El cine de ciencia ficción. Explorando mundos

Género :


En 1657 aparece en Francia una novela insólita, Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna, del autor parisino Cyrano de Bergerac, considerada precursora histórica de la literatura de ciencia ficción. Aunque la novela está más cerca de la obra satírica de Jonathan Swift que de Yo, robot, de Asimov, las aventuras de Cyrano en la luna esbozan elementos críticos y subversivos que aparecerán mucho después en utopías, distopías, ucronías y anticipaciones de H.G. Wells, George Orwell, Norman Spinrad o Arthur C. Clark. Y sería otro francés, Georges Méliès, quien adaptaría el ideario de su compatriota al cine con la película Viaje a la luna (1902), fundamental para entender la posterior evolución del recién nacido arte fílmico. El cine de ciencia ficción, condenado a veces a producciones de serie B, pasó a convertirse en respetado objeto de estudio, en cine de gran presupuesto y no menores ambiciones artísticas, a partir de 1968, año en que se estrena 2001, una odisea del espacio, del director británico Stanley Kubrick, que marca un antes y un después en la historia del género.

El cine de ciencia ficción. Explorando mundos reúne una veintena de textos monográficos elaborados por diversos especialistas en este género, y, aunque no pretende ser una historia cronológica del mismo, ofrece una amplia variedad de temas y motivos, así como una diversidad de tonos y estilos en su redacción. El lector podrá hacerse una idea bastante amplia, heterodoxa y nada dogmática, sobre qué es el cine de ciencia ficción y cómo opera a diversos niveles plásticos, psicológicos, sociales y mitológicos.

ANTICIPO:
I

¡ARREPIÉNTETE, ARLEQUÍN!

A la mayoría de los aficionados no les gustaba. Lo sé. Y creo que todavía hoy sigue sin gustarles. Puede que a los nuevos menos aún. Me refiero a la ciencia ficción rara. La New Wave, la llamaron, en gran parte por influencia y atracción mutua hacia la Nouvelle Vague cinematográfica. También la llamaban New Thing, Nueva Cosa. Siempre me ha resultado simpática esta denominación. Es más… como de ciencia ficción, con cierto grado de ironía. De alguna manera, quienes practicaban la Nueva Cosa parecían reírse de sus detractores, de esos aficionados con gafas de culo de botella, acné eterno y eterna capacidad para leer y releer a Isaac Asimov, una y otra y otra y otra vez. Ante su grito de angustia y disgusto al tropezar con alguna obra de aquella novedosa tendencia(s), ante su indignado «¡Pero qué es esto!», sólo se podía contestar con dos palabras: Nueva Cosa. No la de antes, no. No la vieja dicotomía entre Hard SF y Space Opera, muchas veces inexistente, sino una «cosa» indescriptible, casi intraducible y a veces ilegible. Ciertamente, incomprensible para la mayoría de los aficionados, acostumbrados al prístino y preclaro lenguaje de la ciencia ficción de toda la vida, esa literatura del mañana que tantas veces habla en el idioma gastado del ayer. Cuando el ticket les explotaba en la cara, los viejos y buenos fans sólo podían gemir y gruñir de disgusto. Algunos querían gritar… pero no tenían boca para hacerlo.

De alguna manera, el seguro mundo de la ciencia ficción, con sus divisiones estrictas, sus límites claros respecto a la corriente general y entre sus distintos subgéneros y estilos, se resquebrajaba, atravesado por infinitos agujeros de gusano, que comunicaban el coto de caza privado de las revistas especializadas, el fandom, las convenciones y los premios, con ese otro lado del espejo, temido y deseado tantas veces en secreto: el de la literatura y la cultura general. Pero por desgracia para muchos, el reconocimiento del mundo exterior no llegaba en la forma esperada, sino en una extraña y perversa manera que rompía todos los esquemas previos y las ideas preconcebidas. La corriente general –lo que llaman mainstream los anglosajones– reconocía por fin la importancia de la ciencia ficción… Pero lo hacía con una mutación extrema, que demostraba cómo esta se había introducido virulentamente en el mundo, provocando la aparición de nuevas criaturas, nuevas cosas, que el ser humano jamás había visto antes.

En realidad, a los fans raramente les gusta o interesa siquiera lo que está más allá de sus mundos de fantasía. Pero a quienes habitan en el exterior, ajenos a las rencillas y polémicas de aficionados y profesionales del género, sí que les interesa la ciencia ficción. Y mucho. Para apropiársela, para ser deglutidos por ella, para contaminarse y contaminarla. Así nació la Nueva Cosa que devoró la ciencia ficción durante al menos un par de felices décadas, antes de que la ciencia ficción, pérfida traidora, la devorara a su vez. Pero a pesar de todo, Hombre Tick Tock, el Arlequín nunca se arrepintió.

II

EL AÑO PASADO

¿Son fantasmas de la imaginación, sombras del recuerdo o auténticos espectros? ¿Ha viajado el protagonista en el tiempo y nosotros con él… o es sólo una pesadilla recurrente? El espectador atrofiado gime desesperado porque no entiende nada. Las escenas y frases se repiten, sus pautas internas sólo se nos revelan fragmentariamente, la información es deformación y nada es seguro ni se sabe con certeza. ¡Ay, si hubiera una máquina del tiempo, un científico loco, una teoría que alguien con gafas nos explicara seriamente, todo sería más sencillo! Sabríamos que El año pasado en Marienbad (L’Année dernière à Marienbad, Alain Resnais, 1961) es ciencia ficción… O que no lo es. Vale que estemos sumergidos en los laberintos de la memoria, pero necesitamos algo más, algo seguro a lo que aferrarnos. Un artefacto, un doctor, aunque sólo sea un simple psiquiatra, que nos diga qué demonios está pasando… Al fin y al cabo, en La invención de Morel, la novela corta de Adolfo Bioy Casares que insistentemente se asocia con el guión original de Alain Robbe-Grillet, hay un invento, hay un científico, un experimento… No cabe duda de que es ciencia ficción. Pero en esta maldita y hermosa película, cada uno de cuyos planos remite a las fantasmagorías oníricas de Magritte o Delvaux, a los sueños mitológicos de Cocteau, pero también a los laberintos matemáticos de Escher, nadie explica nada. ¡Ni siquiera sabemos si fue el año pasado en Marienbad o en Karlsbad o en cualquier otro elegante y puñetero balneario!

Esta irritación es la fascinación pura que la simple posibilidad de la ciencia ficción, género innoble que da peso a los sueños, introduce en la vanguardia… Y, a la inversa, esta fascinación por la mera posibilidad de una explicación científica (aunque se trate tan sólo de una especulación subjetiva) es la que aporta a la Nueva Cosa su irremediable, delicioso e irritante vanguardismo. Obviamente, El año pasado en Marienbad, como el gato de Schrödinger, es y no es ciencia ficción. Expresión depurada en imágenes del Nouveau Roman –¡dichosos tiempos en los que todavía existía lo nuevo: Nueva Ola, Nueva Novela, Nueva Cosa…!–, el filme de Resnais y Robbe-Grillet es también ciencia ficción en un sentido nuevo, que el cine raramente había abordado fuera de los límites de la estricta vanguardia artística. Se trata de un experimento cinematográfico en sí, de una investigación científica sobre la propia naturaleza del medio en que se expresa, tal como las novelas de Grillet, Las gomas, El mirón o El laberinto, por citar algunas de las más representativas, son a su vez una investigación científica formal de la narrativa literaria. Pero ambos, Grillet y Resnais, son también amantes del género en sus expresiones más populares y pulp, de los tebeos de Mandrake a las novelas de Jean Ray (con qué gracia inigualable introduce Resnais en su corto documental Toute la mémoire du monde –1956–, sobre la Biblioteca Nacional francesa, las portadas de Mandrake y Harry Dickson… entre infolios e incunables medievales y primeras ediciones de Zola). Puede que dé igual si El año pasado en Marienbad es o no es ciencia ficción, naturalmente… Pero, en cierto sentido, sí que importa, puesto que, como una de las obras fundacionales de la Nouvelle Vague, contaminada por la CF y otros géneros afines –el gótico, el fantastique, el Surrealismo…–, esta delicada pieza de orfebrería del caos es uno de los puntales que sostiene el edificio de la Nueva Cosa, inspirando a sus enloquecidos arquitectos y, no menos importante, irritando todavía a muchos aficionados al cine fantástico y de ciencia ficción, necesitados siempre de la muleta explicativa que sostenga su pobre raciocinio.

Algunos fans y ciertos críticos expertos en el género son como aquel escritor francés marxista, compañero constante y pesadilla conspicua de Marcello Mastroianni en 8 1/2 (Federico Fellini, 1963), a quien el protagonista acabará ahorcando en una de sus fantasías. Al fin y al cabo, Guido Anselmi, el personaje que interpreta Mastroianni, alter ego evidente del propio Fellini (al menos, de uno de los muchos Fellinis posibles), está también harto de la ortodoxia neorrealista que, situada en las antípodas aparentes de la ortodoxia de la ciencia ficción, es, en cierto modo, similar: ambas firmemente apegadas a lo material, lo palpable. En un caso se exige fidelidad a los principios marxistas de la Historia, la dialéctica y la lucha de clases; en el otro, a los principios de una ciencia posible, una ficción especulativa seria, en la que los conocimientos y procedimientos científicos resulten creíbles, convincentes. Pero Mastroianni ya está más allá –en ese cohete que arruina al productor de la película– y más acá –en su propio mundo de obsesiones y recuerdos– del realismo social o la crítica marxista. Por eso, su narrativa es también alegremente incoherente, poética, confusa siempre entre los sueños y la realidad cotidiana, entre los deseos y los recuerdos, entre la vida y la muerte. La Nueva Cosa se subirá al cohete de Guido Anselmi… Uno que no despega para patrullar la galaxia, sino que se reintroduce en el cuerpo de la ciencia ficción como un supositorio gigante: o sea, dando por culo.

III

NOUVELLE SCIENCE VAGUE FICTION

Finalmente, la ciencia ficción se adueñó de la Nouvelle Vague, allanando el camino a la Nueva Cosa. Si la memoria era el campo de juego de El año pasado en Marienbad, también lo es para Chris Marker en su pionero y seminal cortometraje La Jetée (1962), donde a diferencia de Robbe-Grillet, la referencia fantacientífica se hace explícita –viajes en el tiempo, futuro postatómico–, pero además se experimenta nuevamente con la narrativa cinematográfica, utilizando exclusivamente la foto fija, como si todo el filme no fuera sino una fotonovela que se va desplegando, gradualmente, ante los ojos del espectador, sucesión de momentos congelados en el tiempo, que contradice con su estatismo la definición de cine como imagen en movimiento. Estático, estético y desolador, el foto-poema de ciencia ficción de Chris Marker inspirará a Terry Gilliam 12 monos (Twelve Monkeys, 1995), quizá no una de sus mejores películas, pero sí al menos una sincera muestra de la persistencia de la visión en tiempos poco propicios para la Nueva Cosa.

Si Marker viaja en el tiempo por el método paradójico de detenerlo imagen a imagen, Jean-Luc Godard nos traslada al futuro sin moverse del París de los años 60 con su maravillosa Lemmy contra Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965). Buscando localizaciones futuristas en los confines arquitectónicos y urbanísticos de la capital francesa y su extrarradio, Godard juega con el cine negro, apropiándose del personaje de Lemmy Caution y su encarnación cinematográfica, el mítico Eddie Constantine, con la Guerra Fría y la ciencia ficción, para construir una fábula distópica, que de-construye las reglas del juego narrativo, sin por ello dejar de cumplir canónica e irónicamente con sus leyes fundamentales. Profundamente romántica y poética, divertida y esteticista, la parábola futurista de Godard se nos presenta como la mejor definición de Nueva Cosa. Sin apenas efectos especiales, nos introduce en un futuro intergaláctico de guerras frías y calientes, viajes espaciales, fugas de cerebros y dictaduras electrónicas, creado sólo por la fuerza de las imágenes, los signos visuales y los juegos semánticos. Si Lemmy Caution dice venir de otro planeta, si se nos informa sobre ciudades y capitales galácticas en guerra, si el superordenador que controla y rige Ciudad Alpha habla con voz de computadora y en términos científicos o pseudocientíficos… Entonces, estamos ante ciencia ficción, y no ante «simple» cine negro o de espionaje. Si huele y sabe como ciencia ficción, es ciencia ficción. Por otro lado, su heterodoxa mezcla de géneros y subgéneros populares –del western a la serie negra, del espionaje a la ciencia ficción, con sus citas a Flash Gordon y Dick Tracy– será también una de las claves de la Nueva Cosa, y el superagente Lemmy Caution prefigura claramente al Jerry Cornelius de Michael Moorcok, con sus irónicos matices bondianos.

La Nouvelle Vague es una celebración de la heterodoxia. Hija de la crítica, se construye en torno a modelos autorreflexivos, referenciales y de-constructivos, como lo hace también la ciencia ficción New Wave y como antes lo hicieran los narradores modernistas de la primera mitad del siglo XX. Pero, además, posee una conciencia pop, que se alimenta de los mitos y la cultura de masas, a la vez que acaba siendo consumida por estos, casi inevitablemente. En esa Nouvelle Vague que juega con la ciencia ficción en particular y los géneros populares en general, hasta quemarse a veces los dedos, hay un algo de inconfeso deseo de abandonar la vanguardia por la seguridad del puro género… Deseo que, afortunadamente, no sólo no se cumple, sino que acaba por verse contaminado por la propia virulencia de sus imágenes visionarias y peligrosas. Lo que no impide que algunos directores se encuentren más próximos que otros al clasicismo narrativo que tanto admiraron como críticos, y así Francois Truffaut rueda en Inglaterra su Fahrenheit 451 (íd., 1966), que pone en imágenes frías y hermosas la novela distópica de Ray Bradbury –uno de los antecedentes de la Nueva Cosa, y no sólo por su impacto en el mainstream–, convirtiéndola en modelo de narrativa futurista, a la vez que inequívoca metáfora de la Guerra Fría y las dictaduras totalitarias de su propio tiempo. La decisión de Truffaut de filmar en Inglaterra –como Antonioni su Blow Up (1966)– tiene un algo de ortodoxia, de necesidad de credibilidad anglosajona, que el propio tono poético e intelectual de la película desmiente al tiempo. Pese al descrédito que muchos han cargado a espaldas de la incursión de Truffaut en la ciencia ficción, Fahrenheit 451 sigue siendo una película bella, cuya gelidez visual se convertirá en marca de fábrica de la Nueva Cosa cinematográfica, con aciertos proféticos como esos concursos televisivos interactivos, que adelantan la pérfida naturaleza de los modernos reality shows con triste buena puntería, estableciéndose como un filme capaz de dar el espaldarazo casi definitivo al género, sacándolo fuera del ghetto miserable, autocomplaciente y gimoteante de los aficionados a la ciencia ficción.

Alain Resnais –Je t’aime, je t’aime (1968)–, Truffaut, Godard –«historias con principio, nudo y desenlace, sí, pero no necesariamente en ese orden»–, Marker, Roger Vadim –Barbarella (1967)–, Jean Rollin –Desnuda entre las tumbas (Le vampire nue, 1970): no son vampiros, son mutantes–, Louis Malle –El unicornio (Black Moon, 1975)–, etc., son algunos de los representantes, voluntarios e involuntarios, de la Nouvelle Vague en sus distintas variedades, y sus lascivos jugueteos con la ciencia ficción se convertirán en paradigma de la Nueva Cosa. En fuente constante de inspiración, fascinación e irritación.

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