← Menudas historias de la historia Asante, Africa → El cielo bajo los pies mayo 22, 2009 Sin opiniones Elsa Plaza Género : Negra EL CASO QUE CONMOCIONÓ LA BARCELONA DE 1912. Enriqueta Martí, llamada por la maledicencia popular "la vampira del Raval" y "la mala mujer", fue asediada por todo tipo de rumores desde el mismo momento en que la policía la detuvo, acusada de hacer desaparecer niños con los más aberrantes propósitos, desde convertirlos en objetos de placer de las clases más pudientes, hasta hacer ungüentos destinados a proporcionar la inmortalidad. Sin embargo, cuando una joven e indómita periodista pone todo su empeño en discernir qué se oculta tras estos aparatosos casos de desapariciones infantiles y explotación infantil, no tarda en surgir antes sus ojos toda una trama que se bifurca por los escenarios más inesperados: de los arrabales parisinos a los lujosos pisos de la alta burguesía catalana, de los café concierto y los prostíbulos de los barrios más turbios a los casinos y salas de fiesta de postín. Elsa Plaza nos hace una perfecta recreación, de la Barcelona de principios de siglo para introducirnos en un caso que nunca ha dejado de intrigar tanto a historiadores como a novelistas, y que recientemente ha sido objeto de diversos programas de televisión y páginas web. La autora ha llevado a cabo una escrupulosa investigación antes de escribir esta novela. ANTICIPO: Un día de Carnaval, al franquear la puerta acristalada que separaba la recepción del periódico de la sala de redacción, tropecé con una mujer vestida de negro y con gesto compungido que siguió su camino hacía la calle sin responder a mis disculpas. Ramón, al verme, vino hacia mí agitando una foto en la mano. -La mujer con la que acabas de cruzarte nos ha dejado la foto de su hija para que la publiquemos. Mira, desapareció el día diez de febrero y la policía dice que no puede hacerse cargo del caso, tienen al personal ocupado con las fiestas de Carnaval. Miré la foto, una niña de pelo rizado y cara seria me clavaba sus ojitos desde el cartón color sepia: -Esta es muy pequeña. Mucho más que la hija del guardia, -Tiene cinco años y se llama Teresita Guitart. La madre cuenta que volvía de comprar pan desde el horno de la calle Sant Vicens. Llevaba a la niña de la mano, y al doblar la esquina de Ferlandina se detuvo a charlar con una vecina, se distrajo un momento y fue ahí cuando la criatura desapareció. Es gente muy sencilla, hace veinte años emigraron desde Figueres. Tienen también un niño. Su marido, dice, se pasa el día buscando a la pequeña. La policía no hará nada. Quizá si desde la prensa se intenta dar difusión a la historia… *** Así comenzó todo. La prostitución estaba reglamentada desde el Gobierno Civil. Los cientos de prostíbulos que funcionaban por entonces en Barcelona necesitaban una ingente mano de obra que debía renovarse periódicamente. Por lo que falsas promesas, el engaño a las muchachas, la violación o el secuestro, incluso de menores, quedaban ocultos detrás de las puertas de esas casas a las que clientes, policías y médicos del servicio de sanidad tenían acceso. Pero esta vez era diferente, se trataba de una niña muy pequeña y unos padres desesperados recorrían toda Barcelona con la foto de ella en la mano. Clamaban por ser escuchados, atendidos por alguien. Y a ninguna autoridad parecía importarle dónde estaba, por qué y para qué la habían secuestrado. Sólo la prensa comenzó entonces a prestar oídos a sus súplicas. Reprodujimos en el periódico la foto de la niña con este llamamiento: ¡Madres! Vosotras que durante tantos años habéis estado expuestas a las manos de estos monstruos que os arrancan el fruto de vuestras entrañas, vosotras que como nadie sentís el amor a vuestros pequeños debéis hacer algo. ¡Exteriorizad vuestra indignación! ¡Organizaos! Haced correr la voz, que el domingo 23 de febrero acudan todas las madres con sus hijos a la plaza de Cataluña para desde allí dirigirse a la Alcaldía, al Gobierno Civil, a la Audiencia. Teresita Guitart debe aparecer. Debe asegurarse la vida de vuestros hijos. Otras publicaciones se hicieron también eco de la denuncia. Aunque los más conservadores tacharon el asunto de fantasía de mal gusto. A pesar de ellos, la foto de Teresita se veía por todas partes. El caso había despertado la inquietud de los ciudadanos de Barcelona y empezaba a comentarse en todos los corrillos. La gente común se preguntaba dónde podía estar la pequeña, pero para la policía seguía siendo Carnaval. *** Unos días después, ya hacia finales de febrero, cuando aún no se tenía noticia del paradero de la chiquilla, ocurrió algo Inesperado. Claudina Elías, que alquilaba el piso de la calle Ponent 29, en el segundo primera, había observado algo y no dejaba de darle vueltas en su pensamiento. Ocurría en el piso de abajo. Allí, las persianas de madera, tanto las que daban a la calle como las del balcón trasero, permanecían cerradas desde hacía varios días. Recordaba exactamente el momento en el que había visto, por última vez, a la mujer que allí vivía. Se ocupaba, precisamente, de asegurar con un cordel las hojas de las persianas, justo cuando ella se asomaba a recoger la ropa tendida. Dándole la espalada y sin contestar a su saludo, su vecina había desaparecido bruscamente mientras empujaba, hacia el interior, a una niña desconocida para ella. Oyó también cómo ajustaba las ventanas con un golpe seco. Y entonces perdí una media, nueva, recién comprada. Una desgracia, con lo cara que la había pagado. La vi allí en el balcón de abajo, día tras días secarse arrugadita, mientras se iba cubriendo de tierra. Intenté recuperarla con una caña de pescar, y nada. Llamé un día a la casa de la vecina y ella no abrió. Aunque yo sabía que estaba dentro, se oían llantos de niño. Cada vez que me asomaba hacia abajo para vigilar mi media, que aún permanecía allí, no dejaba de pensar y repasar las mínimas señales que se emitían desde aquel piso extraño, que nadie ventilaba desde hacía dos semanas. Imaginaba la oscuridad que reinaría en ese Interior sucio y maloliente. Conocía el olor nauseabundo que emanaba de aquella vivienda. Los vecinos de la escalera habían denunciado a su inquilina por aquel olor, pero los guardias no habían hecho caso. El barrio entero olía a sumidero. Así, cuando cada día Claudina abría las puertas del balcón trasero para colgar la colada y vigilar su media perdida, pensaba en la extraña mujer que vivía en el primero, en ese llanto infantil que subía desde allí y en la niña desconocida que había visto. Pero también en la otra niña, hija de la extraña vecina, y en ese varoncito que a veces las acompañaba. Era evidente que a todos les había prohibido el acceso al balcón. Una tarde observó cómo unas manilas de criatura intentaban abrir las persianas, desatando el cordel que unía ambas hojas. Detrás de ellas apareció una carita sucia, coronada por una cabeza rapada. Era la misma criatura que unos días antes su vecina había intentado esconder, pero sin pelo. Una vez mis la sombra siniestra de la mujer apareció para encerrar violentamente a la pequeña. La oyó llorar. Y la voz de la otra niña que decía: «Mama, no li pegui!». Claudina pensó que allí pasaba algo extraño. Bajó entonces las escaleras que la separaban de la calle en busca de la colchonera de los bajos, quien escuchó atentamente su relato. -La Enriqueta hace años que va por el barrio metida en cosas raras. Claudina sabía. Recordó cuando la había visto por vez primera. Hablaba con la colchonera en la calle cuando la Enriqueta salió del portal. Llevaba de la mano a una nena. Había pasado frente a ellas sin saludarlas, iba descalza, sucia, como el viejo que las seguía. Esa vez, la tendera le había contado que la vecina del primero vivía mendigando comida. Pero también que tenía otro oficio: «Alcahueta, alcahueta de noietes. Si la viera cuando está por la labor, se disfraza de mitja senyora con mantilla de encaje… Es molt estranya aquesta dona». -A mí no me gusta meterme donde no me llaman, pero… A CIaudina le faltaba fuerza para decir lo que quería, aunque, de pronto, recordó su media perdida que le había costado bastante cara, y se dijo que debía recuperarla. Y entonces reunió la energía necesaria para articular claramente la frase que le rondaba desde que había bajado en busca de la colchonera: -¿Y si la nena nueva que tiene encerrada es la que desapareció en la calle Sant Vicens, la Teresita? La colchonera se quedó tiesa, mirando con ojos asombrados a su vecina. No se le había ocurrido que la niña extraviada podía hallarse a unos metros de ellas. Miró hacia el balcón de arriba, que daba a la calle, encima de su local. También allí las persianas estaban cerradas a cal y canto, y en pleno día. -Busquemos a los guardias -concluyó, decidida. Cogió a Claudina del brazo y ésta ya no lo pensó más, y con el corazón en un puno, fue con su vecina en busca de los guardias hacia la Ronda de Sant Antoni, por donde solían pasearse. No estaba del todo convencida de lo que iba a hacer, y por eso la agitación. Dudaba porque, después de todo, la Enriqueta era rara, aunque no más que otros que vivían en el barrio. Por más antipática y marrullera que fuera, acordaron las dos mujeres, no querían perjudicarla. Sin embargo, concluyeron, tampoco podían dejar de denunciar la sospecha de que allí, delante de sus narices, tuviera escondida a una criatura que unos padres desconsolados no dejaban de reclamar. Cuando al fin vieron aproximarse a los guardias, CIaudina volvió a dudar y el corazón entonces lo sintió en la garganta. Se echó un poco hacia atrás y detuvo en su gesto a la colchonera. Seguramente no podía ser Teresita la niña que la Enriqueta tenía en su casa. Porque, bien mirado, ¿a quién se le ocurriría esconderla a dos calles del lugar donde la habían hecho desaparecer? Pero ya era demasiado tarde: como si los guardias hubiesen leído el pensamiento de las dos mujeres, se acercaban ya hacia ellas. Así, enfrentada ante la autoridad que infundía los uniformes, Claudina, a trompicones y con voz temblorosa, explicó lo que sabía. *** Cerca del mediodía del 27 de febrero, un día después de que ambas vecinas de la calle Ponent hubieran comunicado sus recelos a la autoridad, Claudina se asomó a su balcón, esta vez el que daba a la calle, para saludar a su vecina, la colchonera: «Buen día», le gritó. Y ésta, mirando hacia arriba, desde la puerta de su tienda respondió al saludo. Ambas comenzaron a intercambiarse pareceres a gritos. Pero callaron y se hicieron señas inteligentes cuando vieron que la Enriqueta volvía del lavadero flanqueada por los mismos agentes con los que ellas se habían entrevistado el día anterior. Siguieron con la mirada al grupo que se internó en el portal. Claudina pensó entonces en bajar a la calle para unirse a la colchonera. Ya en la escalera tropezó con los guardias y Enriqueta. Desde la acera las dos vecinas tenían una visión privilegiada hacia el balcón del piso primero donde, en breves momentos, iba a ocurrir lo que sería el suceso del año. Allí observaron cómo uno de los agentes municipales cortaba el cordel de las persianas del balcón que daba a la calle, abriendo sus hojas de par en par. Hicieron lo mismo con las ventanas. Al cabo de un rato uno de los guardias volvió a salir y regresó acompañado de otros agentes. Algunos curiosos comenzaron entonces a arremolinarse en torno a las dos mujeres, que explicaban sus sospechas y la visita de los guardias. No pasó mucho hasta que alguien gritó: «¡Han encontrado a Teresita Guitart!, ¡la Enriqueta tenía a Teresita!». Los guardias habían interceptado a Enriqueta con la excusa de que sabían que en su piso guardaba gallinas y conejos. Las protestas de la mujer alegando inocencia no les convencieron, y a regañadientes se había dejado acompañar hasta su vivienda. Allí, en unas habitaciones sucias, oscuras y malolientes encontraron a dos niñas. Al preguntarles cómo se llamaban, la mayor dijo que Angelita. La más pequeña explicó que la señora que la había llevado hasta allí le había cambiado su nombre por el de Felicidad, pero que sus padres la llamaban Teresita. Enriqueta había entonces intentado armar una historia enredada y absurda para justificar la presencia de esa criatura que decía llamarse Teresita y Felicidad. Pero los agentes ya no la oían y siguieron interrogando a la pequeña. Cuando le preguntaron si conocía su apellido, respondió que era Guitart; entonces ya no dudaron. ¡Era la niña que toda Barcelona buscaba desde hacía diecisiete días! 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