El asesino de la carretera

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Martin Plunkett ha sembrado Estados Unidos con un rastro de muertes. Cuando el FBI consigue darle caza, decide confesar sus crímenes a cambio de que su autobiografía vea la luz. Así, escribe sus memorias mientras cumple las cuatro cadenas perpetuas a que ha sido condenado.
Nacido en Los Ángeles en los años cincuenta, su adolescencia es extraña y compleja, hasta el punto de que, en cierto modo, acaba provocando el suicidio de su madre. A raíz de este suceso, queda bajo la tutela de un oficial de policía, de quien aprende justo lo que no debía: el oficio de ladrón. Martin tiene una inteligencia extraordinaria y cierta tendencia al aislamiento, por lo que va construyendo sus obsesiones mientras continúa con los atracos. Tras pasar un año en la cárcel, comete su primer asesinato.

ANTICIPO:

3

Lo único que mi madre requería de mí era que mantuviese un grado razonable de silencio y que no la cargara preguntándole qué pensaba. Implícito en ello estaba su deseo de que fuera moderado en la escuela, en los juegos y en casa. Si mi madre pensaba que aquella orden era un castigo, se equivocaba: yo, mentalmente, podía ir a donde se me antojara.
Como los demás muchachos del barrio, fui a la escuela primaria de Van Ness Avenue; allí obedecí, reí y me sentí herido por tonterías, pero mientras que los otros chicos encontraban su dolor/alegría en estímulos externos, yo hallaba los míos reflejados en una pantalla de cine que se alimentaba de mi entorno, especialmente formateada para ser proyectada dentro del cerebro mediante un dispositivo mental que, con la precisión de un cuchillo, siempre sabía exactamente lo que yo necesitaba para no aburrirme.
Las proyecciones discurrían como sigue:
La señorita Conlan o la señorita Gladstone se hallaban ante la pizarra, perorando tediosamente. A medida que crecía mi aburrimiento, la maestra empezaba a desvanecerse y mis ojos comenzaban a rastrear, de manera involuntaria, en busca de algo que me mantuviera mentalmente despierto.
Los niños más altos nos sentábamos en la parte posterior del aula y, desde mi pupitre en el extremo izquierdo de la fila, tenía una perfecta visión hacia delante y en diagonal; una visión que me ofrecía instantáneas de perfil de todos mis compañeros de clase. Con la imagen y la voz de la maestra reducidas al mínimo, las caras de los otros niños se disipaban y se formaban rostros nuevos; fragmentos de conversaciones susurradas se unían hasta que toda suerte de híbridos chico/chica me declaraban su devoción.

Que me amaran en un vacío era como una fantasía y los sonidos de la calle se me antojaban música. Pero un movimiento repentino dentro del aula o el estrépito de los libros fuera, en el vestíbulo, lo estropeaban todo. Pieter, el chico alto y rubio que se sentó a mi lado desde tercero hasta sexto grado, de venerador confiado se convertía en monstruo, y el nivel de ruido determinaba que sus rasgos fueran más o menos grotescos.
Después de unos prolongados momentos de sobresalto volvía a percibir la parte delantera del aula, me concentraba en los escritos de la pizarra o en el monólogo de la maestra y, como si creyera que podía salir indemne de mi acción, intercalaba algún comentario. Hacerlo me tranquilizaba y atraía las miradas de los demás chicos, que a su vez encendían una parte de mi cerebro que medraba a base de crear caricaturas crueles y repentinas. Al poco, la bonita Judy Rosen tenía los grandes dientes de macho cabrío de Claire Curtis y el comedor de mocos secos, Booby Greenfield, surtía de pelotillas a Roberta Roberts, arrojándolas sobre los jerséis de cachemira que ella se ponía siempre para ir a la escuela, hiciera el tiempo que hiciese. Me reía para mis adentros y a veces lo hacía en voz alta. Y seguía preguntándome hasta dónde podría llevar aquello, si sería capaz de refinar el mecanismo de modo que ni siquiera el ruido malo me hiriera.
En cuanto a las heridas, sólo los otros niños eran capaces de hacerme sentir vulnerable y, con apenas ocho o nueve años, la incómoda sensación de ser cautivo de unas necesidades irracionales de unión ya resultaba física: una sacudida premonitoria del terror y del desespero que ocasionan las actividades sexuales. Me opuse a la necesidad negándola, encerrándome en mí mismo y mostrando una cara truculenta que no soportaba tonterías de mis compañeros. En un artículo reciente de la revista People, media docena de vecinos —que tenían mi edad cuando yo era niño— hablaban de mí y los adjetivos que más utilizaban para describirme eran «raro» «extraño» y «retraído». Kenny Rudd, que vivía al otro lado de la calle y que ahora diseña juegos de baloncesto para ordenador, era el que más se acercaba a la verdad: «Lo que se decía era: «No (…) a Marty, es un psicópata.» No sé, pero quizás era más cuestión de miedo que de otra cosa.»
Bravo, Kenny, aunque me alegro de que tú y los cretinos de tus compañeros ignoraseis aquel simple hecho cuando éramos niños. Mi carácter extraño te producía asco y te proporcionaba alguien a quien detestar desde una distancia segura pero, si hubieras captado lo que ocultaba, te habrías aprovechado de mi miedo y me habrías torturado con él. Sin embargo, me dejaste en paz y me facilitaste el descubrimiento de mi entorno físico.
De 1955 a 1959, cartografié mi hábitat inmediato y obtuve de la tarea una extraña cosecha de datos: la casa de ladrillo de apartamentos de Beachwood entre Clinton y Melrose tenía un cementerio de animales domésticos en el patio trasero; el tramo recién construido de «escondites para solteros», en Beverly y Norton, estaba edificado con vigas podridas, mezcla de estuco defectuoso y contrachapado. El picadero apócrifo era, en realidad, un patio de bungalow en Raleigh Drive donde un profesor de la Universidad del Sur de California llevaba estudiantes para encuentros homosexuales. Los días de recogida de basura, el señor Eklund, que vivía calle arriba, cambiaba sus botellas de ginebra por las de jerez de la señora Nulty, cuya casa estaba dos puertas más abajo. El motivo de tal trueque se me escapaba, aunque sabía que estaban liados. Los Bergstrom, los Seltenright y los Monroe habían celebrado una fiesta nudista en la piscina de la casa de los Seltenright en julio de 1958 que propició una aventura sentimental entre Laura Seltenright y Bill Bergstrom; Laura puso los ojos en blanco cuando vio por primera vez la enorme salchicha de Bill.
Y el operador de cabina del Clinton Theatre vendía anfetas a los integrantes del equipo de natación del instituto Hollywood High; y el «homo fantasma», que recorrió la vecindad en busca de jovencitos durante una década, era un tal Timothy J. Costigan, de Saticoy Street, en Van Nuys. En el puesto Burgerville de Western servían enchilada de carne picada de caballo. Una noche oí al dueño hablando, cuando creía que no había oídos indiscretos, con el hombre que se la suministraba. Yo sabía todas esas cosas y, durante mucho tiempo, me bastó con saberlas.
Los años llegaron y se fueron. Mi madre y yo seguimos adelante. Su silencio pasó de asombroso a mundano; el mío, a medida que mis recursos mentales se desarrollaban, de tenso a relajado. Entonces, en el último año en el colegio, los profesores notaron por fin que yo sólo hablaba cuando me dirigían la palabra. A raíz de aquello, me obligaron a que consultara con un psiquiatra infantil.
El psiquiatra me impresionó por su condescendencia y por la poco natural atracción que le inspiraban los niños. En su despacho había una serie de juguetes dispuestos de una forma no demasiado sutil: animales de peluche y muñecas, con ametralladoras de plástico y soldaditos intercalados. Enseguida comprendí que era más listo que él.
Mientras me sentaba en el diván, él señaló los juguetes.
—No sabía que fueras tan mayor. Catorce años. Estos juguetes son para niños pequeños, no para los mayores como tú.
—Soy alto, pero no mayor.
—Lo mismo da. Yo soy bajo. Los bajos tienen problemas diferentes que los altos, ¿no crees?
Su interrogatorio era fácil de seguir. Si respondía que sí, equivaldría a reconocer que tenía problemas; si decía que no, me soltaría una perorata sobre que todo el mundo tenía problemas y luego me contaría alguno de los suyos en un truco barato de empatía.
—No lo sé, ni me importa —contesté.
—Los chicos que no se preocupan de sus propios problemas tampoco suelen preocuparse de sí mismos. Algo un poco raro, ¿no te parece?
Me encogí de hombros, le dediqué una de esas miradas inexpresivas que utilizaba para mantener a distancia a los otros chicos y pronto empezó a desvanecerse hasta convertirse en un mero punto, mientras mi mente aplicaba el zoom al oso de peluche de mi derecha. Al cabo de una fracción de segundo, el oso de peluche apuntaba a la cabeza del loquero con un bazuca de plástico y yo me eché a reír.
—¿Sueñas despierto, chico mayor? ¿Quieres contarme qué te parece tan divertido?
Hice una perfecta transición suave de mi película mental al doctor y sonreí al conseguirlo. Noté que él estaba desconcertado. Mis ojos se posaron en un Bugs Bunny de felpa y dije:
—¿Qué hay de nuevo, viejo?
—Por lo general, Martin, los jóvenes que son muy callados tienen muchas cosas en la cabeza. Tú tienes una mente de primera y tus notas en la escuela lo demuestran. ¿No crees que ha llegado la hora de que me cuentes qué te preocupa?
Bugs Bunny empezó a enarcar las cejas y a morder juguetonamente el cuello del psiquiatra.
—El precio de las zanahorias —respondí.
—¿Qué?—El loquero se quitó las gafas de montura de pasta y limpió los cristales con la corbata.
—¿Ha visto alguna vez un conejo con gafas?
—Tú no me sigues, Martin. No estás siendo lógico.
—Y el buen cuidado de los ojos, ¿no es lógico?
—Llegas a conclusiones erróneas.
—No es cierto. Erróneas son las conclusiones que no se deducen de las proposiciones establecidas. El buen cuidado de los ojos guarda relación con comer zanahorias.
—Martin, yo… —El médico estaba ruborizado y sudoroso. Bugs Bunny le lanzaba zanahorias al escritorio.
—No me llame Martin, llámeme «chico mayor». Me sienta bien.
—Cambiemos de tema —propuso él al tiempo que se ponía las gafas—. Háblame de tus padres.
—Son adictos al zumo de zanahoria.
—Comprendo. ¿Y eso qué significa?
—Que tienen buena vista.
—Comprendo. ¿Algo más?
—Orejas largas y cola peluda.
—Comprendo. Te consideras gracioso, ¿no?
—No. En cambio usted sí que me lo parece.
—Eres un niñato maleducado. Seguro que no tienes ni un solo amigo en el mundo.
La habitación se convirtió en cuatro paredes de ruido atroz y Bugs Bunny se volvió hacia mí, empujando un calidoscopio terrible de recuerdos medio enterrados para que destellara en mi pantalla mental: un chico alto y rubio que le decía a un grupo de amigos: «Marty el pedorro me pedía que mirase el tráfico con él.» Pieter y su hermana Katrin rechazando mi intento de conseguir que se sentaran a mi lado en sexto grado.
El loquero me miraba con una mueca presuntuosa porque me había mostrado vulnerable y Bugs Bunny, su colega secreto, no dejaba de reírse mientras me rociaba de pulpa naranja. Busqué a mi alrededor algo de acero inoxidable, como el tirachinas de mi padre. Vi una barra de cortina apoyada en la pared trasera, la cogí y le rebané la cabeza al conejo de felpa. El loquero me miró con asombro.
—Nunca más volveré a hablar con usted —declaré—. Nadie puede entenderme.

4

El incidente de la consulta del psiquiatra no tuvo repercusiones externas y pasé al instituto sin más malos tratos psiquiátrico-académicos. El doctor sabía reconocer un objeto inamovible cuando lo veía.
Con todo, me sentía como una máquina defectuosa; como si dentro de mí hubiera una pieza suelta, algo que podía vagar por mi cuerpo a voluntad, buscando y aprovechando modos de hacerme parecer pequeño bajo presión. Cuando me dedicaba a mis juegos mentales en clase, sustituyendo caras y cuerpos, chico con chico, chica con chica y combinando géneros, era como una carrera de obstáculos en la que me asaltaban imágenes sexuales sin ton ni son. El carácter aleatorio y el poder indiscriminado de lo que yo mismo me hacía ver resultaban pasmosos; y la necesidad a la que notaba que respondían me asaltaba como una marejada de odio hacia mí mismo. Ahora sé que estaba enloqueciendo.
Me salvó un villano de cómic.
Se llamaba Sombra Sigilosa y era un malvado habitual de las páginas de El Hombre Puma. Era un supercriminal, un pistolero ladrón de joyas que conducía un coche anfibio trucado y farfullaba una versión de Nietzsche propia de retrasado mental en bocadillos de texto de tamaño exagerado. El Hombre Puma, un blandengue moralista que llevaba un Cadillac del 59 que llamaba Gatomóvil, siempre conseguía enchironar a la Sombra Sigilosa, aunque éste siempre se fugaba un par de números después.
La Sombra me gustaba por el coche y por una capacidad sobrenatural que poseía y que yo tenía la sensación de ser capaz de emular de forma realista. El coche era anguloso y reluciente, todo él de acero mate, todo él maldad. Tenía unos faros que lanzaban un rayo nuclear letal que convertía en piedra a la gente; en lugar de gasolina, el motor funcionaba con sangre humana. La tapicería estaba confeccionada con pieles de felino de color tostado, procedentes de la familia mártir del archienemigo Hombre Puma. Del portaequipajes sobresalía una horca. Cada vez que la Sombra Sigilosa se cobraba una víctima, su novia vampiro, Lucretia, una rubia alta de largos colmillos, marcaba una muesca con ellos en la madera.
¿Basura ridícula? De acuerdo. Pero el dibujo era soberbio y la Sombra Sigilosa y Lucretia destilaban una maldad elegante y sensual. La S. S. tenía un bulto cilíndrico que le llegaba casi hasta la rodilla de la pernera izquierda del pantalón; los pezones de Lucretia siempre estaban erectos. Eran unos dioses high-tech veinte años antes del high-tech, y me pertenecían.
La Sombra Sigilosa tenía la facultad de disfrazarse sin cambiar de ropa. La conseguía bebiendo sangre radiactiva y concentrándose en la persona a la que quería robar o matar, de modo que se empapaba tanto del aura de esa persona que acababa asemejándose psíquicamente a ella, de tal forma que era capaz de imitar todos sus movimientos y de anticipar cada uno de sus pensamientos.
El objetivo último de la S. S. era conseguir la invisibilidad. Este propósito lo impulsaba, lo impelía más allá del don que ya poseía de la invisibilidad psíquica, de ser capaz de encajar en cualquier lugar y ocasión. Ser invisible físicamente le daría carta blanca para apoderarse del mundo.
Naturalmente, la Sombra Sigilosa nunca conseguía su propósito, pues ello habría aniquilado sus posibles confrontaciones con el Hombre Puma y éste era el héroe de la historieta. Pero la S. S. vivía en la ficción y yo, en cambio, era real, de carne y hueso y acero mate. Decidí hacerme invisible.
Mis tránsitos de silencio y las películas mentales habían sido un buen entrenamiento. Sabía que mis recursos intelectuales eran soberbios y había reducido mis necesidades humanas al puro mínimo que la nulidad de mi madre se ocupaba de cubrir: techo, comida y unos dólares a la semana para incidencias. Pero la imagen de intruso callado que había llevado como escudo durante tanto tiempo me perjudicaba: carecía de habilidades sociales, no percibía a los demás como otra cosa que objetos risibles y, si quería imitar con éxito la invisibilidad psíquica de la Sombra Sigilosa, tendría que aprender a mostrarme obsequioso y estar al corriente de los temas propios de adolescentes que tanto me aburrían: deportes, citas y rock and roll. Tendría que aprender a conversar.
Y eso me aterrorizaba.
Pasé largas horas en clase, con mis películas mentales silenciadas mientras mis oídos rastreaban en busca de información; en el gimnasio escuché largas conversaciones, prolijamente embellecidas, sobre tamaños de penes. Una vez me encaramé a un árbol cerca del vestuario de las chicas y escuché las risitas que se alzaban entre el siseo de las duchas. Recogí mucha información, pero no me atrevía a actuar.
Así pues, reconozco que por cobardía tiré la toalla. Me convencí de que, aunque la Sombra Sigilosa pudiera dejar de depender de disfraces, yo no podría. El problema, así, quedaba limitado a conseguir una armadura adecuada.
En 1965 existían tres estilos de indumentaria favoritos entre los adolescentes angelinos de clase media: el surfero, el chicano y el colegial. Los surferos, practicaran de verdad el surf o no, llevaban pantalones blancos Levi’s, zapatillas de tenis Smiley de Jack Purcell y Pendleton’s; los chicanos, tanto miembros de bandas como pseudorrebeldes, llevaban pantalones militares con corte lateral en las vueltas, camisas Sir Guy y gorros de lana de granja penitenciaria. Los colegiales se inclinaban por ese modo de vestir —camisa con botones en las puntas del cuello, suéter y mocasines— que todavía se lleva. Calculé que tres conjuntos de cada estilo me proporcionarían suficiente camuflaje.
En ese momento me asaltó una nueva oleada de miedo. No tenía dinero para comprar ropa. Mi madre nunca dejaba un dólar sin guardar y era sumamente tacaña, y yo aún no me atrevía a hacer lo que mi corazón más deseaba: forzar una puerta y entrar a robar. Disgustado por mi cautela, pero decidido todavía a conseguir un vestuario, asalté los tres armarios roperos de mi madre, llenos de prendas de su juventud que ya no se ponía.
Visto retrospectivamente, sé que el plan que tramé fue producto de la desesperación: una táctica dilatoria para retrasar mi inevitable curso acelerado sobre relaciones sociales; en aquel momento, sin embargo, me pareció el epítome de lo razonable. Un día me fumé las clases y me llevé un surtido de afilados cuchillos de cocina al armario de la alcoba de mi madre. Estaba convirtiendo uno de sus viejos abrigos de tweed en una capa cuando ella regresó del trabajo, antes de lo habitual; al ver lo que hacía, se puso a gritar.
Con un gesto que pretendía ser tranquilizador, yo levanté las manos, en las que aún sostenía un cuchillo de carne con filo de sierra. Mi madre soltó tal chillido que temí que se le rompieran las cuerdas vocales; después, consiguió articular la palabra «animal» y señaló mi entrepierna. Vi que tenía una erección y solté el cuchillo; mi madre me abofeteó torpemente, con la mano abierta, hasta que la visión de la sangre que me salía de la nariz la obligó a parar. Echó a correr escaleras abajo. En apenas diez segundos, la mujer que me había dado a luz pasó de nulidad a archienemiga. Fue como llegar al hogar.
Tres días más tarde, decretó mi castigo formal: seis meses de silencio. Cuando me anunció la sentencia, sonreí; fue un alivio temporal de mis terribles temores respecto a la misión de la invisibilidad, y también la oportunidad de montarme películas mentales sin límite.
Aunque mi madre sólo pretendía que no abriera la boca en casa, tomé el edicto al pie de la letra y llevé mi silencio a todas partes. En la escuela ni siquiera hablaba cuando me dirigían la palabra: si los maestros necesitaban una respuesta por mi parte, escribía una nota. Esto creó bastante revuelo y muchas especulaciones sobre mis motivos. La interpretación más común fue que era una especie de protesta contra la guerra de Vietnam, o una expresión de solidaridad con el movimiento de los Derechos Civiles. Como sacaba notas excelentes en los exámenes y en los trabajos escritos, mi mudez se toleraba, aunque fui sometido a una batería de tests psicológicos. Manipulé los tests para mostrar en cada uno de ellos una personalidad completamente distinta, lo cual desconcertó a los pedagogos hasta tal punto que, después de muchos intentos fallidos para que mi madre interviniera, decidieron permitir que me graduara en junio.
Así pues, mis películas mentales en clase pasaron a ir acompañadas de las miradas directas de mis compañeros, varios de los cuales me consideraban «molón», «alucinante» y «vanguardista». El tema central era penetrar objetos aparentemente impenetrables y las miradas de asombro que me dedicaban me hacían sentir capaz de cualquier cosa.
Junto con este sentimiento, desarrollé un odio acerbo hacia mi madre. Me aficioné a hurgar entre sus cosas, buscando modos de hacerle daño. Un día se me ocurrió mirar en su cajón de las medicinas y encontré varios frascos de fenobarbital. Se me encendió una luz en la cabeza y registré el resto de su habitación y el baño. Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontré la confirmación que buscaba: frascos vacíos del sedante, puñados de ellos, cuyas etiquetas llevaban fechas que se remontaban a 1951. Dentro de los frascos había hojitas de papel cubiertas de escritos a lápiz con letra minúscula e indescifrable.
Como no entendía las palabras de mi madre zombi, tenía que conseguir que las leyera ella en voz alta. Al día siguiente, en clase, le pasé una nota a Eddie Sheflo, un surfero que, según se comentaba, había dicho que «lo de Marty me parece cojonudo». La nota decía:

Eddie:
¿Puedes comprarme un bote de un dólar de benzas del 4?

El surfero rubio y grandote rechazó el dólar que le ofrecía y dijo:
—Cuenta con él, mudo con huevos.
Esa tarde, cambié el fenobarbital por la bencedrina y la bombilla de encima de la cómoda de mi madre por otra menos potente. Las dos clases de pastillas eran pequeñas y blancas, y esperaba que la luz mortecina contribuiría a que las confundiera.
Me senté abajo a esperar el resultado de mi experimento. Mi madre volvió a casa del trabajo a la hora de siempre, las seis menos veinte, me saludó con un gesto de la cabeza, tomó su acostumbrado bocadillo de ensalada de pollo y subió al piso de arriba. Yo esperé en la que había sido la silla favorita de mi padre, hojeando un montón de cómics de El Hombre Puma.
A las nueve y diez, oí unos ruidos en la escalera y, al momento, mi madre apareció ante mí sudorosa, con los ojos desorbitados, temblando bajo la combinación. «¿Qué, dándole al zumo de zanahoria, mamá?», dije, y ella se llevó las manos al corazón, con la respiración acelerada. «Qué curioso, a Bugs Bunny no lo afecta así», añadí, y ella se puso a farfullar sobre el pecado y aquel chico horrible con el que se acostó por su cumpleaños en 1939, y cuánto odiaba a mi padre porque bebía y tenía una cuarta parte de sangre judía, y teníamos que apagar las luces de noche o los comunistas sabrían lo que estábamos pensando. Yo sonreí, le dije: «Tómate dos aspirinas con otro trago de zumo de zanahoria», di media vuelta y salí de la casa.
Deambulé por el barrio toda la noche; luego, al alba, volví a casa. Cuando encendí la luz del salón, vi que por una rendija del techo goteaba un líquido rojo. Fui arriba a investigar.
Mi madre yacía en la bañera, muerta. Sus brazos cubiertos de cortes sobresalían a los lados y la bañera estaba hasta el borde de agua y sangre. En el suelo, media docena de frascos de fenobarbital flotaban en dos dedos de agua roja.
Bajé al vestíbulo y llamé a Emergencias. Con la voz adecuadamente sofocada, di mi dirección y dije que quería informar de un suicidio. Mientras esperaba la ambulancia, llené el cuenco de las manos con la sangre de mi madre y bebí a grandes tragos.

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2 Opiniones

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  • Avatar
    Romycba88
    on

    esta muy buena la historia!! triste por cierto pero no es para perderse de verla!

    natania san juan

  • Avatar
    camilinda
    on

    A mí también me gustó mucho 😉

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