El Cid

Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, es un mito hispano de alcance universal y tal vez el mayor de todos los héroes guerreros de la historia de España. Hombre de frontera, prototipo del caballero capitán de mesnada de la segunda mitad del siglo XI, la figura del Cid fue, casi desde el mismo momento de su muerte, objeto de glosa histórica y literaria. El héroe, y por eso ha producido tanta fascinación a tantas generaciones, no es al fin y al cabo sino la figura que encarna aquellas ambiciones más primarias del ser humano: el deseo de fama, el ansia de riqueza y el afán de poder.

Edición ilustrada conmemorativa del VIII centenario del Cantar del Mío Cid.

ANTICIPO:
Avistamos Zaragoza, que entonces creí sería, ésta sí, la mayor ciudad del mundo, cuando el invierno comenzaba a rendirse a la primavera y el espliego y el tomillo florecían en las laderas de las muelas. Esa ciudad es tan grande como diez veces Burgos y está rodeada de un doble cinturón de murallas: uno de ladrillo, adobe y tapial, el más largo, y otro interior de piedra, que dicen que levantaron los romanos. Allí abundan los mercados, rebosantes de todo tipo de mercancías, algunas de las cuales jamás había visto. A don Sancho lo recibió al-Muqtádir, el aguerrido rey de Zaragoza, en su palacio de la Zuda, a orillas del Ebro. En un encendido discurso en árabe, que uno de los traductores iba repitiendo en voz alta, habló del tirano Ramiro, el rey cristiano de Aragón, contra quien los castellanos íbamos a luchar junto con los musulmanes zaragozanos. En varios momentos de su discurso al-Muqtádir llamó «perro» a Ramiro, «hermano» a nuestro rey don Fernando e «hijo» al príncipe don Sancho. Yo no entendía nada, pues en realidad al-Muqtádir era un musulmán, un «perro» para los cristianos, los verdaderos hermanos eran Fernando y Ramiro, y don Sancho era por tanto el sobrino del rey de Aragón.

Se tardó una sola semana en organizar el contingente de tropas que habían reclutado los generales zaragozanos por todas las provincias de su reino para enfrentarse con garantías al rey Ramiro. Dos días antes de la partida hacia el norte, el ejército hizo una demostración de fuerza bajo los muros de un poderoso castillo cerca del río, en un llano entre trigales y alamedas que dicen de la Almozara. En una brillante parada militar desfilaron los orgullosos escuadrones de caballería del ejército de la taifa zaragozana, formados según su lugar de procedencia. El grupo de elite lo conformaba la guardia real: medio millar de jinetes vestidos con túnicas azules y amarillas y equipados con cotas de malla y cascos cónicos. Junto a ellos destacaba un batallón de enjutos bereberes, gentes aguerridas reclutadas en el norte de África, que montaban veloces dromedarios, un animal que yo nunca antes había visto y cuya alzada, largas patas y modo de trotar me sobresaltaron. Todos los batallones disponían de banderas, pendones y gallardetes de vivos colores, muchos de ellos con frases en árabe de su libro más sagrado, el Corán.

Salimos de Zaragoza por el gran puente que atraviesa el Ebro desde el centro del lado norte de la ciudad, que llaman medina, hasta el barrio del arrabal de Altabás, en la orilla izquierda, y tomamos un polvoriento camino siguiendo el curso de un río bastante caudaloso que discurre por un valle de feraces huertos entre páramos casi desiertos, como una gran cinta verde serpenteando en un arenal, siempre hacia el norte hasta la ciudad de Huesca.

Huesca es más pequeña que Zaragoza, pero mayor que Burgos; está situada sobre una colina en un llano, al pie de una sierra, rodeada de una fortísima muralla de piedra, pues no en vano es la primera ciudad de los musulmanes en la frontera del norte. Nos instalamos en el barrio de los mozárabes, que son los cristianos que viven en territorio dominado por los musulmanes. Mi señor Rodrigo y yo nos hospedamos en la casa de un joven matrimonio: el esposo era el jefe de la comunidad de cristianos, una especie de obispo; la esposa, una muchacha de rasgos delicados aunque ademanes un tanto toscos, no dejó ni un instante de observar cada uno de los movimientos de Rodrigo, quien pese a su juventud, ya era un hombre apuesto y altanero, muy atractivo para las mujeres de toda condición. Creo que el dueño de la casa se dio cuenta de la especial atención que su esposa dedicaba a Rodrigo, pero el poco tiempo que estuvimos allí y la prudencia de mi señor bastaron para que no ocurriera nada que pudiera perturbar la armonía de los jóvenes esposos.

En Huesca nos informaron de que el ejército aragonés estaba acampado cerca de una villa llamada Graus, a unas dos jornadas y media hacia el este. Sin dilación, el ejército de la taifa zaragozana y los refuerzos de Castilla nos pusimos en marcha hacia ese lugar. Antes de llegar a Graus atravesamos Barbastro, una enriscada fortaleza a cuyo pie, cerca del río, había crecido un arrabal muy populoso; desde Barbastro, avanzamos en dirección norte hacia Graus.

Por fin, a principios de marzo, nos encontramos frente a frente con los aragoneses. Ellos ocupaban una ventajosa posición, en la confluencia de dos ríos, con sus espaldas a resguardo por un amplio llano en el que su caballería podía maniobrar con ventaja. Nuestro ejército estaba situado al sur, cerca de un desfiladero junto al que podían cercarnos sin posibilidad de huida. Al amanecer, los aragoneses se desplegaron en un amplio frente; no parecían muchos, tal vez ni siquiera la mitad que nosotros, pero, al menos por la rapidez de sus movimientos y por su decisión, se mostraban mucho más predispuestos a la batalla.

Al-Muqtádir dispuso que la caballería pesada castellana se colocara en primera línea y tras ella la zaragozana, y un poco más atrás la caballería ligera musulmana, con algunos refuerzos llegados desde Sevilla, y los bereberes con sus dromedarios.

Entre otro criado y yo mismo habíamos preparado el equipo de combate de Rodrigo poco antes de amanecer. Sobre una gruesa camisa de lino le habíamos colocado un jubón acolchado y encima la cota de malla, un peto de cuero y una sobreveste roja y blanca, y en la cabeza el casco cónico. Se protegía las manos con unos guantes de cuero, rígidos y duros, pero capaces de resistir una estocada no muy certera o el roce del filo de una espada.

Mi señor salió de la tienda con paso firme y decidido, aunque era la primera vez que iba a entrar en combate. Sólo su porte y su arrojo ocultaban su extrema juventud. Era hora de poner en práctica cuantas enseñanzas recibiera de su padre y de los instructores militares de la corte del rey Fernando, pero en esta ocasión las espadas eran de acero y las puntas de las lanzas no estaban protegidas con paños y borra.

Después de rezar una breve oración rodilla en tierra, tomó su escudo, ciñó la espada al cinto, calzó las espuelas y se persignó. Ya sobre el caballo de combate le ajusté las cinchas y las espuelas, aseguré las hebillas, le alcancé la lanza y lo vi partir con el resto de la caballería al encuentro con los aragoneses. Rodrigo era sin duda el más joven de cuantos se aprestaban para luchar en aquella batalla.

Desde la retaguardia, los que no participábamos directamente en el combate veíamos maniobrar a ambos ejércitos, y a los caballeros que realizaban demostraciones de destreza con la lanza y la espada, sin duda para intentar amedrentar al contrario antes de la refriega.

Los aragoneses atacaron primero. Su caballería pesada, integrada por los caballeros del rey Ramiro y sus aliados francos, realizó una rápida carga sobre el frente formado por los castellanos del príncipe Sancho, entre los cuales formaba Rodrigo. El choque fue terrible; no menos de veinte caballeros de ambos lados cayeron al suelo ante el ímpetu de la embestida. Entre el fragor de la lucha y el polvo que levantaban los cascos de los caballos pude ver a mi señor, la lanza en ristre, sujeta con fuerza debajo de la axila, sostenida con firmeza por su mano derecha enguantada, en tanto con la izquierda mantenía las riendas a la vez que se protegía el flanco con el escudo. El caballero aragonés que chocó contra Rodrigo salió despedido hacia su izquierda y rodó por el suelo hasta quedar inerme a los pies de los caballos del frente castellano. De inmediato, los aragoneses se reagruparon para realizar una segunda carga, pero ahora los castellanos estaban reforzados por dos escuadrones de la caballería pesada de al-Muqtádir, armados con escudos, lanzas y mazas.

La segunda carga de la caballería aragonesa volvió a ser aguantada en firme por los castellanos; entonces, los hábiles jinetes musulmanes de la caballería ligera y los bereberes con sus dromedarios, armados con espadas curvas extraordinariamente afiladas, muy útiles para el combate cuerpo a cuerpo, iniciaron una maniobra envolvente por los flancos.

La pelea cuerpo a cuerpo fue frenética, pero la posición de los aragoneses, algo más ventajosa, fue inclinando la lucha de su lado. Ordenadamente, castellanos y zaragozanos se retiraron hacia una posición más segura, al lado del río donde estaba el campamento de al-Muqtádir. Los aragoneses, aunque habían triunfado en su carga, no hicieron siquiera mención de perseguirlos, pues sus bajas también eran muy considerables y contaban con menos efectivos.

Ambos bandos quedaron frente a frente, de nuevo con el río de por medio. Los aragoneses parecían aguardar a que nos retiráramos camino de Barbastro, reconociendo así su victoria, lo que les permitiría ocupar la villa de Graus, pero ni al-Muqtádir ni el príncipe Sancho estaban dispuestos a asumir la derrota. Reunidos en consejo y aprovechando que la batalla se había detenido, debatían mediante un intérprete cómo resolver aquella enojosa situación.

—Pese a que son menos, nos han empujado a este lado del río gracias a su aventajada posición —se justificó don Sancho—, pero no nos han vencido. Han sufrido un buen número de bajas, y si reagrupamos fuerzas y lanzamos un ataque contundente, la victoria será nuestra; les superamos en número y hemos aguantado sus primeros envites con una firmeza que no esperaban.

—No confiéis demasiado en ello —replicó al-Muqtádir—, vuestro tío el rey Ramiro ha desplegado aquí todas sus fuerzas disponibles. Luchará hasta la extenuación, pues sabe que si pierde esta batalla, puede perder todo su reino.

—En ese caso, ¿qué pensáis hacer? —preguntó don Sancho.

—Su posición sigue siendo ventajosa sobre la nuestra. Antes de atacarlos, es preciso acabar con Ramiro; si muere su rey, los aragoneses se disolverán como el polvo en la tormenta. Su heredero, el infante don Sancho, vuestro homónimo primo, es demasiado joven e inexperto; gozaremos de varios años de paz.

—¿Y cómo vais a conseguir acabar con Ramiro sin luchar?

—Enviaré a mi mejor guerrero. Se llama Sadada; es infalible con la espada, maneja la daga como nadie y habla perfectamente la lengua de los aragoneses. Se infiltrará disfrazado en su campamento y acabará con Ramiro —dijo al-Muqtádir.

Don Sancho se retiró a un lado y convocó a sus caballeros.

—Al-Muqtádir quiere liquidar a don Ramiro mediante una celada. Asegura que uno de sus hombres puede llegar hasta mi tío, el rey de Aragón, y apuñalarlo. ¿Qué opináis de ello, caballeros?

Guardaron silencio. Estoy seguro de que todos aprobaban el plan del rey de Zaragoza, pero nadie se atrevía a reconocerlo por no parecer un cobarde. Entonces habló Rodrigo:

—Esos aragoneses pelean como demonios. Son menos que nosotros y nos han hecho retroceder a esta orilla con tan sólo dos cargas de su caballería. Nuestros aliados luchan sin ánimo, sus generales tienen miedo de caer muertos en la batalla, y no me extraña, en su ciudad tienen cuantos placeres pueden anhelar. A quien le espera algo así, lo último que desea es morir ensartado en una lanza entre estos ásperos valles. Creo que nuestros aliados no dudarían en salir corriendo si las cosas se pusieran muy mal para nosotros. Además, los aragoneses siguen disponiendo de una notable ventaja estratégica: su posición es elevada con respecto a la nuestra y tienen su espalda cubierta para escapar. Nosotros estamos situados entre ellos y las rocas del desfiladero, si nos derrotan y nos obligan a retirarnos cerrándonos el paso, pueden causarnos una verdadera masacre. Creo que en la guerra hay que usar todas las armas disponibles, y si ese guerrero musulmán es un arma eficaz, no veo la razón para no utilizarlo como tal.

Los nobles castellanos respiraron aliviados tras las palabras de Rodrigo, que siendo el más joven se mostraba el más sereno. Sin duda, ellos también tenían miedo al dolor y a la muerte. Tal vez no les esperara una vida tan regalada como la de los generales musulmanes, pero todos ellos eran dueños de tierras y haciendas y ninguno hacía ascos a una victoria fuera cual fuera el camino emprendido para lograrla.

Todos de acuerdo, don Sancho transmitió a al-Muqtádir que su plan era aceptado y Sadada, vestido como un aragonés, se deslizó sigilosamente hasta el campamento del rey Ramiro.

La espera fue tensa, pero en cuanto atisbamos a lo lejos el revuelo que se había formado en torno a la tienda del rey de Aragón, comprendimos que Sadada había tenido éxito. Sin su rey, los aragoneses parecían confundidos y ofuscados. Fue el momento que aprovechó nuestra caballería para lanzarse a la carga. La victoria fue fácil: los aragoneses se limitaron a retirarse hacia el norte llevándose con ellos el cadáver de su soberano; Sadada le había ensartado la lanza en los ojos, la única parte del cuerpo que el rey de Aragón tenía desprotegida. Los nuestros los persiguieron durante un trecho, hasta un angosto paso entre dos cerros que guardaban fieros montañeses y ante el cual al-Muqtádir ordenó detenerse.

Encontraron el cadáver de Sadada con el cuello rebanado, tirado sobre un denso y viscoso charco de sangre. Tenía un aspecto blanquecino, como si antes de morir se hubiera desangrado lentamente, y le habían arrancado los ojos pero sus labios, pese al tormento sufrido, estaban perfilados con una enigmática sonrisa. Más tarde, cuando regresamos a Zaragoza, supe por boca de algunos musulmanes que esa sonrisa se debía a que Sadada había afrontado la muerte convencido de que ese mismo día alcanzaría el paraíso.

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