El Artefakto

El Conde Sessine está a punto de morir por última vez… La Científica Jefe Gadfium va a recibir el misterioso mensaje de la Llanura de las Piedras Deslizantes que estaba esperando… Bascule el Narrador va a entrar por fin en el caos de la cripta…

Todo está a punto de cambiar…

Ha llegado el día de la Usurpación y, aunque el mortecino sol brilla aún sobre las colosales y altísimas torres de la Fortaleza Serehfa, el fin es inminente. La cripta lo sabe. Por eso ha enviado un emisario en cuyo poder se encuentra la clave del futuro de todos.

ANTICIPO:
Cuando despertó había un halo de luz alrededor de la cama circular. La luz ascendía hasta la eternidad, hasta el cielo y más allá del cielo, y menguaba hasta convertirse en un punto que era tanto la fuente de la luz como un agujero tranquilo y oscuro.

Se preguntó adónde habría ido el techo.

La luz era algo que no había visto nunca y para la que no tenía palabras. Era al mismo tiempo absolutamente suave, uniforme y pura y de algún modo salvajemente variada, compuesta por todas las tonalidades que podían describirse con palabras y muchas otras. Estaba formada por cada sombra e intensidad de cada color que el ojo o cualquier otro instru¬mento creado o engendrado hubiese podido discernir alguna vez y era también el no-color puro de la oscuridad profunda.

Al levantarse, el túnel de luz se movió con ella, de tal modo que siguió mirándolo fijamente, hasta que sus ojos estuvieron clavados en un extremo de la cama, sobre las pequeñas colinas que sus pies formaban sobre las suaves mantas. Ahora el túnel de luz se extendía por encima del lugar en el que debía de estar el suelo y apuntaba más allá, atravesando las altas ventanas y pasando por encima del balcón y el césped del exterior. Era como si en aquella silenciosa gloria pudieran verse los tenues contornos de las formas de la habitación en la que se encontra¬ba hasta entonces, solo que convertidas por el resplandor de la luz en un mundo irreal, no real.

Recordaba haber despertado y recordaba su viaje por el jardín y el castillo hecho de setas y las cabezas parlantes y sus conversaciones con el anciano en la casa; recordaba a los dos jóvenes y la comida y la cena que habían compartido y recor¬daba que el anciano y la mujer le habían enseñado aquella habitación, pero todo parecía cosido a un sueño por aquella cascada de luz absolutamente silenciosa, hasta tal punto que hubiera podido creer que se trataba de una ficción.

Se arrastró hasta el pie de la cama y salió de debajo de las mantas. Le habían dado un precioso camisón de color azul claro y se lo había quitado después de llevarlo un rato porque le parecía que le constreñía, pero ahora alargó la mano y volvió a ponérselo.

También le habían dado unas zapatillas, pero al ver la luz fue incapaz de apartar la mirada y rodear la cama para ir a buscarlas, así que se adentró en la luz, caminando delicada¬men te con paso fluido y medido, como si temiera que sus pasos pudieran lastimar el tejido de aquella radiación que la estaba llamando.

El suelo del túnel no era cálido ni frío. Cedía bajo sus suelas pero no era blando. El aire parecía moverse con ella al caminar y tuvo la impresión de que con cada paso que daba recorría una gran distancia, cosa que, de alguna manera, le pareció natural y fue como si de pronto se encontrara en un desierto, contem¬plando una lejana montaña y de repente estuviera sobre la cima, bajo el aire frío y escaso, observando una línea de colinas en el horizonte y entonces estuviera también allí, y se volviera y viera una amplia llanura cubierta de hierba en la distancia y estuviera allí, de pie sobre la cálida tierra, sintiendo la caricia de las altas y cimbreantes briznas en los tobillos y escuchando el zumbido de los insectos, que de algún modo se le antojó lánguido en la cálida y húmeda atmósfera. Desde allí dirigió la mirada hacia una loma donde crecía una hierba baja alrededor de unas piedras antiguas, desplomadas, Y donde trinaban las aves en lo alto y desde donde vio un gran bosque, y entonces estuvo en el bosque, rodeada de árboles, y sin saber adónde ir; mirara donde mirara, todo era igual allí y ya no sabía si estaba moviéndose o no, y al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba irremisiblemente perdida y se quedó allí, con los labios cerrados, los puños apretados y el ceño fruncido como si tratara de contener en su interior la furia y la perplejidad que le inspiraba el hecho de estar rodeada de una jungla oscura como la noche, hasta que reparó en un haz de luz suave que brillaba entre las ramas Y se vio allí, bañada por ella pero al mismo tiempo rodeada por el peso verde y húmedo del follaje.

Pero entonces sonrió y levantó la cabeza y allí, en el cielo, vio una Luna preciosa, redonda y ancha y acogedora.

La miró.

Fue a la Luna, donde un pequeño hombre-mono trató de explicarle lo que estaba ocurriendo pero no comprendió del todo lo que le decía. Sabía que era algo importante Y que había algo importante que ella tenía que hacer, pero no terminaba de recordar el qué. Apartó el recuerdo. Ya lo pensaría más tarde. La Luna desapareció.

En la lejanía había un castillo. O, al menos, algo que parecía un castillo. Se elevaba sobre una línea de colinas azules a lo lejos, un castillo por su forma pero tan grande que no podía serlo; un contorno azul dibujado en el aire pálido, con algo extraño, no en su forma -que era la forma apropiada para un castillo- sino en un truco de la luz que hacía que cuanto más arriba miraras con más claridad percibieras los detalles.

Su muralla exterior, tan extensa que cubría el horizonte entero y jalonada de numerosas torres, era apenas visible tras la calima que cubría las colinas, mientras que la mole de la sección media, extendida sobre la práctica totalidad del cielo, estaba más definida, aunque las nubes la ocultaban en algunas partes; los pisos superiores y las torres más altas despedían una pálida blancura que ganaba intensidad a medida que ascendía y el pináculo de la más alta de las torres, situada casi en el centro, resplandecía literalmente, con una intensidad que transmitía una perversa apariencia de proximidad a pesar de su extremada altitud.

Se sentó en un carruaje abierto tirado por ocho fabulosos felinos negros cuyo sedoso pelaje parecía palpitar cuando los músculos se movían bajo los arneses de plata damasquinada.

Se pusieron en camino por una vereda de losas rojizas cubier¬tas de polvo, cada una de las cuales lucía un pictograma diferente dibujado en amarillo, entre campos de hierba y flores brillantes. El aire que pasaba silbando junto a su cara era denso, húmedo y perfumado y llegaba cargado de trinos de ave y zumbidos de insecto.

Su ropa era delicada y fina y estaba teñida de colores aún más claros que su voz; botines suaves, rígidos pero muy livianos, con escarapelas verdes que ondeaban en su estela.

Volvió la mirada hacia el camino, que se extendía en la distancia. El polvo que levantaba a su paso flotaba en el aire y volvía a posarse con lentitud. Miró a su alrededor y vio torres lejanas, agujas y molinos desperdigados entre los campos de cultivo que cubrían las llanuras. Por delante de ella, el camino se dirigía en línea recta hacia las colinas boscosas y la colosal forma del castillo que coronaba el firmamento.

Levantó la mirada; justo encima del carruaje volaba una bandada de grandes y esbeltas aves, que se mantenían en formación con grandes y parsimoniosas sacudidas de las alas. Dio una palmada, se echó a reír y se reclinó sobre la tapicería azul claro del asiento del carruaje.

Había un hombre en el asiento contiguo, frente a ella. Se sobresaltó al vedo. Antes no estaba allí.

Tenía la piel pálida, era joven y vestía ropa ajustada de color negro, a juego con su cabello. Había algo raro en él; tanto su ropa como él mismo parecían moteados y se veía a su través, como si estuviera hecho de humo.

El hombre se volvió y dirigió la mirada hacia atrás, hacia el castillo. Cuando se movía, emitía un chisporroteo. Se volvió de nuevo.

-Esto no va a funcionar, ¿sabes? -dijo con una voz que era zumbido y crujido.

Ella frunció el ceño y se le quedó mirando. Ladeó la cabeza.

-Oh, pareces muy joven e inocente, sin duda, pero eso no va a salvarte, querida mía. Sé que no puedes, pero al menos por guardar las apariencias… -El joven se interrumpió al ver que varios de los pájaros de la escolta caían sobre él, graznando y con las garras extendidas. Golpeó a uno de ellos con un puño incorpóreo y cogió a otro por el cuello sin quitarle a la muchacha los ojos de encima. Le retorció el cuello al ave mientras esta se debatía, batiendo salvajemen¬te las alas en sus manos. Hubo un crujido. Arrojó el cuerpo fláccido al camino.

Ella se lo quedó mirando, horrorizada. El joven sacó un sólido paraguas de color azul marino y lo extendió sobre su cabeza mientras los ruidosos pájaros se lanzaban al ataque sobre éL

-Como estaba diciendo, querida mía, sé que no tienes elección en este asunto, pero aunque solo sea para guardar las apariencias, para que cuando tengamos que matarte sintamos al menos que te hemos dado alguna oportunidad, escucha esto: detente y desiste ahora mismo. ¿Lo entiendes? Regresa al lugar del que has venido o quédate donde estás, pero no sigas adelante.

Ella se volvió para mirar el cuerpo del pájaro que el hombre había matado, tirado en el borde de la calzada, casi perdido ya en la distancia. El resto de la bandada atacaba lanzándose en picado, graznando y picoteando el grueso tejido del paraguas azul.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

-Oh, no llores -dijo el hombre con tono cansino, y soltó un suspiro-. Eso no ha sido nada.

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Interplanetaria

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