← Naves negras ante Troya. La historia de la Ilíada Ricardo III. El séptimo Hijo. → El conde Belisario agosto 09, 2005 3 Opiniones Robert Graves Género : Histórica El gran Robert Graves, magnífico escritor y mejor historiador que nos ha dado delicias como El vellocino de oro, Yo, Claudio o La guerra de Troya, nos ofrece esta magnífica biografía novelada del general Belisario, el lengendario general del emperador Justiniano, vencedor de cuatro reyes, siempre en inferioridad numérica, homenajeado incluso por Isaac Asimos. Esta es la historia de un general que se impuso a bárbaros, revueltas internas, cismas teológicos y nuevos poderes ascendentes en unos tiempos turbulentos, tras la caída de Roma y cuando nadie sabía si el Imperio Bizantino podría mantener el testigo. ANTICIPO: LAS ESFINGES MEGARENSES Quizás os haya desconcertado la expresión «esfinge megarense»: ése era el nombre que algún autor de epigramas había dado a las prostitutas de Constantinopla. La esfinge era un monstruo voraz que guardaba celosamente sus secretos, y los primeros colonos de Constantinopla habían llegado de la ciudad griega de Megara. Según se cuenta, un oráculo aconsejó a los futuros colonos navegar hacia el nordeste, hasta la orilla opuesta a la «ciudad de los ciegos»; allí fundarían su propia ciudad, que llegaría a ser la más hermosa del mundo. De modo que cruzaron el Egeo rumbo al nordeste, y remontaron el Helesponto hasta llegar al Bósforo, y allí fundaron su ciudad, en la orilla europea, frente a Hierón, que ya estaba colonizada. Este era obviamente el sitio designado, pues los hombres de Hierón habían construido la ciudad en la orilla menos favorable, donde las corrientes eran turbulentas, la pesca escasa, y el suelo yermo, cuando pudieron haber elegido la otra orilla con su cómodo puerto natural, el Cuerno de Oro, tan ciegos eran. Ahora, después de tantos siglos, Hierón es todavía una localidad pequeña, pero la ciudad de los megarenses se ha transformado en un lugar de un millón de habitantes, con magníficos edificios cercados por una muralla triple. Es la ciudad de múltiples nombres -para los griegos «Constantinopla» oficialmente, «Bizancio» familiarmente; para los literatos italianos «Nueva Roma», para los godos y otros bárbaros germánicos «Mickfcgarth», para los búlgaros «Kesarorda», para los eslavos «Tsarigrad»-, la maravilla del mundo que considero mi hogar. Mi amo, el padre de Antonina, era, como he dicho, un auriga de la facción Verde de Constantinopla. Se llamaba Damocles, y me trataba amablemente. Ganó muchas carreras para su color antes de morir cuando era muy joven, en circunstancias que requieren un relato detallado. Era un tracio de Salónica, hijo de un auriga del Hipódromo de allá, donde el nivel de las carreras es muy alto, aunque no tanto, lo admito, como en Constantinopla. Un día reparó en él un acaudalado simpatizante de los Verdes que había ido a Salónica en busca de un talento; y, a cambio de una cuantiosa suma de dinero para el fondo de la facción local, transfirió sus servicios a la capital. Allí conducía el segundo carro en las carreras importantes, y en general su tarea consistía en llevar el paso y desviar a los carros Azules del camino para que el primer carro Verde, el de caballos más veloces, tuviera la oportunidad de adelantarse sin obstáculos. Era muy diestro en esta especialidad. Tenia un gran talento para sacar partido de caballos difíciles o perezosos. Además, era entre todos los de su profesión el más hábil con el látigo: era capaz de liquidar certeramente una abeja en una flor o una avispa en la pared a cinco yardas de distancia. Damocles tenía un amigo, Acacio de Chipre, por quien sentía gran afecto, y una de sus condiciones para venir a Constantinopla fue que Acacio recibiera algún puesto en el Hipódromo: lo suficiente para una vida decente, pues era casado y tenía tres hijas. La condición se cumplió fielmente, y Acacio fue designado asistente del maestre de osos de los Verdes. Más tarde recibió la maestranza principal de osos, un puesto muy responsable y lucrativo. Aquí debo retroceder en la historia, para que todo quede bien claro. El año de Nuestro Señor de 404, exactamente cien años antes de la historia que tengo que contar, fue señalado por dos novedades lamentables. En primer lugar, los libros profetices sibilinos, que el Senado consultaba cada vez que había motivos de perplejidad y peligro nacional, y que se habían conservado cuidadosamente en la Biblioteca Palatina de Roma desde el reinado del Emperador Augusto estos tesoros preciosos e irremplazables fueron vergonzosamente quemados con pretextos religiosos por un cristiano iletrado, un general germano al servicio de Honorio, Emperador de Occidente. Esta estupidez estaba prevista en los libros mismos; pues se dice que el grupo final de hexámetros sentenciaba: Cuando el mundo dos necios se dividen, el mayor (de la región más joven) prohíbe en su Hipódromo la sangre y trae sangre. En la más antigua Roma el menor, a bárbaros rendido, en humo ve disuelta su sapiencia. Arcadio, el Emperador de los romanos de Oriente («la región más joven») cumplió su parte de la profecía ese mismo año. Un día, en el Hipódromo de Constantinopla, un monje loco se interpuso entre dos gladiadores cuando habían llegado al momento más interesante del combate. Los exhortó en alta voz a abstenerse del asesinato, en el santísimo nombre de Cristo. Los gladiadores se negaron a matar al monje, pues les habría traído mala suerte (los gladiadores son supersticiosos por naturaleza). Se separaron y, por señas, preguntaron al Emperador, que hacía las veces de presidente, qué debían hacer a continuación. Los espectadores estaban enfurecidos por esa impertinente intromisión del monje en su entretenimiento; desbordando la barrera, arrancando terrones de cemento y ladrillos de los asientos, apedrearon al monje hasta matarlo. Arcadio también se enfureció cuando el público usurpó su autoridad de presidente. Tomó la severísima medida de prohibir todos los juegos con gladiadores durante un período indefinido. Este decreto provocó tumultuosas protestas, en castigo por lo cual Arcadio disolvió por completo el gremio de gladiadores y permitió que el monje, cuyo nombre era Telémaco, fuera proclamado mártir e incluido honrosamente en los dípticos. Las consecuencias no fueron afortunadas. En primer lugar, como parece haber previsto la Sibila, el populacho, viéndose privado del habitual placer de presenciar cómo los hombres se mataban pública y profesionalmente, buscó satisfacción en luchas extraoficiales en calles y plazas, entre los jóvenes petimetres de las facciones Azul y Verde. En segundo lugar, la desaparición de los gladiadores de los Juegos del Hipódromo elevó las luchas con osos de una posición subalterna a una posición descollante. Los mastines que peleaban con los osos no pertenecían, añadiré, a una facción, como los osos y los caballos, sino que los entrenaban privadamente entusiastas acaudalados. También se escenificaban ocasionalmente enfrentamientos entre un león y un tigre (el tigre ganaba siempre) o entre lobos y un toro (los lobos ganaban siempre, si gozaban de buena salud, atacando los genitales del toro) o entre un toro y un león (una pelea igualada, si el toro era fuerte) o entre un jabalí y otro jabalí. Pero las funciones con osos eran por lo general las más atractivas, y eran aún más populares que los espectáculos, todavía permitidos en algunos Hipódromos, en que criminales armados intentaban, con más o menos ineptitud, protegerse de los ataques de estas diversas fieras. Los cristianos más devotos se levantaban del asiento o cerraban los ojos durante esas peleas programadas, y había alguna encíclica que prohibía a los cuidadores de osos y leones, los aurigas y otros profesionales del Hipódromo la práctica del cristianismo. O, mejor dicho, les prohibía participar de la Eucaristía, pues se suponía que sus profesiones eran ruines y excitaban las mentes de los hombres apartándolos de la tranquila contemplación de la Ciudad Celestial. Por esta razón, los profesionales del Hipódromo eran hostiles por naturaleza a la religión cristiana, pues despreciaba sus vocaciones tradicionales, de las cuales no estaban avergonzados en absoluto. Les complacía crear rumores para desacreditar al cristianismo, especialmente sobre la conducta hipócrita de los cristianos devotos. Había más de un alto funcionario de la Iglesia que solía enviar secretamente un regalo en dinero al maestre de danzas Verde, o al Azul, pidiéndole que seleccionara una mujer vivaracha para animar una cena; y sin embargo, en las calles, esos mismos hombres alzaban la túnica horrorizados si se topaban con una actriz, como temiendo contaminarse. En este sentido, yo compartía la opinión de la gente del Hipódromo: las experiencias hechas junto a mi ex amo Barak habían despertado en mí profundas sospechas sobre la Iglesia, sospechas que todavía conservo. Es algo que está arraigado en mi y no podrá extirparse; tal como el color Verde estaba arraigado en el alma de mi amo Damocles. Pero he conocido a algunos varones honorables entre los cristianos, de manera que en verdad no puedo escribir nada contra el cristianismo en sí, sino sólo contra quienes lo han usado para sus propios fines y han hecho gala de santidad para medrar en el mundo. En cualquier caso, existía esta hostilidad contra la Iglesia entre las gentes del Hipódromo (incluyo aquí a los actores del teatro, que estaban estrechamente relacionados con el Hipódromo); y sus habitaciones y despachos eran un santuario para los pocos sacerdotes de los Antiguos Dioses que sobrevivían, y de los hechiceros y adivinos egipcios y sirios, y de los magos persas, expertos en la interpretación de los sueños. Sólo los maestres de danza, que actuaban como intermediarios nuestros ante la administración de la facción y, por lo tanto, ante la corte y la Iglesia, eran, por tradición, cristianos; y por cierto eran un hato de hombres taimados y deleznables. El amigo de Damocles, el maestre de osos Acacio, murió en cumplimiento de su deber. Los machos se excitaron con la presencia de una osa en una celda vecina. Se pusieron intratables. Uno de ellos atinó a romper la cadena y luego derribó la puerta de la celda, ansioso por llegar a la osa. Acacio le ofreció un panal con una vara, e intentó persuadirlo de que regresara apaciblemente a su encierro. Pero el oso pareció ofenderse ante la oferta de una cierta dulzura cuando tenía otra en mente, y atacó a Acacio con petulancia, aunque sin intención de herirlo gravemente, y le arrancó el brazo. La herida se infectó y Acacio murió esa misma noche, para gran dolor de los simpatizantes de la fac ción Verde, y especialmente de mi amo Damocles, y para dolor, me han contado, del oso, quien lo lloró como un ser humano. El asistente del maestre de osos, Pedro, era un primo lejano de Damocles -casi todas las gentes del Hipódromo estaban emparentadas por lazos matrimoniales- y se decidió que debía casarse con la viuda de Acacio e integrarse a la administración de la facción para ser designado maestre de osos en su lugar. Así se hizo; y aunque esa boda, celebrada tan poco después de la muerte del maestre de osos, parezca de pésimo gusto, la imponían las circunstancias. Entre los Verdes, nadie pensó mal de ninguno de los contrayentes. Pero el período de actuación del maestre muerto había sido tan exitoso -había mejorado la capacidad defensiva de los osos, sometiéndolos a ejercicios regulares y a una dieta cuidadosa, en vez de mantenerlos siempre encerrados y a oscuras, como antes era costumbre- que la administración, en votación reciente, había adoptado que se le duplicara el salario. Ahora ascendía a quinientas piezas de oro por año, propinas aparte. Esta prodigalidad se justificaba por el enorme incremento de las apuestas cuando luchaban los osos, pues el tres por ciento de las ganancias iba al fondo de la facción. Quinientos por año era una suma tentadora, y el maestre de danzas, como correspondía a su calaña, no deseaba cederla por nada. Cuando Juan de Capadocia, que casualmente era un Verde destacado, ofreció mil por el puesto en nombre de un servidor suyo, el maestre de danzas no fue sordo. El asunto se arregló fácilmente, pues Juan de Capadocia era presidente del comité de designaciones. El maestre de danzas declaró en la reunión que el único candidato restante era Pedro, el asistente del maestre de osos, quien no sólo no merecía un ascenso sino que ni siquiera merecía conservar su puesto actual. Insinuó al comité que tal vez Pedro hubiera tenido Algo que ver con la fuga del oso que mató a Acacio, y dio visos de indecencia al apresuramiento de Pedro para casarse con la viuda del maestre muerto. El comité no sólo rechazó la solicitud de Pedro, sino al mismo Pedro. Cuando Damocles se enteró de la decisión, se irritó; y con razón. Fue a quejarse a los otros aurigas. Les pidió que firmaran una petición dirigida a los regentes del Hipódromo, cuya autoridad era mayor que la de la administración Verde, quejándose de la doble injusticia cometida con la viuda del maestre de osos y sus tres hijas, así como con el asistente del maestre de osos. 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DrX on 23 abril, 2003 at 10:44 am Esta es una gran novela, una de las cumbres narrativa de Robert Graves, un escritor que no nos ha dejado uno ni dos, sino unos cuantos libros espléndidos. Pero a mi este Conde Belisario es, junto con Yo Claudio, el libro que más me ha gustado de todos los suyos. Inspirado en el cúmulo de leyendas sobre la figura del general de Justiniano, tan mal tratado por ese emperador, carga las tintas sobre un Belisario íntegro, modesto y sacrificado, y un Justiniano ruin, mezquino y como poco desagradecido. Si eso es o no histórico nadie lo sabe. Lo cierto es que la novela es muy buena y conduce a un final verdaderamente bello, sin violar en ningún momento los grandes hechos de la historia. Lo que nos conduce a la discusión de siempre. ¿Es esta una novela histórica? Pues por supuesto que sí, aunque -o quizás gracias a que- juegue con la historia para ofrecernos novela. Répondre
10copas on 1 mayo, 2003 at 1:38 pm Un novelón dificil de igualar. Interesante a la hora de conocer un poco más sobre aquellos tiempos y ese imperio olvidado, y una delicia de lectura. Ya dice Graves al principio, si Belisario hubiera tenido unos cronistas tan poco fiables y rigurosos como los del rey Arturo, ahora mismo su nombre sería una leyenda. Répondre
Mateo on 17 diciembre, 2003 at 10:57 am Lo compré, lo metí en la The Pila esa de la que hablais, y lo empecés la semana pasado. Anoche lo terminé con la mezcla de pesar y satisfacción que se produce cuando se termina un buen libro. Gracias por hacerme descubrir a este autor. Répondre