El círculo de los escritores asesinos

¿Por qué mataron al afamado crítico literario García Ordóñez? Aunque todos se declaran inocentes, el asesino es uno de los integrantes del Círculo, una pandilla de jóvenes escritores y cinéfilos que bien podría recordar al Círculo de loa serpiente cortazariano o a la famosa mesa circular de Dorothy Parker en el hotel Algonquin. Ganivet, El Chato, Larrita y Casandra rinden pleitesía al poeta César Vallejo, no creen en democracia más necesaria que la del talento y sostienen una guerra sin cuartel contra la llamada «mafia cultural de Lima». Ganivet, Ellos serán los autores de los cuatro manuscritos que, reunidos y comentados por el enigmático Alejandro Sawa, pretenden aclarar el asesinato de tan influyente hombre de letras.

Una cantante punk caída en desgracia, una femme fatale enamorada de Eric Rohmer, un cronista enloquecido que forma un «Club de enemigos de Neruda», un anciano subversivo que rememora el heroísmo del Cid y un narco mexicano que huye a Etiopía son algunos de los personajes de El círculo de los escritores asesinos. Tan perversos como inocentes, tan frágiles como arrogantes, todos tienen mucho de las imprevisibles calles de la Lima donde creció su autor, Diego Trelles Paz, uno de los más destacados representantes de la narrativa peruana actual.

ANTICIPO:
El Círculo nació en el bar del chino Tito. Cuando pienso cómo ocurrió, me acuerdo de esas películas francesas donde los personajes se conocen porque sí, y no puedo evitar sonreírme. Me pregunto: ¿cómo va a ser verosímil, Ganivet, si parece extraído de un libro de accidentes, de un anecdotario citadme, de uno de esos manuales mal imaginados de fábulas y sueños? ¡Yo mismo dudaría de semejante historia! Y, sin embargo, como sí hubiese estado profetizado, sin ninguna amistad o pasado común, sin ninguna conexión previa, coincidimos una noche y rápidamente supimos que nada había sido casual, que teníamos que encontrarnos. Así fue como todo empezó.

Aquella tarde de viernes había decidido vencer el genuino miedo que siempre le he tenido a la gente. Yo era un estudiante retraído en la Facultad de Literatura de San Marcos. Mi madre me había convencido de ir a la universidad y yo había aceptado sin saber bien por qué. A ella no le importaban mis estudios en realidad; lo que le interesaba era que me relacionara un poco más con los otros o le llevara a casa a una dulce muchacha y se la presentara como mi mujer. Mi madre temía que yo fuera homosexual. Sin embargo, no sólo perdí la virginidad en su cama, sino que lo hice con una de esas amigas liberales con las que salía antes de volverse a casar- Aunque nunca hablamos del asunto, siempre supe que ella lo planeó y decir que me importó, sería mentir. Ni siquiera sentí vergüenza. Desde la muerte de mi padre, yo he sentido por mi madre una adoración desmesurada y he tratado de complacerla en todo.

Me convertí, pues, en un estudiante por obra y gracia de sus fobias. No pude, sin embargo, relacionarme con nadie. No sólo nunca le llevé algo parecido a un ser humano a casa, sino que de pronto se me ocurrió que la idea de asesinar a su nuevo cónyuge no carecía de cierta, armónica, justicia. Tuve, sin embargo, mis reticencias. Luché contra mi oscura moral y terminé rechazando lo más hermoso que puede nacer del pecho de un verdadero poeta: la irracionalidad.

Pensaba yo: ¿es el advenedizo un mal hombre? Y, no, no lo era en absoluto. Mi padre sí que lo era, este sujeto era insignificante. Su bondad era tan odiosa como la de todos esos hombres despreciables que nada leen, que gastan sus horas pensando en el mañana con la más estúpida de sus sonrisas. Debía matarlo, sin duda. Estaba clarísimo. Estaba tan claro que las hermosas palabras de Monsieur Mersault resonaban con violencia en mi cabeza. Palabras del horror más perfecto, de la verdadera desnudez ante la angustia de la que hablaba Heidegger. Palabras de profeta que me inspiraron los más atroces sentimientos: «Alors, j´ai tiré encore quatre fois sur un corps inerte où les bailes s’enfonçaient sans qu´il y parût. Et c´était comme quatre coups brefs que je frappais sur la porte du malheur

¿Por qué no lo maté? No lo sé, simplemente no lo hice. Al principio no dudé en atribuirlo a mi falta de carácter. Luego me di cuenta del terror que sentía. No de verlo desplomarse o de presenciar el cambio escalofriante de una mirada que se esforzaba en serme paternal- Sé -sabía entonces- que mis actos podían ser interpretados como los de un loco. Pero yo no me sentía así. Lo quería matar y punto. El terror aparecía cuando imaginaba los ojos de mi madre cerrarse para siempre. Sin ella, sentía un agujero en el estómago, una soledad infinita. Cuando pensaba en un mundo sin mamá, el mundo lentamente se hundía.

Con el tiempo no llegaría a comprender a las personas. De hecho odiaba a casi todos los compañeros sanmarquinos:

1) A los que ya me habían invitado a formar parte de sus movimientos de izquierda y estaban tan politizados que preferían sabotear las clases.

2) A los que me invitaban a participar como poeta –sabrá Dios quién les había dicho que lo era- en recitales culturales donde se rendía pleitesía a personajillos de lo más insoportables (nunca, como entonces, sentí tanta vergüenza ante las monstruosidades que la poesía puede permitir).

3) A los que ni me invitaban ni me hablaban ni nada de nada, tan sólo porque, al igual que a ese señor que vivía en casa, los veía más alegres, más vitales, menos reales que yo.

Yo mismo me sentía despreciable. Salvo un grupito de estudiantes que había observado leyendo en los jardines, nadie despertó mi curiosidad. Fueron precisamente estos ´amigos´ los que me llevaron a aplazar el crimen. No sé si fue voluntario pero empecé a distraerme con ellos. Me gustaba escucharlos cuando hablaban sobre esas cosas que nunca pasan de moda en un pasillo de Letras. Por ejemplo: la expulsión de César Moro del movimiento surrealista por sus «tendencias homosexuales»; el encuentro entre Allen Ginsberg y Martín Adán en el Bar Cordano; los dos tiros de revólver que Verlaine le asestó a Rimbaud en Bruselas; los Efimeros Pánicos de Arrabal, Jodorowsky y Topor en el París de los sesenta, sendos psicodramas estridentes en donde un perro podía tranquilamente suicidarse en escena; la locura de Zelda, la hermosa esposa de Fitzgerald, quien trató de humillarlo hablándole del nimio tamaño de sus genitales, lo que, según Hemingway en París era una fiesta, los llevó a ambos a desmentirla con una inspección ocular en un baño parisino; el juego mortal con el que un dopado William Burroughs, fungiendo de Guillermo Tell, asesinó a su esposa Joan Vollmer de un balazo mientras ésta sostenía un vaso de tequila sobre la cabeza; la llegada de William Faulkner a! Perú de la mano del escritor Carlos Eduardo Zavaleta; el puñetazo que Vargas Llosa le propinó a García Márquez dentro de un cine mexicano; el intenso romance que sostuvieron dos de los niños bonitos de las letras sudamericanas: Elena Garro y Adolfo Bioy Casares; y así, un sinfín de acontecimientos literarios que, revestidos por un aura mística y de cierta solemnidad, nadie reconocía como chismes.

Yo, como ellos, disfrutaba del chisme. Particularmente, me gustaba mucho una de las anécdotas que nos contó Marita. Marita era una poeta muy buena y obesa que escribía versos eróticos. La historia ocurrió en Lima, no hace muchos años; habla de poetas peruanos en un taxi. Digamos, para ser efectistas, que el carro era uno de esos minúsculos Ticos amarillos y el conductor un alcohólico. Los poetas salían de un bar barranquino y ya andaban bastante ebrios. Como buenos ciudadanos o como dignos poetas que no conducen, ninguno de ellos tenía coche. De manera que allí estaban José Watanabe, Luis La Hoz, Carlos López Degregori, Antonio Cisneros, y de repente, no puedo asegurarlo, Rodolfo Hinostroza, trepando al taxi que los devolvería a sus casas, cuando uno de ellos miró al taxista y le dijo algo que pudo ser una broma pero que a mí me sonó a magia: «Maneja con cuidado, compadre; si nos chocamos esta noche aquí se acabó la poesía peruana».

Marita sabía contar con gracia este tipo de anécdotas y a mí me gustaba escucharla. Su cercanía no me resultaba conflictiva aunque tampoco me llenaba de Júbilo. Saber que yo era atractivo para ella me causaba un cierto estupor. Descubrir, sin embargo, que no la odiaba fue un paso gigantesco en la salvación del intruso. Fue Marita quien me convenció de abandonar mi encierro. Su invitación al bar del chino Tito, la misma noche que nació el Círculo, me hizo vencer el miedo que siempre le he tenido a la gente.

Debo reconocerlo, desde que conocí a Casandra las exigencias de mi madre dejaron de ser mandatos excluyentes. Mis celos se atenuaron, el intruso no dejaría de ser un estorbo pero mis deseos de eliminarlo cedieron. Sin embargo, no puedo asegurar que el Circulo se formara por influencia de mi sentimiento amoroso. Ya he hablado de una coincidencia literaria, de un momento cinematográfico en el que dejamos de reconocernos extraños. ¡Diablos, era como si una cámara desenfocara al resto de personas para dejar que nos mirásemos! Y aunque sé que exagero, que abuso de las licencias poéticas y que de seguro el momento no existió de esa forma, ¿cómo podría explicar entonces nuestra intensa conexión?… ¡Si ni siquiera era capaz de responder al saludo de la gente! Ahora diría que en realidad fue Vallejo. Cuando Casandra comenzó a hablar como el gran César en esa mesa infestada de lindos intelectuales, mí cuerpo empezó a segregar alguna hormona misteriosa que me dejó estúpido. Lo mismo, estoy seguro, sucedería con el Chato, con Larrita, con Sawa. Pero no era que Casandra hablara sobre o contra Vallejo, ni que hiciese uno de esos comentarios de enciclopedia que todos alguna vez empleamos para parecer interesantes. Su actitud me la respuesta a un rumiante de pelo pintado, uno de esos cretinos recién desasnados que emplean palabras difíciles para justificar algo que no endeuden. El sujeto hablaba de vanguardia poética, performances, de arte plástica comprometida, del concurso de la Telefónica que perdió por fraude, de artistas en boga y de artistas desfasados. Cuando hizo el ademán de concluir, miró a Casandra confiado en los resultados de su empalagoso cortejo. Estoy seguro de que estos muchachos de ahora no hacen sino cambiar los rótulos y nombres a las mismas mentirosa convenciones de los hombres que nos precedieron, dijo Casandra con la voz seca y empleando el masculino.

¡Cómo explicar ahora ese delgadísimo hilo de electricidad que me recorrió el cuerpo! ¡Esa sensación extraña que me despertó al mundo y me hizo retornar de mi nebulosa arrepentido de mis estériles años! Ni siquiera se trataba de uno de los poemas del gran César, ¡era un artículo! Debía conocer a la mujer que pudo acceder a Contra el secreto profesional y citarlo con esa naturalidad tan modosa y provocativa… ¡Vamos que me había enamorado! Sin saber cómo me vi delante de ella. Sus amigos artistas se callaron y empezaron a mirarme como a un mendigo que te observa comiendo. A mi su asco me era indiferente, sin conocerlos sentía por ellos repugnancia y, ahora que lo pienso, unos enfermizos e insostenibles celos.

Claro, todo eso puedo comprenderlo ahora que ya nada tengo, cuando mi vida se ha acabado en esta cárcel de mierda- Pero, entonces, cuando cedía al vértigo, un dulce vacío hizo leve mi cuerpo y me mantuvo estático ante sus ojos. ¿Quién era yo sino el atrevido que supo sostenerle la mirada y silenciar a su auditorio de bufones con el mismo silencio? Decir que estuve treinta segundos «dormido en sus ojos» es una forma poética, algo cursi, medio nerudiana, de mentir. ¡Y es que yo fui sus ojos! El silencio era mi cómplice. Cuanto más se dilataba, mientras escuchaba las bromas de sus amigos, comprendí que en ese espacio sólo existíamos los dos.

En ese momento ella dijo algo que no entendí. ¿Qué fue? No lo sé. Nunca lo supe- Yo era sordo. Tenía miedo de escuchar. Fue más bien el susurro prolongado de una sola palabra. Como si ya no pudiera controlar mi lenguaje, la respuesta me salió de pronto:

-Vaaaaalleeeeeejoooooooooooooo…

Casandra asintió con la cabeza, sin despegarme la mirada. Nunca como entonces, la súbita vergüenza, las ganas de salir corriendo, una oscura sensación de abandono. Qué silencio. Era tan nítido e hiriente que llegó a cegarme. ¿Es así el mundo? No tuve otro remedio que huir. Ya en el baño del bar, comprendí que nada podría hacer para regresar, Casandra, ¿qué pensarías de mí? Yo sólo era un muchacho confundido que no entendía al mundo. Tendrías que observarme derrotado, entre estas paredes malolientes, maldiciendo el amor. Sé que el hombre que tocó la puerta -el Chato, mi primer amigo- estuvo tan enamorado de ella como yo- Sé que nos estuvo observando y su impulso de buscarme se debió a su imposibilidad de hacerlo que hice. Cuando me preguntó por ti, tuve ganas de golpearlo. Pero no pude. O no quise. Porque me vi en él. Ahí, en ese instante muerto, floreció nuestra pandilla. Él me enseñó tu nombre. Dijo que lo había escuchado esa misma noche. Dijo que le sonó hermoso y que lamentaba su sinceridad pero era un hombre honesto. Y yo le creí.

Lo siguiente fue aceptarle una cerveza mientras le mentía a Marita para no regresar a su mesa. Las últimas palabras que le dije (no pienso repetirlas) supieron expulsarla de mi vida para siempre. Y sospecho que también de la poesía porque Marita no volvió a escribir. No voy a sugerir que dejó de componer esos bellos poemas eróticos por mí culpa, pero puedo suponer que algo en ella enmudeció. Cometió la locura de desconfiar de sus versos. Antes de mi encierro, volví a verla. Parecía una muerta, una sombra con cuerpo. Sé que me reconoció y debió de alegrarse de mi futura desgracia. No la culpo. Yo le auguré un suicidio nada complaciente, carente de toda paz, y me sentí malvado. Sin embargo, verla desaparecer esa noche no me produjo el menor remordimiento. Era tonto y egoísta, estaba un poco loco. Frente a mí tenía a un hombre que me hablaba sin pedírselo y cuya sinceridad no tardaría en conmoverme. Era evidente que estaba ebrio pero sabía llevar con aplomo su embriaguez. No parecía un escritor. Me di cuenta de que no lograba cruzar las piernas con propiedad, las tenía musculosas como las de los futbolistas. ¿Qué cualidad descubrí en sus palabras para no humillarlo con mi indiferencia? No sabría responder. Quizás siempre fui un ermitaño a medias. Aunque puedo reconocer que muchas de las cosas que dijo yo las había pensado antes. A su manera, el Chato también odiaba los códigos de una ciudad enferma que empezaba a asfixiarlo. No siempre había sido así. Me dio a entender que su maldición empezó con la lectura. Que fue ella la que le mostró el camino de una lúcida perdición porque, súbitamente, empezó a sentirse diferente a sus amigos e infinitamente triste. Para mí eso era algo nuevo. No conocía el concepto de amistad y, sin experimentarla, la aborrecía.

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    JVS
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    Tan perversos como inocentes, tan frágiles como arrogantes, todos tienen mucho de las imprevisibles calles de la Lima donde creció su autor, Diego Trelles Paz, uno de los más destacados representantes de la narrativa peruana actual.

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    JVS
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    Tan perversos como inocentes, tan frágiles como arrogantes, todos tienen mucho de las imprevisibles calles de la Lima donde creció su autor, Diego Trelles Paz, uno de los más destacados representantes de la narrativa peruana actual.

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