El estanque de la Luna

Abraham Merritt nació en Beverly (Nueva Jersey, USA) el 20 de enero de 1884. La precaria situación familiar no le permitió concluir sus estudios de Derecho en la Universidad de Pennsylvania. Comenzó a trabajar en 1903 como periodista del diario The Philadelphia Inquirer. Un asunto político poco claro instó al periódico a enviarlo fuera de los Estados Unidos. Merritt aprovecharía este «exilio» para conocer la península de Yucatán y aficionarse a la arqueología, experiencia que se convertiría en la inspiración de buena parte de su producción literaria. Regresó a su país en 1905, siendo ascendido a redactor jefe —en horario nocturno— del The Philadelphia Inquirer. Pese a esta promoción, Merritt no vaciló en aceptar la oferta del semanario neoyorquino The American Weekly en 1912. Su vinculación con este periódico duraría hasta su muerte, acaecida el 29 de agosto de 1943.

Se convirtió en un escritor que buscaba lo exótico como origen de las manifestaciones. Autor de éxito, aclamado por el público y con alguna adaptación cinematográfica en su haber, Abraham Merritt nunca aceptó las ofertas para convertirse en escritor a tiempo completo.

El estanque de la Luna vio la luz en las páginas de la revista pulp All Story Weekly, entre 1918 y 1919. La obra tuvo un impresionante éxito de acogida entre los lectores. El Estanque de la Luna fue concebida y publicada inicialmente como dos novelas cortas independientes: «The Moon Pool» (El estanque de la Luna propiamente dicho) y «The Conquest of the Moon Pool» (La conquista del estanque de la Luna). Pero los dos textos se fusionaron en una sola novela cuando se planteó su publicación en el formato de libro. El estanque de la Luna («The Moon Pool», 1919) es, la novela má emblemática de uno de los escritores más inspirados del pulp, con novelas tales como La nave de Isthar, Arde, bruja, arde, Arrástrate, sombra, arrástrate o Las siete huellas de Satán.

ANTICIPO:
El gigantesco bloque que se encontraba frente a mí brilló, plateadas olas de fosforescencia titilaron sobre su superficie, y entonces… la piedra se abrió como si se moviera sobre unas bisagras, susurrando levemente mientras se movía.

Tras advertir a Edith, me introduje rápidamente a través de umbral. Un túnel se desplegaba ante mí. Brillaba con la misma radiación fantasmagórica de color plateado. Corrí por su interior. El pasaje giraba abruptamente y se desplazaba paralelamente a las murallas del patio exterior, y una vez más descendía.

El pasadizo se interrumpió. Sobre mi cabeza se alzaba un alto arco abovedado. Parecía abrirse al espacio, un espacio lleno de una niebla algodonosa, multicolor y chispeante cuyo brillo crecía a ojos vista. Atravesé el arco y me detuve con un pavor sobrecogedor.

Frente a mí se encontraba un estanque. Era circular, de unos cuarenta metros de diámetro. A su alrededor se desplegaba un estrecho anillo de brillantes piedras plateadas. Sus aguas de de un color azul pálido. El estanque, con su reborde plateado, parecía un gran ojo azul que miraba hacia arriba.

Sobre su superficie se precipitaban siete radios luminosos. Caía sobre el ojo azul como torrentes cilíndricos, eran como pilares relucientes de luz que se elevaran desde un suelo de zafiro.

Uno era de un suave color rosa perlado; otro era como el verde de la aurora; un tercero poseía la blancura de la muerte; el cuarto era de un azul madreperla; el quinto, una reluciente columna de pálido ámbar; el sexto, un haz de amatista y el séptimo un eje de plata fundida. Tales eran los colores de las siete luces que brotaban del estanque de la luna. Me acerqué más, anonadado por el pavor. Los haces no iluminaban las profundidades, se movían por su superficie y parecían difuminarse allí hasta fundirse con ella. ¿Los devoraba el estanque?

Unos diminutos destellos de fosforescencia, chispas y destellos de débil incandescencia, comenzaron a precipitarse sobre las aguas. Y muy, muy abajo advertí un movimiento, un color vivo como si un cuerpo luminoso se elevara lentamente.

Miré hacia arriba, siguiendo la dirección de los pilares relucientes hasta su comienzo. Siete globos relucientes se encontraban en lo más alto, y los siete rayos emanaban de su interior. Su luminosidad aumentó mientras los observaba. Eran como siete lunas colgadas de un cielo abovedado. Lentamente aumentó su esplendor, y con él aumentó el brillo de los siete haces que se desprendían de ellos.

Aparté la mirada y la dirigí hacia el estanque. Se había vuelto lechosa y opalescente. Los rayos que se precipitaban sobre su superficie parecían llenarlo, estaba vivo con las chispas, los brillos y los centelleos. ¡Y la luminiscencia que había visto elevarse de sus profundidades había aumentado de tamaño y se encontraba más cerca!

Un remolino de niebla flotaba sobre su superficie. Evolucionó hacia el rayo de color rosa y se detuvo en su interior durante unos instantes. El haz de luz pareció abrazarlo, enviándole diminutos corpúsculos luminosos y pequeñas espirales rosáceas. La niebla absorbió los rayos y aumentó de tamaño aún más. Otro remolino se dirigió hacia el haz ambarino, se filtró en su interior y se alimentó de él, luego se desplazó hacia el primero y se fundió con él. A continuación se crearon otros remolinos aquí y allí, con demasiada velocidad para poder contarlos, y se introdujeron en el abrazo de los chorros de luz, parpadeando y titilando unos dentro de otros.

Se hicieron más y más grandes hasta que se formó un opalescente y parpadeante pilar de niebla sobre la superficie del estanque, creciendo cada vez más, drenando la vida de los siete haces de luz que caían sobre él. Desde su centro se acercaba la luminiscencia, elevándose desde sus profundidades. Y el pilar se agitó, palpitó, comenzó a desplegar tentáculos y zarcillos que palpaban a su alrededor.

Frente a mí se estaba formando Aquello que había andado con la forma de Stanton, que se había llevado a Thora… ¡La cosa que había venido a buscar!

Mi cerebro entró en acción. Mi mano alzó la pistola y disparó una bala tras otra sobre su brillante superficie.

Mientras disparaba, la cosa se balanceó y tembló, volviendo a tomar forma. Introduje un segundo cargador en la pistola automática y se me ocurrió otra idea que llevó a apuntar cuidadosamente hacia uno de los globos del techo. Supe de allí provenía la fuerza que daba forma al Morador del estanque, su fuerza procedía de los rayos. Si podía destruirlos, podría colapsar su formación. Disparé una y otra vez. Si acerté en alguna esfera, no le causé daño alguno. Las pequeñas motas que llenaban sus rayos danzaban revueltas con las motas de la niebla. Eso era todo.

Pero surgiendo del estanque como pequeña campanillas, como diminutas burbujas de cristal que explotaran, comenzaron los sonidos tintineantes. Perdida la dulzura, su tono aumentó con odio.

Y surgió una brillante espiral saliendo del inexplicable remolino.

Me rodeó por completo, enroscándose a mi alrededor. En ese momento, me atravesó una mezcla de terror y éxtasis. Cada átomo de mi ser se conmovió de gozo y se estremeció de desesperación. No había nada impuro en ello, pero era como si el helado corazón del mal y la vehemente alma de Dios se hubieran encontrado en mí. La pistola cayó de mi mano.

Así que me quedé paralizado mientras el Estanque destellaba y crepitaba. Las corrientes luminosas se hicieron más intensas y la Cosa reluciente que tenía atrapado, brillaba y se fortalecía. Su brillante núcleo tomó forma, pero una forma que ni mis ojos ni mi cerebro pudieron definir. Fue si un ser perteneciente a otra esfera de existencia hubieran asumido una forma vagamente humana, pero que no fuera capaz de encubrir su parte no humana. No era hombre ni mujer, no era terrenal ni andrógino. La mezcla de de terror y éxtasis aún me mantenía atrapado. Sólo en un pequeño rincón de mi cerebro residía una zona inmaculada, que se mantenía alejada y observaba. ¿Era el alma? Nunca he creído en algo semejante, pero aun así…

Sobre la cabeza del cuerpo neblinoso aparecieron repentinamente siete pequeñas luces. Cada una de ellas era del color del rayo bajo el que se encontraba. ¡Supe que el Morador estaba completo!

Escuché un grito. Era la voz de Edith que legó hasta mí como si hubiera escuchado los disparos y me hubiera seguido. Sentí que cada una de mis facultades físicas se unían en un poderoso esfuerzo. Me aparté violentamente del tentáculo que me aprisionaba y éste retrocedió. Me volví para abrazar a Edith, y mientras lo hacía me resbalé y me caí.

La forma radiante que se mantenía sobre el Estanque saltó repentinamente, y Edith se precipitó hacia su interior con la inercia de su carrera, con los brazos desplegados para escudarme. ¡Dios!

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