas son las últimas.
Tenían que marcharse. Mascullando improperios, Romulus cogió a Pacorus por los pies, y Brennus por los brazos. Lo levantaron con sumo cuidado y lo colgaron al hombro de Brennus. Pacorus colgaba como un juguete, la sangre de las heridas empapaba la capa del galo. Brennus, con diferencia el más fuerte de los tres, era el único capaz de recorrer la distancia que fuera con semejante carga.
—¿Hacia dónde? —gritó Romulus, mirando en derredor. La pared del despeñadero quedaba a su espalda, por lo que sólo podían ir en dirección norte, sur o este.
Tarquinius señaló.
El norte. Como seguían confiando plenamente en el arúspice, ni Romulus ni Brennus pusieron ninguna objeción. Se adentraron en la oscuridad al trote, dejando atrás una estela de confusión.
Afortunadamente, el tiempo les ayudó en la huida. Empezaron a caer densas ráfagas de nieve que reducían la visibilidad en gran medida y cubrían su rastro. No los seguían, y Romulus supuso que los escitas sabían lo cerca que estaba su campamento. Aunque él también lo sabía, su buen sentido de la orientación enseguida le falló, por lo que le alegraba sobremanera que Tarquinius pareciera saber exactamente el camino a seguir. La temperatura bajó aún más cuando la nieve empezó a acumularse en el suelo. A poco que se desviaran del camino, tendrían muy pocas posibilidades de llegar al fuerte romano. Junto con los grupos de cabañas de barro y ladrillo que había cerca, eran las únicas construcciones en muchos kilómetros a la redonda. La población de Partia no era abundante, y menos de una décima parte de ésta vivía en los límites orientales más lejanos. Pocas personas decidían vivir aquí, aparte de las guarniciones de soldados y los cautivos que no tenían elección.
Avanzaban en silencio y se detenían de vez en cuando para ver si escuchaban a los escitas. Al final apareció una silueta rectangular en la penumbra que les resultaba familiar. Era el fuerte.
Romulus dejó escapar un ligero suspiro de alivio. No recordaba haber tenido jamás tanto frío. Pero, cuando estuvieran dentro y se hubieran calentado, quizá Tarquinius les revelaría lo que había visto en el Mitreo. El deseo de saber más era lo único que le había permitido seguir la marcha.
Brennus sonrió de oreja a oreja. Hasta él estaba ansioso por descansar.
A ambos lados de los imponentes portones delanteros, había una torre de vigilancia de madera. Y otras parecidas en las esquinas, así como puestos de observación más pequeños entre medio. Los muros eran de tierra compactada, un derivado útil de la construcción de tres fosos profundos que rodeaban el fuerte. Las fossae, llenas de abrojos de hierro, también se encontraban dentro del alcance de los proyectiles lanzados o disparados desde la pasarela de madera que discurría por el interior a lo largo de las murallas. El único espacio para pasar entre ellos era el pisoteado camino de tierra que conducía a la entrada en medio de cada lateral.
Lo recorrieron a trompicones esperando recibir el alto en cualquier momento.
Sorprendentemente, el enorme fuerte no era una estructura de batalla: los legionarios no se escondían tras la protección de los muros porque sí. Las impresionantes defensas sólo debían utilizarse en caso de ataque inesperado. Si se presentaba un enemigo, los oficiales congregarían a los hombres en el intervallum, la zona llana que rodeaba el interior de los muros, antes de marchar para tomar parte en la batalla. En terreno abierto, el legionario era el maestro de toda infantería. Y con las tácticas y la instrucción de Tarquinius, pensó Romulus orgulloso, podrían soportar el ataque de cualquier fuerza armada a pie o a caballo.
A la Legión Olvidada, no había enemigo que se le resistiera cuerpo a cuerpo.
—¡Espera! —Tarquinius se situó al lado de Brennus y le tomó el pulso a Pacorus.
—¿Sigue vivo? —preguntó el galo.
—Por bien poco —respondió Tarquinius frunciendo el ceño—. Debemos apresurarnos.
Romulus se dio cuenta de la gravedad de la situación al ver el rostro ceniciento de Pacorus. Había transcurrido tiempo suficiente para que el scythicon cumpliera con su mortífero cometido. Seguro que el comandante no tardaría en morir y, como únicos supervivientes, los responsabilizarían de ello. Ningún oficial parto de alto rango que se preciase habría dejado de castigar a quien hubiera permitido que eso ocurriese. Habían escapado de los escitas para enfrentarse a una ejecución segura.
Sin embargo, Tarquinius había querido salvar a Pacorus. Y Mitra le había revelado un camino de regreso a Roma.
Igual que un náufrago se aferra a un tronco, Romulus se aferraba a esas ideas.
En aquel momento se encontraban a menos de treinta pasos de la puerta y dentro del alcance de los pila de los centinelas. Todavía no les habían dado el alto para comprobar su identidad, lo cual no era normal. Nadie podía acercarse al fuerte sin identificarse.
—Esos perros perezosos están acurrucados alrededor del fuego —masculló Romulus.
Se suponía que los centinelas sólo podían permanecer un rato en los cálidos cuarteles del cuerpo de guardia situados en la base de cada torre; lo suficiente para hacer entrar en calor los dedos congelados de pies y manos. Pero, en realidad, permanecían allí todo el tiempo que el oficial subalterno les permitiera.
—¡Pues entonces ha llegado el momento de espabilarlos!
Tarquinius dio un paso adelante con el hacha alzada y golpeó varias veces con el mango los gruesos troncos de la puerta, lo cual produjo un ruido seco y grave.
Aguardaron en silencio.
El etrusco había alzado el arma para volver a llamar cuando, de repente, el sonido característico de las suelas claveteadas de las sandalias en contacto con la madera les llegó desde arriba. Tal como imaginaban, el centinela no estaba en su puesto de la torre. Al cabo de unos instantes, un rostro pálido asomó por encima de las murallas.
—¿Quién anda ahí? —La voz del hombre denotó temor cuando bajó la mirada hacia el pequeño grupo. Era raro que el fuerte recibiera visitas, y mucho menos en plena noche—. ¡Identificaos!
—¡Abre, imbécil! —gritó Romulus con impaciencia—. Pacorus está herido.
Se produjo un silencio fruto del descrédito.
—¡Pedazo de mierda! —exclamó Tarquinius—. ¡Muévete!
Resultaba obvio que el centinela estaba conmocionado.
—¡Sí, señor! ¡Ahora mismo! —Se volvió y bajó corriendo la escalera que conducía a las estancias inferiores, rugiendo a sus compañeros.
Al cabo de unos instantes levantaron la pesada barra que bloqueaba las puertas. Una de ellas crujió al abrirse, y entonces aparecieron varios legionarios y un optio angustiado. El retraso en la respuesta probablemente tendría como consecuencia algún castigo.
Pero Tarquinius se abrió camino sin mediar palabra. Romulus y Brennus iban a la zaga. Los centinelas adoptaron una expresión confusa al advertir la figura boca abajo que el galo llevaba al hombro.
—¡Cerrad las puertas! —aulló Tarquinius.
—¿Dónde están los guerreros de Pacorus, señor? —preguntó el optio.
—¡Muertos! —espetó Tarquinius—. Los escitas nos tendieron una emboscada en el Mitreo.
Los presentes soltaron gritos ahogados de sorpresa.
Tarquinius no estaba de humor para dar más detalles.
—Avisad al centurión de guardia y luego regresad a vuestros puestos. Mantened los ojos bien abiertos.
El optio y sus hombres obedecieron rápidamente. Tarquinius también era centurión y podía haber castigado a algunos con tanta severidad como Pacorus. Después ya averiguarían qué había ocurrido.
Tarquinius bajó corriendo por la calle principal del fuerte, la Vía Pretoria. Romulus y Brennus lo seguían. A ambos lados había hileras paralelas de barracones de madera bajos y alargados, cada uno de los cuales alojaba una centuria de ochenta soldados. El interior era idéntico en todos: habitaciones grandes para el centurión y más pequeñas para los oficiales subalternos y mínimas para los soldados rasos. Diez contubernios, cada uno con ocho soldados, compartían el espacio apenas suficiente para dar cabida a unas literas, los pertrechos y alimentos. Al igual que los gladiadores, los legionarios vivían, dormían, se entrenaban y luchaban juntos.
—¡Romulus!
Se volvió a medias al oír el grito bajo. Romulus reconoció entre las sombras de dos barracones las facciones de Félix, que pertenecía a su primera unidad.
—¿Qué haces levantado? —preguntó.
—No podía dormir —repuso Félix con una amplia sonrisa, ya vestido y armado—. Estaba preocupado por vosotros. ¿Qué es lo que ocurre?
—Nada. Vuelve a la cama —respondió Romulus secamente. Cuantas menos personas estuvieran implicadas en aquello, tanto mejor.
Sin embargo, Félix corrió a situarse al lado de Brennus y se quedó boquiabierto al ver las flechas que sobresalían del cuerpo de Pacorus.
—¡Por todos los dioses! —susurró—. ¿Qué ha pasado?
Romulus se lo explicó mientras caminaban. Félix asintió y fue haciendo muecas al irse enterando de los detalles. Aunque era más bajito que Romulus y no tan fuerte como Brennus, el pequeño galo era un buen soldado. Y realmente tozudo. Cuando su cohorte de mercenarios había sido interceptada durante la batalla de Carrhae, Félix había permanecido junto a ellos. Rodeados como estaban de arqueros partos, sólo una veintena de hombres habían decidido permanecer con los tres amigos y Bassius, su centurión. Félix era uno de ellos. «El va por libre», pensó Romulus, contento de tenerlo a su lado.
Nadie más detuvo al pequeño grupo. Todavía estaba oscuro y la mayoría de los hombres dormían. Además, sólo un oficial de mayor rango se habría atrevido a dudar de Tarquinius, y no había ninguno a la vista. A aquellas horas de la noche también estaban en cama. Enseguida llegaron a la principia, el cuartel general. Se encontraba en la intersección de la Vía Pretoria con la Vía Principia, la carretera que discurría de la muralla este a la oeste y dividía el campamento en cuatro partes iguales. Aquí también se encontraba la lujosa vivienda de Pacorus y alojamientos más modestos para los centuriones jefe, los oficiales partos que estaban al mando de una cohorte. Había un valetudinarium, un hospital, así como talleres para carpinteros, zapateros, alfareros y muchos otros oficios.
Los romanos, que tanto hacían de comerciantes como de ingenieros y también de soldados, eran prácticamente autosuficientes. Esa era una de las muchas cosas que los hacía tan formidables, pensó Romulus. No obstante, Craso había conseguido poner de manifiesto la única debilidad del ejército de la República. Casi no le quedaba caballería, mientras que las fuerzas partas no consistían prácticamente en otra cosa. Tarquinius se había dado cuenta de ello mucho antes de Carrhae, y Romulus poco después. Pero los soldados rasos no tenían voz en las tácticas, reflexionó enfadado. Craso había marchado con arrogancia hacia el desastre, reacio a, o incapaz de, ver el peligro que corrían sus hombres.
Lo cual explicaba por qué la Legión Olvidada tenía nuevos mandos. Y además crueles.
Romulus exhaló un suspiro. Aparte de Darius, el comandante de su propia cohorte, la mayoría de los oficiales partos de alto rango eran totalmente despiadados. Sólo los dioses sabían qué ocurriría cuando vieran a Pacorus. Pero seguro que nada bueno.
Los muros elevados de la casa de Pacorus no estaban lejos de la principia. Siguiendo el modelo de una villa romana, estaba construida en forma de cuadrado hueco. Nada más traspasar los portones se encontraban el atrium, el vestíbulo de entrada, y el tablinum, la zona de recepción. De ahí se pasaba al patio central, bordeado por un pasillo cubierto que daba acceso a un salón de banquetes, dormitorios, baños y despachos. Tras haber visto Seleucia, Romulus se había dado cuenta de que sus captores no eran una nación de arquitectos e ingenieros como los romanos. Aparte del gran arco de entrada a la ciudad y del magnífico palacio de Orodes, las casas eran pequeñas y de construcción sencilla con ladrillos de arcilla. Todavía recordaba la reacción de asombro de su comandante al entrar por primera vez en la estructura terminada. Pacorus se había comportado como un niño con zapatos nuevos. Sin embargo, esta vez apenas se movió al llegar a los portones, vigilados por una docena de partos armados con arcos y lanzas. A los legionarios nunca se les encomendaba tal tarea.
—¡Alto! —gritó el oficial moreno que estaba al mando. Observó con suspicacia el cuerpo que colgaba del hombro de Brennus—. ¿A quién lleváis ahí?
Tarquinius no parpadeó.
—A Pacorus —contestó con voz queda.
—¿Está enfermo?
El arúspice asintió:
—Gravemente herido.
El parto se abalanzó hacia delante y soltó un grito ahogado al ver los rasgos cenicientos de Pacorus.
—¿Qué mal tiene? —exclamó. Vociferó una orden. Sus hombres se desplegaron de inmediato y rodearon al grupo con las lanzas en alto.
Romulus y sus amigos se cuidaron mucho de no reaccionar. Las relaciones con sus captores eran, como poco, tensas, y encima llevaban a Pacorus herido de gravedad.
El oficial se acercó a Tarquinius y sacó un puñal. Le colocó la hoja plana contra el cuello.
—¡Dime qué ha ocurrido! —susurró enseñando los dientes—. ¡Rápido!
No hubo una respuesta inmediata y al parto parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas a causa de la ira. Movió ligeramente la hoja bien afilada e hizo un corte superficial a Tarquinius, del que brotó un hilillo de sangre.
Sus hombres soltaron un grito ahogado al ver lo valiente que era. La mayoría de los partos temían a Tarquinius.
«Guardar silencio refuerza mi poder —pensó Tarquinius—. Y no es éste el momento de mi muerte.»
Félix se puso tenso, pero Romulus movió la cabeza para detener cualquier atisbo de reacción. Su amigo sabía lo que hacía. Se sintió aliviado cuando el pequeño galo se relajó.
—¡Los escitas nos han tendido una emboscada, señor! —dijo Romulus en voz alta—. Comprobad las heridas vosotros mismos.
Nadie habló mientras el oficial se acercaba a Brennus. De cerca, a nadie se le escapaban las características flechas escitas. Pero no bastaba con eso.
—¿Dónde está el resto de los hombres? —exigió.
—Todos muertos, señor.
Abrió los ojos como platos:
—¿Y por qué ninguno de vosotros está herido?
Romulus guardó la compostura.
—Lanzaban ráfagas de flechas desde no se sabe dónde, señor —contestó—. Nosotros teníamos escudos. Una suerte.
La mirada del parto pasó de Brennus a Félix, pero los galos asentían al unísono. Por último, el oficial miró fijamente a Tarquinius, cuyos ojos oscuros poco revelaban. Se dio la vuelta de nuevo hacia Romulus.
—El comandante y Tarquinius han sobrevivido porque estaban en el Mitreo —continuó Romulus—. Brennus y yo hemos peleado para llegar a la entrada e intentar rescatarlos.
El oficial aguardaba en un silencio sepulcral.
—Alcanzaron a Pacorus cuando estábamos a punto de escapar—añadió Romulus.
Recordó con cierto sentimiento de culpa lo que había tardado en pasarle el scutum. Si Pacorus sobrevivía, lo recordaría. Pero, si eso ocurría, Romulus tendría que dar explicaciones; no era él quien tenía tres flechas envenenadas clavadas en el cuerpo.
—Y aun así, Brennus ha cargado con él hasta aquí —concluyó.
—¿Por qué? —preguntó el parto con desprecio—. El scythicon mata a todo el mundo. ¿Qué más os da que muera el comandante?
Como no sabía qué decir, Romulus se puso tenso.
—Es nuestro líder —arguyó Tarquinius—. Sin él, la Legión Olvidada no es nada.
Los demás adoptaron una expresión de descrédito.
—¿Pretendes que me trague eso? —gruñó.
Los romanos tenían pocos motivos para preocuparse por el estado de salud de sus captores. Y mucho menos de Pacorus. Todos los presentes lo sabían.
—Puedo ayudar a Pacorus. Si dejáis pasar más tiempo —anunció Tarquinius—, os arriesgáis a ser la causa de su muerte.
Superado en astucia por Tarquinius, el oficial retrocedió. Visto el alcance de las heridas de su superior, no quería que luego lo acusaran de demorar el tratamiento de Pacorus. Por rara que pareciese la situación, sólo había un hombre en el fuerte capaz de salvar a su comandante.
Tarquinius.
—¡Dejadles pasar! —ordenó el parto.
Sus hombres alzaron las armas y uno abrió rápidamente los pesados portones para permitir la entrada a Tarquinius y los demás. El atrium era de construcción sencilla, con el suelo de ladrillos cocidos en vez de los mosaicos decorados que habría habido en Roma. Como era de esperar, no había nadie por ahí. A pesar de su crueldad, Pacorus era un hombre austero y necesitaba pocos criados.
—Traed me la bolsa de cuero del valetudinarium —dijo el arúspice al pasar por el tablinum para dirigirse al patio—. ¡Rápido!
Los gritos de las órdenes los seguían mientras el oficial decía a sus hombres que obedecieran corriendo.
También mandaron informar a los centuriones jefe, pensó Romulus con acritud. Si es que no estaban ya de camino. Tragó saliva y ofreció una ferviente oración a Mitra, deidad de la que poco sabía. Y, aunque los partos eran quienes la veneraban, todo apuntaba a que el dios había mostrado a Tarquinius la forma de salir de allí. Tenía que haber un remedio para su situación, cada vez más desesperante. Pero Romulus no lo veía. «Ayúdanos, Mitra—rogó—. Guíanos.»
En el espacioso dormitorio de Pacorus encontraron la chimenea encendida. Las llamas iluminaban los gruesos tapices y los cojines bordados desperdigados por el suelo. Aparte de algunos arcones revestidos con hierro para guardar cosas, el único mueble que allí había era una cama cubierta con pieles de animales. Sorprendidos por su repentina llegada, dos criados, campesinos locales, se levantaron del suelo de un respingo junto a la chimenea de ladrillos con aire de culpabilidad. Calentarse en los aposentos de su señor les granjearía al menos unos buenos azotes. Se quedaron boquiabiertos y algo aliviados al ver a Pacorus a la espalda de Brennus. Hoy no recibirían el castigo.
—¡Dadme luz! —espetó Tarquinius—. Traed mantas y sábanas limpias. Y mucha agua hirviendo.
Los hombres, atemorizados, no osaron responder. Uno se escabulló mientras el otro encendía una astilla y la acercaba a cada una de las lámparas de aceite de bronce colocadas en las paredes. La iluminación reveló una hornacina de madera en un rincón. Estaba llena de cabos de vela: como todo el mundo, a veces Pacorus necesitaba a los dioses. En su interior había una pequeña estatua de un hombre con una capa y un gorro frigio de pico romo que le retorcía la cabeza a un toro arrodillado hacia arriba, hacia el cuchillo que sujetaba con la otra mano. A Romulus ese dios no le resultaba familiar, pero sabía de quién se trataba.
—¿Mitra? —susurró.
Tarquinius asintió.
Romulus inclinó la cabeza de forma respetuosa y rezó con todas sus fuerzas.
Brennus se acercó a la cama ayudado por Félix.
Tarquinius observó la estatuilla con curiosidad. Antes de entrar en el Mitreo, sólo había visto una imagen de Mitra en una ocasión, en Roma. Pertenecía a un veterano manco que le había ayudado a buscar al asesino de Olenus, su mentor. Secundus, creía recordar que así se llamaba el lisiado. Un buen hombre, recordó el arúspice, pero muy reservado con respecto a su religión. Desde entonces, Tarquinius había tenido ganas de saber más sobre el mitraísmo. Ahora, en una sola noche, había estado en el interior de un templo y ese mismo dios le había enviado una visión. Y, si Pacorus sobrevivía, quizá descubriera más. A través de él, Tarquinius tal vez podría averiguar más detalles sobre el origen de los etruscos. Un chorro de chispas amarillo anaranjado se elevó en el aire al partirse un tronco estrepitosamente en dos. Tarquinius entrecerró los ojos y observó como los puntos diminutos de fuego se convertían en gráciles espirales y volutas antes de desaparecer por la chimenea. Era buena señal.
Romulus vio que el arúspice observaba el fuego y se sintió esperanzado.
«Gran Mitra —rezó Tarquinius con reverencia—. Aunque este hombre herido sea mi enemigo, es tu discípulo. Concédeme la capacidad de salvarle la vida. Sin tu ayuda, seguramente morirá.»
Félix y Brennus acostaron a Pacorus, inconsciente, en la cama.
El criado que todavía seguía allí se quedó boquiabierto cuando Tarquinius extrajo el puñal.
Su reacción provocó una risita.
—¡Como si fuera a matarlo! —exclamó.
El arúspice se inclinó sobre él y empezó a rasgar la ropa empapada en sangre de Pacorus, sin tocar las astas de madera. Al cabo de unos instantes, el parto estaba tan desnudo como el día en que nació. Su piel morena había adoptado un tono gris enfermizo y costaba percibir los movimientos superficiales de su pecho.
Romulus cerró los ojos al ver las horripilantes heridas de su comandante. La piel se había enrojecido alrededor de cada una de ellas, primer indicio de que el scythicon estaba surtiendo efecto. Pero lo peor era la herida del pecho. Parecía un milagro que la flecha, clavada entre dos costillas muy cerca del corazón, no hubiera matado a Pacorus al instante.
—Esto significa muerte —dijo Brennus con voz queda.
Tarquinius arqueó las cejas mientras contemplaba en silencio la labor que tenía por delante.
Félix inspiró lenta y largamente.
—¿Por qué os habéis molestado en traerlo hasta aquí? —preguntó.
—Tiene que sobrevivir —respondió Tarquinius—. De lo contrario, somos todos hombres muertos.
Brennus esperó, pues tenía una confianza ciega en el arúspice. Por increíble que pareciera, era el hombre que sabía lo que su druida había predicho antes de que toda su tribu fuera masacrada.
Sin embargo, el pequeño galo parecía preocupado.
Romulus sabía cómo se sentía. Pero Tarquinius tenía razón. Las condiciones climáticas extremas implicaban que cualquier viaje largo resultaba demasiado peligroso sin los suministros adecuados. Habían tenido pocas opciones aparte de regresar allí. Ahora su suerte estaba en manos del hombre moribundo que yacía ante ellos. O, mejor dicho, de la capacidad de Tarquinius para salvarlo. Viendo las heridas de Pacorus, parecía una misión imposible. Automáticamente, Romulus desvió la mirada hacia la estatua del altar: «¡Mitra, necesitamos tu ayuda!»
Entonces apareció un grupo de criados alterados y disgustados, encabezados por el campesino que había huido a su llegada. Portaban mantas, sábanas de lino y cuencos de bronce con agua humeante, y lo depositaron todo cerca de la cama. Romulus enseguida les instó a que abandonaran la estancia. Sólo se quedaron los dos hombres que habían encontrado allí en un primer momento, para sostener más lámparas junto a la cama y proporcionar luz al arúspice. Al cabo de unos instantes, llegó un guarda con el maletín de médico de Tarquinius. Palideció al ver el estado de Pacorus. Luego, musitó una oración y se alejó rápidamente para situarse junto a la puerta.
Rebuscando en la bolsa, Tarquinius extrajo varios instrumentos quirúrgicos de hierro, algunos de los cuales dejó caer en el líquido bullente. Dejó el resto bien colocados al lado por si los necesitaba. Había bisturís, fórceps y ganchos; también sondas de aspecto extraño y espátulas junto a distintos tipos de sierras. Apareció un rollo de un material marrón y fibroso para suturar hecho con tripa de oveja. Recortado, secado y luego estirado hasta convertirse en un hilo duro, podía ser utilizado para unir la mayoría de los tejidos mediante agujas cortantes redondas o triangulares. Romulus ya había visto al arúspice manejar muchas de esas herramientas de metal, cuando operaba con gran éxito las heridas de los soldados. Aunque también fueran muy habilidosos, los pocos cirujanos que quedaban vivos de la legión se habían quedado sorprendidos.
Gracias a las manos curativas de Tarquinius, hombres que en otras circunstancias habrían muerto habían sobrevivido. Había atado arterias cortadas y evitado, así, muertes por hemorragia. Había reparado tendones con sumo cuidado y devuelto el movimiento a extremidades inutilizadas y dedos de los pies. Retirado el cuero cabelludo, el cráneo de un hombre incluso podía ser abierto con una sierra para permitir la extirpación de un coágulo de sangre en la superficie del cerebro. Según Tarquinius, la clave del éxito estaba en poseer un profundo conocimiento de anatomía y una higiene absoluta. Tales operaciones fascinaban a Romulus, que se acercó para mirar. Sin duda, este desafío pondría a prueba la capacidad de su amigo. En comparación con las heridas relativamente limpias infligidas por las hojas afiladas de lanzas y gladii, las que dejaban las flechas eran irregulares y estaban contaminadas por el scythicon.
Pacorus ya estaba a medio camino del Hades.
Plenamente consciente de la inmensa tarea que tenía por delante, Tarquinius observó la figura del altar e inclinó la cabeza una sola vez. «¡Mitra, ayúdame una vez más!»
A Romulus no se le escapó el significado del gesto.
Cuando Tarquinius se preparó para empezar, a Félix le cambió la expresión de la cara.
—Ha llegado el momento de calentarse —masculló el pequeño galo, sentándose junto al fuego y exhalando un suspiro.
Pocos hombres se atrevían a presenciar un trabajo tan sanguinolento.
Romulus y Brennus no se movieron.
—Sujetadle los brazos —dijo Tarquinius de repente—. Es posible que se despierte. Esto escuece de verdad.
Extrajo con los dedos el tapón de corcho de un pequeño frasco y vertió parte del líquido, que despedía un fuerte olor, en un paño limpio.
—¿Acetum? —preguntó Romulus.
Tarquinius inclinó la cabeza:
—El vinagre es excelente contra el envenenamiento de la sangre.
Observaron cómo le limpiaba las heridas cuidadosamente; Pacorus ni se inmutó.
El arúspice se dedicó primero al brazo de Pacorus. Cortó ambos lados del asta de madera y utilizó una sonda de madera para liberar el extremo afilado de la flecha. Detuvo la hemorragia con unas pinzas especiales y luego cosió con hilo de tripa. A continuación, fue cerrando los músculos por capas. Le hizo algo parecido en la pierna. Sin embargo, lo que precisó un mayor esfuerzo fue la herida del pecho. Con unos retractores especiales, Tarquinius separó dos costillas para poder retirar la flecha. Explicó que urgía cerrar esa herida. Si le entraba demasiado aire en la cavidad pectoral, Pacorus moriría. A medida que Romulus observaba, iba comprendiendo más y más. Movido por la curiosidad, interrogaba a Tarquinius sobre las técnicas que empleaba.
—Con lo que has visto hasta ahora, debería bastarte —declaró el arúspice exhalando un suspiro—. La siguiente prueba será que operes tú a un soldado herido.
Romulus se estremeció ante semejante posibilidad. Vendar una herida en plena batalla era una cosa, pero aquello era muy distinto.
—En el futuro se producirán muchas bajas —dijo Tarquinius con astucia—. Yo no puedo tratar a todos los heridos.
Romulus asintió para darle la razón. Era brutal, pero cierto. Tal como Romulus había visto con sus propios ojos, el arúspice sólo trataba a quienes tenía posibilidades de salvar. A menudo se dejaba morir a los legionarios heridos de gravedad. Si tenían suerte, recibían una dosis de mandragora o el papaverum analgésico para ayudarles a dejar este mundo, aunque la mayoría moría profiriendo gritos de agonía. Todo intento de salvarles la vida, por inexperto que fuera, sería mejor que el infierno prolongado que ahora soportaban. Romulus se propuso empaparse al máximo de información médica.
Por fin la larga operación terminó. Mascullando, Tarquinius extrajo una bolsita y roció las heridas del parto con una fina lluvia del polvo que contenía. Las partículas despedían un olor fuerte y húmedo.
—No te había visto usar eso nunca —comentó Romulus con curiosidad.
—Algunos lo llaman mantar —respondió el arúspice mientras anudaba la bolsita—. Hay poca gente que sepa para qué sirve; yo sólo lo he visto una vez en Egipto. —Sopesó la bolsa con cuidado en la mano. Parecía ligera como una pluma—. Esto me costó tres talentos.
—¿Cuánto había? —preguntó Romulus.
Tarquinius parecía divertido.
—¿Cuando lo compré? Unas tres cucharaditas.
Todos lo observaron asombrados. Esa cantidad de oro permitiría vivir a un hombre con holgura el resto de su vida.
Tarquinius estaba comunicativo.
—Es excelente para combatir las infecciones. —Se volvió a guardar la bolsita en el interior de la túnica.
—¿Incluso las producidas por el scythicon? —Romulus era incapaz de disimular la tensión en su voz.
—Ya veremos —respondió Tarquinius observando la figura de Mitra—. He salvado la vida de un hombre con esto en otra ocasión.
—¿De dónde sale?
El arúspice sonrió abiertamente.
—Se hace moliendo un tipo especial de hongo azul verdoso.
Brennus no daba crédito a sus oídos.
—¿Como lo que sale en el pan? —inquirió.
—Tal vez. O en algunas variedades de fruta demasiado madura. Nunca he sabido si era lo mismo —suspiró Tarquinius—. Muchos mohos son venenosos, por lo que es difícil experimentar con ellos.
A Romulus le intrigaba aquella idea tan increíble de que algo que crecía en la materia en proceso de descomposición fuera capaz de evitar lo inevitable, la enfermedad letal producida por heridas en el vientre o mordeduras de animales.
El resentimiento afloró en Brennus:
—Sería mejor guardarlo para nuestros compañeros.
—Sin duda. —Tarquinius lo miró fijamente con sus ojos oscuros—. Sin embargo, nuestras vidas dependen de la recuperación de Pacorus.
El galo suspiró. No le preocupaba su situación, pero la supervivencia de Romulus resultaba crucial para él. Y Tarquinius tenía la clave de ello, estaba convencido. Lo cual significaba que Pacorus también tenía que salir adelante.
Durante toda la operación, el parto ni siquiera había abierto los ojos. La tenue respiración era su única señal de vida.
Tarquinius se recostó en el asiento y contempló su labor. Se quedó muy callado.
Romulus lo miró con expresión inquisitiva. El arúspice se comportaba de aquel modo cuando estudiaba los vientos o las formaciones de nubes en el cielo.
—Tiene alguna posibilidad —reconoció Tarquinius al final—. Se le ha reforzado un poco el aura. —«¡Gracias, gran Mitra!»
Romulus exhaló un pequeño suspiro de alivio. Todavía les quedaba alguna posibilidad de sobrevivir.
—Incorporadlo para que pueda colocarle los vendajes.
Mientras los sirvientes obedecían, el etrusco rasgó varias sábanas para conseguir los tamaños necesarios. Cuando se disponía a vendarle el diafragma a Pacorus, la puerta se abrió de repente. El centinela se cuadró y ocho hombres de tez morena irrumpieron en la habitación, la ira y la preocupación reflejadas en sus ojos oscuros. Vestían túnicas elegantes y pantalones estrechos con bonitos bordados, además de llevar espadas y puñales envainados en cinturones con incrustaciones de hilo de oro. La mayoría llevaba una barba corta bien recortada y el pelo negro y bien peinado.
—¿Qué pasa aquí? —gritó uno.
Todos se pusieron tensos, menos Tarquinius. Romulus, Brennus y Félix se levantaron de un salto y miraron al frente como si estuvieran desfilando. Eran centuriones partos, los de mayor rango en la Legión Olvidada: los hombres que se harían cargo de la legión si Pacorus moría.
Pacorus, al que dos criados seguían sujetando como si estuviera sentado, tenía la cabeza caída hacia el pecho.
Los recién llegados se quedaron boquiabiertos.
—¿Señor? —preguntó otro, agachándose e intentando llamar la atención de Pacorus.
No hubo respuesta.
El hombre adoptó una expresión de rabia.
—¿Está muerto? —exclamó.
A Romulus se le aceleró el pulso y dirigió una mirada rápida a Pacorus. Sintió un gran alivio al ver que el parto todavía respiraba.
—No —dijo Tarquinius—. Pero está a las puertas de la muerte.
—¿Qué le habéis hecho? —aulló Vahram, el primus pilus o centurión jefe de la primera cohorte.
Vahram era su superior directo, un hombre robusto y fortachón recién entrado en la mediana edad, además de segundo al mando de la legión.
—¡Explícate! —le ordenó.
Romulus, que se esforzaba para no dejarse vencer por el pánico, se preparó para desenvainar el gladius. Brennus y Félix hicieron lo mismo. Resultaba imposible pasar por alto la amenaza que destilaban las palabras de Vahram. No se trataba de meros guardas a los que intimidar y, al igual que Pacorus, los centuriones jefe tenían en sus manos el poder de vida y muerte sobre todos ellos.
Vahram resopló enfadado y agarró su arma.
Tarquinius alzó las manos tranquilamente con las palmas hacia Vahram.
—Puedo aclararlo todo —dijo.
—¡Adelante! —replicó el primus pilus—. ¡Rápido!
Romulus fue aflojando suavemente el mango del gladius. Retrocedió, al igual que Brennus y Félix. Parecía que todos se tambaleaban al borde de un profundo abismo.
En un silencio sepulcral, los partos se reunieron alrededor de la cama. Vahram escudriñó el rostro de los demás con suspicacia mientras escuchaba la versión de lo ocurrido en boca del arúspice. Por supuesto, éste no mencionó nada de regresar a Roma.
Cuando Tarquinius terminó, nadie habló durante unos instantes. Era difícil saber si los partos se habían creído la historia. Romulus se sentía muy incómodo. Pero la suerte estaba echada. Lo único que podían hacer era esperar. Y rezar.
—Muy bien —dijo finalmente Vahram—. Es posible que ocurriera lo que cuentas.
Romulus dejó escapar un lento suspiro.
—Una cosa más, arúspice. —Vahram posó la mano suavemente en la espada—. ¿Sabías que esto iba a pasar?
El mundo se paró y a Romulus le dio un vuelco el corazón.
Todos los ojos volvían a estar clavados en Tarquinius.
Vahram esperaba.
Por increíble que parezca, el arúspice se echó a reír.
—Yo no puedo verlo todo —dijo.
—¡Responde a la puñetera pregunta! —gruñó Vahram.
—Había un gran peligro, sí. —Tarquinius se encogió de hombros—. Siempre lo hay en Margiana.
El duro primas pilus no estaba satisfecho.
—Habla claro, ¡hijo de puta! —gritó, desenvainando la espada.
—Tenía la impresión de que iba a pasar algo —reconoció el arúspice—. Pero no tenía ni idea de qué.
Romulus recordó el chacal que aguardaba y cómo él y Brennus se habían apartado del fuego para observarlo. Decisión que les había salvado la vida. ¿Acaso aquello no indicaba el favor de un dios? Miró a Mitra agachado encima del toro y tembló de asombro.
—¿Eso es todo? —preguntó Vahram.
—Sí, señor.
Romulus observó el rostro del primus pilus con detenimiento. Igual que el de Tarquinius, era difícil de juzgar. No sabía por qué, pero lo embargó una sensación de sospecha.
—Muy bien. —Vahram se relajó y dejó caer el arma al lado—. ¿Cuánto tardará Pacorus en recuperarse?
—Quizá nunca se recupere —respondió el arúspice con ecuanimidad—. El scythicon es el veneno más potente que existe para el hombre.
Los centuriones jefe parecían angustiados y a Vahram le palpitaba una vena en el cuello.
Pacorus gimió y rompió el silencio.
—¡Vuelve a examinarlo! —ordenó a gritos uno de los oficiales más jóvenes.
Tarquinius se inclinó sobre la cama, le tomó el pulso a Pacorus y comprobó el color de las encías.
—Si vive, tardará meses en recuperarse —aseveró finalmente.
—¿Cuántos? —preguntó Ishkan, un hombre de mediana edad con el pelo negro azabache.
—Dos o tres, quizá.
—No saldrás de este edificio hasta que esté bien —ordenó el primus pilus—. Bajo ningún concepto.
Los demás profirieron un gruñido en señal de aprobación.
—¿Y mi centuria, señor? —preguntó Tarquinius.
—¡Que les den! —gritó Ishkan.
—Tu optio puede ponerse al mando —se limitó a decir el primus pilus.
Tarquinius inclinó la cabeza para indicar que se daba por enterado.
Brennus y Félix se relajaron. Por ahora se habían salvado, pero Romulus no estaba contento. Más tarde se daría cuenta, con amargura, que la intuición no le había fallado.
—Te dejamos que pongas manos a la obra.
Vahram se volvió para marcharse y enseguida giró sobre sus talones. Con un silencioso rugido, se abalanzó sobre Félix con la espada en alto. El pequeño galo no tuvo tiempo de sacar el arma. Sus amigos tampoco.
Vahram le clavó la espada a Félix en el pecho. El filo letal de acero atravesó las costillas del pequeño galo y le perforó músculos, pulmones y corazón. El extremo ensangrentado le salió por la espalda.
A Félix se le ensancharon los ojos del terror y abrió la boca.
Los rostros de los centuriones jefe eran la viva imagen de la conmoción.
Tarquinius también se quedó asombrado. Había olvidado el elevado precio que los dioses suelen exigir. No dan nada de balde. En circunstancias normales, habría sacrificado a un animal si deseaba obtener información importante. Esa noche Mitra había revelado mucho sin recibir nada a cambio. La angustia embargó al arúspice. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Dominado por la euforia de haber tenido una visión y, ante la mera posibilidad de regresar a Roma, no se había planteado qué vendría después. ¿Acaso la vida de Félix valía tanto?
Y entonces la visión de Tarquinius se llenó con la imagen de Romulus, de pie en la cubierta de un barco, navegando hacia Ostia, el puerto de Roma. Tras la sequía de los últimos meses, aquello le pareció un aguacero. Félix no había muerto en vano, pensó.
Pero Romulus no sabía nada de todo aquello. Sintió que se venía abajo. Félix era totalmente inocente; ni siquiera había estado en el Mitreo. Por instinto, Romulus sacó su arma y dio un paso hacia el primus pilus. Brennus estaba justo detrás de él con una expresión de ira grabada en el rostro. Eran dos contra ocho pero, en ese preciso instante, a ninguno de los dos le importaba.
Vahram estiró una mano y empujó a Félix hacia atrás; lo dejó caer inánime al suelo. La retirada de la hoja de la cavidad torácica fue acompañada de un chorro de sangre, que formó un enorme charco rojo alrededor del cadáver del pequeño galo.
Romulus, derramando enormes lágrimas de tristeza, se abalanzó hacia delante, dispuesto a matar. Estaba a seis pasos de Vahram. Muy cerca.
Tarquinius observaba en silencio. Romulus decidiría su propia suerte. Igual que Brennus. El no debía inmiscuirse. La vuelta de Romulus a Roma no era su único camino posible. Tal vez, al igual que muchos dioses, Mitra fuera caprichoso. Quizá murieran todos ellos allí esa noche.
Pero Vahram ni siquiera alzó la espada ensangrentada para defenderse.
Sorprendido por la tranquilidad del primus pilus achaparrado, Romulus consiguió contenerse. Tal como había aprendido en el Mitreo, las reacciones instintivas no siempre eran las mejores. Si mataba a Vahram, quemaba todas sus naves. También era una forma segura de morir. Pero había otra opción: salir de allí. Si lo conseguía, entonces podría vengar a Félix, más adelante. Romulus estaba convencido de ello. Rápidamente extendió un brazo para impedir también que Brennus atacase. Sorprendentemente, el galo no protestó.
«Esta es una batalla abierta —pensó Brennus, recordando la profecía del arúspice—. Llegado el momento, lo sabré.»
Tarquinius exhaló aliviado. «¡Gracias, Mitra!»
—Demuestras inteligencia —gruñó Vahram—. Hay veinte arqueros esperando fuera.
Romulus frunció el ceño. Habían sido más listos que todos ellos, incluido Tarquinius.
—Si uno de nosotros los llama, tienen órdenes de mataros a todos.
Romulus bajó el arma, seguido lentamente por Brennus. Echó una mirada a la estatua de Mitra y realizó un voto silencioso para él mismo. «Ojalá me llegue el día —pensó el joven soldado con virulencia—. Por Félix, al igual que con Gemellus.»
—¡Regresad a los barracones! —espetó Vahram—. Y consideraos afortunados por no ser crucificados.
Romulus apretó los puños, pero no protestó.
«Gran Belenus —rezó Brennus—. Lleva a Félix directo al paraíso. Me reencontraré allí con él.»
Vahram no había terminado. Señaló a Tarquinius con su dedo regordete.
—Si Pacorus muere, tú también morirás. —Los ojos le lanzaban destellos—. Y tus dos amigos contigo.
Tarquinius empalideció. El primus pilus repetía, aunque sin saberlo, la amenaza de Pacorus. La vivida imagen de Romulus entrando en Ostia era lo que le daba fuerzas. Él quizá no regresaría a Roma, pero su discípulo sí. Tarquinius no estaba seguro de cómo sucedería tal cosa; lo único que podía hacer era creer en Mitra.
A Romulus se le cayó el alma a los pies. A juzgar por la respuesta del arúspice, Pacorus tenía escasas posibilidades de sobrevivir. Al igual que la neblina que disipa el sol naciente, el camino prometido de regreso a Roma volvía a desvanecerse. ¿Qué esperanzas tenían realmente?
Brennus lo alejó en silencio del cadáver de Félix, pero Romulus se giró en el umbral de la puerta y volvió la vista atrás.
—Ten fe en Mitra —dijo el arúspice articulando para que le leyera los labios e inclinando la cabeza hacia la pequeña estatua del altar—. Él te guiará.
«Mitra», pensó Romulus sin capacidad de reacción. En esos momentos, sólo un dios podía ayudarle.

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