El día del Juicio

La «nueva iglesia para el nuevo milenio» del papa actual sorprende y seduce a millones de fieles. Las facultades del papa Peter Carenza van más allá de resucitar a los muertos y sanar a los enfermos. Fruto de una conspiración vaticana secreta para provocar el Segundo Advenimiento, Carenza es también mucho más de lo que los conspiradores habían imaginado.
Solo tres personas conocen la verdad sobre el nuevo papa: la mujer que una vez lo amó y que conoce su verdadera naturaleza, un arzobispo que no confía en él a pesar de sus milagros, y la madre de Carenza, una monja de clausura que realmente oye
la palabra de Dios.
Thomas Monteleone ha escrito un thriller vertiginoso donde las profecías y los milagros conviven con los avances científicos.

ANTICIPO:

Prólogo

Extracto del editorial de The Catholic Review, Baltimore, Maryland, 15 de mayo de 2000

En el año transcurrido desde que Peter Carenza se instalara en el Vaticano como el papa Pedro II, todas las publicaciones y medios de comunicación del planeta han relatado en innumerables oca­siones la historia de su vida. Todos hemos leído, visto o escuchado que se crió en un orfanato de la Iglesia y que fue cura de una parroquia de Brooklyn. También sabemos cómo comenzó a realizar milagros ante miles de testigos y cómo escapó del intento de asesinato que tuvo lugar durante el encuentro en el Los Angeles Palladium.
Sin embargo, poco más se sabe de él y algunos de nosotros, miembros de la Iglesia, empezamos a preguntarnos quién es exactamente nuestro nuevo papa.
Su elección unánime por el cónclave de cardenales supuso un abrupto cambio en la tradición, ya que Carenza es el primer papa nacido en Estados Unidos. Este hecho en sí mismo carecería de interés, pero la secta milenaria denomi­nada «Nostradamani» cree que es una señal de que el fin del mundo es inminente (ya que Nostradamus predijo en una de sus cuartetas que el «último papa» procedería del Nuevo Mundo).
Muchos, dentro y fuera de la Iglesia, creen que Peter Carenza es el tipo de líder carismático y revolucionario que una antigua institución teocrática, como la Iglesia católica apostólica romana, necesita para iniciar su andadura en el siglo xxi. Sin embargo, ya se alzan voces desde el mismo Vaticano acusándolo de planificar en secreto cambios catas­tróficos con el objetivo de acabar con la Iglesia. El tiempo nos dirá quién tiene razón.

1

Marion Windsor, Ciudad del Vaticano, 1 de agosto de 2000 —El papa se casa.

Las palabras de Peter Carenza sorprendieron tanto a Marion Windsor que al principio no estaba segura de haber oído bien.
Cuando el papa anunció sus intenciones, ella estaba sentada junto a una ventana abierta con vistas a los Jardines Vaticanos, mientras una suave brisa de primavera hacía ondear su cabello. Al otro lado del salón, empequeñecido por techos de estilo rococó y enormes tapices, se encontraba el santo padre, Peter Carenza. Desde su posición, sentado frente a una mesa de mármol pulido y rodeado de pilas de libros encuadernados en piel y papeles, le dedicó una impía sonrisa juvenil.
—¿ Casarte ? —preguntó Marion mientras se levantaba de su asiento junto a la ventana y se acercaba a él—. Peter…
—No solo el papa. No solo yo. Todo el clero podrá hacerlo. Voy a proclamar una bula: a partir de ahora los sacerdotes podrán contraer matrimonio. Y como no puede ser de otra forma, empezaré dando ejemplo. Me casaré contigo.
Un año antes, la idea de casarse con Peter Carenza le habría inspirado apasionadas fantasías, pero Peter no era la misma persona de entonces y Marion Windsor tampoco. Desde que lo conoció, lo había sacrificado todo por él y su misión. Renunció a sus ambiciones, a su carrera y a sus necesidades; todo para apoyarlo, para ayudarlo en lo que hiciera falta.
Incluso lo había seguido hasta la misma Roma.
Y durante un tiempo todo fue bien. Por primera vez en su vida Marion se sentía realizada. Los milagros de Peter, de los que fue testigo directo, habían renovado su fe en Dios y lo que quizá fuera aún más importante, en ella misma.
La creencia de que Peter y ella estaban sirviendo a Dios la hacía sentirse espiritualmente plena. Sabía que la razón de su existencia no era únicamente sobrevivir en el mundo material. Por primera vez estaba realmente satisfecha; no solo contenta, sino en paz consigo misma.
No es que estuviera enamorada de Peter Carenza; sus sentimientos iban más allá. El poder de su aura personal la había transformado, alumbrándola con invisibles rayos de gracia. Sentía un entusiasmo y una seguridad que sus logros personales, aunque considerables, jamás le habían proporcionado.
Últimamente se sorprendía a sí misma pensando en su infancia en Ohio y en su pasado, con una melancolía teñida por el amargo sabor de la madurez. Se crió en una familia donde el padre dominaba a todo el mundo con la amenaza del castigo físico y donde las opiniones se basaban en prejuicios, desinformación o simple ignorancia. Marion y sus hermanos vivían en una atmósfera de tensión constante, tan impredecible como el tiempo, pero mucho más dañina. Aún recordaba el que iba a ser su primer día de trabajo en la consulta de un dentista. Tenía quince años y con aquel vestido azul sin mangas y la blusa blanca parecía recién salida de catequesis, pero su padre consideró que la falda era demasiado corta. Le dijo a gritos que no podía ir a trabajar «vestida como una puta». De hecho no fue. Su padre llamó al dentista para decirle que su hija renunciaba al puesto. Marion jamás olvidó la humillación de aquel día, y años después, cuando consiguió una plaza en la universidad, no se lo dij o, ni tampoco le pidió ayuda para pagar la matrícula, nada. «Las mujeres no deben ir a la universidad ni aspirar a saber tanto como los hombres», era una de las frases preferidas que cualquiera podía escuchar de labios de Sam Windsor en la fábrica de soldaduras donde trabajaba.
Se sorprendió mucho cuando la vio bajar las escaleras a principios de septiembre, con un vestido azul marino muy por encima de la rodilla y una maleta pequeña. Aunque no captó el simbolismo, le exigió saber adónde iba. Marion le informó que su hija había sido aceptada en la Universidad de Siracusa, que el banco le había prestado el dinero de la matrícula, que tenía un trabajo en la biblioteca de la universidad y un billete de autobús que la llevaría hasta su colegio mayor. Ya había mandado la mayoría de sus cosas por adelantado. También le dijo que no volvería a aquella casa. Nunca.
Y así fue.
Aunque sí regresó a la ciudad para asistir a su funeral. Y lo hizo, sobre todo, para complacer a sus hermanos y a su madre, porque Marion había dejado muy claro a todo el mundo, y sobre todo a sí misma, que no necesitaba pedir perdón por cómo había tratado a su padre en vida. o una vez muerto. Nunca más, juró para sí, volveré a vivir bajo el yugo arbitrario de una persona irracional.
Entonces, ¿ cómo había permitido que Peter Carenza tuviera tanta influencia sobre ella?
Desde que llegó a Roma con Peter, hacía ya un año, había vivido como una prisionera en el palacio del Vaticano.
Bueno, pensó, quizá no como una prisionera, pero desde luego sí como su concubina.
No podía ni imaginar por qué Peter consideraba necesario casarse con ella.
Pero últimamente era bastante impredecible. Marion lo contempló du­rante un momento. Sus ojos oscuros y sus finos rasgos le conferían un notable atractivo físico, pero había un aspecto de su conducta que hacía que Marion desconfiara de él, que incluso le temiera y despreciara.
Y sin embargo, tenía un extraño poder de seducción sobre ella y sobre todo aquel con el que se relacionaba. Según parecía, nadie podía detestar a Peter Carenza durante mucho tiempo.
—He estado pensando mucho en este asunto, lo he estudiado a conciencia y los datos no son muy esperanzadores —dijo, interrumpiendo sus pensa­mientos.
—¿Qué? ¿Qué dices?
Se pasó los dedos por su oscuro cabello y dijo:
—La Iglesia pierde poder porque los jóvenes no acuden a los seminarios.
—Lo sé. Dijiste que.
—¿Y quién los puede culpar? —dijo mientras se ponía en pie y caminaba hasta una de las ventanas para después volverse hacia ella—. Cualquiera que decida convertirse en sacerdote católico en la actualidad tiene que estar loco, o muerto de cintura para abajo.
—Pues es lo que tú hiciste, Peter —dijo Marion con evidente sarcasmo—. ¿Sufrías alguno de esos dos males?
Por un momento, el papa la fulminó con la mirada. No le gustaba que lo desafiaran.
—Para mí fue diferente, ¡y tú lo sabes! Francesco me envió a un orfanato católico. ¡ Me educaron para ser sacerdote desde niño! La cosa cambia cuando los planes de otra persona deciden por ti.
Tenía razón, pero Marion necesitaba presionarlo. Parte de ella jamás se había sometido a él, aunque al mismo tiempo deseara que algún día volviera a ser el hombre del que se había enamorado.
Pero aquel hombre era el cura de una parroquia. Se había enamorado de un sacerdote. Estaba tan avenida a su situación que solo en contadas ocasiones caía en la cuenta de que esa era la realidad. Y cuando sucedía, se sentía obligada a preguntarse qué estaba haciendo y cómo se había conver­tido en la relaciones públicas del papa… y en su amante.
Peter la miró sin preocuparse por disimular su enfado. Quizá una pregun­ta sirviera para calmarlo.
—¿Cuándo piensas anunciar tu decisión?
El papa se encogió de hombros y se acercó a ella. Cualquiera que prestara atención a sus movimientos podría deducir muchas cosas. Flexible y ágil como un gato, Peter caminaba con cierto toque de chulería, sin conseguir ocultar del todo su arrogancia y una desconcertante seguridad en sí mismo. Se movía como si llevara una capa ondeando tras él. Cuando entraba en una habitación, aunque fuera un lugar en donde no había estado nunca antes, daba la impresión de que fuera de su posesión. Palabras como «presencia», «carisma» y «poder» se usaban con tanta frecuencia para describirlo que a Marion le provocaban arcadas.
—Marion, no me sigas la corriente ni intentes cambiar de tema con preguntas vacías. —Sonrió de forma macabra—. En realidad esto no te interesa, ¿verdad?
—Me afecta —dijo—. Así que claro que me interesa.
Marion vio como le cambiaba el humor mientras la tomaba entre sus brazos.
—Vaya, interesante elección de palabras. He estado pensando en cómo hacerlo. Creo que deberíamos darle mucho bombo. Poner la maquinaria publicitaria en marcha esta misma semana mediante filtraciones a los medios habituales.
Peter la besó juguetón en la unión entre el cuello y el hombro, una maniobra con la que siempre conseguía estremecerla. El muy cabrón.
—¿Qué quieres filtrar? —preguntó Marion, cediendo ante su abrazo.
—Que el papa va a hacer un anuncio histórico. ¡Algo que hará que se tambaleen los cimientos de la Iglesia! No lo sé, haz que suene bien, todo lo amenazador y terrible que puedas, pero sin desvelar nada. Después, el mes que viene, pasaremos a la acción.
Se apartó y volvió al desorden de su mesa. Iba vestido con unos vaqueros y una camiseta donde se podía leer: «He visto la Capilla Sixtina». Le gustaba desafiar las tradiciones de la Iglesia, aunque solo llevaba ropa informal en la intimidad de sus aposentos. Peter era demasiado inteligente para provocar a sus colegas y subordinados con asuntos triviales. Elegía sus batallas con cuidado y se sentía mucho más cómodo enfrentándose al Colegio Cardenalicio por cuestiones dogmáticas que discutiendo acerca del atuendo más apropiado para el sumo pontífice.
—Bueno, ¿qué opinas? —La miró y sonrió como diciéndole que en realidad le daba igual lo que pensara sobre sus planes, pero que esperaba que su respuesta lo divirtiera.
—Creo que te crearás enemigos —dijo casi sin pensar.
—¿Cómo quién?
—En la Iglesia hay muchas tradiciones y lo que planteas acabará con algo que la distingue de otras fes cristianas —dijo—. A los cardenales les dará un ataque.
—Pues entonces nombraré cardenales nuevos.
—Ya, seguro que sí.
Peter sonrió.
—Sé que los tradicionalistas tendrán que hacer ostención pública de su disconformidad y será muy raro que alguien de la vieja guardia se levante y diga que le gusta la medida, pero en secreto ¡bailarán de alegría!
Rió entre dientes aparentemente divertido ante la imagen de los ancianos vestidos con sus sotanas rojas saltando con júbilo rítmico.
—¿Y qué me dices de los demás? ¿Del resto de los católicos?
Peter sonrió con desprecio.
—¿Te refieres a los que antes se sentaban en el templo y escuchaban la misa en latín ? A esos les da igual. Han demostrado por activa y por pasiva que aceptarán cualquier cosa que diga la Iglesia. —Peter rió de nuevo y colocó una mano sobre su pecho—. Lo que significa que harán lo que yo diga.
—¡Qué magnánimo! —dijo Marion.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
Marion apartó la vista durante un momento en busca del valor que necesitaba para decir lo que estaba pensando.
—Bueno, no me refería solo a la gente en general, sino a mí —aclaró—. Quizá yo sea un problema.
Peter no pudo disimular su sorpresa. Rápidamente la ocultó detrás de otra sonrisa, pero Marion sabía que lo había desconcertado.
—¿Tú? —dijo suave y lentamente, con aire casi travieso. Sin embargo, ella lo conocía lo suficiente para saber que su irritación iba en aumento con cada minuto que pasaba—. Bien, ¿qué significa eso exactamente, Marion? ¿Por qué ibas a ser tú un problema?
—Bueno, quizá «problema» no sea la palabra adecuada. —Marion sentía la imperiosa necesidad de huir, pero en lugar de eso se obligó a sí misma a sostener su siniestra mirada—. Lo que quiero decir es que. bueno, ¿qué te hace pensar que quiero casarme contigo?
Sus palabras resonaron amplificadas por el eco de la sala.
Peter quedó paralizado durante un momento, mirándola, absorbiendo el veneno y el absurdo de lo que acababa de decir.
—Lo que tú quieras es irrelevante. pensaba que lo sabías. —Habló con frialdad y en voz demasiado baja.
—Peter, no quiero formar parte de ningún. espectáculo. —No pudo contenerse por más tiempo y explotó—. ¡No puedes hacerme esto!
—Sabes que sí. Sabes que puedo obligarte a hacer lo que yo considere necesario. ¿A qué viene esto?
Marion se apartó de él y se acercó a su asiento junto a la ventana, al otro lado de la sala. Lentamente él avanzó hacia ella, con las manos en los bolsillos, intentando parecer lo más relajado y despreocupado posible.
Pero ella lo conocía demasiado bien. Sabía que por dentro le hervía la sangre.
—Peter, llevo aquí desde Año Nuevo. Estoy cansada. Y has cambiado tanto que me estás volviendo loca.
—¿Cambiar? ¿En qué?
Marion negó con la cabeza y apartó la vista.
—¡No lo sé! Te estás convirtiendo en alguien del que jamás me habría enamorado.
—¿Qué tiene que ver que me quieras o no con mis planes? —Su voz sonó distinta y Marion se estremeció.
Sin embargo, se mantuvo firme y habló desde el corazón.
—Hubo un tiempo en que eso lo habría cambiado todo.
Aquello pareció detenerlo por un momento y Marion sintió cierto alivio. Su coraza todavía no era impenetrable; aún podía llegar hasta el hombre del que se enamoró. Lo imaginó recordando los tiempos en que compartieron una misma visión, el mismo dulce placer de dar sin esperar nada a cambio y aún así recibiéndolo todo.
Pero Peter Carenza ahora era un hombre distinto, algo oscuro lo domina­ba, algo que no era divino sino todo lo contrario. Marion no creía que se hubiese rendido a los poderes opuestos del universo, pero era evidente que oscilaba como un terrible péndulo entre un extremo y otro. Quería creer que aún podía llegar hasta él, ser el elemento impredecible en su vida que lo inclinara del lado de Dios y de la humanidad.
Y la única forma de conseguirlo era aguantar, seguir a su lado.
Por eso no había escapado de su prisión, por eso le había dado tanto control sobre su vida a pesar de la promesa que se hizo a sí misma años antes. Y por eso ahora no podía rendirse.
Peter permaneció con los ojos clavados en ella, como si leyera sus pensamientos. De hecho, no le sorprendería que pudiera hacerlo. Parecía sopesar una respuesta a su afirmación de que el amor podía alterar su misión.
—Bien, Peter —dijo casi en un suspiro—. ¿Tengo razón?
—A veces no es bueno tener razón —contestó—. A veces eso. cabrea a la gente.
—Solo quiero que pienses en lo que haces, en quién eres, en quién eras antes y en quién podrías ser.
Rió entre dientes.
—Marion, ¿pretendes darme ahora lecciones de moral?
—No hago nada que no hayas hecho tú.
Aquel último comentario pareció disparar algo en su interior. Su expresión abandonó la tolerancia divertida y la ligera irritación para reflejar solo ira.
—A veces eres imbécil, ¿lo sabías?
Con un movimiento tan rápido que Marion ni siquiera vio, la agarró por la garganta y la empujó hacia atrás. No pudo resistirse a la fuerza de sus manos. Intentó hablar, decir algo que lo detuviera, pero de su garganta cerrada no escapó ningún sonido.
—¿ Cómo puedes siquiera pensar en desafiarme ? ¡Soy el puto papa! —dij o con una horrible mueca de rabia que convirtió sus ojos en dos finas ranuras.
Ya había visto estos ataques de ira antes y la aterrorizaba pensar adónde podrían conducirlo. Sintió como el pánico se apoderaba de ella y de repente tuvo la abrasadora certeza de que podía morir en ese mismo momento. Se tambaleó y chocó contra el marco de la ventana, indefensa ante su cólera.
La vista se le nubló y el techo decorado con ricas molduras pareció sobrevolar su cuerpo.
Estaba cayendo hacia atrás, lenta, liviana. Sintió en el rostro el suave roce de la brisa fresca. En su campo de visión apareció una mancha de color verde intenso y notó como el pánico se diluía al tiempo que la falta de oxígeno hacía que todo a su alrededor se desvaneciera.
—Es tan fácil. —dijo Peter.
Es tan fácil matar. Ella lo sabía. Si su momento había llegado, lo aceptaba. Un manto de serenidad la arropó y le proporcionó calma.
Entonces la presión sobre su garganta cedió y el aire la inundó como un fuego frío. La inundó, la rodeó y la sobrepasó. Si alguna vez fue consciente de que estaba cayendo, de que se precipitaba hacia la vegetación y la mampostería de los cuidados jardines, lo fue de forma abstracta, como si aquel asunto no requiriese de mayor atención.
Lo último que vio fue el rostro de Peter Carenza mirándola desde la ventana.

2

Gaetano, Londres, 6 de agosto de 2000

Gaetano se sentó en el piso alquilado, situado a varias manzanas de la estación Victoria. Por su ventana abierta se colaban los sonidos del sempiterno tráfico, llenando las habitaciones de un ambiente urbano que con el tiempo se había convertido en un susurro reconfortante en lugar de molesto. Trabajaba como gerente de fondos de inversión, pero últimamen­te estaba involucrado en un proyecto mucho más personal. Apuntó con el mando a distancia que sostenía en la mano al aparato de vídeo para rebobinar la cinta donde figuraba la grabación de lo sucedido el día de Navidad de 1999.
Era una cinta que conocía tan bien que podía verla en su cabeza con la misma claridad que en la televisión, pero contemplar las imágenes desde fuera hacía que le parecieran más reales.
La máquina hizo clic al terminar de rebobinar la cinta y Gaetano presionó el botón de play:
La multitud entra en un edificio enorme, el Los Angeles Palladium. Los asistentes acceden por varias puertas vestidos con los atuendos y trajes propios de sus diferentes fes y ocupa­ciones. El aire vibra con el sonido de lenguas de un centenar de países distintos.
Se realizan pequeñas ceremonias para dar la bienvenida a los invitados de honor conforme van entrando en el vasto edificio para dirigirse después hacia la gran tarima central, una plataforma ligeramente elevada y de forma circular. La lista de asistentes incluye desde el alcalde y sus colegas políticos, hasta una interminable relación de autoridades religiosas y dema­gogos de púlpito.
Gaetano sabe que los invitados aparecen en orden de menor a mayor importancia, o para ser más rigurosos, de menor a mayor relevancia inter­nacional.
Los asistentes más aclamados hacen por fin su entrada. Un tsunami de gritos y aplausos hace retumbar el edificio.
Gaetano es incapaz de distinguir si el favorito de la multitud es el padre Peter Carenza o el mismísimo papa.
La música de la ceremonia de apertura alcanza un mágico clímax y el coro de mil voces se le une justo en el momento adecuado.
En el silencio que sigue tras el paréntesis en la música, el estadio parece contener la respiración. Mientras todos los dignatarios, unos sesenta, toman asiento, la enorme plataforma redonda comienza a girar de forma casi imperceptible para que todo el mundo pueda ver la ceremonia de frente, aunque sea solo durante unos minutos.
El anfitrión y organizador de la convocatoria, el francmasón Cooper, se pone en pie, se alisa el traje de diseño y camina hacia el centro de la tribuna.
Siempre que revisa la cinta, Gaetano se siente fascinando por las expresio­nes faciales de las personas que están en el estrado. En general, todos reflejan una extraña mezcla de aburrimiento, nerviosismo y satisfacción.
Hasta que la grabación le ofrece varios primeros planos del papa.
El anciano no aparta los ojos de Peter Carenza. El papa parece intrigado, desconfiado y a veces hasta meditabundo. Con frecuencia la mirada del viejo prelado recuerda a la del conejo que contempla su reflejo en los ojos del predador. Pero en ella también hay desafío y rabia contenida. Y comprensión y la certeza inamovible que proporciona una única y repentina revelación.
Se anuncia que Peter Carenza será el próximo en tomar la palabra.
Aquí es donde empieza, piensa Gaetano. Aquí es donde la cosa se pone rara.
De repente un hombre se incorpora de un salto y comienza a hacer señas con los brazos mientras se abre paso entre la multitud. Todo el mundo se vuelve a mirarlo cuando lo oyen gritar, pero nadie hace nada para detenerlo.
—¡Peter! ¡No! ¡No! ¡Huye! —Su voz suena extrañamente amortiguada y lej ana, casi acallada por el murmullo de desapro­bación generalizado.
Un guardia de seguridad reacciona inmediatamente. Avanza hacia él mientras intenta ocultar la pistola negra y fea que acaba de sacar de la funda sujeta a su costado.
—¡Te van a matar! —grita el hombre mientras los que lo rodean intentan detenerlo—. ¡Por amor de Dios, Peter! ¡Vete!
Varios invitados vip dejan el camino libre al exaltado en un intento por protegerse. El papa, sin embargo, se mantiene rígido en su asiento, observándolo todo como si nada de aquello lo sorprendiera. Todo el personal de seguridad avanza hacia el escenario.
Peter Carenza interrumpe su discurso ante las primeras señales de alboroto, pero no se mueve del estrado.
El agitador salta por encima de las vallas que rodean el palco de autoridades y choca contra un hombre robusto que se gira como si fuera la torreta de un tanque y le apunta con una pistola.
Un relámpago de luz ilumina el cañón del arma disparada a quemarropa y le da de lleno en el pecho. El impacto le hace girar hacia un lado y acaba cayendo a los pies del estrado. Una sensación de incredulidad recorre el auditorio en oleadas alter­nativas de agradecimiento y pánico. El hombre que ha disparado parece confuso por un momento, luego salta del estrado y aterriza al borde de la pista de atletismo.
Se escucha el extraño estallido de una explosión fuera de cámara en algún lugar cerca del techo del Palladium.
Peter Carenza sostiene al hombre herido en sus brazos.
Gaetano se acerca a la pantalla y observa con más atención cuando una nueva figura aparece vestida con el mono blanco del personal de manteni­miento. Gaetano sabe que aquel hombre, arrogante y seguro de sí mismo, se llama Targeno. Avanza entre la multitud con un solo objetivo, llegar hasta el atacante como un misil de crucero. Gaetano sonríe, aunque sabe lo que ocurre a continuación.
El tirador ahora apunta con su arma al padre Carenza.
La mirada vacía e impasible del sacerdote paraliza al asesino y evita que apriete el gatillo.
Ese era justo el momento que estaban esperando. De repente, una ráfaga de disparos procedentes de una ametralladora des­troza al asesino con eficacia quirúrgica. El impacto de las balas hace que su torso se estremezca y su pecho acaba estallando en una nube de tejidos y sangre.
Peter se da la vuelta y mira cara a cara al segundo tirador, Targeno, que vestido de blanco y con el arma aún en posición de disparo parece un arcángel vengador.
La multitud se mueve en todas direcciones dominada por el terror. De repente, todo el mundo desenfunda pistolas con las que se apuntan unos a otros. El hombre de blanco, sin embargo, baja su arma y por primera vez mira a los ojos al padre Carenza.
Unos ojos increíblemente oscuros, como dos agujeros negros que atraen todo lo que hay a su alrededor con tal fuerza que ni siquiera la luz de la esperanza puede escapar a ellos.
Gaetano se siente fascinado por esta parte de la grabación, ya que a pesar de que se trata solo de una transcripción visual de lo que ocurrió, siempre que la ve, tiene la sensación de que el tiempo se lentifica. Había poder en la mera contemplación de los acontecimientos y una emoción quebradiza y afilada como el cristal.
Targeno reacciona y con tranquilidad se coloca en la clásica pose del duelista. Alza su arma.
Peter eleva una mano en señal de aviso o rechazo, y un grito ahogado recorre el aforo del Palladium cuando de la palma de Peter sale una lengua de fuego blanco azulado que alcanza a Targeno.
Gaetano se obliga a sí mismo a contemplar lo que sabe que ocurre después. Es una escena que se ha grabado a fuego en su memoria y en sus retinas.
El hombre conocido como Targeno arde en llamas blanquísi­mas y después desaparece. En su lugar solo queda una flagrante columna de carbón. Un humo grasiento se eleva cuando la columna se derrumba, descomponiéndose en brillantes cris­tales de antracita.
Todo se detiene.
No se oye ni un solo ruido.
Todo el mundo mira a Peter y el silencio en el Palladium comienza a ser opresivo e insoportablemente nauseabundo. Sin embargo nadie osa hablar. Nadie se mueve.
Hasta que.
Sobre la tarima, un hombre se pone en pie.
Resplandeciente con su ropa ceremonial e irradiando una claridad pura y centelleante, el papa mira furioso a Peter y da un paso al frente.
—Io ti conosco —dice. «Yo te conozco.»
El padre Peter mira al anciano de la mitra papal y le dedica una media sonrisa.
El papa se detiene abruptamente como una marioneta cuyas cuerdas se hayan enredado. Se coge el brazo izquierdo con la mano derecha, su anillo brilla en el sol del mediodía. El pontífice se lleva luego las manos al pecho. Tiene los ojos desorbitados y la boca desencaj ada. A continuación, cae en brazos de su séquito y muere antes de que lo bajen del escenario.
Un gran clamor se eleva entre los asistentes. La gran colmena acompasa su monótono canto a los dictados de su nuevo líder.
Gaetano suspira lentamente mientras recaba fuerza e inspiración de lo que acaba de ver. Su preparación ha concluido, ya está listo para comenzar el viaj e por el tortuoso camino que lo llevará a un único destino posible, a un solo momento en el tiempo.

3

Padre Giovanni Francesco, Ciudad del Vaticano, 7 de agosto de 2000

El padre Giovanni Francesco abandonó su mesa y caminó lentamente hacia la ventana de su despacho. El simple esfuerzo de levantarse y ponerse en movimiento era enorme y le recordaba lo cansado y viejo que estaba. O más bien, lo viejo que se sentía, porque nunca antes había permitido que su avanzada edad fuera un obstáculo para la consecución de sus intereses vitales. Francesco estaba acostumbrado a que sus planes siempre salieran tal como había previsto. Era un hombre que esperaba obediencia ciega y resultados satisfactorios.
Pertenecía a la Compañía de Jesús, lo que de entrada ya lo definía como un eslabón fuerte dentro de la infraestructura de la Iglesia. Sin embargo, y a pesar de su formación jesuita, siempre se le había considerado como un individualista radical. Doctor en Ciencias Políticas, el padre Francesco era un formidable oponente en las interminables maquinaciones e intrigas palaciegas del Vaticano. Hacía más de una generación que trabajaba como enlace oficial entre la Compañía de Jesús y el papa, y la mayoría de sus colegas coincidían en que nunca había habido nadie tan competente, ni quizá tan despiadado, en ese mismo cargo.
Pero a pesar de sus últimas actuaciones, Francesco se estaba cansando con rapidez no solo de su trabajo, sino también de su vida en general. Desde que su protegido dejara de ser un sacerdote de Brooklyn y se convirtiera en el papa Pedro II, todas las intrincadas artimañas de Francesco parecían inútiles.
Qué extraño, pensó, jamás había sentido tanta indiferencia hacia su trabajo, ni hacia su misión.
El jesuita llegó hasta la ventana estrecha y alta y miró por ella, ausente, sin ver realmente nada. Se encontraba en el edificio administrativo del Vaticano, el Palacio de la Gobernación; un laberinto de despachos con vistas a los Jardines Vaticanos y un poco más allá, a los tejados de la ciudad de Roma. Pero Francesco no admiraba la belleza prístina de los jardines, ni la lejana ciudad de terracota sumida en la bruma.
En lugar de eso, algo le llamó la atención en el edificio situado en diagonal con respecto al suyo, en concreto una ventana situada en la sección de los aposentos papales desde donde Marion Windsor se había. precipitado.
Tras quince metros de caída, aterrizó sobre la cabeza y los hombros. Murió en el acto. Sin embargo, estuvo poco tiempo en el reino de los difuntos, ya que el papa Pedro II bajó corriendo a los jardines, la cogió entre sus brazos y obró el milagro de la resurrección. Todo ocurrió tan rápido que casi nadie se enteró; solo la guardia suiza de servicio y unos cuantos oficinistas, nadie más.
De hecho, ni el mismo Giovanni habría sabido nada de no ser por su veterana red de espías e informadores palaciegos. En cuanto comenzó a trabajar en el corazón de la Iglesia católica, comprendió el valor de un eficiente sistema de información. Francesco buceó por el entramado polí­tico de la Ciudad del Vaticano, identificó sus necesidades y las satisfizo a cambio de favores. Un antiguo mecanismo que funcionaba bien, aunque fuera constantemente puesto a prueba por la delicada naturaleza de la relación existente entre Marion Windsor y el papa Pedro II.
Como medida de precaución, la trasladaron a la enfermería del Vaticano para someterla a varias pruebas y mantenerla en observación; lo que ahora esperaba Francesco era información sobre su estado.
El interfono sonó educadamente y a continuación se escuchó la voz de su secretario:
—Perdone, padre.
Porque he pecado, pensó Francesco.
—El cardenal Lareggia está aquí.
Francesco volvió a su mesa y presionó el botón para hablar:
—Que entre.
Casi inmediatamente, las puertas dobles del despacho decorado con sobria elegancia se abrieron para mostrar a un hombre obeso vestido con la tradicional sotana roja. El cardenal Paolo Lareggia era un infarto de miocardio andante. Con más de setenta años y unos noventa kilos de sobrepeso, su rostro parecía incrustado entre los pliegues de los mofletes y la papada, de modo que sus rasgos apenas resaltaban entre aquella masa de carne. Más que entrar caminando en la sala, lo hizo tambaleándose de un lado a otro, casi sin avanzar y arrastrando unas piernas gruesas como troncos. Su manera de andar parecía tan dolorosa como lenta y torpe. Lareggia se dirigió a la silla más cercana y depositó su mole sobre ella como una grúa portuaria que suelta por fin su carga.
—Buenas tardes, amigo mío —dijo el cardenal.
—¿La has visto?
Lareggia asintió mientras sacaba un pañuelo con bordados para limpiarse el sudor de la frente.
—Sí, la he visto cara a cara. Está bien.
—Bueno, no esperaba menos —dijo Francesco con amargura—. No tendría mucho sentido traer de entre los muertos a alguien con achaques.
—¡Todo esto es muy vergonzoso! —dijo el cardenal—. ¡Y lo mantenemos en secreto! ¿Te imaginas qué pasaría si la prensa se enterara de esta última metedura de pata?
—Está destruyendo la santidad de su cargo. —Francesco caminó hasta su escritorio y sacó una cajetilla de cigarrillos Gauloises de un cajón. Encendió uno y se detuvo para aspirar profundamente la primera calada.
—Y tú te estás destrozando los pulmones con ese vicio apestoso.
Francesco lo miró con desdén.
—Todos tenemos nuestras debilidades, ¿no?
—Giovanni, yo.
—Sabes que no «se cayó» por la ventana —lo interrumpió Francesco con una mezcla de enfado y frustración—. Lo que no entiendo es por qué lo hizo si luego pensaba resucitarla. ¿Qué sentido tiene?
—Quizá sea un aviso para todos nosotros. —El tono de Lareggia reflejaba el respeto y temor que le inspiraba aquel asunto—. O quizá fuera un accidente de verdad.
Francesco se limitó a asentir.
—¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos traído a este mundo?
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —El cardenal Lareggia negó con la cabeza y sonrió desesperado—. Si este es el Segundo Advenimiento, aquí hay algo que no concuerda.
Francesco comenzó a caminar arriba y abaj o por su enorme despacho mientras seguía fumando el cigarrillo francés sin filtro. Su constitución delgada y sus movimientos bruscos le conferían el aspecto de un animal en guardia midiendo los límites de su jaula. De hecho, siempre se identificó con las raposas ya que, como ellas, era un depredador taimado. Sabía sacar partido de su mirada hambrienta y fría a la hora de tratar tanto con adversarios como con aliados.
—Solo ha pasado medio año desde su elección —dijo Francesco—. Y mira lo que ha hecho.
—¿Te refieres a los cambios? —El cardenal reprimió las ganas de reír—. ¿Qué más te da? ¿Acaso no te has pasado la vida diciendo que la Iglesia se ha quedado anclada en el medievo? ¿No has luchado tú por cambios parecidos a los que Peter está realizando?
Giovanni levantó el dedo índice para hacer una matización.
—Ah, sí, mi querido amigo vestido de rojo, pero reexamina tus palabras. ¡ Has dicho «cambios parecidos»! No son exactamente los que él ha aplicado.
—Te acercas peligrosamente al abismo —dijo Lareggia.
—No, no lo creo. Cuando uno piensa en las terribles consecuencias de las familias numerosas en Sudamérica, donde las economías son erráticas o inexistentes, el control de natalidad, dirigido de alguna manera por la Iglesia, me parece una medida útil e incluso humanitaria.
—¿Pero?
—Pero aprobar el sexo antes del matrimonio es, a mi juicio, ir demasiado lejos, no solo por su naturaleza pecaminosa, sino porque es una señal de que la Iglesia está relajando el control sobre sus fieles. —Francesco negó con la cabeza para enfatizar lo mucho que le disgustaba esa idea—. También considero una mala estrategia participar en planes globales dentro de la economía mundial. Las cuentas de la Iglesia no deberían ser objeto de inspección pública y por supuesto no se debería invertir en negocios arries­gados o en asuntos políticamente delicados.
Lareggia asintió con gravedad. Era evidente que le agradaba ser de la misma opinión que Francesco.
—¿Y supongo que habrás oído los rumores que dicen que Peter piensa acometer más cambios radicales?
—¡Por supuesto! Y como me gusta adelantarme a los acontecimientos —dijo Francesco—, veo claramente que son demasiados cambios en muy poco tiempo. Hará que se tambaleen los cimientos de la Iglesia. Como organización, la Iglesia ha superado el paso del tiempo gracias a su propia naturaleza, a su inflexibilidad e inmutabilidad.
Lareggia sonrió.
—¡Jamás pensé que te oiría decir estas cosas!
—Siempre he estado a favor del cambio progresivo. No de la anarquía envuelta en sensacionalismo.
—Bien dicho, padre.
Francesco ignoró el cumplido y prosiguió.
—Y sinceramente, me sorprende que nos permita vivir, ya que somos de los pocos que conocen su verdadera naturaleza. o al menos, sus orígenes.
—Tienes razón —dijo Lareggia, mientras guardaba el pañuelo empapa­do—. Su verdadera naturaleza es todavía objeto de especulación.
De repente, Francesco se quedó pensativo, como si recordara una escena del pasado.
—¿Te imaginas lo que ocurriría si se conociera nuestro secreto?
—No, no puedo imaginarlo. Ni tampoco quiero.
Si la clonación de aquella estúpida oveja armó tanto revuelo, pensó Giovanni, la prensa internacional se volvería loca si descubriera que Peter fue clonado a partir de la sangre de la Sábana Santa de Turín y que después, el embrión resultante se implantó en el vientre de una monja virgen y adolescente.
—Fuimos unos osados, ¿eh? —dijo Giovanni.
—Osados o locos.
Francesco rió entre dientes.
—Bueno, antes de que comenzara todo este asunto de Peter Carenza, tenía dudas.
Lareggia lo miró, preguntándose si comprendía lo que estaba diciendo.
—¿Te refieres a una crisis de fe?
—Exacto. Supongo que conoces los pensamientos, las preguntas, la sensación de incredulidad cuando contemplas las nociones estúpidas que tenían algunos pintores del Renacimiento, la ideología simplista de pecado y castigo.
—Sí, sé de lo que hablas. —El cardenal dejó escapar aquella afirmación con evidente vergüenza.
—Pero entonces apareció nuestro «ahijado», Peter Carenza, y comenzó a obrar milagros irrefutables. De repente, la prueba de la existencia de un poder superior estaba ante nuestros ojos.
—Sí —dijo Lareggia. En su voz el temor se agazapaba bajo una aparente alegría.
Francesco se detuvo y dio media vuelta con rapidez.
—Sí, pero es evidente que existe con el. permiso. si no con la aprobación del mismo Dios. ¡ Él ha permitido que Peter Carenza venga a este mundo por alguna razón! Una razón divina, por supuesto. Aunque aún no sepamos cuál puede ser.
—¿Y no es posible que seamos indignos de tal revelación?
—Cardenal, por favor, somos miembros de la jerarquía eclesiástica. Si nosotros no somos dignos, ¿quién lo es?
—Giovanni, estás bromeando ¿verdad? A veces es difícil de saber.
—¿Qué más da? —Francesco aplastó el cigarrillo y se encendió otro inmediatamente. Había una intensidad en sus ojos, una luz que ardía como las ascuas—. El quid de la cuestión es el siguiente: seguimos con vida por una razón.
—¿Por obra de quién?
—¿ Dios ? ¿ Peter ? —Francesco sonrió—. Da igual, ¿no lo ves ? Tenemos un trabajo que hacer. Somos los que deben descubrir por qué Peter está aquí.
El cardenal Lareggia cambió de postura en aquella incómoda silla de madera.
—¿Por qué?
—Porque lo presiento. Hace tiempo que pienso en nuestra situación, y lo que le ha sucedido a Marion Windsor me ha abierto los ojos. Ahora lo veo todo con claridad.
—Me he perdido —dijo Lareggia.
—Escucha, ¿estás de acuerdo conmigo en que la Santa Madre Iglesia está en peligro por la mera presencia de Carenza en el Vaticano?
—¡Por supuesto!
—¿Qué ha hecho Peter hoy?
Lareggia estaba evidentemente confuso y no respondió.
—¡Ha resucitado a Marion! —dijo Francesco—. Si la quisiera muerta, no lo habría hecho, lo que significa que algo salió mal. O saltó ella, al intentar escapar de él, o fue un accidente.
Lareggia abrió los ojos como platos.
—En cualquiera de los dos casos, perdió el control.
—Exacto. Y eso significa que nuestro papa se encuentra en un estado de mutación metafísica. Es una aleación espiritual aún en plena forj a y nosotros somos testigos del proceso.
El cardinal frunció el ceño.
—Giovanni, por favor, no me hables ahora con metáforas, no cuando comenzaba a entender lo que querías decir.
Francesco negó con la cabeza.
—Muy bien, te lo explicaré lo más claramente que pueda. Creo que el alma de Peter está aún, como dicen los estadounidenses, «en puja». Es decir, sea cual sea el nombre que quieras dar a las fuerzas que rigen el mundo, el bien y el mal por ejemplo, creo que todavía luchan por el control de Peter Carenza.
El cardenal asintió.
—Esperaba que eso fuera una posibilidad. Mis oraciones iban en esa misma dirección. Peter quizá aún no se haya comprometido con el lado equivocado.
Francesco exhaló con rapidez mientras mantenía alzado el dedo índice.
—Exacto, compañero, pero la cuestión que debemos resolver es: ¿cuál es el lado equivocado?

4

Huang Xiao, Pekín, 30 de agosto de 2000

La tierra va a temblar.
La idea siempre le llegaba así a Huang Xiao.
Nada de dramas, no había dolores somáticos ni traumatizantes, solo una idea que aparecía en su cabeza. Simple y única. A veces no volvía a pensar en el terremoto hasta que este se producía, en otras ocasiones también conocía la hora y el lugar.
Xiao era un joven alto y delgado de dieciocho años que ocupaba los días con interminables y disciplinadas clases de ingeniería agrícola y las noches cuidando de sus abuelos Li Ping y Dao Tu. Los padres de Xiao murieron unos diez años antes, durante la campaña liderada contra los intelectuales que abrazaron el capitalismo como un medio para subsistir económicamente.
Xiao descansaba sentado en la mesa donde comía, antes de ponerse a fregar la tosca vajilla de barro. La casa estaba en un descuidado barrio de las afueras de una ciudad llamada Kow Pei, una zona conocida por su mercado negro. El comercio con productos occidentales era tan público y notorio que la policía y el ej ército hacía tiempo que no se molestaban en ataj arlo. De hecho, muchos de sus miembros eran también algunos de los comerciantes más importan­tes. Cuando Xiao los veía negociar, se acordaba de sus padres y pensaba que jamás los habrían matado en la situación actual.
—Mi-mi —le dijo dulcemente a su abuela—. Tengo esa sensación otra vez.
La abuela apartó los ojos de su costura para mirarlo con expresión seria. Ella fue la primera en conocer el peculiar don de Xiao cuando con cinco años le dij o, con total inocencia, que iba a haber un terremoto. Desde entonces, todas sus «sensaciones» habían resultado ser acertadas, aunque él siempre deseara equivocarse.
—Parece que ahora hay más, ¿no?
Xiao asintió.
—¿Qué le está pasando al mundo?
—No lo sé Mi-mi.
—Este próximo. ¿sabes dónde será?
Negó con la cabeza.
—Todavía no. Quizá más adelante.
—Los vas a avisar.
—Tengo que intentarlo.
—Pues ten mucho cuidado, mi grandullón —dijo la anciana—. La última vez no saliste bien parado.
Se refería a los rumores de que el Gobierno lo buscaba.
—No me cogerán. —Xiao se puso de pie, apiló los platos y los llevó al fregadero. Se concentró en la tarea que tenía ante sí para no pensar en el Comité Popular sobre Desastres Naturales, cuyo portavoz había dejado muy claro su empeño en localizar a la persona que había advertido a los pueblos de las montañas cercanas a Hsingtai de que se produciría un terremoto el 22 de abril a las tres y cuarto de la mañana.
Al pertenecer al círculo universitario, Xiao sabía que se habían realizado varios estudios con animales como instrumentos en la predicción de terre­motos, mientras que con seres humanos apenas se había investigado nada.
Sin embargo, recientemente había corrido la voz en algunos corrillos pro gubernamentales de la facultad de que el Ej ército estaba interesado. Entre los militares, muchos creían la versión de los campesinos que hablaba de un joven alto y de ojos oscuros que podía predecir los temblores de tierra con total precisión. Tal conocimiento, se decía, podría ser una poderosa arma contra los enemigos del pueblo.
Cuando Xiao pensaba en todo aquello, se sentía aturdido, mareado y le entraban ganas de vomitar. La mera idea de utilizar su don para hacer daño o matar a otras personas.
¡No!
Jamás permitiría que lo utilizaran de ese modo. Jamás.
—¡Xiao! —lo llamó su abuelo con voz ronca—. Necesito que me ayudes con los sacos de arroz. Hay que traerlos del granero.
Xiao dejó los platos sumergidos en el fregadero, hizo una cortés inclina­ción de cabeza y se marchó rápidamente para obedecer al frágil anciano. Al pasar a su lado camino de la puerta, su abuela le tiró de la manga para que se inclinara y lo besó en la mejilla.
—Eres un buen chico. Todo lo que tenemos en este mundo, en ti hemos puesto nuestros sueños y esperanzas.
—Lo sé, Mi-mi —contestó con respeto.
—Por eso debes tener mucho cuidado. Ten siempre cuidado.
—Siempre lo tengo.
Le dio unos golpecitos en la mano.
—Recuerda, hay gente que te podría atrapar como a una rata. —¡Eso ya lo sabe, mujer! —dijo su abuelo—. Deja que acabe sus tareas. Luego podrá hablar contigo.
Xiao asintió y salió con el anciano. Mientras los dos cogían los sacos de arroz, Li Ping se detuvo y lo contempló por un momento.
—No quiere que te marches para salvar el mundo. Tiene miedo de que no vuelvas. —Lo sé.
—Pero te irás de todas formas, ¿verdad? Xiao esbozó una media sonrisa. —Debo hacerlo, sí. Li Ping asintió.
—Lo comprendo. Soy hombre.
—Es lo correcto. Si no, morirán muchas personas.
—Sabes dónde será, ¿verdad?
Xiao asintió de nuevo avergonzado.
—¿Dónde?
—En Kweiyang —dijo con evidente tristeza—. No quería decírselo porque está muy lejos de aquí. Su abuelo asintió. —A mil quinientos kilómetros. —Sí.
—¿Cuándo? —Dentro de doce días. —¿Cómo vas a llegar hasta allí?
Xiao alzó dos sacos, uno sobre cada hombro. Se tambaleó bajo el peso, pero deseó que la carga de su extraño don fuera tan fácil de soportar. —No lo sé, pero debo ir. Li Ping se encogió de hombros. —Puedes ir en tren, pero.
—Lo sé. Es un medio cómodo para viajar, pero me convierte en una presa fácil. Llevaron los sacos de arroz a la casa y los metieron en un armario. Li Ping le dijo por señas que volvieran a salir y Xiao lo siguió. Cuando cerraron la puerta, una repentina ráfaga de viento barrió el jardín y les abrió las chaquetas. El sol ya casi se había puesto y el paisaje parecía que se les fuera a echar encima.
Su abuelo lo condujo hasta la parte de atrás del granero, se agazapó contra el viento y habló con tranquilidad.
—Tu abuela no sabe nada de esto, pero algunos dicen que el Ejército está buscando a una persona que encaja con tu descripción. Otros, en cambio, aseguran que ya conocen su identidad.
—Yo también he oído esos rumores —dijo Xiao, haciendo un gesto con la mano como si pretendiera alejarlos—. Es lo que dicen los campesinos. ¡Qué sabrán ellos!
—Jovencito, tus abuelos son campesinos. ¿Te parecemos idiotas?
Xiao inclinó la cabeza.
—No era mi intención ofenderte.
Li Ping sonrió.
—No soy tan viejo para no recordar la naturaleza impulsiva de la juventud. Pero nos estamos desviando del asunto. ¿Sabes qué pasará si esos rumores son ciertos?
—¿Quieres decir si ya me están vigilando? —Sí.
—Que me obligarán a embarcar en otro viaje. —Xiao se detuvo a pensar lo que sus propias palabras implicaban—. Pero abuelo, eso no cambia nada. Sé que tengo este don. para salvar vidas. No puedo dar la espalda a esa verdad.
—En cambio hay otra verdad a la que sí le das la espalda. El Ejército te utilizará para causar muerte.
Xiao asintió y dijo en un susurro, como si el viento pudiera escucharlo:
—Sí, pero todo gran don puede dar vida o quitarla. Esa no es razón para no usarlo.
Su abuelo agachó la cabeza y suspiró resignado ante las palabras de Xiao.
—Tienes razón, pero a veces me gustaría que no fueras tan listo.
—Gracias.
El anciano le dio unos cariñosos golpecitos en el brazo.
—¿Cuándo te marchas a Kweiyang?
Xiao se encogió de hombros.
—Tengo doce días. Debería marcharme ya, por si luego hay algún retraso.
—Sí, es lo más conveniente. No le digas nada a Mi-mi. Déjamelo a mí. Es mejor que te marches sin más.
—De acuerdo. Haré el equipaje esta noche, cuando se quede dormida.
Li Ping asintió.
—Será lo mejor.

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