El asedio de Madrid

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No hace falta repetir lo que ocurrió el 18 de julio de 1936. Sin embargo, entre los innumerables episodios que a partir de entonces ensangrentaron a España en la más cruenta guerra civil de su agitada historia, es necesario volver una vez más sobre aquel drama épico que fue la defensa de Madrid. El jefe supremo de las fuerzas insurrectas en el norte del país, general Emilio Mola, había vaticinado la inmediata caída de la capital, donde el gobierno de la República se debatía entre sus contradicciones y desórdenes, por un lado, y la concreta deficiencia de sus recursos por otro, Sin embargo, Mola se equivocaba. Y la tercera defensa de Madrid se fue convirtiendo , poco a poco en símbolo y admonición, en modelo casi numantino de resistencia ante la altivez de la fuerza.

A través de episodios auténticos, entrevistas a veteranos de aquellos días, exhumación de informes y personajes olvidados, Dan Kurzman ha logrado una obra minuciosamente documentada, con la estructura de un amplio reportaje, que recupera el brío de la historia viva, la emoción de una tragedia verdaderamente ocurrida.

ANTICIPO:
Madrid despertó la mañana del 18 de Julio sin conocer aún que la insurrección había estremecido a Marruecos. Pero en la delegación del Ministerio de Marina en la Ciudad Lineal, a las afueras de Madrid, Benjamín Balboa estaba demasiado bien informado. Se esforzaba por mantener los ojos abiertos, pues había pasado la noche en vela enviando febriles mensajes a barcos en alta mar.

A pesar de toda su fatiga, le excitaba el modesto pero vital papel que estaba desempeñando en la historia de España.

El Ferrol y Cartagena… radiaba Balboa… todos los buques deben encaminarse urgentemente hacia aguas marroquíes y hundir toda embarcación con tropas que navegue rumbo a la Península. Pero ¿obedecerían los capitanes de la flota? Balboa no estaba seguro en absoluto. Sin embargo, le reconfortaba saber que casi todos los oficiales subalternos y los marineros eran tan fieles a la República como él mismo, y probablemente estarían vigilando estrechamente a sus superiores.

A eso de las siete de la mañana, mientras Balboa había encendido un cigarrillo y descansaba un momento, una señal procedente de Cartagena empezó a tartamudear en el receptor. Leyó el mensaje y empalideció. ¡El general Franco pedía a las fuerzas armadas que se sublevasen en todo el territorio nacional! El mensaje debía transmitirse a todos los barcos y guarniciones.

Inmediatamente, Balboa radió a su vez.

— ¡Cartagena, Cartagena! ¿Qué significa todo esto? ¿Cómo puede pedirme que transmita eso? ¿No comprende?

—Me limito a obedecer órdenes de mis superiores -fue la respuesta.

—Cartagena, ¿qué ocurre? ¿Hay un motín en esa base naval?

No le respondieron. Balboa cogió el teléfono y llamó fuera de sí al Ministerio de la Guerra.

—Señor ministro, acaba de recibirse aquí un radiotelegrama de Tenerife firmado por el general Franco. Se lo comunico a usted antes de pasarlo a la estación de mando.

Un indignado silencio siguió a la lectura del comunicado de Franco. Casares Quiroga ordenó que el mensaje le fuera entregado al instante. Balboa colgó y dijo a un ordenanza que buscara un coche. Entretanto, empezó a pasar a máquina la nota.

Pocos minutos después, el ordenanza volvió acompañado del capitán de corbeta Castor Ibáñez, el jefe de puesto.

—Un momento. Balboa —gritó—. ¿Quién le ha mandado dar órdenes?

El capitán despidió entonces al ordenanza y prosiguió a gritos:

— ¡Aquí yo soy el único que da las órdenes!

Tendió la mano y añadió:

—Déjeme ver ese mensaje. Dependemos del Ministerio de Marina y nuestro deber consiste en hacer llegar los mensajes al Jefe del estado mayor, a nadie más. Él decidirá lo que deba hacerse. Usted ha desobedecido órdenes. -Castor se encaminó aprisa hada el teléfono, y Balboa corrió a la centralita para escuchar indiscretamente. Oyó cómo el jefe del estado mayor le decía a Castor que difundiese el mensaje como había ordenado Cartagena. Balboa se enfrentó a Castor.

—Señor, no debería usted cumplir la orden del almirante.

— ¿Qué ha dicho usted, Balboa? —dijo, paralizado por el asombro, su superior.

— ¡En nombre del gobierno queda usted arrestado! —exclamó Balboa, y sacó su pistola.

Luego encerró en una habitación al capitán de corbeta y envió su propio mensaje a toda la flota: las tripulaciones debían vigilar con los ojos muy abiertos a sus superiores y matarlos si fuese necesario.

Poco después, el capitán Urbano Orad de la Torre, oficial de artillería y militante socialista, se despertó y puso la radio para oír las noticias de la mañana. El locutor anunció calmosamente que se había producido un alzamiento en Marruecos. Pero «nadie, absolutamente nadie en la Península», dijo, «había tomado parte en este absurdo complot», que—aseguraba—pronto sería aplastado. Orad de la Torre se burló de la promesa. Marruecos era, en efecto, la señal para la insurrección en la Península, tal como él y otros socialistas habían estado adviniendo a Casares Quiroga durante meses.

Casares no esperaría ni un minuto más. Ahora que todavía estaba a tiempo, tenía que armar al pueblo. Y Orad de la Torre trataría de convencerle personalmente. Se vistió rápidamente y fue en coche al Ministerio de la Guerra, que tenía su sede en el Palacio de Buenavista, un imponente edificio gris rodeado por un amplio jardín lleno de árboles que daba a la calle Alcalá- Al entrar en la antesala del despacho del ministro, advirtió que allí reinaba el caos.

Los ordenanzas corrían de un lado para otro con papeles en la mano. Los oficiales de baja graduación como él ya estaban esperando para ver a Casares. Por lo visto, los coroneles y generales todavía no se habían personado ante el gobierno.

Cuando Casares recibió por fin a los oficiales, tenía un aspecto nervioso y pálido, visiblemente perturbado por el mensaje de Franco, así como por las noticias de que algunas guarniciones ya se habían sublevado o estaban a punto de hacerlo. Por fin se daba cuenta de que no, de que al gobierno no le resultaría fácil sofocar la insurrección. Y a su temor, al parecer, se sumaba un sentimiento de culpa, pues sus agentes le habían proporcionado de antemano todos los detalles de la inminente revuelta: excepto la identidad de El Director, que firmaba con ese nombre los mensajes interceptados de los rebeldes. Pero ¿era fidedigna aquella información? Casares lo había dudado hasta el último minuto.

Incluso ahora esperaba poder contener de algún modo la revuelta sin entregar armas al pueblo y provocar así, casi inevitablemente, una revolución izquierdista. Se había limitado a avisar a sus gobernadores civiles: ¡Quien distribuya armas entre el pueblo será fusilado! Y en ese momento insistía ante Orad de la Torre y demás oficiales en que no era necesario hacerlo. La insurrección fracasaría, como había predicho desde el principio. Los visitantes se marcharon disgustados. Pero Orad de la Torre no desistiría. Iría al Parque de Artillería, donde antaño había estado destinado. Sin duda allí había armas almacenadas. Y el teniente coronel al mando del lugar, Rodrigo Gil, era un buen amigo y un buen socialista. Pero ¿desobedecería rotundamente las órdenes del gobierno, exponiéndose a ser fusilado?

En el calor del mediodía, todas las ventanas de Madrid estaban abiertas, y el confuso eco de miles de radios resonaba en las calles: « ¡Pueblo de España! ¡Mantente a la escucha! ¡Mantente a la escucha! ¡No apagues la radio! Son los traidores los que divulgan los rumores. Las horribles historias están provocando pánico y miedo. El gobierno retransmitirá día y noche: esta emisora te dirá la verdad. ¡Sintoniza con nosotros!»

Pero pocos madrileños confiaban en conocer la verdad por medio de la radio, que casi cada diez minutos repetía que el gobierno tenía «la situación bajo control total».

Y así los rumores siguieron circulando. Franco había desembarcado con tropas en el sur. Tal capital o ciudad había caído. La guarnición de Madrid estaba a punto de alzarse.

Arturo Barea, el burócrata de la oficina de patentes, estaba sentado en un bar vecino tomando café y comentando con amigos las últimas noticias cuando la radio interrumpió una vez la música y la misma voz familiar anunció: «Ha sido impartida la orden urgente de que los miembros de los siguientes sindicatos y organizaciones políticas se presenten de inmediato en la sede de sus respectivos grupos.» A medida que el locutor enumeraba los diversos grupos, un frenesí se apoderó de los hombres que estaban en el bar. Había llegado la hora de luchar. Por fin les darían armas.

El bar se vació en el acto, y Barea vislumbró una catástrofe- Pero al igual que los demás, fue a inscribirse en la oficina de su sindicato y luego se dirigió a la Casa del Pueblo, sede de varias organizaciones socialistas. Se vio atrapado en medio de una inmensa muchedumbre de obreros con mono de trabajo, oficinistas sin corbata, estudiantes con gafas, rufianes sin afeitar, idealistas despeinados que convergían en masa, procedentes de muy distintas direcciones, sobre la Casa, sita en una estrecha callejuela y que era posible detectar desde cualquier ático de Madrid a causa de la enorme lámpara roja que ardía en su tejado. La calle desbordaba de tanta gente que los centinelas empezaron a verificar los carnets del sindicato hasta ciento ochenta metros antes de llegar a la puerta, en la calzada obstruida.

En medio de la algarabía, Barea se iba abriendo camino hacia la puerta mientras miles de millares de personas vociferaban con sincopado ritmo: « ¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!» Barea había sido sargento del ejército en Marruecos durante cuatro años y, si bien ahora se hallaba físicamente incapacitado para combatir, al menos podría enseñar a los jóvenes cómo disparar un fusil y matar a otros españoles.

El problema era conseguir dichos fusiles.

Aquella tarde, la Puerta del Sol rebosaba también de madrileños apostados delante del Ministerio del Interior y que gritaban la misma consigna guerrera: « ¡Armas! ¡Armas!» Muy cerca, los guardias de asalto del cuartel de Pontejos se asomaron impacientemente a las ventanas. Muchos de ellos vestían aquel atuendo azul llamado mono que se convertiría en el uniforme provisional de la milicia republicana.

— ¿Cómo puede el gobierno ser tan insensato? —preguntó uno de ellos—. Si los fascistas quisieran apoderarse de Madrid ahora no habría manera de detenerles.

El gobierno no era el único problema, comentó el teniente Maximino Moreno- Casi ninguno de los cincuenta mil fusiles hacinados en las armerías de Madrid, dijo, estaba provisto de cerrojo, y casi todos los cerrojos estaban guardados en el cuartel de la Montaña, cerca de la Plaza de España- Y los oficiales allí acuartelados eran «fascistas». Nunca entregarían los cerrojos sin lucha, y no había forma de luchar sin cerrojos.

El teniente del ejército Paulino García Puente (que más tarde llegaría a ser uno de los más relevantes jefes republicanos) refirió al autor que había respondido:

—No todos los cerrojos están en la Montaña. Hay unos cinco mil en el Parque de Artillería.

Moreno te preguntó que cómo lo sabía.

—Me lo ha dicho un amigo mío, Virgo, que está destinado allí. Vamos a verlo al Parque de Artillería.

—Muy bien —dijo Moreno, escépticamente—. Pero Si estás equivocado te mataré.

Los dos hombres condujeron hasta el Parque y cuando un guardia les interrogó, Moreno sacó su pistola.

— ¡Llévanos al despacho del oficial al mando! —exigió.

Pronto se hallaron delante del teniente coronel Gil, que estaba sentado detrás de su escritorio.

—Teniente coronel —ordenó Moreno—, no se mueva ni toque nada, y entréguenos los cerrojos.

Según García Puente, Gil se quedó atónito. Ante él tenía a un compañero socialista que le apuntaba con una pistola. ¿Cómo podían esperar que ignorase las órdenes del gobierno? ¡Y especialmente cuando el primer ministro había advertido de que todo aquel que distribuyese armas entre los civiles sería fusilado! Se usarían los cerro, de acuerdo, pero sólo cuando el gobierno diese la orden. Si hubiera sido por Gil no quedaría ninguno que repartir.

En 1934, un ministro de la Guerra, derechista, había depositado los cerrojos en el cuartel de la Montaña para impedir que el pueblo se apoderase de ellos en caso de guerra civil o revolución. Y los oficiales de la Montaña eran sus custodios. Recientemente, Gil había conseguido obtener cinco mil con ayuda del general Miaja, Jefe de la Primera División, que englobaba a todas las tropas con base en Madrid. Miaja, que simpatizaba con los republicanos, ordenó al militar que comandaba en la Montaña que enviase los cerrojos al Parque de Artillería. Los limpiarían e inspeccionarían allí, mintió. Pero cuando un oficial se presentó a recogerlos, fue arrestado. Miaja telefoneó al coronel Moisés Serra, al mando de la Montaña, y le dijo ásperamente:

—Como no entregue los cerrojos ahora mismo, iré yo a cogerlos personalmente.

Una hora después, los cerrojos se hallaban en el Parque de Artillería.

La estratagema, no obstante, no dio resultado la segunda vez. Aproximadamente una hora antes aquella tarde, con la aprobación de Casares, Miaja había mandado varios camiones a recoger los cuarenta y cinco mil restantes, por si acaso se hacía necesario a la larga armar al pueblo. Muchos oficiales de la Montaña desconfiaban de Serra a causa de sus convicciones moderadas y apolíticas, y uno de ellos le dijo:

—Coronel, ¿sabe para qué los quiere el gobierno marxísta? Van a sublevar a la chusma contra nosotros.

—No se inquieten, caballeros —repuso Serra—. Tengo cincuenta y siete años y no tengo la intención de morir siendo un traidor.

Y en esta ocasión, el general Miaja no logró hacerle cambiar de opinión. Pero los oficiales de la Montaña se habían visto obligados a revelar sus simpatías por los rebeldes.

Gil dijo entonces a Moreno y García Puente que «todos los cerrojos estaban en la Montaña».

—Sabemos que tiene algunos aquí —dijo Moreno—.Acompáñenos. Tal vez consiga recordar dónde están.

Conforme caminaban por el pasillo. García Puente reconoció de pronto a su amigo Virgo y le preguntó dónde se encontraban los cerrojos.

—En aquella habitación —respondió Virgo, señalando una que se hallaba al fondo del pasillo.

El grupo entró en la estancia y vio pilas de fusiles en el suelo, pero ningún arma disponía de cerrojo. Garda Puente descubrió entonces montones de cajas de munición y miró dentro. ¡Los cerrojos! En seguida los soldados empezaron a encajarlos en los fusiles.

El comandante Luís Barceló, ayudante de Casares, entró y vio lo que estaba ocurriendo.

—No van a repararse armas —dijo— a menos que lo ordene el ministro.

Moreno le contestó con virulencia, blandiendo su pistola:

— ¡No sea idiota! ¡Vamos a coger estos fusiles ahora mismo, y no se entrometa o le volaré los sesos!

Los hombres empezaron a cargar en los camiones unos cuatro mil fusiles equipados con cerrojos. Gil y Barceló les contemplaban en silencio, sin denotar especial desagrado. ¿Quién podría censurarles a ellos por haber desobedecido órdenes?

Cuando los camiones se marcharon llegó el capitán Orad de la Torre, asimismo en busca de armas. Gil le entregó quinientos de los mil fusiles que quedaban, Ya no era momento de preocuparse por estúpidas órdenes gubernamentales. Y además miles de personas congregadas en las puertas exigían armas y amenazaban con entrar en el cuartel,

Los milicianos ya habían comenzado a armarse masivamente. Muchos pensaron que justo a tiempo de hacer frente a la insurrección que sin duda estallaría en Madrid dentro de unas horas.

La insurrección en Madrid no estallaría dentro de unas horas porque los confabulados rebeldes se hallaban en un estado de total confusión. El general Fanjul estaba en un dilema desde su regreso de Pamplona, donde había pasado los sanfermines con el general Mola. Éste le había dado a entender que el viejo e indeciso general Montesinos Villegas era el líder del alzamiento en Madrid gracias a su condición de veterano, pero poco más que nominalmente; que él, Fanjul, era el auténtico jefe. Mola, sin embargo, no se había puesto en contacto con ninguno de los dos, a pesar de que las guarniciones marroquíes ya se estaban sublevando.

Frustrado, alarmado, Fanjul había enviado un mensajero a Pamplona dos días antes, el 16 de julio, con un nota para El Director: «Es imposible esperar más.»

Al día siguiente, Mola simplemente le hizo llegar esta respuesta: «Las órdenes ya han sido cursadas a Madrid.»

Pero, ¿dónde estaban? Fanjul consultó con Villegas y otros varios oficiales de alto rango: al parecer, nadie sabía nada. Quizá las tuviera el enlace de Mola, que acababa de ser arrestado. ¿O tal vez el general había nombrado jefe en Madrid a algún, otro sin informar ni a Villegas ni a Fanjul?

Un motivo que explicaba la confusión era que los generales debían mantenerse ocultos hasta el último minuto; sus criterios políticos eran ya demasiado conocidos, de suerte que se veían obligados a depender de un puñado de jóvenes oficiales que habían creado una junta para coordinar los planes de las diversas fuerzas rebeldes. ¿Por qué, en ese momento critico, esos oficiales no comunicaban a sus superiores lo que estaba ocurriendo?

A medida que pasaban las horas, Fanjul estaba cada vez más inquieto, más pesimista, más solo cuando escuchaba los noticiarios de la radio, que no mencionaban ningún avance rebelde desde el norte. Quizá lo más temible de todo era el vehemente llamamiento a las armas formulado por Dolores Ibárruri, La Pasionaria.

«Antifascistas-. Españoles patriotas- Frente a la sublevación militar fascista ¡todos en pie, a defender la República, a defender las libertades populares y las conquistas democráticas del pueblo!… Los comunistas, los socialistas y anarquistas, los republicanos demócratas, los soldados y las fuerzas fieles a la República han infligido las primeras derrotas a los facciosos que arrastran por el fango de la traición el honor militar de que tantas veces han alardeado… Todo el país vibra de indignación ante esos desalmados que quieren hundir la España democrática y popular en un infierno de terror y de muerte. Pero ¡no pasarán!

¿Pasar? ¡Ni siquiera se podían mover!

Solidaria de la agonía de Fanjul, su cuñada le sugirió que podía tomar una decisión por su cuenta y llevarla a cabo, pero el general replicó con firmeza, casi coléricamente:

—No puedo hacer nada. Tengo que esperar. He recibido órdenes categóricas de no actuar hasta que me lo ordenen. No tengo otra alternativa. Soy un soldado y debo respetar la disciplina.

Desde su ventana, Fanjul vislumbraba a las crecientes multitudes que desfilaban calle abajo gritando: «¡Armas! ¡Armas!» Una vez que las tuvieran, probablemente sería demasiado tarde. ¡Y él se encontraba Justo al otro lado de la calle donde se asentaban los cuarteles generales de la Primera División!

Mientras el general Fanjul aguardaba la orden de cruzar «al otro lado de la calle» y asumir el mando de la Primera División, otro general planeaba tomar el cuartel sede de la misma. Sin que Fanjul lo supiera, la junta de jóvenes oficiales ahora reconocía al general Miguel García de la Herrán, un oficial de ingenieros retirado, como «auténtico» jefe del alzamiento en Madrid. Y sin duda Mola aprobaba el cambio, ya que le inquietaba el pesimismo de Fanjul.

Originalmente, García de la Herrán tenía que encabezar la revuelta en las comunidades de fuera de Madrid, pero ahora entraría en el despacho de Miaja y le exigiría que le cediese el mando para poder ordenar a toda la guarnición madrileña que se sublevase. En caso de que Miaja se negase, las tropas de escolta de García tomarían el cuartel por la fuerza. El problema consistía en que dichas fuerzas estarían compuestas de guardias civiles, y la Guardia Civil, aunque simpatizaba con la rebelión, decidió por votación no secundar a los rebeldes hasta que pareciese que Madrid estuviera a punto de caer. En consecuencia, el plan fracasó por completo.

Pero el líder de la Junta, teniente coronel Alberto Álvarez Rementería, decidió actuar sin el concurso de ningún general- A primera hora de la noche del 18 de julio, fue a los cuarteles generales de la Primera División con otro oficial e irrumpió en el despacho de Miaja. Ya no había tiempo para sutilezas. ¿Se uniría Miaja a los rebeldes? Álvarez se lo preguntó. Miaja fue terminante: ¡No! El acompañante de Álvarez, de pie detrás de Miaja, de repente apuntó con una pistola a la cabeza del general. Pero Álvarez miró a su compañero y éste redro el arma. Entonces los dos oficiales salieron airados del despacho, dando un portazo.

—¡Este Miaja es un canalla! —Exclamó agriamente Álvarez—, Pero no se puede comenzar un alzamiento como el nuestro haciendo lo que tú ibas a hacer.

Quizá tuvieran más suerte si iban directamente al cuartel de la Montaña; una idea ilusoria, puesto que allí encontrarían a los jefes rebeldes reacios a «suicidarse» si sacaban a sus tropas a la calle sin el respaldo de los restantes cuarteles.

Al abandonar los cuarteles de la Primera División, los oficiales de la junta pasaron por delante de la casa de pisos del general Fanjul pero no se molestaron en hacer un alto para comunicarle lo que estaba sucediendo- Ni siquiera para decirle que ya no dirigía la insurrección.

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2 Opiniones

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    stark
    on

    Alguien lo ha leido? Es tal y como anuncia la resegna?

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    Rafpol
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    Es una lectura muy amena, no se hace pesada en la mayoria de los capitulos como pasa con otros escritores de mayor renombre.

    Me parece una buena obra y refleja el Madrid de aquellos años de una forma natural sin pretender entrar en ideologias.

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